VII

El producto de la aventura fueron unos doce mil reales, que el tío Mariano entregó al Retor pocos días después.

Algo más ganó el marido de Dolores: el aprecio de su tío, que le consideraba un hombre de pro y estaba satisfecho de haber sacado su parte sin grave riesgo, y el elogio de la gente de playa, que se había enterado del viaje. La salida de las Columbretas resultaba una buena jugada. La escampavía fué allá á riesgo de anegarse y no encontró nada.

El Retor estaba como aturdido por su buena fortuna. El producto del alijo, mas aquellos ahorros amasados peseta sobre peseta, que estaban escondidos donde él y Dolores sabían, formaban una bonita suma, con la que un hombre honrado podía meterse en algo.

Y este algo, ya se sabía, estaba en el mar, pues él no tenía el carácter de su tío para explotar en tierra y descansado la miseria de la pobre gente.

El contrabando no había que pensar. Era bueno para una vez; como el juego, que siempre ayuda al principiante. No había que tentar al diablo: para un hombre como él, lo mejor era la pesca, pero con medios propios, sin dejarse robar por los amos, que se quedan en casa sacando la mejor parte.

Como consecuencia de estos razonamientos que por la noche rumiaba agitándose entre sábanas y molestando á su Dolores, á la que no dejaba de consultar, decidió invertir su capital en una barca; pero no una barca cualquiera, sino la mejor, si era posible, de todas cuantas se daban á la vela frente á la casa del bous.

Ya era hora, ¡rediel! No le verían más como marinero ni patrón alquilado; sería amo de barca, y como distintivo de su rango plantaría á la puerta de su casa el mástil más alto que encontrase para secar en la punta sus redes.

Señores, sépanlo todos: el Retor hace una barca; Dolores la guapa, si va á la Pescadería ahora que es rica, venderá el pescado propio. Y las vecinas del barrio que comentaban tales noticias, al pasar por la acequia del Gas acercábanse á los tinglados de los calafates para contemplar con cierta envidia al Retor que, mascullando el cigarro, se estaba el día entero vigilando á los carpinteros que aserraban y cortaban maderos amarillos, frescos y jugosos, unos rectos y fuertes, otros encorvados y finos, para la nueva embarcación.

La faena se hacía con calma. Nada de precipitaciones ni de errores; no había prisa. Lo único que deseaba Pascualo es que su barca fuese la mejor del Cabañal.

Y mientras él se dedicaba en cuerpo y alma á la construcción de la barca, su hermano Tonet pasaba una de sus buenas temporadas con la parte que le correspondía del alijo, y que el bueno del Retor procuraba hacer lo mayor posible.

En la vieja barraca donde se albergaban él y Rosario con todo su miserable acompañamiento de rencillas, brutalidades y palizas, no se notaba la menor abundancia después de la afortunada aventura. La infeliz mujer seguía cargando al amanecer con sus cestos de pescado para ir á Valencia, y muchas veces á Torrente ó Bétera, siempre á pie, para mayor economía; y cuando el tiempo no era favorable para la venta, pasábase los días en su agujero, sin más compañía que el fastidio y la miseria. Pero su Tonet estaba más buen mozo que nunca, con trajes nuevos, un puñado de duros en el bolsillo y metido siempre en el café, si es que no iba á Valencia con sus amigotes á arriesgar unas cuantas pesetas en las timbas de cuartos ó á alborotar en el barrio de Pescadores. A pesar de esto, cuando veía á su tío, por no perder el derecho de la importunidad, le recordaba aquel empleíllo en las obras del puerto que perseguía en su época de penuria.

Bañábase complacido en la abundancia momentánea que le volvía á los felices tiempos de su casamiento, y con su eterna imprevisión, con ligereza cínica que le hacía adorable para las mujeres, no pensaba en que tendría fin lo que su hermano le había dado, pequeña cantidad cuyo término iban prolongando los obsequios de los amigos y las alternativas del juego.

