III

Pasaron los años sin que sufriese la menor alteración en su monótona vida la familia que se albergaba en la barca convertida en taberna.

El Retor era todo un marinero, fornido, cachazudo, bravo en el peligro. De gato había ascendido á ser el tripulante de más confianza en la barca del tío Borrasca, y cada mes solía entregar á su madre cuatro ó cinco duros de ahorros para que los guardase.

Tonet no hacía carrera. Entre él y su madre habíase entablado una lucha: Tona buscándole oficios, y él abandonándolos á los pocos días. Fué una semana aprendiz de zapatero; navegó poco más de dos meses con el tío Borrasca en calidad de gato, pero el patrón se cansó de pegarle, sin conseguir que le obedeciese; después intentó hacerse tonelero, que era el más seguro de los oficios, pero el maestro le echó á la calle, y por fin á los diez y siete años se metió en una del puerto, cuadrilla del puerto, cuadrilla de descargadores de buques, en la que trabajaba hasta dos veces por semana, y esto de mala voluntad.

Pero su vagancia y sus malas costumbres encontraban excusa á los ojos de la siñá Tona, cuando ésta le contemplaba en los días de fiesta (que eran los más para aquel bigardo) con la gorra de seda de hinchado plato sobre el rostro moreno, en el que comenzaba á apuntar el bigote; la chaqueta de lienzo azul ajustada al esbelto tronco y la faja de seda obscura ceñida sobre la camiseta de franela á cuadros negros y verdes.

Daba gloria ser madre de un mozo así. Iba á ser otro pillo como aquel Martínez de infausta memoria; pero más salao, más audaz y travieso, y de ello daban fe las chicas del Cabañal, que se lo disputaban por novio.

Tona regocijábase al saber el aprecio en que tenían á su hijo, y estaba enterada de todas sus aventuras. ¡Lástima que le tirase tanto el maldito aguardiente! Era todo un hombre; no como el cachazudo de su hermano, que no se alteraba aunque le pasase un carro por encima.

Una tarde de domingo, en la taberna de Las buenas costumbres, título terriblemente irónico, se tiró los vasos á la cabeza con los de una colla de cargadores que trabajaban más barato, y cuando entraron los carabineros á poner paz, pilláronle faca en mano persiguiendo por entre las mesas á los contrarios.

Más de una semana lo tuvieron encerrado en el calabozo de la casa capitular; las lágrimas de la siñá Tona y las influencias del tío Mariano, que era muñidor en las elecciones, consiguieron sacarle á flote; pero tanto le corrigió el arresto, que en la misma noche de su libertad sacó otra vez la dichosa faca contra dos marineros ingleses que, después de beber con él, intentaron boxearle.

Era el gallito del Cabañal. Faena poca; pero una verdadera fiera para resistir las noches de borrasca, de taberna en taberna, no presentándose en la de su madre en semanas enteras.

Tenía su poquito de amores serios con cierta intimidad, que para muchos olía á matrimonio anticipado. Su madre no estaba conforme con tales relaciones. No quería una princesa para su Tonet, pero la hija de Paella el tartanero le parecía poca cosa. La tal Dolores era descarada como una mona; muy guapa, sí señor, pero capaz de comerse á la pobre suegra que tuviese que aguantarla.

Era natural que fuese así. Se había criado sin madre, al lado del tío Paella, un borrachón que daba traspiés al amanecer cuando enganchaba la tartana y á quien el vino tenía consumido, engordándole únicamente la nariz, siempre en creciente por las rojas hinchazones.

Era un mal hombre que gozaba la peor fama. Toda su parroquia la tenía en Valencia en el barrio de Pescadores. Cuando llegaba barco inglés se ofrecía como un sinvergüenza á los marineros para llevarles á sitios de confianza, y en las noches de verano cargaba su tartana de chicuelas con blancos matinées, mejillas embadurnadas y flores en la cabeza, conduciéndolas con sus amigos á los merenderos de la playa, donde se corrían juergas hasta el amanecer, mientras que él, alejado, sin abandonar el látigo ni el porrón de vino, se emborrachaba, mirando paternalmente á las que llamaba su ganado.

