II

Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo ocurrido un martes de Cuaresma.

El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.

Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.

A mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán, arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.

En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las que dejan rastro en los hogares de los pescadores.

Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte, cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de hirvientes espumarajos.

La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo momento se hacían trizas.

A media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó á marcarse una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se remontaban como desaparecían.

Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa, cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.

La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella noche dejó memoria en el Cabañal.

Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible agonía de las últimas barcas.

Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!... ¡qué felices eran las mujeres que estaban en el puerto abrazando á sus maridos é hijos, mientras los otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd al través de la noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de hirvientes simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas tablas y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á desplomarse!

Llovió durante toda la noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en el muelle, combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á gritos para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é interrumpiendo algunas veces su oración para tirarse de los revueltos pelos, lanzando á lo alto, en un arranque de odio y resentimiento, las terribles blasfemias de la Pescadería.

¡Hermoso amanecer! El sol asomó su hipócrita cara tras la tranquila línea del mar, matizada á trechos por las espumas de la noche anterior; extendió sobre las aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos, embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado de un bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la arena, mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos astillas, y los palos rotos tremolando todavía girones de velas.

Su cargamento era madera del Norte; y mansamente empujados por los suaves estremecimientos del mar, iban hacia la playa las enormes vigas, los aserrados tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos negros que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la arena.

Bien trabajaban aquellas hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por los caminos de la huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas maderas del Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas barracas.

Los piratas de la playa arreaban alegremente sus caballerías como legítimos poseedores del botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado con la sangre de los infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas tendidos sobre la arena.

En la playa, los carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros más curiosos que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos entre el agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos, mostrando por entre los girones de sus ropas la carne dura, de blancura femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al cielo con misteriosa expresión.

El naufragio del bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad. Los periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta la borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas pescadoras, acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de aquellas mujeres que no veían volver á los suyos.

La desgracia no era tan grande como en un principio se creyó. Al serenarse el mar fueron volviendo al puerto muchas barcas, á las que se tenía por perdidas.

Habíanse refugiado huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en Cullera, y cada una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de alegría, exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la subsistencia.

Una sola no volvió. la barca del tío Pascualo; un vividor de los más tenaces que se conocían en el Cabañal, siempre rabiando por conquistar la peseta, pescador en invierno y contrabandista en verano, gran marinero y constante visitador de las playas de Argel y Orán, á las que llamaba con familiaridad la costa d’afora, como si se tratase de la acera de enfrente.

Su mujer, Tona, pasó más de una semana esperándole en el puerto, siempre con un arrapiezo al pecho y otro más talludo y gordinflón agarrado á sus faldas. Esperaba á su Pascual, y á cada nuevo informe que la daban, prorrumpía en lamentaciones y se mesaba los pelos, llamando á gritos á María Santísima.

Los pescadores no se expresaban con claridad, pero al hablarla ponían el gesto fosco. Habían visto la barca corriendo el temporal frente al cabo de San Antonio; le faltaban las velas; no pudo ganar tierra, y hasta alguno creía haberla visto al pie de una ola enorme, hinchada, verdosa, que la cogió de lado, no pudiendo asegurar si reapareció ó fué engullida por el agua.

Y la infeliz mujer, siempre esperando en el puerto con sus dos hijos, tan pronto desesperada como animándose con extraña esperanza, hasta que por fin, á los doce días, una escampía que costeaba persiguiendo el contrabando, condujo á la playa la barca del tío Pascualo con la quilla al aire, negra, lustrosa con la viscosidad del mar, flotando lúgu-bremente como gigantesco ataúd y rodeada de un enjambre de extraños peces, pequeños monstruos que parecían atraídos por un cebo que husmeaban á través de las quebrantadas tablas.