A altas horas de la noche llegaba á su barraca para acostarse, ceñudo y jurando entre dientes, dispuesto á contestar con bofetadas la menor protesta de Rosario. Esta pasaba sin verle dos ó tres días muchas veces, pero no así en casa de su hermano, adonde iba con frecuencia, quedándose en la cocina si el Retor estaba fuera, al lado de Dolores, oyendo con la cabeza baja y ademán sumiso las acusaciones de su cuñada por su mala conducta.

Si en una de éstas entraba el Retor, celebraba mucho el buen sentido de su mujer. Sí señor; Dolores le decía todo aquello porque le quería bien, porque era una mujer honrada y no podía consentir que su cuñado fuese tan loco y diera tanto que hablar. Y el panzudo bonachón, ante las reprensiones de su Dolores, una gran mujer, una verdadera madre para aquel hermano loco, llegaba hasta enternecerse... ¡Ira de Dios!

Conforme se acababa el dinero de Tonet, se metía éste cada vez más en casa de su hermano. Bien aprovechaba los consejos maternales. Y para que la gente no tuviese motivo de murmuración, acompañaba algunos días á su hermano al tinglado de los calafates, siguiendo la formación del enorme esqueleto de madera que iba cubriendo sus flancos y marcaba sus gallardos perfiles bajo los mazos, sierras y hachas que lo golpeaban incesantemente.

Así fué llegando el verano.

El trozo de playa entre la acequia del Gas y el puerto, olvidado en el resto del año, presentaba la animación de un campamento. El calor empujaba á toda la ciudad á aquel arenal, del que surgía una verdadera ciudad de quita y pon. Las barraquetas de los bañistas, con sus muros de lienzo pintado y sus techumbres de caña, formaban en correcta fila ante el oleaje, empavesadas con banderas de todos los colores, rotuladas con extravagantes títulos, y ostentando, además, en el vértice, monigotes, miriñaques, barcos, muestras grotescas que distinguían el establecimiento para evitar errores. Detrás, en previsión del apetito que el aire del mar despierta en el gastado estómago, esparcíanse los merenderos, unos con aspecto pretencioso, escalinatas y terrazas, todo frágil, como decoración de teatro, supliendo lo endeble de su construcción y lo misterioso de su cocina con pomposos títulos: Restaurant de París, Fonda del buen gusto; y entre estos pedantes de la gastronomía veraniega, los bodegones indígenas con su sombrajo de esteras, las mesas cojas con porrón en el centro y el fogón al aire libre; establecimientos que ostentaban con aire fiero sus rótulos de regocijada ortografía: El Nap, Salvaor y Neleta, y ofrecían como plato del día desde San Juan á Septiembre, los caracoles en salsa.

Y por entre esta población improvisada, que se desvanecía como humo con las primeras borrascas del otoño, pasaban los tranvías y ferrocarriles pitando antes de aplastar; corrían las tartanas desplegando como banderas de alegre locura sus rojas cortinillas, y hormigueaba la gente hasta bien entrada la noche, con zumbido de avispero, en el que se confundían los gritos de las galleteras, el lamento de los organillos, el puntear de las guitarras, el repiqueteo de castañuelas y el agrio ganguear de los acordeones, á cuyo son bailaban los de tufos y blusa blanca, gente apreciable que, después de tomar un baño interno, y no de agua, volvía á Valencia dispuesta á andar á navajazos ó á dar dos bofetadas al primer municipal.

Los hombres de mar miraban desde el otro lado de la acequia la invasión alegre, sin mezclarse en ella. ¡Que se divirtiera la gente! Aquella temporada era como una vaca gruesa que ordeñaba el Cabañal para el resto del año.

