III

El día en que se casó Toneta fué de los peores para el nuevo adjunto de la parroquia de Benimaclet.

Cuando la ceremonia hubo terminado, D. Vicente despojose en la sacristía de sus sagradas vestiduras, pálido y trémulo como si le aquejase oculta dolencia.

El sacristán, ayudándole, hablaba del insufrible calor. Estaban en julio, soplaba el poniente, la vega se mustiaba bajo aquel soplo interminable y ardoroso que antes de perderse en el mar había pasado por las tostadas llanuras de Castilla y la Mancha, y con su ambiente de hoguera agrietaba la piel y excitaba los nervios.

Pero bien sabía el nuevo cura que no era el poniente lo que le trastornaba. Buenas estarían tales delicadezas en él, acostumbrado á todas las fatigas del campo.

Lo que sentía era arrepentimiento de haber accedido á celebrar la boda de Toneta. ¡Cuán poco se conocía! Ahora iba comprendiendo lo que se ocultaba tras el afecto fraternal nacido en la niñez.

Él, sacerdote desligado de las miserias humanas, sentía un sordo malestar después de bendecir la eterna unión de Toneta y Chimo; experimentaba idéntica impresión que si le acabasen de arrebatar algo que era muy suyo.

Le parecía hallarse aún en la capilla mirando casi á sus pies aquella linda cabeza cubierta por la vistosa mantilla. Nunca había visto tan hermosa á Toneta, pálida por la emoción y con un brillo extraño en los ojos cada vez que miraba al Moreno, que estaba soberbio con su traje nuevo y su ringlot azul de larga esclavina.

Podía decirse que el cura acababa de ver por primera vez á Toneta. La hermana ideal que en su imaginación casi se confundía con la figura azul que pisaba la luna, habíase convertido de pronto en una mujer.

Él, que jamás había descendido con su vista más allá de la fresca boca siempre sonriente, y que miraba á Toneta como á esas imágenes de lindo rostro que bajo las vestiduras de oro sólo guardan los tres puntales que sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que había algo más, y veía con los ojos de la imaginación el terrible enemigo en todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la carne, arma poderosa del Malo con que bate las más fuertes virtudes.

Odiaba al Moreno, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero no podía tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna compañera de la florista. No debía consentirse, lo afirmaba él, que estaba arrepentido de haber realizado la boda.

Pero inmediatamente sentíase avergonzado por tales pensamientos; se ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia que se revolvía en forma de murmuración.

Hacíale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor que venía preparándose, amor legítimo, pero que no por esto molestaba menos al cura.

Se iría á casa. No quería presenciar por más tiempo la alegría de la boda; pero cuando salió de la sacristía se encontró con la comitiva nupcial, que estaba esperándole, pues la siñá Tona se oponía á que se hiciera nada sin la presencia de su Visantet.

Y por más que se resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del que tantos recuerdos guardaba; y entre las faldas rameadas y coloridas como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto lastimoso el suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de vida fuesen los de un viejo achacoso.

Una vez en el huerto, ¡qué de tormentos!, ¡qué cariñosas solicitudes, que le parecían crueles burlas! La siñá Tona, en su alegría de madre, enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel estudi era el dormitorio de los novios y aquella cama sería la del matrimonio, con su colcha de azulada blancura y complicados arabescos, que á Toneta le habían costado todo un invierno de trabajo.

Bien estarían allí los novios. ¡Qué blancura!, ¿eh? Y la inocente vieja creía hacer una gracia obligando al cura á que tocase los mullidos colchones y apreciase en todos sus detalles la rústica comodidad de aquella habitación que á la noche había de convertirse en caliente nido.

Y después, seguían los tormentos, las intimidades fraternales, que resultaban para él terribles latigazos; aquel bruto de Moreno que no se recataba de hablar en su presencia; bromeando con sus amigotes sobre lo que ocurriría por la noche, con comentarios tales, que las mujeres chillaban como ratas, y sofocadas de risa le llamaban ¡porc! y ¡animal!; y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y redondos brazos, se aproximaba á él rozando su sotana con la epidermis fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecían registrarle hasta las entrañas.

¡Ira de Dios! La gente le hacía tanto caso como si fuese un muerto que hablara; aquella mujer se atrevía á tratarle con un descuido que no osaría con el gañán más bestia de los que allí estaban; no era un hombre; era un cura, y al pensar en esto tan amargo, creía que todos le miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su vista.

Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en que nació. Él, el más respetado de la reunión, D. Vicente, el gran sacerdote, miraba con envidia á aquellos muchachotes cerriles con alpargatas y en mangas de camisa.

Hubiera querido ser temido, como ellos, á los que no osaban aproximarse mucho las mujeres por miedo á audaces pellizcos, y, sobre todo, no inspirar lástima, no ser tenido como una momia santa, en cuyos oídos resbalaban las palabras ardientes sin causar mella.

Cada vez se sentía más molesto. Durante la comida estuvo al lado de los novios, sufriendo el ardoroso contacto de aquel cuerpo sano y fragante, que parecía esparcir un perfume de flor carnosa, y que, en la confianza de la impunidad, se revolvía libremente, sin cuidado á empujar, ó se inclinaba sobre él, y al decirle insignificantes palabras, le envolvía en su cálido aliento. Y después, aquel Chimo, con su salvaje ingenuidad, creyendo que tras la misa de por la mañana todo era ya legítimo; corroído por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las manos bajo la mesa, mientras miraba á lo alto con la expresión inocente del que no ha roto un plato en su vida.

Aquello no podía seguir. D. Vicente se sentía enfermo. Oleadas de sangre caldeaban su rostro; parecíale que el viento seco y ardoroso que inflamaba la piel se había introducido en sus venas, y su olfato dilatábase con nervioso estremecimiento, como excitado por aquel ambiente de pasión carnívora y brutal.

No quería ver; deseaba olvidar, aislarse sumirse en dulce y apática estupidez; y, guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesanía labriega cuidaba de tener siempre lleno.

Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de despecho amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez ligera, algo semejante á la discreta alegría de sus meriendas de seminarista, cuando, á los postres, él y sus compañeros, con la más absoluta confianza en lo por venir, soñaban en ser papas ó en eclipsar á Bossuet; pero lo que llegó para él fué una jaqueca insufrible, que doblaba su cabeza como si sobre ella gravitase enorme mole y que le perforaba la frente como un tornillo sin fin.

D. Vicente estaba enfermo.

La misma siñá Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que se retirara de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista turbia y zumbándole los oídos, se encaminó á su casa, seguido de su alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.

No era nada, podía tranquilizarse. El maldito poniente y la agitación del día. No necesitaba más que dormir.

Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo y, sin quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces, con los brazos extendidos, en su blanca cama de célibe, extinguiéndose inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndolo en la lobreguez más absoluta.

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