Sacaron la barca á la orilla. El mástil estaba roto á ras de la cubierta; la cala llena de agua; y cuando los pescadores pudieron bajar á ella para acabar de vaciarla á fuerza de cubos, sus pies hundidos entre las cuerdas y cestones que aun estaban allí revueltos, tropezaron con algo blando y viscoso que les hizo gritar con instintivo horror. Era un muerto. Y hundiendo sus brazos en el agua que quedaba en el fondo de la bodega, sacaron un cuerpo hinchado, verdoso, con el vientre enorme próximo á estallar, la cabeza destrozada como repugnante masa, y en todo el cuerpo mordeduras de voraces pececillos que, no soltando su presa, erizábanse sobre el cadáver, comunicándole espeluznantes estremecimientos.

Era el tío Pascualo; pero tan horrible, que la viuda prorrumpió en lamentos, sin atreverse á tocar la masa repugnante. Algún golpe de mar le había arrojado al fondo de la cala antes que la barca se perdiese, y allí se quedó con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el armazón de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta años de economías amasadas ochavo sobre ochavo.

Las comadres del Cabañal prorrumpían en lamentos al ver cómo dejaba el mar á los hombres que tenían el valor de explotarlo, y con sus alaridos de plañidera acompañaron al cementerio la caja que contenía el cadáver roído y aplastado.

Durante una semana se habló mucho del tío Pascual; después la gente sólo se acordó de él al ver á su viuda, siempre suspirando, con un arrapiezo de la mano y otro al pecho.

Algo más que la pérdida del marido lloraba la pobre Tona. Veía acercarse la miseria; pero no una miseria tolerable, sino la que espanta á la misma pobreza acostumbrada á privaciones: la carencia de hogar, la necesidad de tender la mano en las calles para conseguir el ochavo ó el mohoso mendrugo.

Cuando aun estaba reciente su desgracia encontró protección; y las limosnas, las suscripciones entre el vecindario, pudieron sostenerla durante tres ó cuatro meses; pero la gente es olvidadiza. Tona ya no fué la viuda del náufrago, sino una pobre más que importunaba á todos con lamentaciones pedigüeñas, y al fin vió cerrarse muchas puertas y volverse con desvío caras amigas que siempre habían tenido para ella cariñosas sonrisas.

Pero no era mujer para amilanarse ante el desvío general. ¡Ea! ya había llorado bastante. Llegaba el momento de ganarse la vida como una buena madre que tiene magníficos puños y dos bocas que la piden pan.

No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de mosquitos.

Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria. La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.

Un primo hermano del difunto Pascual, el tío Mariano, solterón que iba para rico y parecía tener algún cariño á los dos sobrinos, fué, á pesar de su avaricia, el que ayudó á la viuda en los primeros gastos.

Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué sustituida por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el lóbrego tabuco; á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media docena de taburetes de esparto.

La fúnebre barca convirtióse en cafetín de la playa, cerca de la casa donde están los toros para el arrastre de las embarcaciones, en el punto en que se descarga el pescado y es mayor la afluencia de gente.

Las comadres del Cabañal estaban asombradas. Tona era el mismo demonio. ¡Miren qué bien sabía ganarse la vida! Toneles y botellas se vaciaban que era una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal, y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de truque y flor, esperando la hora de hacerse á la mar y amenizando el juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la misma Cuba, según su formal juramento.

La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.

Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento. Corrían con gracioso contoneo sobre la ardiente arena más de veinte gallinas, capitaneadas por un gallo matón y vocinglero que se las tenía tiesas con todos los perros vagabundos que correteaban la playa; al través de los cañizos oíase el gruñido de un cerdo atacado del asma de la obesidad, y frente al mostrador, bajo el sombrajo, flameaban á todas horas dos fogones, donde las paellas de arroz burbujeaban su caldo substancioso ó el pescado chirriaba, dorándose entre el azulado vapor del aceite frito.

Había allí prosperidad y abundancia. No era para hacerse ricos, pero se vivía bien. La Tona sonreía con satisfacción pensando que nada debía y viendo el techo empavesado de morcillas secas, sobreasadas lustrosas, tiras de negra mojama y algún jamón espolvoreado con pimiento rojo: los tonelitos llenos de líquido; las botellas, escalonadas, luciendo licores de color variado, y las sartenes de diversos tamaños colgadas de la pared, prontas á chillar sobre el fogón con su cavidad repleta de cosas substanciosas.

