IV

 

Poco antes del amanecer de la mañana siguiente, el doctor Helberson y su joven amigo Harper avanzaban lentamente en el coupé del doctor por las calles de North Beach.

—¿Sigue teniendo la confianza de la juventud en el valor o la imperturbabilidad de su amigo? —preguntó el de más edad—. ¿Cree que he perdido esta apuesta?

—Sé que la ha perdido —contestó el otro con débil énfasis.

—Pues bien, por mi alma que espero que así sea.

Había pronunciado aquello con seriedad, casi solemnemente. Después se produjo un silencio momentáneo.

—Harper, no me siento totalmente tranquilo con este asunto —volvió a hablar el doctor, que parecía muy serio bajo las luces cambiantes y débiles que penetraban en el carruaje cuando pasaban junto a los faroles de la calle—. Si su amigo no me hubiera irritado con la actitud despreciativa con la que trató mis dudas acerca de su resistencia, una cualidad puramente física, y con la fría descortesía de su sugerencia de que el cadáver fuera el de un médico, no habría seguido con ello. Si sucediera cualquier cosa, estamos arruinados, y me temo que merecidamente.

—¿Pero qué puede suceder? Aunque el asunto hubiera tomado un giro grave, lo que no temo en absoluto, Mancher sólo tendría que «resucitar» y explicar el asunto. Con un «sujeto» auténtico de la sala de disección, o uno de sus últimos pacientes, la cosa podría ser distinta.

De modo que el doctor Mancher había cumplido su promesa: sirvió de «cadáver».

El doctor Helberson guardó silencio durante mucho tiempo mientras el coche, a paso de tortuga, siguió deslizándose por la misma calle que ya había recorrido en dos o tres ocasiones. Finalmente, rompió el silencio:

—Bien, esperemos que Mancher, si ha tenido que levantarse de entre los muertos, lo haya hecho discretamente. Un error en esa dirección podría haber empeorado las cosas, en lugar de mejorarlas.

—Ciertamente, Jarette le mataría —contestó Harper—. Pero doctor, son ya las cuatro en punto —añadió mirando su reloj cuando pasaron bajo un farol de gas.

Un momento después ambos habían bajado del vehículo y se dirigían a paso vivo hacia la casa que llevaba mucho tiempo desocupada, perteneciente al doctor, en la que habían encerrado al señor Jarette de acuerdo con los términos de la loca apuesta. Al acercarse a ella se encontraron con un hombre que corría.

—¿Por favor, saben dónde puedo encontrar un médico? —gritó deteniendo repentinamente su carrera.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Helberson en un tono que no le comprometía.

—Vayan a verlo por sí mismos —contestó el hombre reanudando la carrera.

Echaron a correr. Al llegar a la casa vieron a varias personas que entraban en ella con prisa y excitación. En algunas de las casas cercanas, a lo largo del camino, las ventanas estaban abiertas y salían por ellas varias cabezas. Todas hacían preguntas, aunque sin dirigírselas unos a otros. Algunas ventanas que tenían las persianas cerradas estaban iluminadas; los que habitaban en ellas se estaban vistiendo para bajar. Directamente enfrente de la puerta de la casa que buscaban, un farol arrojaba sobre la escena una luz amarillenta e insuficiente, que parecía decir que podía revelar mucho más si lo deseaban. Harper se detuvo junto a la puerta y puso una mano sobre el brazo del compañero.

—Todo está perdido para nosotros, doctor —dijo presa de una agitación extrema que contrastaba extrañamente con la tranquilidad con la que pronunció esas palabras—. El juego se ha puesto en nuestra contra. No entremos allí; prefiero no asomar la cabeza.

—Soy médico y puede que necesiten uno —contestó con calma el doctor Helberson.

