IV

 

Cuando terminó de clavar las estacas como su reivindicación minera, el señor Doman regresó andando al centro de ésta y se quedó inmóvil en el mismo punto en el que su búsqueda ante las tumbas había terminado al exclamar «Scarry». Volvió a inclinarse sobre el tablero que llevaba ese nombre y como para reforzar los sentidos de la vista y del oído, pasó el dedo índice a lo largo de las letras toscamente talladas. Al levantarse de nuevo, añadió oralmente a esa inscripción simple este sorprendente epitafio:

—¡Fue un terror sagrado!

Si le hubieran pedido al señor Doman que aportara pruebas de esas palabras —y considerando que tenían un carácter algo censurable sin duda se lo habrían pedido, de haber alguien—, se habría visto en una difícil situación por la ausencia de testigos fiables y a lo más que habría podido apelar habría sido a la evidencia de los rumores. En aquel tiempo, cuando Scarry había tenido fama en los campamentos mineros de la zona —cuando tal como lo habría dicho el editor del Hurdy Herald se encontraba ella «en la plenitud de su poder»— la fortuna del señor Doman se encontraba en una marea baja, y llevaba la vida errantemente laboriosa de un prospector. Había pasado la mayor parte del tiempo en las montañas, unas veces con un compañero y otras con otro. Su juicio acerca de Scarry se había formado a partir de los recitales admirativos de esos compañeros casuales procedentes de diversos campamentos; personalmente no había tenido nunca la dudosa ventaja de conocerla ni la precaria distinción de sus favores. Y cuando finalmente, al terminar ella su perversa profesión en Hurdy-Gurdy, él leyó por azar en un ejemplar del Herald una nota necrológica de una columna entera (escrita por el humorista local en el más elevado estilo de su arte), Doman había concedido a la memoria de ella y al genio de su historiógrafo el tributo de una sonrisa, olvidándola después caballerosamente. Pero de pie ahora al lado de la tumba de aquella Mesalina de las montañas, recordó los acontecimientos principales de la turbulenta carrera de aquella mujer, tal como los había oído celebrar en diversos fuegos de campamento, y quizás por un intento inconsciente de autojustificarse repitió que ella fue un terror sagrado, y después metió el pico en la tumba hasta el mango. En ese momento, un cuervo que había estado silenciosamente posado sobre una rama del árbol maldito que tenía sobre su cabeza, chasqueó solemnemente el pico y emitió su opinión sobre el asunto con un graznido de aprobación.

Dedicándose con gran celo a su descubrimiento del oro abundante, que probablemente achacaba a la conciencia con la que ejercitaba su trabajo de sepulturero, el señor Barney Bree había cavado un sepulcro inusualmente profundo, por lo que casi estaba anocheciendo cuando el señor Doman, trabajando con la deliberación lenta del que tiene «una cosa segura» y ningún miedo a que nadie reclamara un derecho anterior, llegó al ataúd y lo dejó al descubierto. Al hacerlo se vio enfrentado a una dificultad para la que no se había preparado; el ataúd —una simple cáscara plana de tablones rojizos por lo visto no muy bien conservados— no tenía asas y ocupaba todo el fondo de la excavación. Lo único que podía hacer sin violar la santidad y decencia de la situación era realizar una excavación lo bastante larga como para poder ponerse de pie a la cabeza del ataúd y, colocando debajo sus manos poderosas, levantarlo sobre su extremo más estrecho; y eso fue lo que decidió hacer. La proximidad de la noche aceleró sus esfuerzos. Ni se le pasó por la cabeza abandonar en aquella fase la tarea para reanudarla por la mañana en condiciones más ventajosas. El estímulo febril de la codicia y la fascinación del terror le hicieron proseguir el trabajo con una voluntad de hierro. Ya no se mostraba ocioso, sino que trabajaba con un interés terrible. Se destocó la cabeza, se quitó las prendas exteriores, se abrió la camisa por el cuello descubriendo el pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de sudor, mientras este duro e impenitente buscador de oro y ladrón de tumbas trabajaba con una energía gigantesca que casi dignificaba el carácter de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol desaparecieron por la línea serrada de las colinas del oeste, y la luna llena había surgido de las sombras que cubrían la llanura purpúrea, había puesto en pie el ataúd y lo dejó allí apoyado contra el borde de la tumba abierta. Después, levantando el cuello por encima de la tierra en el extremo opuesto de la excavación, mientras contemplaba el ataúd sobre el que caía ahora la luz de la luna produciendo una luminosidad total, se estremeció con un terror repentino al observar sobre el ataúd la sorprendente aparición de una oscura cabeza humana: la sombra de la suya. Por un instante, aquella circunstancia simple y natural le acobardó. El ruido de su respiración fatigada le asustó, y trató de mitigarla, pero sus pulmones ardientes no se lo permitieron. Después, echándose a reír y habiendo perdido totalmente el espíritu, empezó a mover su cabeza de un lado a otro para obligar a la aparición a repetir los movimientos. Le tranquilizó y consoló comprobar que dominaba a su propia sombra. Estaba contemporizando con la situación, realizando con una prudencia inconsciente una maniobra que retrasara la catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban cerrando sobre él y por el momento parlamentaba con lo inevitable.

