IV

 

Después de disparar su rifle, el soldado Carter Druse volvió a cargarlo y continuó vigilando. Habían transcurrido apenas diez minutos cuando un sargento se le acercó cautelosamente, arrastrándose sobre manos y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; permaneció quieto, como si no lo hubiera notado.

—¿Usted disparó? —susurró el sargento.

—Sí.

—¿A qué?

—A un caballo. Estaba sobre aquella roca, allá lejos. Ya ve que no está más. Se despeñó por el barranco.

La cara del hombre había palidecido, pero no mostraba signos de emoción. Después de contestar volvió los ojos y calló. El sargento no entendía.

—Escuche, Druse —dijo, tras un momento de silencio—, es inútil que haga de esto un enigma. Le ordeno dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?

—Sí.

—¿Bien...?

—Mi padre.

El sargento se levantó para marcharse. «¡Dios mío!», exclamó.

 

Share on Twitter Share on Facebook