¡Y pensar que había pasado hambre en los primeros meses de su viudez! Por eso, harta y satisfecha, repetía ahora tantas veces la misma afirmación. Por más que digan, Dios no desampara á las buenas personas.

La abundancia y la falta de cuidados la rejuvenecieron. Engordaba dentro de su barca con cierto lustre de carnicera ahíta; siempre á cubierto del sol y la humedad, no tenía el color seco y tostado de las que esperaban en la orilla de la playa, y se presentaba tras el mostrador luciendo sobre la voluminosa pechuga una colección interminable de pañuelos de tomate y huevo, complicados arabescos rojos y amarillos tejidos en la sólida seda.

Permitíase lujos de decorado. En el fondo de su tienda, sobre las maderas blanqueadas, alternaban con los toneles una colección de cromos baratos con rabiosos colorines que apagaban los de sus vistosos pañuelos; y los pescadores, mientras bebían bajo el sombrajo, miraban por encima del mostrador la Cacería del león, La muerte del justo y la del pecador, La escala de la vida, media docena de santos, entre los cuales no faltaban San Antonio y el comerciante flaco y el gordo representando al que fía y al que vende al contado, con la consabida leyenda: «Hoy no se fía aquí; mañana sí

Había para estar satisfecho viendo cómo se criaba la familia sin grandes privaciones. La tienda siempre adelante, y poco á poco se llenaba de duros ahorrados una media vieja que ella guardaba en su camarote, entre el piso de tablas y el grueso colchón.

Algunas veces no podía contenerse, y deseosa de apreciar en conjunto su fortuna, salía hasta la orilla de la playa. Desde allí contemplaba con ojos enternecidos el cercado de las gallinas, la cocina al aire libre, la anchurosa pocilga donde roncaba el sonrosado cerdo, y la barca, que asomaba entre la aglomeración de cercas y cañares sus dos puntas de deslumbrante blancura, como embarcación fantástica que, arrastrada por un huracán, hubiese ido á caer en el corral de una granja.

No por esto se hallaba libre de incomodidades. Dormía poco, levantábase al amanecer, y muchas veces, á media noche, aporreaban la puerta de la barca y había que levantarse para servir á los pescadores recién llegados á la playa, que descargaban su pescado y tenían que hacerse á la mar antes del alba.

Estas francachelas nocturnas eran las más productivas y las que mayor cuidado inspiraban á la tabernera. Conocía bien á aquella gente, que después de pasar una semana sobre las olas, quería en las pocas horas de holganza gozar de un golpe todos los placeres de la tierra.

Abalanzábanse al vino como mosquitos; los viejos quedábanse dormitando sobre la mesa con la pipa apagada entre los secos labios; pero los jóvenes mozetones fornidos, excitados por la vida trabajosa y casta del mar, miraban á la siñá Tona de modo tal, que ella torcía el gesto con enfado y se preparaba á rechazar los brutales cariños de aquellos tritones de camiseta rayada.

Nunca había valido gran cosa; pero su naciente obesidad, los ojazos negros, que parecían aclarar su rostro moreno y lustroso, y más que todo la ligereza de ropas con que en verano servía á los nocturnos parroquianos, hacíanla hermosa para los muchachos rudos que, al poner la proa hacia Valencia, pensaban con regocijo en que iban á ver á la siñá Tona.

Pero ella era una hembra brava que sabía tratarlos. Jamás se rendía; las proposiciones audaces las contestaba con gestos de desprecio; los pellizcos con bofetones, y los abrazos por sorpresa con soberbias patadas, que más de una vez hicieron rodar por la arena á un mocetón tieso y fuerte como el mástil de su barca.

Ella no quería líos como muchas otras, ni permitía que le faltasen en tanto así. Además, era madre, los dos chicos dormían á poca distancia, separados de ella por un tabique de tablas, al través del cual oía sus poderosos ronquidos, y sólo estaba para pensar en mantener á la familia.

El porvenir de sus chicos comenzaba á preocuparla. Se habían criado en la playa como dos gaviotas, anidando en las horas del sol bajo la panza de las barcas en seco ó correteando por la orilla en busca de conchas y caracoles, hundiendo sus piernecitas de color de chocolate en las gruesas capas de algas.