Observó entonces una sucesión de varias circunstancias inusuales. La superficie del ataúd que mantenía fija su mirada no era plana; presentaba dos bordes claros, uno longitudinal y otro transversal. Donde se cruzaban, por la parte más ancha, había una placa metálica corroída que reflejaba la luz de la luna con un brillo tenebroso. A lo largo de los bordes exteriores del ataúd, a largos intervalos, había unas cabezas de clavos comidas por el óxido. ¡Este frágil producto del arte de carpintero se había introducido en la tumba por el lado contrario!

Quizás fuera una de las bromas del campamento: una manifestación práctica del espíritu chistoso que encontraba su expresión literaria en la noticia necrológica, desordenada y patas arriba, salida de la pluma del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Quizás tuviera algún significado personal y oculto en el que no pudieran penetrar las mentalidades no instruidas de la tradición local. Una hipótesis más caritativa era que, debido a un infortunio del señor Barney Bree, al realizar sin ayuda el enterramiento (bien por decisión propia, para preservar en secreto su oro, o por la apatía pública), había cometido un error que después no pudo o no quiso rectificar. Pero cometido el error, la pobre Scarry fue bajada a tierra boca abajo.

Cuando el terror y la estupidez se alían, el efecto es terrible. Aquel hombre osado y de fuerte corazón, aquel duro trabajador nocturno entre los muertos, el enemigo que desafiaba la oscuridad y la desolación, sucumbió a una sorpresa ridícula. Le sobrecogió un escalofrío: se estremeció y sacudió sus hombros enormes como si tratara de quitarse de encima una mano helada. Ya no respiraba y la sangre de sus venas, incapaz de reducir su ímpetu, brotaba ardiente bajo su piel fría. Carente del oxígeno necesario, le subió a la cabeza y congestionó su cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo; incluso su corazón se había dispuesto en su contra. No se movió; ni siquiera podía gritar. Sólo necesitaba un ataúd para estar muerto: tan muerto como la muerta que tenía frente a él con la altura de una tumba abierta y el grosor de un tablón podrido en medio.

Después recuperó los sentidos de uno en uno; la marea del terror que había superado sus facultades empezó a remitir. Pero con el retorno de los sentidos perdió singularmente la conciencia del objeto de su miedo. Veía la luz de la luna dorando el ataúd, pero ya no veía el ataúd que la luna doraba. Al levantar la mirada y girar la cabeza, observó, curioso y sorprendido, las ramas negras del árbol muerto, y trató de calcular la longitud de la cuerda, deshilachada por el tiempo que colgaba de su mano fantasmal. El ladrido monótono de los lejanos coyotes le afectó como algo que ya hubiera oído años antes en un sueño. Un búho cruzó por encima de él sobre unas alas que no hacían ruido, y trató de predecir la dirección que tomaría su vuelo cuando llegara al risco que elevaba su parte frontal iluminada a unos dos kilómetros de distancia. Su oído captó el caminar sigiloso de una ardilla a la sombra de un cacto. Lo observaba todo intensamente; sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Lo mismo que uno puede quedarse mirando al sol hasta que éste parece negro y después desaparece, su mente, habiendo agotado su capacidad para el terror, ya no era consciente de la existencia de nada que fuera terrorífico. El asesino estaba ocultando la espada.

