II Cómo decir lo que debe oírse

 

How to say what is worth hearing

 

El enemigo, derrotado en dos días de lucha en Pittsburg Landing, había regresado con resentimiento a Corinth, de donde había salido. Por manifiesta incompetencia Grant había sido relevado del mando. En la derrota, su ejército se había salvado de ser capturado y aniquilado por la hábil actuación militar de Buell. Pero el mando no le había sido otorgado a Buell sino a Halleck, un hombre de experiencia no probada, teórico, de carácter indolente e indeciso.

Sus tropas, siempre desplegadas en línea de batalla para resistir las escaramuzas de los tiradores enemigos, siempre atrincherándose contra columnas que nunca llegaban, atravesaron treinta millas de bosques y pantanos, dirigiéndose hacia un enemigo, presto a desvanecerse al primer contacto, como un fantasma con el canto del gallo. Fue una campaña de «excursiones y alertas», de reconocimientos y contramarchas, de despropósitos y contraórdenes.

Durante semanas, esta solemne farsa mantuvo la atención e impulsó a destacados civiles a abandonar los ámbitos de la ambición política para ver, de cerca y a salvo, todo lo que podían de los horrores de la guerra. Entre estas personalidades se encontraba nuestro amigo el gobernador.

Tanto en los estados mayores del ejército como en los campamentos de las tropas de su estado se convirtió en una figura familiar, siempre escoltado por varios miembros de su equipo, vistosamente amontonados, impecablemente ataviados y tocados con sombreros de copa. Eran figuras de ensueño, sugeridoras de pacíficas y tranquilas tierras tras un océano de lucha.

El soldado embarrado los miraba pasar desde su trinchera, apoyado en su pala, y les insultaba en voz alta para demostrar su opinión sobre la inoportunidad de aquella ostentación ante los sacrificios de su oficio.

—Opino, señor gobernador —dijo el general Masterson un día, cuando se dirigía a caballo a una reunión informal, sentado en su postura favorita, con una pierna cruzada sobre el pomo de su silla—, opino, que yo no seguiría más en esa dirección, si estuviera en su lugar. Fuera de aquí no tenemos más que una línea de tiradores. Supongo que por eso me han ordenado emplazar aquí estos cañones; si nuestros tiradores deben replegarse, el enemigo se desesperará al ver que no pueden llevárselos; son «un poquito» pesados.

Hay motivo para temer que esta espontánea muestra de humor militar no cayera como una brisa del cielo sobre el sombrero de copa del gobernador. Pero no perdió un ápice de su dignidad.

—Tengo entendido —dijo, con gravedad— que algunos de mis hombres están allí; una compañía del Décimo Regimiento, comandada por el capitán Armisted. Me gustaría reunirme con él, si a usted no le importa.

—Merece la pena ir a verle. Pero más allá hay un trozo de jungla bastante incómodo, por lo que le aconsejaría que dejara su caballo —lanzó una mirada a la escolta del gobernador— y su otro acompañamiento.

El gobernador, por tanto, emprendió el viaje solo y a pie. Durante media hora avanzó por una enredada maleza que cubría todo un suelo pantanoso, hasta que alcanzó un terreno más abierto y seguro. Allí encontró a media compañía de infantería descansando tras una línea de fusiles alineados. Los hombres llevaban su equipo completo: cinturones, cartucheras , mochilas y cantimploras. Algunos dormían profundamente tendidos a todo lo largo sobre un montón de hojas secas; otros charloteaban ociosamente sobre unas cosas u otras; unos pocos jugaban a las cartas; ninguno estaba apartado de la línea de fusiles alineados. Para un civil era una escena de despreocupación, desorden y descuido; un soldado hubiera adivinado en ella expectación y espera.

A poca distancia, un oficial vestido con uniforme de fajina y armado, sentado sobre el tronco de un árbol caído, observaba acercarse al visitante. Un sargento, que se había levantado de uno de los grupos, se dirigía hacia él.

—Deseo ver al capitán Armisted —indicó el gobernador.

El sargento escrutó al visitante sin decir palabra, señaló al oficial y, después de coger un rifle de los alineados, le acompañó hacia su jefe.

—Este hombre quiere verle, mi capitán —dijo, haciendo el saludo de rigor.

El oficial se levantó.

Se hubiera necesitado una mirada muy perspicaz para reconocerle. El cabello, que sólo pocos meses antes era moreno, estaba ahora cruzado de canas. El rostro, bronceado por la vida al aire libre, tenía arrugas de más edad. Una larga y pálida cicatriz sobre la frente señalaba la huella de una estocada. Una de las mejillas estaba doblada y arrugada por la obra de una bala. Sólo una leal mujer del Norte le hubiera encontrado guapo.

—Armisted... capitán —dijo el gobernador tendiéndole la mano—, ¿no me reconoce?

—Le reconozco, señor, y le saludo... como gobernador de mi Estado.

Alzó la mano izquierda a la altura de la sien y efectuó el saludo reglamentario. El código militar no prevé el saludo de estrecharse las manos. Por tanto, el civil dejó caer la suya. Si el gobernador sintió sorpresa o decepción, su rostro no lo expresó.

—Ésta es la mano que firmó su nombramiento —dijo.

—Y es la mano...

La frase quedó en suspenso. De la dirección del frente llegó la sonora detonación de un fusil, seguida de otra y otra más. Una bala atravesó el bosque silbando y se incrustó en un árbol cercano. Los hombres se levantaron de un salto del suelo y, antes de que la clara y potente voz del capitán pronunciara la orden «¡¡Atención!!», se habían tirado ya a la retaguardia, tras la hilera de armas alineadas. De nuevo,. ahora a través del estruendo de una restallante descarga de fusilería, sonó la pausada y precisa cantinela militar: «A... las armas», a la que siguió el golpeteo del calado de las bayonetas.

Las balas del enemigo invisible les llovían ahora encima, veloces y en denso círculo, aunque la mayoría se perdían, emitiendo el zumbido característico del choque con las ramas y el desvío de la trayectoria. Dos o tres hombres habían caído ya en la retaguardia. Un grupo de heridos del puesto de escaramuza del frente surgió de la maleza cojeando con dificultad; casi todos se encaminaron directamente a la retaguardia sin detenerse, con el rostro pálido y apretando los dientes.

Súbitamente, se produjo un profundo y chirriante estampido en el frente, al que siguió el sobrecogedor ataque de un obús, que, sobrevolándoles, fue a explotar en el borde de la espesura, incendiando las hojas secas. Penetrando el estruendo, flotando por encima de él como la melodía de un pájaro en lo alto, resonaban las lentas y monótonas órdenes del capitán, sin acento ni énfasis, musicales y tranquilas como un cántico en las noches de cosechas.

Familiarizados con aquel sonido tranquilizador en los momentos de inminente peligro, aquellos soldados inexpertos, con menos de un año de entrenamiento, cedían al hechizo y ejecutaban las órdenes con la precisión y la compostura de unos veteranos. Incluso el distinguido civil que se protegía tras un árbol, oscilando entre el orgullo y el terror, era sensible a su encanto y su seducción. Sintió que su valor se fortalecía, y sólo corrió cuando los tiradores de vanguardia, tras recibir órdenes de unirse a la reserva, salieron del bosque como liebres acosadas y formaron a la izquierda de la línea de tropa, sin resuello, dando gracias por poder recuperar el aliento.

 

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