III Combate de un hombre que no lucha con el corazón

 

The fighting of one whose heart was not in the quarrel

 

Guiado en su retirada por los soldados heridos, el gobernador llegó valientemente a la retaguardia, atravesando otra vez aquel «trozo de jungla bastante incómodo». Estaba sin aliento y, un poco confuso. Excepto algún que otro disparo aislado, no había ninguna señal de lucha tras él. El enemigo estaba reuniéndose para efectuar un nuevo ataque a un adversario cuyo número de fuerzas y cuya situación estratégica desconocía.

El civil fugitivo pensó que probablemente iba a conservar la vida para el servicio de su patria y encomendó a la Providencia las disposiciones adecuadas a este fin. Pero al saltar un pequeño arroyo, en un terreno más abierto, una de estas disposiciones incluyó la desgracia de una desagradable torcedura de tobillo. No pudo continuar la retirada, pues estaba demasiado gordo para andar saltando sobre un solo pie, por lo que, tras varios intentos inútiles, que le causaron un gran dolor, se sentó en el suelo, cuidando su humillante invalidez y lamentando aquella situación militar.

De nuevo el fuego se renovó, con más intensidad, y las balas perdidas volaron, zumbando a su alrededor. Después le llegó el estrépito de dos salvas rotundas y nítidas, a las que siguió un crepitar continuo a través del cual le llegaban los gritos y las exclamaciones de los combatientes, sobre el fondo de los truenos de los cañones. Esto le indicó que la pequeña compañía al mando del capitán Armisted había sido violentamente atacada y la lucha era cuerpo a cuerpo.

Los heridos que iban tras él comenzaron a aparecer por cada lado, y su número había aumentado por nuevas levas de soldados de la reserva. En solitario, o de dos en dos, o tres en tres, algunos sujetando a otros camaradas más gravemente heridos, pero todos encerrados en si mismos, sordos a los gritos de auxilio, se internaban en la maleza y desaparecían allí. El ruido del fuego del combate aumentaba y se hacía más nítido, y pronto a los fugitivos heridos les sucedieron hombres que caminaban con paso firme, se volvían de vez en cuando para descargar sus armas y reanudaban el camino de retirada recargándolas mientras andaban.

Dos o tres cayeron mientras él les miraba, y quedaron inmóviles sobre el suelo. Uno, que conservaba todavía el aliento de vida suficiente, hizo un intento lastimoso de arrastrarse para ocultarse. Un camarada que pasaba por el lado y se detenía para disparar, le miró apreciando de una ojeada la gravedad del pobre diablo, y prosiguió su camino con expresión hosca, mientras insertaba un cartucho en su fusil.

Allí no había nada de la pompa de la guerra, ninguna huella de gloria. Incluso en medio de todo aquel peligro y aquel dolor, el desamparado civil no pudo evitar contrastar esto con las paradas magníficas y los desfiles organizados en su honor, con resplandecientes uniformes, música, banderas y paso marcial. Aquello era algo feo y nauseabundo: para su gusto artístico era desagradable, repugnante, brutal.

—¡Uf! —exclamó, estremeciéndose—. ¡Esto es abominable! ¿Dónde está el encanto de todo? ¿Los nobles sentimientos, la fe, el heroísmo, el...?

Desde un punto cercano, en la dirección del enemigo que los perseguía, se elevó la clara y pausada cantinela del capitán Armisted: «Caaal-ma, chicos ... caaal-ma. ¡Aaalto! ¡Abraaan... fuego!».

El crepitar de poco más de doce rifles se destacó entre el tumulto general, y luego, otra vez, el penetrante falsete: «¡Aaalto... el fuego! ¡Reeetirada! ¡Maaarchando!».

En pocos momentos, el resto de la tropa se habla replegado lentamente a la derecha del gobernador, encarando la retirada, desplegados los hombres a seis pasos unos de otros. Por el lado izquierdo, unos metros atrás, venía el capitán. El gobernador gritó su nombre, pero el capitán no le oyó. Un tropel de soldados con uniforme gris salieron de la espesura corriendo y se dirigieron directamente hacia donde yacía el gobernador. Un accidente del terreno les había llevado a converger con los otros en aquel punto, con lo que la línea se convirtió en una muchedumbre revuelta. En un último esfuerzo por salvar la vida y la libertad, el gobernador intentó levantarse y, en ese momento, el capitán se volvió y le vio. En seguida, pero con la misma precisión que antes, entonó su cantinela:

—«¡Tiradores... alto!».