A principios de Agosto llegó por fin el día en que la barca del Retor pudo darse por terminada. ¡Vaya una joya! Su patrón hablaba de ella como un abuelo que pondera el desarrollo de su nieto. Madera de lo mejor que se había encontrado; el mástil recto, terso, sin una mala grieta; el casco panzudito para que resistiera bien las marejadas, pero con una proa tan fina, que era talmente una navaja de afeitar; pintado de negro charolado y brillante como un zapato de señor, y el vientre blanco, deslumbrante, ni más ni menos que una anguila: lo que era.

Ya no faltaba más que el cordaje, las redes y demás artefactos; pero para eso estaban trabajando los mejores hilanderos de la playa, y antes del 15 la barca estaría completa y podría presentarse tan hermosa como una novia que va á casarse vestida de nuevo de cabeza á pies.

Esto lo decía el Retor una noche, sentado en el corro que se formaba á la puerta de su casa.

Había convidado á cenar á su madre y á su hermana Roseta; Dolores estaba al lado de él, y un poco más allá, con la silleta de cuerda apoyada en el tronco de un olivo y mirando la luna á través del empolvado ramaje con cierta expresión de trovador de cromo, punteaba Tonet una guitarra.

Sobre la acera, á pocos pasos, chirriaba la enorme sartén cargada de pescado sobre un picudo fogón de barro; correteaban los chicuelos de la vecindad por el fangoso arroyo persiguiendo á los perros, y en todas las puertas formábanse corrillos buscando la escasa brisa que venía del mar. ¡Redeu! ¡Cómo estarían asándose en Valencia!

La siñá Tona estaba muy vieja. Acababa de dar el salto, como ella decía. De la obesidad bien conservada había pasado bruscamente á la vejez, y á la luz cruda y azulada de la luna veíase su cabeza escasa de pelos, en la que éstos, tirantes y grises, formaban como un sutil enrejado sobre la sonrosada calvicie; el rostro arrugado, con las mejillas flácidas y colgantes, y los ojos negros, de los que tanto se había hablado en la playa, asomaban apenas tristes y mates por entre las abotagadas carnosidades que pretendían sepultarlos. Aquella decadencia era por los disgustos. ¡Lo que los hombres la habían hecho rabiar! Y aludiendo con esto á su hijo Tonet, pensaba sin duda en el carabinero.

Además, los tiempos empeoraban. La tabernilla de la playa daba una miseria, y la chica, su Roseta, había tenido que meterse en la fábrica de Tabacos, y todas las mañanas, con la cestita al brazo, emprendía el camino de Valencia, formando en las bandas de caras jóvenes, graciosas y procaces que, con airoso taconeo y faldas revoloteantes, iban á estornudar encerradas en el ambiente cargado de rapé de la antigua Aduana.

¡Y qué chica se había hecho la tal Roseta! Bien puesto tenía el nombre: su madre la contemplaba muchas veces á hurtadillas, recordando en ella la gallardía del siñor Martines.

Ahora mismo, al lamentar que su hija tuviera que ir á la fábrica en las mañanas de invierno, mirábala al pie del olivo con la rubia cabellera alborotada, los ojos inmóviles y aquella tez blanca que resistía al sol y á la brisa del mar, jaspeada por las sombras del ramaje, al través del cual pasaba la luna trazando arabescos de luz y sombra sobre el rostro de la muchacha.

Roseta paseaba de Dolores á Tonet sus ojazos fijos y melancólicos de Virgen que todo lo sabe. Al oir á Pascual que elogiaba á su hermano, cada vez más apartado de la vida alegre y aficionado á meterse en aquella casa para gozar de la calma y las buenas palabras que no encontraba en la suya, la hermanastra sonrió sarcásticamente.

¡Oh, los hombres! Lo que ella y su madre decían. El que no era un pillo como Tonet, era un bestia como Pascualo. Por eso los aborrecía, y causaba la admiración de todo el Cabañal, rechazando á los que la proponían noviazgos. No quería nada con los hombres. Y en su memoria retoñaban todas las maldiciones que había oído á su madre en los momentos de desesperación, cuando apostrofaba en la soledad de su barcaza.

