IV Los grandes honran a los grandes

 

The great honor the great

 

El gobernador, que había perdido el conocimiento, abrió los ojos, miró a su alrededor y recordó, lentamente, los hechos ocurridos aquel día. Un soldado con uniforme de mayor estaba arrodillado a su lado, era un cirujano. Cerca se encontraban los miembros civiles de su equipo de gobierno, que expresaban en sus rostros una solicitud muy natural, teniendo en cuenta sus cargos. Un poco más alejado, el general Masterson se dirigía a otro oficial gesticulando con un puro. En aquel momento, decía:

—Ha sido la batalla más hermosa que se ha visto nunca. ¡Por Dios, señor, ha sido magnífica!

La hermosura y la magnificencia las atestiguaba una hilera de muertos cuidadosamente alineados, y otra hilera de heridos, más informalmente colocados, angustiados y semidesnudos, pero elegantemente vendados.

—¿Cómo se encuentra, señor? —inquirió el médico—. No le hallo ninguna herida.

—Creo que estoy bien —respondió el paciente, sentándose—. Es ése tobillo.

El cirujano dirigió su atención al tobillo y rasgó la bota. Todos los ojos siguieron el movimiento del cuchillo.

Al mover la pierna, quedó al descubierto un papel doblado. El paciente lo cogió y lo abrió distraídamente. Era una carta escrita tres meses antes y firmada con el nombre de «Julia». Al ver por casualidad su nombre en ella, la leyó. No era nada interesante: era sólo la confesión de una esposa infiel y arrepentida de un pecado inútil, abandonada por su seductor. La carta había caído del bolsillo del capitán Armisted; el lector la guardó con calma en su bolsillo.

Un ayudante de campo llegó en ese momento a caballo y desmontó. Avanzó hacia el gobernador y le saludó.

—Señor gobernador —dijo—, lamento encontrarle herido. El general en jefe lo ignoraba. Le presenta sus saludos y me ordena informarle que ha dispuesto para mañana, en su honor, un gran desfile de los cuerpos de reserva. Me permito añadir que el coche del general está a su disposición, en caso de que pueda usted asistir.

—Tenga la amabilidad de comunicar al general en jefe que le agradezco profundamente su cortesía. Si tiene la paciencia de aguardar unos minutos, podrá transmitirle una respuesta más concreta.

Esbozó una radiante sonrisa y, mirando al cirujano y a sus ayudantes, añadió:

—En estos momentos —si me permiten ustedes una alusión a los horrores de la paz—, estoy «en manos de, mis amigos».

El humor de los grandes es contagioso. Todos rieron, sus palabras.

—¿Dónde está el capitán Armisted? —preguntó el gobernador ya no tan distraídamente.

El cirujano alzó la vista del trabajo que realizaba y señaló con el dedo en silencio el cuerpo más próximo de la hilera de muertos. Le habían cubierto discretamente el rostro con un pañuelo. Estaba tan cerca que el gran hombre hubiera podido posar la mano encima. Pero no lo hizo. Posiblemente tuvo miedo de que sangrara.

 

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