V

 

Unos meses más tarde, un grupo de mujeres y hombres pertenecientes a los más elevados círculos sociales de San Francisco pasó por Hurdy-Gurdy inaugurando el viaje a Yosemite Valley por un nuevo camino. Se detuvieron para la cena y mientras la preparaban exploraron el desolado campamento. Un miembro del grupo había estado en Hurdy-Gurdy en sus tiempos de gloria. Había sido uno de sus ciudadanos prominentes; y solía decirse que en una sola noche pasaba por su mesa de faro más dinero que en las de sus competidores en toda una semana; pero siendo ahora millonario, se dedicaba a empresas más importantes y no consideraba que aquellos primeros éxitos tuvieran una importancia suficiente como para merecer la distinción de un comentario. Su esposa inválida, una dama famosa en San Francisco por la costosa naturaleza de sus entretenimientos y el rigor que ponía en relación con la posición social y los «antecedentes» de quienes la acompañaban, iba con la expedición. Durante un paseo por entre las chozas del campamento abandonado, el señor Porfer dirigió la atención de su esposa y amigos hacia el árbol seco que había en una colina baja, al otro lado del Injun Creek.

—Tal como les dije —afirmó—, pasé por este campamento en 1852 y me contaron que no menos de cinco hombres fueron ahorcados allí por los vigilantes en diferentes momentos, y todos en aquel árbol. Si no me equivoco, todavía cuelga de él una cuerda. Vayamos a ver ese lugar.

Lo que no añadió el señor Porfer fue que esa cuerda quizás fuera la misma de cuyo fatal abrazo había escapado su cuello por tan poco que si hubiera tardado una hora más en salir de esa región habría muerto.

Andando despacio junto al torrente hasta un punto conveniente para cruzarlo, el grupo encontró el esqueleto de un animal atado a una estaca, que el señor Porfer, tras examinarlo debidamente, afirmó era el de un asno. Las orejas que lo distinguían habían desaparecido, pero una gran parte de la cabeza no comestible había sido perdonada por alimañas y pájaros, además la resistente brida de pelo de caballo estaba intacta, lo mismo que la cuerda de un material similar que lo ataba a una estaca firmemente hundida todavía en la tierra. A su lado estaban los elementos metálicos y de madera de un equipo de minero. Hicieron los comentarios habituales, cínicos por parte de los hombres y sentimentales y refinados por la de las damas. Un momento más tarde se encontraron junto al árbol del cementerio y el señor Porfer se deshizo de su dignidad lo suficiente como para colocarse bajo la cuerda podrida y enlazarla confiadamente alrededor de su cuello, lo que por lo visto pareció satisfacerle mucho a él, pero causó un gran horror a su esposa, que sufrió un pequeño ataque con la representación.

La exclamación de un miembro del grupo los reunió a todos junto a una tumba abierta, en cuyo fondo vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos rotos de un ataúd. Los coyotes y las águilas ratoneras habían ejecutado los últimos y tristes ritos por lo que se refería a todo lo demás. Vieron dos cráneos, y para investigar esta repetición bastante inusual, uno de los hombres jóvenes tuvo la audacia de introducirse de un salto en la tumba y pasárselos a uno de los que estaba arriba antes de que la señora Porfer pudiera dar a conocer su desaprobación a ese acto tan sorprendente, aunque lo hiciera con considerable sentimiento y con palabras muy selectas. Al proseguir su búsqueda de los restos en el fondo de la tumba, el joven entregó una placa de ataúd oxidada con una inscripción toscamente hecha que, con dificultad, el señor Porfer descifró y leyó en voz alta con un serio intento, no totalmente desprovisto de éxito, de obtener el efecto dramático que consideraba adecuado a la ocasión y a su capacidad retórica:

 

Manuelita Murphy

Nacida en la Misión San Pedro; muerta en Hurdy-Gurdy
a los cuarenta y siete años
El Infierno está lleno de gente así

 

Como deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos sexos que comparten los nervios de la señora Porfer, no nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa inusual inscripción, salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había encontrado nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.

El siguiente objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos negros manchados de barro: pero recibió poca atención porque rompió el ambiente anterior. De pronto, con una breve exclamación y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras inspeccionarlo presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos brillantes. El señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza sobre él un momento y lo arrojó descuidadamente con un solo comentario:

—Piritas de hierro: el oro del loco.

El joven del descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.

Entretanto la señora Porfer, incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al árbol y se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arreglaba de nuevo una trenza de dorados cabellos que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que parecía ser, y era realmente, un fragmento de un abrigo viejo. Mirando a su alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la vista y sacó una cajita mohosa. Sus contenidos eran los siguientes:

Un puñado de cartas en cuyo matasellos figuraba «Elizabethtown, New jersey».

Un rizo de cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.

Otra de la misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía: «Jefferson Doman».

Unos momentos después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer mientras seguía sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia adelante, aferrando con los dedos una fotografía aplastada. Su marido le levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmalmente blanco salvo la larga cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que atravesaba ahora la palidez de su semblante como una maldición visible.

Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.

 

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