El mayor, Pascualet, era un retrato vivo de su padre. Grueso, panzudo, carilleno; tenía cierto aire de seminarista bien alimentado, y los pescadores le llamaron el Retor, apodo que había de conservar toda su vida.

Tenía ocho años más que su hermano Antonio, un muchacho enjuto, nervioso y dominante, cuyos ojos eran iguales á los de Tona.

Pascualet fué una verdadera madre para su hermano. Mientras la siñá Tona atendía á la taberna en los primeros tiempos, que fueron los más penosos, el bondadoso muchacho cargaba con el hermanito como niñera cuidadosa, y jugaba con los pilletes de la playa, sin abandonar nunca al arrapiezo rabioso y pataleante que le martirizaba la espalda y le pelaba el cogote con sus pellizcos.

Por la noche, en el camarote estrecho de la barca-taberna, para Tonet era el mejor sitio, y su cachazudo hermano se apelotonaba en un rincón para dejar espacio á aquel diablejo que, á pesar de su debilidad, le trataba como un déspota.

Los dos muchachos, arrullados por el sordo oleaje, que en los días de marea llegaba hasta la misma taberna, y oyendo como el viento del invierno silbaba al querer introducirse por entre los tablones, dormíanse estrechamente abrazados bajo la misma colcha. Algunas noches despertábanse con el ruido de los pescadores, que celebraban su fiesta de tierra; oían las palabrotas que su madre profería en momentos de indignación, el sonoro choque de alguna bofetada, y más de una vez el tabique de su camarote conmovíase con el sordo golpe de un cuerpo falto de equilibrio; pero volvían á dormirse, poseídos por una ignorancia inocente, libre de sospechas y alarmas.

La siñá Tona tenía injustas debilidades tratándose de sus hijos. Al principio de su viudez, cuando por las coches les veía dormir en el angosto camarote, con las cabecitas juntas, rozando tal vez la misma madera en que se había aplastado el cráneo de su padre, sentía profunda emoción y lloraba como si fuera á perderlos dentro del fúnebre armazón de tablas, como ya había perdido á su Pascual. Pero cuando llegó la abundancia y el tiempo fué borrando el recuerdo de la catástrofe, la siñá Tona comenzó á mostrar predilección por su Tonet, criatura de gracia felina, que trataba á todos con sequedad é imperio, pero que tenía para su madre cariños de gatito travieso.

La viuda entusiasmábase por su Tonet, vagabundo de la playa, que á los siete años pasaba casi todo el día fuera de la barcaza, correteando con la granujería y volviendo al anochecer con las ropas rotas y agua y arena en los bolsillos. Mientras tanto, el mayor, relevado ya de cuidar á su hermano, pasaba el día en la taberna limpiando vasos, sirviendo á los parroquianos, dando de comer á las gallinas y al cerdo y vigilando con grave atención las sartenes que chirriaban en los fogones de la cocina.

Cuando su madre, soñolienta tras el mostrador en las horas de sol, se fijaba en Pascualet, experimentaba siempre una violenta sorpresa. Creía ver á su marido tal como ella le conoció en la infancia cuando era grumete de barca pescadora. Era su mismo rostro, carrilludo y sonriente, su cuerpo cuadrado y fornido, sus piernas robustas y cortas y aquel aire de sencillez honrada, de laboriosidad cachazuda que lo acreditaba ante todos como hombre de bien.

En lo moral era lo mismo. Muy bondadosote y tímido, pero una verdadera fiera cuando se trataba de ganar una peseta, y con un cariño loco por la mar, madre fecunda de los hombres valientes que saben pedirla el sustento.

A los trece años ya no podía conformarse á seguir en la taberna. Dábalo á entender con palabras sueltas, con frases truncadas y algo incoherentes, que era lo único que podía salir de su dura mollera. Él no había nacido para servir en la taberna. Era faena demasiado cómoda; eso para su hermano, que no mostraba gran afición al trabajo. Él era fuerte, le gustaba el mar y quería ser pescador como su padre.