En el corro reinaba el silencio. Chillaba el pescado en la sartén, punteaba Tonet vagos arpegios en su guitarra, y la revuelta taifa de chiquillos plantados en mitad del arroyo miraban la luna con el mismo asombro que si la viesen por vez primera y cantaban con monótona tonadilla, sonando sus voces como campanillas de plata:

La lluna, la pruna

Vestida de dól

¡A ver si callaban! Lo mandaba Tonet, á quien le dolía la cabeza. Pero ¡que si quieres!...

Sa mare la crida

Son pare no vól.

Y los perros vagabundos uníanse al himno infantil extravagante en honor á Diana, enviándola sus más fieros ladridos.

El Retor seguía hablando de su barca. Nada faltaba para el día 15; hasta el cura estaba apalabrado para ir á media tarde á echarla la bendición. Pero algo faltaba, ¡futro!... ¡y no haberlo pensado! Faltaba el nombre. ¿Cómo iba á llamarse la barca?

Tan inesperado problema conmovió el corro, y hasta Tonet dejó en el suelo la guitarra, quedando en actitud pensativa.

Ya tenía él el nombre. Sus aficiones belicosas, sus recuerdos de marino del Rey se lo habían sugerido. Se llamaría Escupehierro. ¡Eh! ¿qué tal?

Por el Retor no había inconveniente. El pacífico panzudo gallardeábase con fiereza al pensar que su barca iba á llamarse Escupehierro, y la veía ya surcando en el mar con la arrogancia enfática de un falucho portugués.

Pero las mujeres protestaban. ¡Vaya un nombre! ¡Cómo se reirían en el Cabañal! ¿Y qué hierro iba á escupir una barca pescadora? Lo mejor era la proposición de la siñá Tona: que se llamase Ligera, como la otra en que pereció el tío Pascualo y había servido de refugio á toda la familia.

Protesta general. Un título así forzosamente había de tener mala sombra. La suerte de la otra lo demostraba.

El de Dolores era mejor: La rosa del mar... ¡Qué bonito! ¡Qué gusto tenía para todo su mujer! Pero el Retor recordaba que había otra con el mismo título. ¡Era lástima!...

Y Roseta, que había callado, haciendo un mohín de disgusto á cada título, soltó el suyo. Debía llamarse Flor de Mayo. Aquella misma noche lo pensaba ella en la barcaza de la playa, mirando una estampa de las que adornaban las libras de tabaco «Flor de Mayo» que venían de Gibraltar. La seducía el título tan bonito, formando una aureola de colores sobre la marca, que era una señorita vestida como una bailarina, con rosas como tomates sobre la faldilla blanca, y en la mano un manojo de flores que parecían rábanos.

El Retor se entusiasmaba. Sí; ¡recristo! aquello estaba puesto en razón. La barca se llamaría Flor de Mayo, como el tabaco que fabrican en Gibraltar. Era de justicia; la barca se hacía principalmente con el dinero del alijo, y éste se componía en su mayor parte de aquellos paquetes con la alegre señorita. Tenía razón su hermano; Flor de Mayo, nada más que Flor de Mayo.

Todos se entusiasmaban con el título; lo encontraban dulce y bonito; sus rudas imaginaciones agitábanse con un estremecimiento de poesía. Le encontraban algo misterioso y atractivo, sin sospechar que el mismo nombre era el de la histórica barca que, llevando hacia las costas americanas el perseguido exodo de los puritanos ingleses, presenció la gestación de la mayor república del mundo.

El Retor estaba radiante. ¡Qué talento tenía Roseta! ¡A cenar, caballeros!... y á los postres se brindaría por Flor de Mayo.

Y Pascualet, al ver que la sartén del pescado se entraba en la casa con toda la familia, abandonó el orfeón de gente menuda, con lo que terminó el monótono concierto de la lluna, la pruna.

