III

 

Salvo un sobresalto y un simple estremecimiento de desagrado, aquello no afectó demasiado al señor Brayton. Su primer pensamiento fue el de tocar la campana para que viniera un criado; pero, aunque el cordón de la campana colgara muy cerca de donde estaba, no hizo ningún movimiento hacia él; pasó por su mente el pensamiento de que dicho acto le convertiría en sospechoso de haber tenido miedo, lo que desde luego no había sido cierto. Tenía una conciencia más aguda de la naturaleza incongruente de la situación que de la sensación de verse afectado por sus peligros; aquélla resultaba repugnante, pero absurda.

El reptil pertenecía a una especie con la que Brayton no estaba familiarizado. Tan sólo podía conjeturar su longitud, pero en su parte más visible el cuerpo del animal parecía tan grueso como su antebrazo. ¿En qué medida resultaba peligroso, si es que lo era? ¿Era una serpiente venenosa? ¿Constrictora? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitían saberlo; nunca había descifrado esos códigos.

Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Y resultaba además, «por encontrarse fuera de lugar», una impertinencia. La gema no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros de nuestro tiempo y país, que han recargado las paredes de las habitaciones con cuadros, el suelo con muebles, y los muebles con chucherías, habían proporcionado un lugar adecuado para ese ejemplar de vida salvaje de la selva. Además —¡y ese pensamiento le resultaba insoportable!—, las exhalaciones de su aliento se mezclaban con la atmósfera que él mismo estaba respirando.

Cuando aquellos pensamientos tomaron forma, con mayor o menor definición, en la mente de Brayton, le obligaron a la acción. El proceso podríamos denominarlo como consideración y decisión. Mediante él somos sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita bajo una brisa otoñal muestra mayor o menor inteligencia que sus semejantes cayendo sobre el suelo o sobre el lago. El secreto de la acción humana es manifiesto: algo contrae nuestros músculos. ¿Tiene alguna importancia el que demos el nombre de voluntad a esos cambios moleculares preparatorios?

Brayton se puso en pie y se dispuso a alejarse despaciosamente de la serpiente, sin inquietarla si ello era posible, hasta cruzar la puerta. Así se retiran los hombres de la presencia de lo grandioso, pero lo grandioso es poder; y el poder es una amenaza. Sabía que podía caminar hacia atrás sin equivocarse. Si el monstruo le seguía, el gusto del decorador que había llenado las paredes de pintura también había colgado de ellas toda una serie de armas orientales asesinas, de entre las que podría elegir una que resultara conveniente a la ocasión. Entretanto, los ojos de la serpiente ardían con una malevolencia más implacable todavía que antes.

Brayton levantó del suelo el pie derecho dispuesto a dar un paso atrás; pero en ese mismo momento sintió una poderosa aversión a hacerlo.

«Se me considera un hombre valiente —pensó—. ¿Es que la valentía no es sino orgullo? ¿Por el hecho de que no haya nadie que atestigüe la vergüenza, voy a retirarme?»

Se sostenía apoyando la mano derecha en el respaldo de la silla, puesto que tenía el pie suspendido en el aire.

—¡Absurdo! —dijo en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo de que parezca estar atemorizado.

Levantó el pie un poco más, doblando ligeramente la rodilla y posándolo en el suelo: ¡un par de centímetros por delante del otro! No podía ni pensar cómo había sucedido aquello. El intento que hizo con el pie izquierdo obtuvo el mismo resultado: también éste avanzó con respecto al derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla; el brazo estaba recto, como si fuera a tirar de la silla hacia atrás. Cualquier observador habría dicho que no deseaba perder ese punto de asimiento. La cabeza maligna de la serpiente seguía sobresaliendo desde el anillo interior, lo mismo que antes, al nivel del cuello. No se había movido, pero ahora sus ojos eran como chispas eléctricas que irradiaran un número infinito de agujas luminosas.

La tez del hombre había adquirido una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un paso, y otro más, arrastrando en parte la silla, que cuando finalmente soltó cayó con estruendo sobre el suelo. El hombre lanzó un gemido; la serpiente ni se movió ni emitió sonido alguno: pero sus ojos eran dos soles deslumbrantes. El propio reptil quedaba totalmente oculto por ellos. Emitían aros crecientes de colores fuertes y vivos que, en su mayor expansión, desaparecían sucesivamente como pompas de jabón; parecían aproximarse al rostro del hombre, pero poco después parecían encontrarse a una distancia inconmensurable. Escuchó en algún lugar el latido continuo de un gran tambor, con ráfagas intermitentes de una música lejana, inconcebiblemente dulce, como los tonos de una arpa eolia*. Creyó que era la melodía del amanecer de la estatua de Memnon**, y creyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, escuchando con un sentimiento de exaltación ese himno inmortal a través del silencio de los siglos.

Cesó la música; o más bien se convirtió, con una graduación insensible a los sentidos, en el retumbar distante de una tormenta que se aleja. Se extendía ante él un paisaje que relucía bajo el sol y la lluvia, arqueado por un arco iris de colores vivos que enmarcaba en su curva gigantesca cien ciudades visibles. A media distancia, una serpiente enorme que llevaba una corona levantaba la cabeza por encima de sus voluminosas convoluciones y le contemplaba con los ojos de su madre muerta. De pronto aquel paisaje de encantamiento pareció elevarse velozmente como el telón de un teatro y desapareció en el vacío. Algo le dio un fuerte golpe en el rostro y el pecho. Había caído al suelo y la sangre caía de su nariz rota y sus labios magullados. Permaneció un tiempo atontado y aturdido, caído con el rostro sobre el suelo y los ojos cerrados. Unos momentos después se recuperó y supo entonces que con la caída, que le hizo apartar la mirada, había roto el hechizo que le retenía. Supo que entonces, si mantenía apartada la mirada, podría retirarse, pero el pensamiento mismo de que la serpiente estaba a muy poca distancia de su cabeza, aunque no la viera —quizás a punto de saltar sobre él y anudar sus anillos sobre su garganta— resultaba demasiado horrible. Levantó la cabeza, volvió a mirar aquellos ojos funestos y de nuevo se convirtió en su esclavo.

La serpiente no se había movido y parecía haber perdido en parte el poder que tenía sobre la imaginación del hombre; no se repitieron las ilusiones magnificentes de los momentos anteriores. Bajo su frente plana y sin cerebro los ojos negros, como dos gotas relucientes, brillaban como al principio, con una inexpresable actitud maligna. Era como si aquel animal, seguro ya de su triunfo, hubiera decidido no poner en práctica más tretas para atraerle.

Se produjo entonces una escena terrible. El hombre, yacente en el suelo a menos de un metro de su enemigo, levantó la parte superior de su cuerpo sobre los codos, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas totalmente extendidas. Su rostro estaba blanquecino entre las manchas de sangre; los ojos los tenía abiertos al máximo. Había espuma en sus labios que le caía en forma de copos. Unas potentes convulsiones recorrían su cuerpo obligándole a practicar ondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, fue cambiando las piernas de un lado al otro y a cada momento se encontraba un poco más cerca de la serpiente. Presionaba el suelo con las manos en un intento de retroceder, pero seguía avanzando constantemente sobre los codos.

 

Share on Twitter Share on Facebook