La siñá Tona se asustaba al oírle, y en su memoria resucitaba la horrible catástrofe del día de Cuaresma. Pero el chico era testarudo. Aquellas desgracias no pasaban todos los días; y ya que tenía vocación, debía seguir el oficio de su padre y de su abuelo, como muchas veces se lo había dicho el tío Borrasca, un viejo patrón de barcas, gran amigo del tío Pascualo.

Por fin la madre cedió cuando iba á comenzar la temporada de la pesca del bou, y Pascualet se enganchó con el tío Borrasca como grumete ó gato de barca, teniendo como salario la comida y la propiedad de todos los cabets, ó sea el pescado menudo que saliese en las redes, camarones, caballitos de mar, etc.

El aprendizaje comenzó bien. Hasta entonces le habían vestido con la ropa vieja de su padre, pero la siñá Tona quiso que entrase con cierta dignidad en su nuevo oficio, y una tarde, cerrando la taberna, fueron al Grao á un bazar del puerto, donde vendían ropas hechas para los marineros. Pascualet recordó durante muchos años la tal tienda, que le parecía el santuario del lujo. Los ojos se le fueron tras los chaquetones azules, los impermeables de amarillo hule, las enormes botas de aguas, prendas todas que sólo usaban los patrones; y salió orgulloso con su hatillo de grumete, compuesto de dos camisas mallorquinas, tiesas, ásperas y burdas, como si fuesen de papel de lija; una faja de lana negra, un traje completo de bayeta, de un amarillo rabioso; una barretina roja para calársela hasta el cuello en el mal tiempo y gorra de seda negra para bajar á tierra. Por fin, le vestían á su medida; ya no tendría que luchar con las chaquetas de su padre, que en los días de viento se hinchaban como velas, haciéndole correr por la playa más aprisa que quería. De zapatos no había que hablar. Él no recordaba haber metido jamás en tal tormento sus ágiles pies.

No se equivocaba el muchacho al decir que había nacido para el mar. En la barca del tío Borrasca se encontraba mucho mejor que en la otra encallada en la arena, junto á la cual gruñía el cerdo y cacareaban las gallinas. Trabajaba mucho, y además de su pitanza percibía algunos puntapiés del viejo patrón, cariñoso en tierra, pero que una vez sobre su barca no respetaba ni á su mismo padre. Trepaba al mástil á poner el farol ó arreglar una cuerda con la ligereza de un gato; ayudaba á tirar de las redes cuando llegaba el momento de chorrar; baldeaba la cubierta, alineaba en la cala los grandes cestos del pescado y soplaba el fogón, cuidando de que el caldero estuviera siempre en su punto para que no se quejara la gente de á bordo. Pero como compensación á estos trabajos, ¡cuántas satisfacciones! Al terminar el patrón y los suyos la comida que él y otro gato de la barca presenciaban inmóviles y respetuosos, dejábanles las sobras á los chicos, y los dos sentábanse á proa con el negro caldero entre las piernas y un pan bajo del brazo. Ellos sacaban la mejor parte, y cuando las cucharas tropezaban ya con el fondo, entonces entraba la rebañadura mendrugo en mano, hasta que el metal quedaba limpio y brillante, como si acabasen de fregarlo.

Después venía el huroneo en busca del vino que la tripulación había dejado olvidado en el fondo del porrón de lata; y los gatos, si no había trabajo, tendíanse como unos príncipes en la proa, con la camisa fuera de los pantalones y la panza al aire, arrullados por el cabeceo de la barca y las cosquillas de la brisa.

Tabaco no faltaba, y el tío Borrasca dábase á todos los demonios viendo con qué rapidez desaparecía de los bolsillos de su chaquetón unas veces la alguilla de Argel y otras la picadura de la Habana, según la calidad del último alijo hecho en el Cabañal.

Aquella vida era inmejorable para Pascualet, y cada vez que bajaba á tierra, su madre le veía más robusto, más recocido por el sol y tan bondadosote como siempre, á pesar de su continuo roce con los gatos de barca, pilletes precoces capaces de las mayores malicias y que al hablar echaban á las narices ajenas el humo de una pipa casi tan grande como ellos.

