4

 

La mañana siguiente a estos hechos, temprano, los dos hombres, aprehensor y cautivo, se encontraban sentados en la tienda del primero. Los separaba una mesa sobre la cual, entre una cantidad de cartas privadas y oficiales que el capitán había escrito durante la velada, estaban los papeles acusadores que portaba el espía. Ese caballero había dormido toda la noche en una tienda contigua, sin centinelas. Ambos; después de desayunar, fumaban.

—Señor Brune —dijo el capitán Hartroy—, es probable que usted no comprenda por qué lo reconocí disfrazado, ni cómo sabía su nombre.

—No he tratado de enterarme, capitán —dijo el prisionero con pacífica dignidad.

Sin embargo, me gustaría que usted supiera, si la historia no lo ofende. Apreciará que lo conozco desde el otoño de 1861. En aquella época, usted era un soldado de un regimiento de Ohio, un soldado valiente que inspiraba confianza. Para sorpresa y pena de sus oficiales y camaradas desertó y se pasó al enemigo. Poco después fue capturado durante una escaramuza, reconocido, juzgado por una corte marcial y sentenciado a morir fusilado. Esperando la ejecución de la sentencia lo confinaron, sin cadenas, en un vagón de carga que se encontraba en una vía lateral del ferrocarril.

—En Grafton, Virginia —dijo Brune, quitando las cenizas de su cigarro con el meñique de la mano que lo sostenía y sin levantar la vista.

En Grafton, Virginia —repitió el capitán. Una noche oscura y tormentosa, un soldado que acaba de regresar de una marcha larga y fatigante fue destacado para vigilarlo. Se sentó sobre un cajón de galletas dentro del vagón, cerca de la puerta, con su rifle cargado y la bayoneta calada. Usted se sentó en una esquina, y las órdenes del soldado eran de matarlo si usted trataba de ponerse de pie.

Pero si yo pedía para ponerme de pie el soldado podía llamar al cabo de guardia.

Sí. A medida que pasaban las horas largas y silenciosas, el soldado se entregó a las exigencias de la naturaleza: el soldado mismo incurrió en la pena de muerte al dormirse en su puesto.

Eso fue lo que hizo usted.

—¡Cómo! ¿Me reconoce? ¿Me reconoció desde un primer momento?

El capitán se había puesto de pie y se paseaba por la tienda, visiblemente alterado. Su cara enrojeció, los ojos grises habían perdido la mirada fría y despiadada que mostraban cuando Brune los había visto detrás del cañón de la pistola; se habían suavizado maravillosamente.

—Lo conocí —dijo el espía, con su acostumbrada tranquilidad— cuando me enfrentó ordenando que me rindiera. Dadas las circunstancias, habría sido poco elegante de mi parte que le recordara todo esto. Soy quizás un traidor, ciertamente un espía; pero no quisiera parecer un suplicante.

El capitán se había detenido y miraba al prisionero. Había una singular ronquera en su voz cuando habló otra vez:

—Señor Brune, sea usted lo que su conciencia le permita ser; me salvó la vida a costa de la suya. Hasta que lo vi ayer, cuando mi centinela lo detuvo, lo creía muerto, creía que usted había sufrido la pena a la que, gracias a mi propio crimen, usted podía haber fácilmente eludido: no tenía más que salir del vagón y hacerme tomar su lugar ante el pelotón de fusilamiento. Usted tuvo una divina compasión. Tuvo piedad de mi fatiga. Me dejó dormir, veló mi sueño y, cuando se acercó el momento en el que debía llegar mi relevo, me despertó suavemente. Ah, Brune, Brune, aquello fue grande, fue digno, fue...

La voz del capitán se quebró; las lágrimas le corrían por la cara y resplandecían en su barba y sobre el pecho. Sentándose otra vez detrás de la mesa, hundió la cara en los brazos, sollozando. Todo estaba en silencio.

De repente, el claro sonido de un clarín se dejó oír convocando a la tropa. El capitán se sobresaltó e irguió el rostro, humedecido, de entre sus brazos; se había vuelto terriblemente pálido. Afuera, al sol, se oía a los hombres alineándose; las voces de los sargentos; el repiqueteo de los tambores. El capitán habló una vez más:

—Debí haber confesado mi falta para poder relatarla historia de su magnanimidad; podía haberle obtenido el perdón. Cien veces decidí hacerlo, pero la vergüenza me lo impidió. Por otra parte, su sentencia era justa. Bien, que Dios me lo perdone, nada dije y mi regimiento fue enviado poco después a Tennessee; no volví a saber de usted.

—Me fue bien, señor —dijo Brune sin aparente emoción—, huí y regresé a servir a mi bandera, la bandera confederada. Quisiera agregar que, antes de desertar del servicio federal, había solicitado por todos los medios que se me diera de baja tratando de hacer valer el argumento de que mis convicciones habían cambiado. Se me castigó.

—¡Ah! Sí yo hubiera sufrido la pena de mi crimen, si usted no me hubiera dado tan generosamente la vida que yo acepté sin gratitud, no se encontraría otra vez amenazado por una muerte inminente.

El prisionero se sobresaltó levemente y la ansiedad apareció en su rostro. Se habría dicho, también, que estaba sorprendido. En ese momento un teniente, el ayudante, apareció en la abertura de la tienda y saludó.

—Capitán —dijo—, el batallón está formado.

El capitán Hartroy había recuperado su compostura. Se volvió hacia el oficial y respondió:

—Teniente, dígale al capitán Braham que le ordeno asumir el mando del batallón y lo lleve a alinearse fuera del parapeto. Este caballero es un desertor y un espía; debe ser fusilado ante la tropa. Le acompañará, sin grilletes ni guardias.

Mientras el ayudante esperaba en la puerta, los dos hombres que estaban dentro de la tienda se pusieron de pie e intercambiaron ceremoniosos saludos; Brune se retiró de inmediato.

Media hora después un viejo cocinero negro, la única persona que quedaba en el campamento, excepción hecha del comandante, se sobresaltó por el estampido de una descarga de fusilería y dejó caer la caldera que estaba sacando del fuego. Si no hubiera sido por su preocupación y por el silbido que el contenido de la caldera hacía entre las brasas, podría haber oído también, más cerca, el tiro de revólver con que el capitán Hartroy renunció a una vida que, en conciencia, ya no podía conservar.

De acuerdo con lo manifestado en una nota dirigida al oficial que lo sucedía en el mando, fue enterrado, como el desertor y espía, sin honores militares. Bajo la sombra solemne de las montañas que ya conocen la guerra, ambos duermen en tumbas tiempo ha olvidadas.

 

Share on Twitter Share on Facebook