III

 

En espíritu de aventura o en busca de experiencia, un oficial de las fuerzas federales había abandonado el vivac escondido en el valle, caminando sin propósito determinado hasta el borde de un pequeño claro al pie del barranco. Pensaba en qué podría ganar de aventurarse más lejos en su exploración. A un cuarto de milla adelante, aunque aparentemente a un paso, se elevaba desde su franja de pinos la gigantesca mole, remontándose a tan grande altura que le producía vértigo alzar la vista hasta su borde recortado en una aguda y áspera línea contra el cielo. La roca se presentaba con un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cielo azul hasta casi la mitad, y de lejanas colinas, apenas más pálidas, desde allí hasta la copa de los árboles. Levantando los ojos hacia la vertiginosa cima, el oficial presenció una escena pasmosa: ¡un hombre a caballo, cabalgando valle abajo por el aire!

El jinete iba rígidamente erguido, firme su apoyo sobre la silla, y apretando con fuerza las riendas para contener la impetuosa precipitación de su corcel. En su cabeza descubierta flotaban ondulantes los cabellos muy largos, como un penacho. Las manos desaparecían en la nube de crin de su caballo. El cuerpo del animal iba tan horizontal como si cada golpe de sus cascos encontrase la resistencia de la tierra. Sus movimientos perecían de un galope desbocado, pero apenas el oficial miró, cesaron, las patas del caballo estiradas adelante en el acto de caer de un salto. ¡Y aquello era un vuelo!

Presa de espanto y terror por esta aparición de un jinete en el cielo —casi creyéndose el escriba elegido de algún nuevo Apocalipsis—, el oficial fue superado por sus intensas emociones: sus piernas lo traicionaron y se fue al suelo. Casi simultáneamente oyó un estallido entre los árboles —un sonido que murió sin eco— y todo volvió al silencio.

El oficial se alzó sobre sus piernas, tadavía temblorosas. El dolor familiar de una canilla dislocada le devolvió sus facultades. Esforzándose, corrió rápidamente desde el barranco hasta algún lugar lejos de su falda; allí esperaba encontra a su hombre, y allí naturalmente fracasó. En la fugacidad de su visión, la aparente gracia, elegancia y designio del prodigioso hecho había influido tanto sobre su imaginación que no se le ocurrió pensar que la trayectoria de la caballería aérea había de ser directamente a pique y que podía encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo fondo del barranco. Media hora después regresó al campamento.

El oficial no era tonto; demasiado discreto como para contar una verdad increíble, no dijo nada, pues, de lo que había visto. Pero cuando el comandante le preguntó si en su reconocimiento había aprendido alguna cosa de provecho para la expedición, respondió:

—Sí, señor: que no hay ningún camino que baje al valle por el sur.

El comandante sonrió con discreción.

 

Share on Twitter Share on Facebook