Las rápidas apariciones en la taberna eran lo único que hacía á la siñá Tona acordarse de su hijo mayor.

La tabernera mostrábase preocupada. Pasaba los días enteros en su barcaza, sola, como si no tuviese hijos. El Retor estaba en el mar ganándose su parte de cabets, para después, en los días de fiesta, llegar muy ufano á entregar á su madre tres ó cuatro pesetas, que eran el jornal de la semana, y el otro, el pequeño, aquel Tonet de piel de diablo, había salido un bohemio incorregible, que sólo volvía á casa acosado por el hambre.

Juntábase con la pillería de la playa, un tropel de chicuelos que no sabían más de sus padres que los perros vagabundos que les acompañaban en sus correteos por la arena; nadaba como un pez, y en verano zambullíase en el puerto, mostrando con impudor tranquilo su cuerpo enjuto y rojizo para coger con la boca piezas de dos cuartos que le arrojaban los paseantes. Presentábase por la noche en la taberna con el pantalón roto y la cara arañada; su madre le había sorprendido varias veces amorrado con delicia al tonelillo del aguardiente, y una tarde tuvo que ponerse el mantón é ir á la capitanía del puerto para pedir con lágrimas y lamentos que le soltasen, prometiendo que ella le quitaría el feo vicio de arañar en el interior de las cajas de azúcar depositadas en el muelle.

Era una alhaja el tal Tonet. ¡Dios mío! ¿A quién se parecía? Era una vergüenza que de padres tan honrados saliese un muchacho así; un pillete que, teniendo en su casa comida abundante, pasaba el tiempo huroneando por cerca de los vapores que venían de Escocia, aguardando un descuido de los descargadores para echar á correr con un bacalao bajo del brazo. Un hijo así iba á ser su castigo. Doce años á la espalda y sin afición al trabajo ni el menor respeto á su madre, á pesar de los rabos de escoba que le había roto en las costillas.

Y la siñá Tona hacía confidente de sus desdichas á Martínez, un carabinero joven que estaba de servicio en aquella parte de la playa, y pasaba las horas del calor sentado bajo el sombrajo de la taberna, con el fusil entre las rodillas, mirando vagamente el límite del mar, con el oído atento á las eternas lamentaciones de la tabernera.

El tal Martínez era andaluz, de Huelva; un muchacho guapo y esbelto, que llevaba con mucha marcialidad el uniforme viejo de servicio y se atusaba al hablar el rubio bigote con expresión distinguida.

La siñá Tona le admiraba. Las personas que son finas no lo pueden ocultar; á la legua se las conoce.

Y además, ¡qué gracia en el lenguaje! ¡qué términos tan escogidos gastaba! Bien se conocía que era hombre leído. Como que había estudiado muchos años en el Seminario de su provincia; y si ahora se veía así era porque, no queriendo ser cura y deseando ver mundo, había reñido con su familia, sentando plaza, para venir al fin á meterse en carabineros.

La tabernera oíale embobada contar su historia con aquel pesado ceceo de andaluz sin gracia; y cuando tenía que hablarle, empleaba en justa reciprocidad un castellano grotesco é ininteligible, que hubiese hecho reír en el mismo Cabañal.

—Mire osté, siñor Martines: mi chico me tiene loca con todas esas burrás que hase. Lo que yo li digo: ¿Te hase falta algo, condenat? ¿Pues entonses por qué te ajuntas con esa pillería pollosa? Osté, siñor Martines, que tiene tanta labia, hágali miedo. Dígale que se lo llevará á Valensia para meterlo en la cársel si no es buen chico.

Y el siñor Martines prometía hacerle miedo al travieso pillete, y hasta le sermoneaba con la cara muy fosca, logrando que Tonet, al menos por un rato, permaneciese encogido y como aterrado por el uniforme de aquel hombre y el terrible fusil, que no se separaba nunca de sus manos.

Estos pequeños servicios introducían á Martínez en la vida de familia, haciéndole intimar cada vez más con la siñá Tona. Allí le guisaban la comida; allí pasaba casi todo el día, y más de una vez la tabernera se prestó gustosa á zurcirle la ropa blanca y á pegarle botones en prendas interiores.

