IV

Poblóse la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caía y caía, como si aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta que, por fin experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de pies á cabeza, y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal como se había arrojado en ella.

Lo primero que el cura pensó fué que había pasado mucho tiempo.

Era de noche. Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano, moteado por la inquieta luz de las estrellas.

D. Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que al volver en sí lanzaban la sacramental presunta: «¿En dónde estoy?».

Su cerebro sentíase abrumado por la pesadez del sueño, discurría con dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había llegado hasta allí.

En pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la oscura vega, fué recobrando su memoria, agrupando los recuerdos, que llegaban separados y con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos antes que le rindiera el sueño.

¡Bien, D. Vicente! ¡Magnífica conducta para un sacerdote joven, que debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado: sí, ésta era la palabra, y había sido en presencia de los que casi eran sus feligreses. Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron á tal abuso.

Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su inteligencia, aunque sus sentidos parecían embotados, horrorizabase ante el peligro y protestaba contra la pasión que pretendía hacer presa en su carne virgen. ¡Qué vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, á caer en los, más repugnantes pecados. No; él resistiría á las seducciones del Malo, acallaría el espíritu tentador que para mortificante prueba se había rebelado dentro de él: afortunadamente, la torpe embriaguez, con su sueño, le había devuelto la calma.

Oyéronse á lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto había dormido! Por esto se sentía ya sin sueño, dispuesto á emprender la tarea diaria.

Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita, veíase la inmensa vega, que, á la difusa luz de las estrellas, marcaba sus masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los tostados campos.

Perfumes indefinibles había en aquel ambiente que aspiraba con delicia el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del aire puro de los campos.

Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que tantas veces había visto á la luz del sol. Esta distracción infantil parecía volverle á los tranquilos goces de la niñez; pero sus ojos tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la alquería de la siñá Tona, y... ¡Adios tranquilidad, propósitos de fortaleza y de lucha!

Fué un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron, arrolladas, la calma y la placidez; desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne, sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.

Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aún estuviera en la tarde anterior, de aquellos brazos morenos de sedoso y ardiente contacto, al par que recibía la fragancia de la carne, cuyo misterio acababa de revelársele.

Y en aquel momento, ¡oh Malo tentador!, el infeliz, mirando la oscura vega, veía, no la blanca é indecisa alquería, sino el estudi envuelto en voluptuosa sombra, aquella cama, cuya blancura tanto había ensalzado la siñá Tona, y sobre el mullido trono, lo que para otros era felicidad y para él horrendo pecado, lo que jamás había de conocer y le atraía con la irresistible fuerza de lo prohibido.

La maldita imaginación ponía junto á sus ojos las tibias suavidades, los dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la agitación del infeliz iba en aumento, sentía crecer dentro de sí algo animado por el espíritu de rebelión, la virilidad que se vengaba de tantos años de olvido inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus oídos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese á estallar á impulsos del deseo contenido y falto de escape.

Aquello era la tentación en toda regla. Pensó en los santos eremitas, en San Antonio, tal como lo había visto en los cuadros, cubriéndose los ojos ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos repugnantes; pero allí no había espíritus malignos por parte alguna; lo único real que acompañaba á las evocaciones de su imaginación era la cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada, y los ruidos misteriosos del campo, que sonaban como besos.

Ellos, allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta oscuridad, que había de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las iniciaciones; él, solo, inaccesible á toda efusión, planta parásita en un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el eterno frío de aquella cama de célibe.

De allá lejos, de la blanca casita, parecía salir un soplo de fuego que le envolvía, calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose á ciegas en su lóbrega habitación.

No había calma para él. También en aquella lobreguez la veía, creyendo sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su desvanecimiento el día de la primera misa. La combustión interna seguía, y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo su ser producíale agudos dolores.

¡Aire, frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al sentir la glacial caricia en su abrasada piel.

Lentamente volvió á la ventana, calmado por la fría inmersión. Un sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se había salvado, pero era momentáneamente; dentro de él llevaba al enemigo, el pecado, que acechaba, pronto á dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecería al día siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia mientras el ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrío veía el futuro! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula que trabajaba incesantemente y que con sólo la voluntad debía de anular, vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige todos sus actos por el amor, parecíale el mayor de los sacrificios.

La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le habían enterrado. Cuando creía subir á envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces de fondo desconocido.

Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo misterio que acababa de revelársele y que el deber le obligaba á ignorar eternamente.

Bien pagaba su encumbramiento. Maldita la idea la de aquella buena señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido que antes que continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de vida.

Subía, sí, pero encadenado para siempre, se hallaba por encima de las gentes entre las cuales nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre á la roca inconmovible de la fe jurada, indefenso y á merced de la pasión carnal que le devoraba las entrañas.

Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal sacerdote; el sexo, que había despertado en él para siempre como inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad, y, en este conflicto, el cura, asustado ante lo por venir, se entregó al desaliento, é inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.

Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.

Amanecía. Por la parte del mar rasgábase la noche, marcando una faja de luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería en alquería, y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban las cerradas ventanas, anunciando la llegada del día.

Magnífico despertar. Tal vez á aquella hora. Toneta, recogiéndose el cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos que sólo un hombre había de conocer, saltaba de la cama y abría el ventanillo de su estudi para que la fresca aurora purificase el ambiente de pasión y voluptuosidad.

El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente contrAida por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas, en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él se había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.

Abajo en la cocina, encontró á su madre, que preparaba el desayuno, y la pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el cura le lanzó al pasar.

Paseó maquinalmente por el corral, hasta que sus pies tropezaron con una espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de basura, igual á la que él llevaba á la espalda cuándo niño.

Era el pasado, que reaparecía para echarle en cara su infelicidad.

¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser considerado como un ser superior.

Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción, era para los infelices, para los que luchaban por la vida.

El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y la frialdad, pensando que si sus manos, ahora consagradas, hubiesen seguido porteando el mismo capazo, estaría en tal instante arrebujado en aquella blanda cama del estudi nupcial, viendo cómo Toneta, al aire sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez armoniosa, se contemplaba en el espejo, sonriendo ruborizada con los recuerdos de la noche de bodas. Y el pobre cura lloró como un niño lloró hasta que el esquilón de la iglesia, con su gangueo de vieja, comenzó á llamarle á la misa primera.

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