Y lo peor era que no se recataba ante su hija. Hablábala con los mismos términos que si fuera una de sus parroquianas; su vino locuaz sentía la necesidad de contarlo todo, y la pequeña Dolores, encogida, lejos de los agresivos pies de su padre, con los ojos desmesuradamente abiertos y en ellos una expresión de curiosidad malsana, oía el brutal soliloquio del tío Paella, que se relataba á sí mismo todas las porquerías é infamias presenciadas durante el día.

Y así fué criándose Dolores. ¡Vaya, que lo que aquella chica ignorase!... Por eso Tona no la podía admitir como nuera. Si no se había perdido ahora que comenzaba á ser una mujer guapa, era porque algunas vecinas le aconsejaban bien; pero aun así, la muchacha también daba sus escándalos con Tonet, que entraba en casa de su novia como si fuese el amo. Comía con ella, aprovechándose de que el tartanero no volvía hasta muy entrada la noche, y Dolores le repasaba la ropa y hasta hurgaba en los bolsillos del tío Paella para dar dinero al novio, lo que hacía lanzar al borracho un vómito interminable de injurias contra la falsa amistad, creyendo que en los momentos de alcohólica turbación le robaban las pesetas sus compinches de taberna.

Era un secuestro en regla el que hacía aquella chica, y Tonet, lentamente, una pieza hoy y otra mañana, fué trasladando toda su ropa desde la taberna de la playa á la casa del tartanero.

La siñá Tona se quedaba sola. El Retor estaba siempre en el mar persiguiendo la peseta, como él decía, unas veces pescando y otras enganchándose como marinero en algún laúd de los que iban por sal á Torrevieja; Tonet, corriendo tabernas ó metido en casa del tío Paella, y ella aviejándose tras el mostrador de su tiendecilla, sin otra compañía que aquella chicuela rubia, á la que quería de un modo raro, con intermitencias, pues era el viviente recuerdo del pillo de Martínez. ¡Ojalá se lo haya llevado el demonio!...

Decididamente Dios sólo protegía á temporadas á las personas buenas. Los tiempos presentes no eran ya los de la primera época de su viudez.

Otras barcas viejas varadas en la playa habían sido convertidas en tabernas; los pescadores tenían donde escoger, y además ella envejecía y la gente de mar no mostraba tantos deseos de beber, requebrándola.

Resultado: que aunque la tabernilla conservaba sus antiguos parroquianos, sólo se sacaba de ella lo preciso para vivir, y Tona más de una vez contempló de lejos su blanca barcaza, considerando melancólicamente el fogón apagado, la cerca casi derribada, tras la cual no gruñía el blanco cerdo esperando la matanza anual, y la media docena de gallinas que picoteaban tristemente en la desierta arena.

Pasó el tiempo para ella con lenta monotonía, sumida en una estúpida somnolencia, de la que la sacaban únicamente las diabluras de Tonet ó la contemplación de un retrato del siñor Martines, puesto de uniforme, que ella conservaba colgado en su camarote con cierto refinamiento cruel, como para recordarse la debilidad pasada.

La pequeña Roseta, la chicuela caída en la barca por obra y gracia del pillo carabinero, apenas si merecía la atención de su madre. Criábase como una bestiezuela bravía. Por la noche Tona había de ir en su busca para encerrarla en la barca, después de darla una terrible zurra, y durante el día presentábase cuando la aguijoneaba el hambre.

¡Todo sea por Dios! La tal chiquilla era una nueva cruz que había de arrastrar la pobre Tona.

Huraña y amiga de la soledad, tendíase en la arena mojada, cogiendo conchas y caracoles ó amontonando algas. A veces pasaba horas enteras con los ojos azules fijos en el infinito, en una inmóvil vaguedad de hipnótica, mientras la brisa salobre arremolinaba sus pelillos rubios, enroscados y tiesos como culebras, ó hacía ondear el viejo refajo, que dejaba al descubierto las piernecitas entecas, de una blancura deslumbrante, en cuyas extremidades el ardor del sol había suplido la falta de medias tostando la piel con un color rojo.

Allí se estaba horas y más horas con el vientre hundido en la arena mojada, que cedía bajo su peso, acariciado el rostro por la delgadísima capa de agua que avanzaba y retrocedía sobre el reluciente suelo con las ondulaciones caprichosas del moaré.

Era una bohemia incorregible. Lo que decía Tona: De tal palo, tal astilla. También el granuja de su padre se pasaba las horas muertas embobado ante el horizonte, como si soñara despierto y sin servir para otra cosa.

