LXXI

No dormía; vagaba en ese limbo

en que cambian de forma los objetos,

misteriosos espacios que separan

la vigilia del sueño.

Las ideas que en ronda silenciosa

daban vueltas en torno a mi cerebro,

poco a poco en su danza se movían

con un compás más lento.

De la luz que entra al alma por los ojos

los párpados velaban el reflejo;

mas otra luz el mundo de visiones

alumbraba por dentro.

En este punto resonó en mi oído

un rumor semejante al que en el templo

vaga confuso al terminar los fieles

con un Amén sus rezos.

Y oí como una voz delgada y triste

que por mi nombre me llamó a lo lejos,

¡y sentí olor de cirios apagados,

de humedad y de incienso!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Entró la noche y del olvido en brazos

caí cual piedra en su profundo seno.

Dormí y al despertar exclamé: «¡Alguno

que yo quería ha muerto!».