V

 

Siete años más tarde, los dos hombres estaban sentados en un banco de Madison Square en Nueva York, conversando amistosamente. Otro hombre, que llevaba observándoles algún tiempo sin ser visto, se acercó a ellos y, levantando cortésmente su sombrero, que dejó al descubierto un cabello tan blanco como la nieve, dijo:

—Les ruego que me perdonen, caballeros, pero cuando uno vuelve a la vida y mata a un hombre, lo mejor es cambiar la ropa con él y a la primera oportunidad buscar la libertad.

Helberson y Harper intercambiaron miradas significativas; evidentemente aquello les divertía. Pero el primero miró amablemente a los ojos del desconocido y contestó.

—Siempre he pensado que ése era el mejor plan. Estoy totalmente de acuerdo con usted en cuanto a las ventajas...

De pronto se detuvo, se levantó y se quedó blanco de asombro. Se quedó mirando fijamente al desconocido, con la boca abierta y temblando visiblemente.

—¡Ah! —exclamó el desconocido—. Me parece que está usted indispuesto, doctor. Si no es capaz de tratarse a sí mismo, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacer algo por usted.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper enérgicamente.

El desconocido se acercó más, e inclinándose hacia ellos dijo con un murmullo de voz:

—A veces digo que mi nombre es Jarette, pero dada nuestra antigua amistad no me importa decirles que soy el doctor William Mancher.

La revelación hizo que Harper se pusiera en pie de un salto.

—¡Mancher! —gritó.

—¡Dios mío, es cierto! —añadió Helberson.

Así es —añadió el desconocido, sonriendo vagamente—. Sin duda es cierto.

Vaciló mientras parecía tratar de recordar algo, pero enseguida empezó a silbar una melodía popular. Por lo visto se había olvidado de la presencia de los otros dos.

—Mancher, se lo ruego —dijo el mayor de los otros—. Díganos lo que sucedió aquella noche... a Jarette, ya sabe.

—Ah, sí, a Jarette. Resulta extraño que me haya olvidado de contárselo... lo cuento tanta veces. ¿Saben?, al oírle hablar consigo mismo me di cuenta de que estaba terriblemente asustado, así que no pude resistir la tentación de volver a la vida y divertirme un poco con él... de verdad que no pude evitarlo. Estuvo muy bien, aunque lo cierto es que no pensé que fuera a tomárselo tan en serio; de verdad que no lo pensé. Y después... bueno, fue un trabajo duro cambiar de puesto con él, y entonces... ¡maldita sea! ¡Ustedes no me ayudaron a salir de aquello!

Nada podría exceder a la ferocidad con la que fueron pronunciadas estas últimas palabras.

Ambos hombres retrocedieron alarmados.

—¿Nosotros?... Pero... ¿por qué? —dijo Helberson tartamudeando, pues había perdido totalmente el dominio de sí mismo—. Nosotros no tuvimos nada que ver.

—¿No dije que eran ustedes los doctores Hellborn y Sharper?* —preguntó el hombre echándose a reír.

—Mi nombre es Helberson, ciertamente; y este caballero es el señor Harper —replicó el primero que se había tranquilizado con aquella risa—. Pero ya no somos médicos; somos... bueno, que me ahorquen, anciano: somos jugadores.

Y ésa era la verdad.

—Una profesión muy buena; verdaderamente buena; y dicho sea de paso, espero que este señor, Sharper, haya pagado su dinero a Jarette como un apostador honesto. Una profesión muy buena y honorable —repitió pensativamente, mientras se alejaba con despreocupación—. Yo sigo siendo lo que fui. Soy el jefe médico del Asilo de Bloomingdale; es mi deber curar al superintendente.

 

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