Si ella tuviera que vivir de lo que trabajase su hija, estaba arreglada. ¡Criatura más desmañada y perezosa!... En la taberna rompía vasos y platos al intentar limpiarlos; quemábase el pescado en la sartén si ella cuidaba del fogón, y al fin su madre tenía que dejarla corretear por la playa ó que fuese á la costura del Cabañal. A temporadas dominábala un deseo loco de aprender, y se escapaba, exponiéndose á una paliza, para ir en busca de la maestra; pero poco después huía de la escuela, cuando su madre mostrábase conforme en que asistiera á ella.

En verano únicamente ayudaba á la pobre Tona. El lucro uníase á su afán de correteo sin objeto, y cargada con un cántaro tan grande como ella, iba vaso en mano por la playa de los baños ó pasaba audazmente por entre los lujosos carruajes que rodaban por el muelle, mirando á todas partes con sus ojazos soñadores, agitando la maraña de rubios pelos y gritando con su voz débil: ¡Al aigua fresqueta! sacada de la fuente del Gas.

Unas veces con esto y otras con el cesto de caña lleno de galletas, que pregonaba con tono melancólico: ¡salaes y dolses! Roseta conseguía entregar á su madre por las noches unos dos reales, lo que aclaraba un poco el gesto fosco de Tona, á la que los malos negocios iban haciendo egoísta.

Y así creció Roseta; siempre en huraño aislamiento, acogiendo con serenidad amenazante las palizas de su madre; odiando á Tonet, que nunca se había fijado en ella; sonriendo algunas veces al Retor, que cuando bajaba á tierra solía tirarle amistosamente de los retorcidos pelos, y despreciando á la pillería de la playa, de la cual alejábase con un airecillo de reina orgullosa.

Tona acabó por no ocuparse de la chiquilla, á pesar de ser la única compañera en aquella vivienda, que en las tardes del invierno parecía estar en pleno desierto. Tonet y la hija del tartanero eran su continua preocupación.

Aquella perdida habíase propuesto robarle toda su familia. Ya no se contentaba con Tonet, y éste llevaba á casa de Dolores á su hermano el Retor, el cual, al saltar á tierra, pasaba como rápida exhalación por la tabernilla de la playa, yendo á descansar en casa del tartanero, donde resultaba para los novios un testigo poco molesto.

Pero en realidad lo que incomodaba á Tona más que la influencia que Dolores ejercía sobre sus hijos, era que veía desvanecerse un plan que acariciaba hacía mucho tiempo.

Tenía pensado el matrimonio de Tonet con la hija de una antigua amiga.

Como guapa, no podía compararse con la endemoniada hija del tartanero; pero la siñá Tona se hacía lenguas de su bondad (la condición de los seres insignificantes) y se callaba lo más importante, ó sea que Rosario, la muchacha en quien había puesto los ojos, era huérfana; sus padres habían tenido en el Cabañal una tiendecita, de la que se surtía la tabernera, y ahora, después de su muerte, le quedaba á la hija casi una fortuna; lo menos tres ó cuatro mil duros.

¡Y cómo quería á Tonet la pobrecita! Al encontrarle en las calles del Cabañal, le saludaba siempre con una de sus sonrisas de cordera mansa, y pasaba las tardes en la playa gozándose en hablar con la siñá Tona, tan sólo porque era la madre del gallito bravo que traía revuelta toda la población.

Pero del muchacho no podía esperarse cosa buena. Ni la misma Dolores, con tener sobre él tan absoluto poderío, lograba domarlo cuando le soplaba la racha de las locuras, y á lo mejor desaparecía semanas enteras, sabiéndose después, por referencias, que había estado en Valencia durmiendo de día en alguna casa del barrio de Pescadores, emborrachándose de noche, aporreando á sus embrutecidas compañeras de hospedaje y gastándose en orgías de pirata hambriento lo que ganaba en alguna timba de calderilla.

En una de esas escapatorias fué cuando cometió el gran disparate, que costó á su madre un mes de llantos é innumerables alaridos. Tonet, con otros amigotes, sentó plaza en la marina de guerra. Estaban hastiados de la vida del Cabañal; les resultaba desabrido el vino de las tabernas.

Y llegó el día en que el endiablado muchacho, vestido de azul, con la blanca gorrilla ladeada y el saco de ropa al hombro, se despidió de Dolores y de su madre para ir á Cartagena, donde estaba el buque á que iba destinado.