¡Pobre siñor Martines! ¿Qué sería de un joven tan fino sin una persona como ella? Iría roto y abandonado como un perdido, y esto, francamente, no podía consentirlo una persona de buen corazón.

En las tardes del verano, cuando el sol caía de lleno sobre la desierta playa sacando reflejos de incendio de la tostada arena, bajo del sombrajo de cañas ocurría siempre la misma escena. Martínez, sentado en un taburete de esparto, cerca del mostrador, leía á su autor favorito, Pérez Escrich, en tomos abultados y mugrientos, con las puntas roídas, que habían corrido toda la costa, pasando de unos carabineros á otros.

La siñá Tona no se equivocaba. De aquellos librotes, que la inspiraban el supersticioso respeto del que no sabe leer, era de donde sacaba Martínez las palabritas sonoras y rebuscadas, aquella filosofía moral que la conmovía.

Y desde el otro lado del mostrador, cosiendo á tientas, sin saber lo que hacía, contemplaba fijamente á Martínez, dedicando media hora á su fino y rubio bigote y no menos tiempo á apreciar cómo tenía la nariz ó con qué exquisito gusto se abría la raya, aplanando en ambos lados el dorado cabello.

Algunas veces, al volver la página, levantaba Martínez la cabeza, y sorprendiendo los negros ojazos de Tona fijos en él, ruborizábase y seguía leyendo.

La tabernera reprendíase después por tales contemplaciones. ¿Pero qué era aquello?... En la vida se le había ocurrido, viviendo su Pascual, mirarle detenidamente para apreciar cómo tenía la cara. Y ahora se estaba ella como una boba horas y más horas comprometiéndose con una contemplación de la que no podía librarse. ¿Qué diría la gente al saberlo?... Indudablemente le tenia ley á aquel hombre.... ¡Claro!... ¡Era tan fino y tan guapo!... ¡Hablaba tan bien!...

Pero era un disparate todo aquello. Ella ya iba para los cuarenta; no se acordaba con exactitud, pero debía estar en los treinta y siete ó cosa así; y él no pasaba de los veinticuatro... Pero ¡qué demonio! aunque le llevase algunos años, ella no estaba mal; encontrábase bien conservada, y si no, que lo dijera la gentuza de las barcas que tanto la importunaba. Además, aquel pensamiento no sería ningún disparate, ya que la gente se adelantaba suponiéndolo; y lo mismo los carabineros amigos de Martínez que las pescaderas que iban á la playa, daban á entender sus maliciosas suposiciones con indirectas demasiado directas.

Al fin ocurrió lo que todos esperaban. La siñá Tona, para aturdirse, argüía á sus escrúpulos que sus hijos necesitaban un padre, y nadie mejor que Martínez; y la valerosa amazona, que aporreaba á los rudos pescadores á la menor audacia, se entregó voluntariamente, teniendo que vencer la cortedad de aquel muchachote tímido. De ella partió la iniciativa, y Martínez se dejó arrastrar con su sumisión de hombre superior que, pensando en cosas más altas, permite que en los asuntos terrenales le manejen como un autómata.

El suceso se hizo público. La misma siñá Tona no se enojaba de ello; antes bien, deseaba que fuera bien sabido que la casa tenía amo. Cuando la llamaba al Cabañal alguna ocupación, dejaba la taberna al cuidado de Martínez, que, como en tiempos pasados, seguía sentado bajo el sombrajo mirando al mar con el fusil entre las rodillas.

Hasta los dos chicos parecían enterados de la novedad, El Retor, al bajar á tierra, miraba á hurtadillas á su madre con cierto asombro y mostrábase tímido y vergonzoso en presencia del mocetón rubio y uniformado, al que encontraba siempre en la taberna; pero el otro muchacho, Tonet, delataba en su sonrisa maliciosa que todo aquel suceso había sido objeto de maliciosos comentarios en las reuniones de los pillos de la playa, y en vez de asustarse como antes con los sermones del carabinero, contestábale con muecas y se alejaba dando saltos y haciendo cabriolas sobre la arena, como en señal de desprecio.

