IV

 

El doctor Druring y su esposa estaban sentados en la biblioteca. El científico se encontraba en un raro estado de buen humor.

—Mediante el intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un espléndido ejemplar de ophiophagus —le dijo a su mujer.

—¿Y qué es eso? —preguntó ella con muy poco interés.

—¡Bendita sea mi alma, qué ignorancia tan profunda! Querida mía, un hombre que tras casarse se entera de que su esposa no sabe griego tiene derecho a divorciarse, la ophiophagus es una serpiente que se come a las otras serpientes.

—Pues ojalá se coma todas las tuyas —contestó ella cambiando con actitud ausente la dirección de la lámpara—. ¿Pero cómo las consigue? Imagino que hechizándolas.

—No cambiarás nunca, querida —dijo el doctor con afectada petulancia—. Ya sabes lo que me irrita cualquier alusión a esa superstición vulgar sobre la facultad de fascinación de las serpientes.

¡La conversación fue interrumpida por un poderoso grito que sonó en la casa silenciosa como la voz de un demonio que gritara desde una tumba! Y sonó y volvió a sonar con una terrible claridad. Se pusieron en pie de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida e incapaz de hablar por el terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último grito, el doctor había salido de la habitación y subía las escaleras de dos en dos escalones. En el corredor, frente a la habitación de Brayton, encontró a varios criados que habían descendido del piso superior. Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía el pestillo echado y cedió fácilmente. Brayton yacía muerto sobre el suelo, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban parcialmente ocultos por la barandilla del pie de la cama. Tiraron del cuerpo hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y espuma, los ojos totalmente abiertos, contemplando... ¡una visión terrible!

—Ha muerto de un ataque —observó el científico doblando una rodilla y colocando una mano sobre el corazón del yacente. Mientras se encontraba en esa posición, miró bajo la cama y añadió—: ¡Dios mío! ¿Cómo llegó eso hasta aquí?

Se metió bajo la cama, sacó la serpiente y la arrojó, enroscada todavía, al centro de la habitación, donde con un sonido apagado se deslizó por el suelo pulido hasta que chocó con la pared y se quedó allí inmóvil. Era una serpiente disecada a la que le habían puesto como ojos dos botones de zapato.

 

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