Con la facilidad de transmisión de los pueblos pequeños, pronto supo todo el Cabañal que la barca se llamaba Flor de Mayo, y cuando en la víspera de la bendición la arrastraron hasta la orilla, frente á la casa del bous, llevaba ya en la borda de popa, por la parte interior, pintado con hermoso azul, su dulce título.

Al día siguiente por la tarde, el barrio de las Barracas parecía estar en domingo. Fiestas como aquella se veían pocas. Era padrino de la barca nada menos que el señor Mariano el Callao, un ricachón que, aunque del puño prieto, en obsequio á su sobrino estaba dispuesto á derrochar un dineral. En la playa iban á rodar los confites y á circular las copas como una bendición de Dios.

El Retor sabía hacer bien las cosas. Había ido á la iglesia para escoltar hasta la playa con los hombres de su tripulación á don Santiago el cura. El párroco lo acogió con una sonrisa de las que se guardan para los buenos parroquianos. ¡Qué! ¿Ya era la hora? Pues que llamasen al sacristán para que preparara el calderillo y el hisopo. Él se arreglaba en un momento; cuestión de calarse el roquete y nada más.

Pascual protestó indignado. ¿Qué era aquello de roquete? Capa, y la mejor que tuviera. El bautizo de su barca no era cualquier cosa; además, él estaba allí para pagar lo que fuese.

Don Santiago sonrió. Bueno; la capa no correspondía, pero lo haría por él, que era un buen cristiano y sabía quedar bien con las personas.

Y salieron de la casa rectoral; el sacristán delante con el hisopo y el sagrado cuenco, y detrás, escoltado por el patrón y sus marineros, don Santiago, en una mano el libro de oraciones y levantándose con la otra, para no rozar el barro, la capa vieja y suntuosa, de una blancura mate, con los pesados bordados de oro de un tinte verdoso, mostrando por entre la deshilachada trama el relleno del realce.

Acudían á bandadas los chiquillos á restregar la mocosa nariz en aquella mano santa, que á cada instante había de soltar la capa. Las mujeres saludaban sonrientes al pare capellá, hombre campechano, tolerante, con sus puntos de malicia, sabiendo amoldarse á las costumbres de su ganado, y que muchas veces veíase detenido en medio de la calle por alguna pescadera de las que encargaban misas, pidiéndole que bendijera las cestas y la balanza para que los municipales de Valencia no la pillasen con las pesas cortas.

Al salir á la playa la comitiva, comenzaron á voltear las campanas, confundiendo su parloteo juguetón con los murmullos de las olas. La gente corría por la playa para llegar á tiempo y ver toda la ceremonia, y allá lejos, en un espacio libre de barcas, alzábase sobre la arena la Flor de Mayo, rodeada de negro y bullidor enjambre, brillante, charolada, bañada por el sol que doraba sus costados, y destacando sobre el espacio azul el mástil esbelto y graciosamente inclinado, en cuyo tope agitábase el distintivo de toda barca nueva, un ramillete de gramíneas y flores de trapo que habían de quedar allí hasta que el viento de los temporales fuese arrebatándolas.

El Retor y sus hombres abrían paso al cura entre el gentío que se apelotonaba en torno de la barca. Frente á la popa estaban los padrinos; la siñá Tona con mantilla y falda nueva, y el señor Mariano, puesto de sombrero y bastón, hecho un caballero, ni más ni menos que cuando iba á Valencia para hablar con el gobernador.

Toda la familia ofrecía un aspecto de suntuosidad que alegraba la vista. Dolores, con traje de color rosa, en el cuello un pañuelo de seda de vistosas tintas y los dedos cargados de sortijas; Tonet, pavoneándose en la cubierta con la chaqueta nueva, la gorra flamante caída sobre una oreja y atusándose el bigotillo, muy satisfecho de verse en la altura expuesto á la admiración de las buenas mozas; abajo, al lado de Roseta, su Rosario, que en gracia á la solemnidad había hecho las paces con Dolores y se presentaba con su mejor ropa; y el Retor,el maquinista de un, con un traje de rica lana azul que le había traído de Glasgow el maquinista de un vapor,y ostentado sobre el chaleco—prenda que usaba por primera vez en su vida—una cadena de doublé tamaña como un cable de su barca.