Aquella temporada fué para Tona una luna de miel en plena madurez de su vida. Parecíale ahora su matrimonio con Pascual una monótona servidumbre. Amaba con vehemencia al carabinero, con la explosión de cariño propia de una mujer que va hacia el ocaso; y cegada por esta pasión, hacia alarde de ella, sin importarle lo que murmurase la gente. ¿Y qué?... Que dijesen lo que quisieran. Otras hacían peor que ella, y la que hablase sería por envidia, al ver que se llevaba un buen mozo.

Martínez, siempre con su aire de soñador, dejábase mimar y acariciar como un hombre que todo lo merece; gozaba de gran prestigio entre sus compañeros y superiores, pues podía disponer del cajón de la taberna y hasta de aquella media repleta de duros que tantas veces se le clavaba en el costado al tenderse en el colchón del camarote.

Por evitarse tal vez esta molestia, se dió prisa á vaciarla, sin que la siñá Tona protestase. ¿No había de ser su marido? Pues suyo era aquel dinero. Mientras la taberna marchase bien, ella no debía quejarse.

Pero cuatro ó cinco meses después llegó un día en que la Tona se puso seria.

Martínez, siñor Martines, baje usted de esa nebulosa altura en que vive su pensamiento. Dígnese escuchar á la Tona. ¿No la oye usted? Que es preciso arreglar la situación. Que las cosas no pueden quedar así. Que hay que justificar lo que venga, y una mujer honrada, madre de dos hijos, no puede serlo de tres sin un hombre que saque la cara diciendo: «Esta es mi obra.»

Y Martínez contestó ¡bueno! á todo, aunque torciendo el gesto dolorosamente, como si acabase de sufrir un tremendo batacazo, cayendo de las alturas ideales en que se refugiaba como hombre no comprendido, para soñar en la probabilidad de ser general, jefe de Estado y otras muchas cosas, como los personajes de sus novelas favoritas.

Pediría los papeles para el casamiento, pero tendrían que esperar, porque Huelva está lejos.

Y Tona esperó, siempre con el pensamiento puesto en Huelva, tierra remota, que por su cuenta debía estar en los alrededores de Cuba ó Filipinas.

Pero el tiempo pasaba y la cosa iba haciéndose urgente.

Martínez, siñor Martines, que sólo faltan dos meses; que á la Tona le es imposible ocultar por más tiempo lo que viene, y la gente se va enterando. ¡Qué dirán los chicos al verse con un nuevo hermano!... Pero Martínez protestaba. No era suya la culpa. Bien veía ella las muchas cartas que escribía para activar el envío de los papeles.

Por fin, un día el carabinero declaró que iba á emprender el viaje á su tierra y traerse los malditos documentos, para lo cual tenía ya el permiso de sus jefes.

Muy bien: aquella resolución le gustaba á la siñá Tona. Y para ayuda del viaje le entregó toda la plata que tenía en el cajón del mostrador, lo peinó por última vez, lloró un poco y ¡hasta la vista! ¡Buen viaje!

La pobre Tona ya no vió más al siñor Martines. Entre los carabineros que pasaban la playa no faltó una buena alma que tuvo el gusto de decirla la verdad.

No había tal viaje á Huelva. Las cartas que escribía Martínez iban á Madrid, pidiendo que lo trasladasen á un punto lejano, pues los aires de Valencia no le probaban. Y efectivamente, lo habían trasladado á la comandancia de la Coruña.

La siñá Tona creyó volverse loca. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Miren el mosquita muerta!... Fíese usted de esas personas de mucha labia. ¡Pagarle así á ella... á ella, que le hubiese dado hasta el último céntimo, y que le peinaba bajo el tinglado en las horas de siesta tan amorosamente como si fuese su madre!

Pero toda la desesperación de la pobre mujer no impidió que saliese á luz lo que tan urgente hacía el matrimonio; y á los pocos meses la siñá Tona despachaba copas tras el mostrador, enseñando su pecho voluminoso de vaca rolliza, y agarrada al obscuro pezón una niña blanca, enteca, de ojos azules y cabeza rubia y voluminosa, que parecía una bola de oro.

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