II

 

Afortunadamente, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una ciudad moderna no es un fenómeno tan común que convierta en algo totalmente innecesaria una explicación. Harker Brayton, un soltero de treinta y cinco años, erudito, ocioso y algo atlético, rico, famoso y de buena salud, había regresado a San Francisco de un viaje realizado por todo tipo de países remotos y poco habituales. Sus gustos, siempre un poco lujosos, se habían vuelto algo más exigentes tras largas privaciones, por lo que incluso los recursos del Castle Hotel resultaban inadecuados para su absoluta gratificación, razón por la que había aceptado alegremente la hospitalidad de su amigo el distinguido científico doctor Druring. La casa grande y anticuada del doctor Druring, situada en lo que es ahora un oscuro barrio de la ciudad, tenía un aspecto exterior y visible de orgulloso apartamiento. Claramente no se relacionaba con las edificaciones contiguas de su alterado entorno, por lo que parecía haber desarrollado algunas excentricidades surgidas directamente de su aislamiento. Una de ella era un «ala» claramente irrelevante desde el punto de vista arquitectónico y no menos rebelde en cuanto al propósito: pues se trataba de una combinación de laboratorio, casa de fieras y museo. Allí era donde el doctor satisfacía el aspecto científico de su naturaleza con el estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se conformaban a sus gustos; que debe confesarse se dirigían más bien hacia los de tipo inferior. Para que alguno de los superiores resultara agradable a sus sentidos debía retener por lo menos algunas características rudimentarias pertenecientes a los «dragones primigenios», como era el caso de los sapos y las serpientes. Sus simpatías científicas eran claramente reptilianas: amaba a los seres vulgares de la naturaleza y gustaba de describirse a sí mismo como el Zola de la zoología. Como su esposa e hijas no tenían la ventaja de compartir su curiosidad ilustrada con respecto a las obras y costumbres de éstas, para nosotros, malhadadas criaturas, habían sido excluidas con innecesaria austeridad de lo que él llamaba el Serpentario, y condenadas a las compañías de sus semejantes, aunque para suavizar los rigores de su destino, gracias a su gran riqueza había permitido a los reptiles vivir en un entorno magnificente y brillar con esplendor superior.

Arquitectónicamente y desde el punto de vista del «amueblamiento» el Serpentario gozaba de una severa simplicidad adecuada a las circunstancias humildes de sus ocupantes, a muchos de los cuales, por razones de seguridad, no se les podía conceder la libertad que es necesaria para el gozo pleno del lujo, porque tenían la inquietante peculiaridad de estar vivos. Sin embargo, en sus apartamentos tenían tan escasas restricciones personales como resultaran compatibles con la protección que necesitaban frente a la costumbre funesta de comerse unos a otros. Por lo demás, tal como Brayton había sido solícitamente advertido, era más que una tradición el que algunos de ellos, en diversos momentos, se encontraran en ciertas partes del lugar en las que hubiera resultado bastante embarazoso explicar su presencia. Mas a pesar del Serpentario y de sus extraordinarias asociaciones —a las que para ser sinceros prestaba él muy poca atención—, la vida en la mansión Druring le resultaba a Brayton muy de su agrado.

 

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