¡Anda con Dios! Mucho le quería la siñá Tona, pero al fin podía descansar. Por quien más lo sentía era por la pobre Rosario, que, siempre calladita y humilde, iba á coser en la playa en compañía de Roseta y preguntaba con emocionada timidez á la siñá Tona si había recibido carta del marinero.

Así pasó el tiempo, siguiendo ellas desde la barcaza de la playa todos los viajes y estaciones que hacía la Villa de Madrid, fragata en la que iba Tonet como marinero de primera.

¡Qué emoción cuando caía sobre el mostrador de húmedos tablones el estrecho sobre, pegado unas veces con roja oblea y otras con miga de pan, con su complicada dirección en letras gruesas: «Para la siñora Tona la del cafetín, junto á la casa dels bous

Un perfume raro, exótico, que hablaba á los sentidos de vegetaciones desconocidas, mares tempestuosos, costas envueltas en celajes de rosa y cielos de fuego, parecía salir de las groseras envolturas de papel; y las tres mujeres, leyendo y releyendo las cuatro carillas, soñaban con países desconocidos, viendo con la imaginación los negros de la Habana, los chinos de Filipinas y las modernas ciudades del Sur de América.

¡Qué chico aquel! ¡Cuánto tendría que contar cuando volviese! Tal vez había sido un bien que cometiera la calaverada de marcharse; así sentaría la cabeza. Y la siñá Tona, poseída de nuevo por aquella preferencia que la hacía idolatrar á su hijo menor, pensaba con cierto despecho en que su Tonet, el gallito bravo, estaba sometido á la rígida disciplina de á bordo, mientras que el otro, el Retor, el que ella tenía por un infeliz, marchaba viento en popa y era casi un prohombre en el gremio de la pesca.

Iba siempre á partir con el dueño de su barca; tenía sus secretos con el tío Mariano, aquel personaje al que recurría Tona en todos sus apuros. En fin, que ganaba dinero, y la siñá Tona se daba á todos los demonios viendo que no traía un cuarto á casa y apenas si por ceremonia iba á sentarse un rato bajo el toldo de la tabernilla.

En otra parte le guardaban los ahorros; ¿y dónde había de ser? en casa de Dolores, de la gran maldecida; que sin duda les había dado á sus hijos polvos seguidores, pues corrían á ella como perros sumisos.

Allí estaba metido el Retor, como si en casa del tartanero se le perdiera algo al gran babieca. ¿No sabía que Dolores era para el otro? ¿No veía las cartas de Tonet y las contestaciones que ella hacía escribir á algún vecino? Pero el muy tonto, sin hacer caso de las burlas de su madre, allí permanecía, usurpando poco á poco el puesto de su hermano, sin que pareciera darse cuenta de sus avances. Dolores tenía con él las mismas atenciones que con Tonet. Le arreglaba la ropa y le guardaba los ahorros, cosa que no le ocurría con el otro despilfarrador.

Un día murió el tío Paella. Lo trajeron á casa destrozado por las ruedas de su tartana. La borrachera le había hecho caer de su asiento, y murió como hombre consecuente, agarrado al látigo, que no abandonaba ni para dormir, sudando aguardiente por todos los poros y con la tartana llena de parroquianas pintarrajeadas, á las que él llamaba su ganado.

A Dolores no le quedaba otro arrimo que su tía Picores la pescadera, protectora poco envidiable, pues hacía el bien á bofetadas.

Y entonces, á los dos años de estar ausente Tonet, fué cuando circuló la gran noticia. Dolores y el Retor se casaban. ¡Gran Dios! ¡Qué ruido produjo la noticia en el Cabañal! La gente decía que era ella la que se había declarado al novio, añadiendo otros detalles más fuertes que hacían reír.

A Tona había que oirla. Aquella siñora de la herradura se había empeñado en meterse en la familia, é iba á conseguirlo. Ya sabía lo que se hacía la muy tunanta. Un marido bobalicón que se matase trabajando era lo que le convenía. ¡Ah ladrona! ¡Cómo había sabido coger el único de la familia que ganaba dinero!

Pero la reflexión egoísta hizo callar poco después á la siñá Tona. Mejor era que se casasen. Esto simplificaba la situación y favorecía sus planes. Tonet se casaría con Rosario. Y aunque á regañadientes, se dignó asistir á la boda y llamar filla mehua al hermoso culebrón, que tan fácilmente dejaba á unos para tomar á otros.

