VI Por qué, cuando se es insultado por A, no conviene insultar a B.

 

Why, being affronted by A, it is not best to affront B

 

El general Masterson entró a caballo en el reducto. Los hombres, reunidos en grupos, hablaban en voz alta y gesticulaban. Señalaban hacia los muertos, corriendo de un cuerpo al otro. Descuidaban sus hediondas y recalentadas piezas y olvidaban vestirse nuevamente. Corrían hacia el parapeto mirando del otro lado, y se lanzaban algunos de ellos dentro de la zanja. Una veintena de hombres se había reunido alrededor de una bandera rígidamente sostenida por un muerto.

—Bien, mis hombres —dijo el general alegremente—, han hecho una excelente pelea.

Se quedaron mirándolo fijamente. Nadie contestó; la presencia del gran hombre los alarmaba y avergonzaba.

Al no recibir respuesta a su amable condescendencia, el joven oficial silbó un compás o dos de una melodía popular y adelantándose con su caballo hasta el parapeto observó a los muertos. En un instante había hecho girar a su caballo y lo espoleaba hacia los cañones, mirando simultáneamente en todas direcciones. Un oficial se encontraba sentado sobre el carro de uno de los cañones, fumando un cigarro. Al acercarse el general como una tromba, se puso de pie y saludó con tranquilidad.

—¡Capitán Ransome! —las palabras cayeron agudas y duras como el choque de hojas de acero—. Ha estado combatiendo a nuestros propios hombres, señor. ¿Me oye? ¡La brigada de Han!

—General, ya lo sé.

—¿Lo sabe, lo sabe y se queda ahí sentado, fumando? ¡Oh! ¡Maldito sea! Hamilton, estoy perdiendo la paciencia —estas últimas palabras dirigidas a su preboste marcial—. Señor capitán Ransome, tenga la amabilidad de decir, de decir, por qué combatió contra nuestros hombres.

—No sabría decírselo. Esa información no fue incluida entre mis órdenes.

El general no comprendió.

—¿Quién fue el agresor?

—Yo.

—¿Y no pudo haber sabido, no podía ver, señor, que estaba atacando a nuestros propios hombres?

La respuesta fue sorprendente:

—Lo sabía, general. Pero no parecía ser asunto mío. Entonces, rompiendo el absoluto silencio que siguió, dijo:

—Debo rogarle que se lo pregunte al general Cameron.

—El general Cameron está muerto, señor, tan muerto como puede estarlo cualquier hombre de este ejército. Yace allí bajo un árbol. ¿Quiere usted decir que él tuvo algo que ver con este espantoso asunto?

El capitán Ransome no contestó. Observando el altercado sus hombres se habían acercado para enterarse del desenlace. Estaban muy excitados. La niebla, que los disparos habían disipado parcialmente, había vuelto a cerrarse alrededor tan oscuramente que se apretujaron hasta que el juez de a caballo y el acusado de pie tenían apenas un reducido espacio libre de intrusos. Era la corte marcial más informal, pero todos sentían que la más formal que la seguiría no haría más que afirmar su juicio. No tenía jurisdicción, pero tenía el valor de una profecía.

—Capitán Ransome —gritó impetuosamente el general con algo en su voz que era casi una súplica—, si puede decir algo que arroje una luz más favorable sobre su incomprensible conducta le ruego que lo haga.

Habiendo recuperado su ecuanimidad, este generoso soldado buscaba algo que justificara su natural actitud de simpatía para con un hombre valiente ante la inminencia de una muerte deshonrosa.

—¿Dónde está el teniente Price? —dijo el capitán.

Aquel oficial se adelantó, su rostro oscuro y melancólico un tanto imponente bajo el pañuelo sanguinolento que envolvía una de sus cejas. Comprendió el significado de la citación y no necesitaba que se lo invitara a hablar. No miró al capitán y se dirigió al general.

—Durante la batalla descubrí lo que estaba sucediendo, y lo trasmití al comandante de la batería. Me atreví a urgirlo a que hiciera detener el fuego. Fui insultado y se me ordenó que regresara a mi puesto.

—¿No sabe usted nada de las órdenes que se me habían impartido? —preguntó el capitán.

—De las órdenes bajo las cuales actuaba el comandante de la batería —prosiguió el teniente, aún dirigiéndose al general— no sé nada en absoluto.

El capitán Ransome sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. En aquellas crueles palabras oyó el murmullo de los siglos que rompían sobre la orilla de la eternidad. Escuchó la voz del destino fatal; decía con tono frío, mecánico y mesurado: «¡Prontos, listos, fuego!», y sintió las balas que desgarraban su corazón. Oyó el sonido de la tierra que caía sobre su ataúd y (si el buen Dios tuviera tanta piedad) el canto de un pájaro sobre su olvidada tumba. Sacando silenciosamente su sable de sus arreajes se lo entregó al preboste marcial.

 

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