Subieron las escaleras de la casa y se dispusieron a entrar. La puerta estaba abierta; la farola de la acera de enfrente iluminaba el pasillo. Estaba lleno de hombres. Algunos habían subido las escaleras hasta el final y, como no se les permitía entrar, aguardaban mejor suerte. Todos hablaban y ninguno escuchaba. De pronto se produjo una gran conmoción en el rellano de arriba; un hombre había salido de una puerta y trataba de abrirse paso entre los que se esforzaban por retenerle. Llegó abajo por entre la masa de hombres ociosos y espantados, apartándolos, aplastándolos contra la pared de un lado o contra la barandilla de la escalera del otro, aferrándolos por la garganta, golpeándolos salvajemente, lanzándolos escaleras abajo y caminando sobre los que habían caído. Sus ropas estaban en desorden y no llevaba sombrero. Su mirada, salvaje e inquieta, contenía algo más aterrador todavía que su fuerza aparentemente sobrehumana. Su rostro, afeitado, carecía de color, sus cabellos habían encanecido.

Cuando la masa de gente que había al pie de las escaleras, que disfrutaban de más libertad de espacio, se apartó para dejarle pasar, Harper se adelantó.

—¡Jarette! ¡Jarette! —gritó.

El doctor Helberson cogió a Harper por el cuello y le hizo retroceder.

El hombre les miró al rostro sin que pareciera reconocerlos y salió a toda prisa por la puerta, bajó los escalones hasta la calle y se perdió. Un robusto policía que había tenido menos éxito para bajar las escaleras apareció un momento después e inició la persecución, ayudado por los gritos indicativos de todas las cabezas que salían por las ventanas, que ahora eran sólo las de mujeres y niños.

Como la escalera se había vaciado parcialmente, pues la mayor parte de la gente se había precipitado a la calle para observar la fuga y la persecución, el doctor Helberson subió al rellano seguido por Harper. En una puerta del pasillo superior un oficial les impidió el paso.

—Somos médicos —dijo el doctor, y así pudieron entrar.

La habitación estaba llena de hombres, apenas visibles por la oscuridad, amontonados junto a una mesa. Los recién llegados se acercaron y miraron por encima de los hombros de los que estaban delante. Sobre la mesa, con los miembros inferiores cubiertos por una sábana, yacía el cuerpo de un hombre, bien iluminado por el haz de un ojo de buey que sostenía un policía situado a los pies. Los demás, salvo los que estaban cerca de la cabeza, y el propio oficial, se encontraban en la oscuridad. ¡El rostro del cuerpo parecía amarillo, repulsivo, horrible! Los ojos estaban parcialmente abiertos, mirando hacia arriba, y la mandíbula caída; rastros de espuma manchaban los labios, la barbilla y las mejillas. Un hombre alto, evidentemente médico, se inclinaba sobre el cuerpo introduciendo la mano bajo la parte delantera de la camisa. La retiró y colocó dos dedos sobre la boca abierta.

—Este hombre lleva muerto unas seis horas. Es un caso para el forense —dijo.

Sacó una tarjeta del bolsillo, se la entregó al oficial de policía y se dirigió a la puerta.

—¡Salgan de la habitación... todos! —gritó el oficial, y el cadáver desapareció como si alguien lo hubiera arrebatado cuando la linterna desvió sus haces de luz aquí y allá contra los rostros de la multitud. ¡El efecto fue sorprendente! Los hombres, cegados, confusos y casi aterrados, corrieron tumultuosamente hacia la puerta, empujándose y tropezando unos con otros en su huida, como las huestes de la noche ante los rayos de Apolo. El policía derramó su luz sin piedad e incesantemente sobre la masa que luchaba y tropezaba. Atrapados en esa corriente, Helberson y Harper fueron barridos fuera de la habitación y descendieron las escaleras hasta la calle como impulsados por un torrente.

—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette le mataría? —exclamó Harper en cuanto se hubieron alejado de la multitud.

—Creo recordar que lo dijo —contestó el otro sin ninguna emoción aparente.

Caminaron en silencio recorriendo una manzana tras otra. En el oriente grisáceo se percibían las siluetas de las casas de las colinas. La conocida carreta de la leche recorría ya las calles; el panadero aparecería pronto en escena; el vendedor de periódicos ya estaba en ella.

—Me parece, jovencito, que usted y yo últimamente hemos respirado demasiado los aires de la mañana. No son muy sanos y necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje por Europa?

—¿Cuándo?

—Me da lo mismo. Aunque supongo que las cuatro de esta tarde sería conveniente.

—Entonces nos encontraremos en el barco —añadió Harper.

 

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