A todos preocupaba lo que diría Tonet al saber la noticia. ¡Bonito genio tenía el marinero! Y por esto la sorpresa fué general al saberse que había contestado dándolo todo por bien hecho. Sin duda, la ausencia y los viajes le habían cambiado, hasta el punto de parecerle muy natural que Dolores se casase, ya que le faltaba arrimo. Además—como él decía—, para que cayese en otro, mejor era que se casara con su hermano, que era un buen muchacho.

Y tan razonable como en sus cartas se mostró el marinero cuando, con la licencia en el bolsillo y el saco del equipaje á cuestas, se presentó en el Cabañal, asombrando á todos con su gallardo porte y el rumbo con que gastaba el puñado de pesetas que le habían entregado como alcances del servicio.

Saludó á Dolores como una buena hermana. ¡Qué demonio! De lo pasado no había que acordarse. Él también había hecho de las suyas en sus viajes. Y no se preocupó gran cosa de ella ni del Retor, atento á gozar el aura de popularidad que le proporcionaba su regreso.

Noches enteras pasaba la gente al fresco, sentada en sillas bajas ó en el suelo, frente á la puerta de la antigua casa de Paella, donde ahora vivía el Retor, oyendo con arrobamiento al marinero la descripción de extraños países, en la cual intercalaba graciosas mentiras para mayor asombro de los papanatas que le admiraban.

Comparado con los pescadores rudos y embrutecidos por el trabajo, ó con sus antiguos compañeros en la descarga, Tonet aparecía ante las muchachas del Cabañal como un aristócrata, con su palidez morena, el bigotillo erizado, las manos limpias y cuidadas y la cabeza aceitosa y bien peinada, con la raya en medio y dos puntitas pegadas á la frente asomando bajo la gorra de seda.

La siñá Tona estaba satisfecha de su hijo. Reconocía que era tan pillo como antes, pero sabía vivir mejor, y bien se conocía que le había aprovechado la dura existencia del barco. Era el mismo; pero la ruda disciplina militar había pulido su exterior de burdas asperezas: si bebía no se emborrachaba; seguía echándola de guapo, aunque sin llegar á ser pendenciero, y ya no buscaba realizar sus caprichos de aturdido, sino satisfacer sus egoísmos de vividor.

Por esto acogió benévolamente todas las proposiciones de su madre. ¿Casarse con Rosario? Conforme; era una buena chica; además, tenía un capitalito que podía hacer mucho en manos de un hombre inteligente, y esto era lo que él deseaba.

Un hombre, después de servir en la marina real, no podía dignamente cargarse sacos en el muelle. Todo antes que eso.

Y con gran alegría de la siñá Tona, se casó con Rosario. Todo iba bien. ¡Qué hermosa pareja! Ella, pequeñita, tímida, sumisa, creyendo en él á ojos cerrados; Tonet, soberbio en su fortuna, tieso, como si bajo la camisa de franela llevase una coraza hecha con los miles de duros de su mujer; dispensando protección á todos y dándose la vida de un prohombre, en el café tarde y noche, fumando la pipa y luciendo altas botas impermeables en los días de lluvia.

Dolores le veía sin mostrar la menor emoción. Únicamente en sus ojos de soberana brillaban puntos de oro, chispas delatoras del ardor de misteriosos deseos.

Pasó un año de felicidad. El dinero, amasado ochavo sobre ochavo en la mísera tiendecita donde nació Rosario, escapábase locamente por entre los dedos de Tonet; pero llegó el momento de verle el fondo al saco, como decía la tabernera de la playa al reprender las prodigalidades de su hijo.

Comenzaron los apuros, y con ellos la discordia, el llanto y hasta las palizas en casa de Tonet. Ella se agarró á la cesta del pescado, como lo hacían todas las vecinas. De su fama de rica descendió á la vida embrutecedora y fatigosa de pescadera de las más pobres. Levantábase poco después de media noche; esperaba en la playa con los pies en los charcos y el cuerpo mal cubierto por el viejo mantón, que muchas veces ondeaba con el viento de tempestad; iba á pie á Valencia, abrumada por el peso de las banastas; volvía por la tarde á su casa desfallecida por el hambre y el cansancio, pero se tenía por feliz si podía mantener al señor en su antiguo boato y evitarle toda humillación que se tradujera en maldiciones y alborotos.