Los hombres se detuvieron y, obedeciendo la orden, se volvieron al enemigo.

—«¡Derecha... Formen!».

Se reunieron corriendo, apuntando con sus bayonetas, y formaron en fila cerrada a partir del primer hombre que empezaba la línea.

—«¡Aaadelante... salvar al gobernador del Estado..., Reeedoblen paso... Maaarch...!»

Sólo un hombre desobedeció esta sorprendente orden: estaba muerto.

Con un grito, los tiradores salvaron los veinte o treinta pasos que los separaban de su misión. El capitán, que estaba más cerca, llegó antes, al mismo tiempo que el enemigo. Le lanzaron seis disparos precipitados y un soldado de avanzadilla, un tipo de formidable estatura, sin gorra y con el pecho descubierto, intentó romperle la cabeza con la culata del rifle.

El capitán paró el golpe, rompiéndose el brazo al hacerlo, y clavó su espada hasta la empuñadura en el pecho del gigante. Al caer, el cuerpo le arrancó la espada de las manos y, antes de que pudiera sacar el revólver de la cartuchera, otro hombre se abalanzó sobre él como un tigre, le aferró el cuello con las manos y le lanzó sobre el postrado gobernador, que todavía luchaba por incorporarse. Un sargento federal atravesó rápidamente al hombre con su bayoneta y con una patada en las muñecas le obligó a aflojar del cuello del capitán la presión de sus manos agonizantes. Cuando el capitán se puso en pie estaba ya en la retaguardia de sus tiradores, que habían pasado alrededor de él y atacaban fieramente a sus enemigos, más numerosos pero menos organizados. Prácticamente todos los rifles estaban descargados por ambas partes y, en la pelea, no había tiempo ni ocasión de recargarlos. Los confederados estaban en desventaja porque la mayoría de ellos no. tenía bayonetas; luchaban a garrotazos, y un rifle como porra es un arma formidable.

El ruido de la batalla semejaba el entrechocar de los cuernos de los toros luchando entre sí: aquí o allá el estallido de un cráneo, una maldición, el chirrido de la boca del rifle contra el abdomen ya traspasado por la bayoneta. El capitán Armisted se precipitó hacia una hondonada producida por la caída de uno de sus hombres, con el brazo izquierdo roto pendiendo al costado. En la mano derecha llevaba un revólver, cuya completa carga vació rápidamente, con terribles efectos, sobre el grueso de las tropas uniformadas de gris. Pero los sobrevivientes de la primera fila fueron empujados hacia delante, por encima de los cadáveres, por sus compañeros de la retaguardia, hasta que enfrentaron de nuevo su, pecho a las bayonetas incansables. Sin embargo, cada vez quedaban menos bayonetas; media docena a lo sumo. Unos minutos más de aquel salvaje enfrentamiento —una pequeña escaramuza cuerpo a cuerpo— y todo habría acabado.

De repente, unas fuertes detonaciones resonaron a derecha e izquierda. A la carrera llegaba un nuevo destacamento de tiradores federales, arrasando las partes de la línea confederada que habían quedado separadas por el avance del centro. Y a unos doscientos o trescientos metros detrás de estos nuevos combatientes, se veía, confusamente, entre los árboles, ¡una línea de combate!

Instintivamente, antes de emprender la retirada, el grupo de soldados de gris realizó un último ataque salvaje contra sus adversarios, arrollándoles con el mero impulso de su velocidad, y, al no poder usar sus armas, en el tumulto, aplastándolos y pisoteándolos brutalmente en los miembros, el cuerpo, el cuello, las caras.,, Después, se retiraron pisando con sus pies ensangrentados a sus propios muertos y se unieron a la desbandada general. Con ello, la escaramuza finalizó.

 

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