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Para quien no tenga singular aplomo, la aparición de un oficial del ejército, formidablemente uniformado, blandiendo en una mano una espada desenvainada y en la otra un revólver amartillado, y corriendo, en furiosa persecución, es sin duda sumamente inquietante; sin embargo, no pareció tener ningún otro efecto sobre el hombre que en este caso era objeto de dicha persecución que el de aumentar en cierto grado su tranquilidad. Podría fácilmente haber huido a derecha o a izquierda, adentrándose en el bosque, pero eligió otra actitud: se volvió y enfrentó con calma al capitán diciéndole, mientras se acercaba:

—Me imagino que tiene usted algo que decirme, que se le ha olvidado. ¿Qué sería, amigo?

Pero el «amigo» no respondió, más ocupado en la acción poco amistosa de amenazarlo con una pistola amartillada.

—Ríndase —dijo el capitán con tanta calma como se lo permitía una cierta agitación causada por el esfuerzo—, o es hombre muerto.

No había amenaza alguna en el tono de voz con que impartió esta orden; ella estaba dada por los medios con que se ejercía la coacción. Había también algo no del todo tranquilizador en los fríos ojos grises que miraban a lo largo del cañón del arma. Durante un instante los dos hombres se miraron en silencio; entonces el civil, sin apariencia de temor —con la misma enorme despreocupación con que había cumplido la orden menos austera del centinela— sacó lentamente del bolsillo el papel que había satisfecho a aquel humilde funcionario y lo tendió diciendo:

—Me parece que este pase del señor Hartroy es...

—El pase es una falsificación —dijo el oficial interrumpiéndolo—. Yo soy el capitán Hartroy, y usted es Dramer Brune.

Sólo un ojo de lince habría notado la leve palidez del rostro del civil al escuchar estas palabras, y la única otra manifestación que atestiguaba su importancia fue un voluntario relajamiento del pulgar y de los dedos que sostenían el descartado papel, el cual, al caer olvidado sobre el camino, fue echado a rodar por una suave brisa y luego se detuvo, sucio de polvo, como humillado por la mentira que manifestaba. Un momento después el civil, todavía tranquilo, contemplando el cañón de la pistola, dijo:

—Sí, soy Dramer Brune, espía confederado y prisionero suyo. Llevo, como usted pronto descubrirá, un plano de su fuerte y de su armamento, una explicación de la forma en que están distribuidos sus hombres y el número a que ascienden, y un mapa de las entradas que muestra las posiciones de todos sus piquetes. Mi vida está en su poder, pero si usted desea tomarla de manera más formal que si lo hiciera por su mano, y si desea evitarme la vergüenza de entrar en el campamento a punta de pistola, le prometo que no resistiré, ni intentaré escapar, ni protestaré, sino que me someteré a la pena que deba ser impuesta.

El oficial bajó su pistola, la desamartilló y la puso en la cartuchera. Brune se adelantó un paso extendiendo la mano derecha.

—Es la mano de un traidor y un espía —dijo el oficial fríamente, y no la estrechó. El otro asintió—. Venga —dijo el capitán—, vamos al campamento; usted no morirá hasta mañana en la madrugada.

Dio la espalda a su prisionero, y estos dos hombres enigmáticos volvieron sobre sus pasos y pronto pasaron al centinela, quien expresó su sentido de las cosas con un innecesario y exagerado saludo a su comandante.

 

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