Durante esta tregua en la batalla se dio cuenta de que había un olor débil pero vomitivo. Al principio pensó que se trataba de una serpiente de cascabel, e involuntariamente trató de mirar a sus pies. Eran casi invisibles en la oscuridad de la tumba. Un sonido áspero y gutural, como el estertor de la muerte en una garganta humana, parecía brotar del cielo, y un momento después una sombra grande, negra y angulosa, como si ese sonido se hubiera vuelto visible, cayó en un vuelo curvo desde la rama más alta del árbol espectral, aleteó un instante delante de su rostro y se alejó en la niebla a lo largo del torrente. Era el cuervo. El incidente le permitió recuperar el sentido de la situación y volvió a buscar con la mirada el ataúd erguido, que ahora la luna iluminaba en la mitad de su longitud. Vio el brillo de la placa metálica y, sin moverse, intentó descifrar la inscripción. Después se puso a especular con respecto a lo que había detrás. Su imaginación creativa representó una imagen vívida. Los tablones no parecían ya un obstáculo y vio el cadáver lívido de la mujer muerta, de pie y vestida con el sudario, contemplándole con la mirada vacía con unos ojos sin párpados y hundidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior, apartado, descubriendo los dientes. Pudo ver una mancha, como un dibujo, en las mejillas huecas: la consecuencia de la decadencia. Por algún proceso misterioso, su mente volvió por primera vez al día en que vio la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto fúnebre de aquel rostro muerto: el objeto que más amaba con el más horrible que era capaz de concebir.

El Asesino avanzó ahora y mostrando la hoja la acercó a la garganta de la víctima. Es decir, aquel hombre fue consciente, al principio de una manera oscura, pero luego con gran definición, de una enorme coincidencia, una relación, un paralelismo entre el rostro de la fotografía y el nombre del tablón. Uno estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento se adueñó de él y le sacudió. Transformó el rostro que su imaginación había creado tras la tapa del ataúd; el contraste se convirtió en parecido; el parecido en identidad. Recordando las numerosas descripciones de la apariencia personal de Scarry, que había oído en las murmuraciones de los fuegos de campamento, intentó recordar, sin demasiado éxito, la naturaleza exacta de la desfiguración por la que la mujer había recibido ese feo apodo; y lo que faltaba en su memoria lo proporcionaba la imaginación, llenándolo con la validez de la convicción. En el intento enloquecedor de recordar algunas partes de la historia de esa mujer, que había oído, los músculos de los brazos y las manos se contrajeron con una tensión dolorosa, como si se estuviera esforzando para levantar un gran peso. El esfuerzo hacía temblar y retorcerse su cuerpo. Los tendones de su cuello estaban tan tensos como una tralla, y empezó a respirar a boqueadas breves y potentes. La catástrofe no podía retrasarse ya demasiado si no quería que la agonía de la anticipación no dejara nada por hacer al golpe de gracia de la verificación. El rostro cicatrizado que había tras la tapa le mataría a través de la madera.

Un movimiento del ataúd alteró sus pensamientos. Se adelantó hasta encontrarse a treinta centímetros de su rostro, haciéndose visiblemente más grande conforme se aproximaba. La placa metálica oxidada, con una inscripción que no podía leerse con la luz de la luna, le miraba fijamente a los ojos. Decidido a no acobardarse, intentó apoyar los hombros más firmemente contra el extremo de la excavación, y casi llegó a caerse hacia atrás en el intento. No había nada que le sujetara; inconscientemente había avanzado hacia su enemigo, aferrando el gran cuchillo grande que había extraído del cinto. El ataúd no había avanzado y sonrió al pensar que no podría retirarse. Levantando el cuchillo, golpeó la pesada empuñadura con toda su fuerza contra la placa metálica. Se oyó un ruido agudo y sonoro, y con un resquebrajamiento apagado la tapa podrida del ataúd se despedazó y cayó a sus pies. El vivo y la muerta estaban cara a cara: el hombre, frenético y gritando, la mujer en pie, tranquila en su silencio. ¡Era un terror sagrado!

 

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