Para que Tonet pasase la noche en el café, en la tertulia de maquinistas de vapor y patrones de barca, ahogaba muchas mañanas en la Pescadería su hambre rabiosa, excitada ante los humeantes chocolates y las chuletas entrepanadas que veía sobre las mesas de sus compañeras.

Lo importante era que nada faltase al ídolo, pronto siempre á enfadarse y á maldecir la perra suerte de su casamiento, y á la pobre mujercita, cada vez más flaca y derrotada, le parecían insignificantes todas sus miserias, siempre que al señor no le faltase la peseta para el café y el dominó, la comida abundante y las camisetas de franela bien vistosas para seguir sosteniendo la antigua fama. Algo caro le costaba; ella envejecía antes de los treinta años, pero podía lucir como propiedad exclusiva el mejor mozo del Cabañal.

El infortunio les aproximaba al Retor, al otro matrimonio que subía y subía por el camino de la prosperidad, mientras ellos rodaban cabeza abajo.

Los hermanos deben ayudarse en los malos trances; nada más natural, y por esto Rosario, aunque á regañadientes, iba á casa de Dolores y consentía que Tonet reanudase una amistad íntima con su cuñada. Esto la atormentaba, pero no había que reñir: se disgustaba el Retor, y él era el que muchas semanas mantenía al matrimonio cuando no había pescado para vender ó el vago de gentil aspecto no lograba ganarse algún duro interviniendo en los pequeños negocios propios de los puertos de mar.

Pero llegó el momento en que las dos mujeres, que se odiaban, cansáronse de fingir.

Después de cuatro años de matrimonio, Dolores resultó encinta. El Retor sonreía como un bendito al dar á todo el mundo la fausta noticia, y las vecinas alegrábanse también, pero de un modo maligno. Era pura sospecha, pero se comentaba la coincidencia de aquel embarazo tardío con la época en que Tonet mostró mayor apego á la casa de su hermano, pasando en ella más tiempo que en el café.

Las dos cuñadas riñeron con toda la franqueza salvaje de sus caracteres; entre ellas marcóse eterna división, y en adelante sólo visitó Tonet la casa del Retor, lo que indignaba á Rosario, haciendo que las riñas conyugales terminasen siempre con bárbaras palizas.

Y de este modo transcurrió el tiempo. Rosario, afirmando que el chiquillo de Dolores tenía la misma cara de Tonet; éste siempre á remolque de su hermano mayor, que sentía por él la debilidad de otros tiempos, y á pesar de su espíritu económico se dejaba saquear por aquel vago; y la hermosa hija del tío Paella burlábase de su cuñada la tísica, la pava, gozándose en insultar su pobreza, su vida trabajosa, y haciendo alarde del poderío que tenía sobre Tonet, el cual, como en otros tiempos, iba tras ella, dominado y sumiso como un perro.

Un hálito de perpetua guerra, de burlona insolencia, parecía ir desde la antigua casa del tío Paella, restaurada y embellecida, á la barraca miserable de techo desvencijado donde Rosario se había refugiado empujada por la miseria. Las buenas vecinas, con la más santa de las intenciones, se encargaban de circular las insolencias é insultos, llevando y trayendo recados.

Cuando Rosario, roja de indignación y con los ojos llorosos, necesitaba desahogo y consuelo, iba á la playa, á la barcaza-taberna, que adquiría un color sombrío y parecía envejecer como su dueña. Allí la oían silenciosamente, moviendo su cabeza, con expresión de desconsuelo, la siñá Tona y Roseta, las cuales, á pesar de su íntimo parentesco, vivian con huraña hostilidad, no coincidiendo más que en su despreciativo odio á los hombres. La barca que les servía de madriguera era como un observatorio, desde el que contemplaban lo que ocurría entre las dos familias.

¡Los hombres! ¡Vaya una gentuza! La siñá Tona lo afirmaba, mirando de soslayo el retrato del carabinero, que parecía presidir la taberna. Todos eran unos granujas, que no valían ni el cordel para ahorcarlos. Y Roseta, con sus ojazos verde mar, límpidos y serenos de virgen que todo lo sabe y está curada de espanto, murmuraba con expresión soñadora:

Y el que no es granuja, es com el Retor: un bestia.

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