Sudaba con aquel hermoso traje de invierno; daba codazos y se esforzaba por que no empujase la muchedumbre al capellán y los padrinos. ¡A ver, señores!... un poco de silencio. Un bautizo no es cosa de risa. Después sería el jaleo.

Y para dar ejemplo á la irrespetuosa masa, puso el gesto compungido y se quitó la gorra, mientras el capellán, no menos sudoroso bajo su pesada capa, ojeaba el libro de oraciones buscando la de «Propitiare Domini supplicationibus nostis et benedic navem istam», etc.

Los padrinos, graves y con la mirada en el suelo, estaban á ambos lados del cura; el sacristán espiaba á éste, pronto á contestar ¡amén! á todo, y la multitud calmábase y quedaba suspensa, con la cabeza descubierta, esperando algo extraordinario.

Don Santiago conocía bien á su público. Leía la sencilla oración con gran calma, deletreando las palabras, abriendo solemnes pausas en el silencio general, y el Retor, á quien la emoción convertía en un pobre mentecato, movía la cabeza á cada frase, como si estuviera empapándose de lo que el cura decía en latín á su Flor de Mayo.

Lo único que pudo pillar fué lo de Arcam Noé ambulantem in diluvio, y se infló de orgullo al adivinar confusamente que su barca era comparada con la embarcación más famosa de la cristiandad, y con esto quedaba él mano á mano con el alegre patriarca, el primer marinero que hubo en el mundo.

La siñá Tona se llevaba el pañuelo á los ojos, apretándolos para impedir que saltasen las lágrimas.

Terminada la oración, el cura empuñó el hisopo:

Asperges...

Y envió á la popa de la barca un polvo de agua que resbaló en menudas gotas por las pintadas tablas. Después, siempre seguido por el amén del sacristán y precedido por el patrón, que abría paso, dió la vuelta en torno de la barca, repitiendo hisopazos y latines.

El Retor no podía creer que la ceremonia hubiese terminado. Faltaba bendecir lo de arriba, la cubierta, el fondo de la cala; ¡vamos, don Santiago, un esfuerzo; ya sabía que él quedaba bien! Y el cura, sonriendo ante la actitud suplicante del patrón, se aproximó á la escalerilla aplicada al vientre de la barca y comenzó á ascender con su incómoda capa que, bañada por el sol de la tarde, parecía de lejos el caparazón de un insecto trepador y brillante.

Terminó la bendición. Se retiró el cura sin otro acompañamiento que su monago, y arremolinóse la multitud en torno de la barca como si fuese á entrar al asalto.

¡Buena se iba á armar! Toda la pillería del Cabañal estaba allí, ronca, desgreñada, increpando á los padrinos con su chillona canturía.

Armeles, confits...

El señor Mariano sonreía omnipotente desde la cubierta. Ahora verían lo que era bueno. Una onza de oro se había gastado para quedar bien con su sobrino. Y se agachó, metiendo las manos en los cestos que tenía entre las piernas. ¡Allá va! Y el primer metrallazo de confites, duros como balas, cayó sobre la vociferante chusma, que se revolcaba por la arena disputándose las almendras y los canelados, al aire las sucias faldillas ó mostrando por los rotos pantalones sus carnes rojizas y costrosas de pillos de playa.

Tonet destapaba los tarros de Ginebra, llamando á los amigotes con aire protector, como si fuese él quien pagara. La caña blanca medíase á jarros, y todos acudían á beber; los carabineros, fusil al brazo, los viejos patronos, los de las otras barcas, que llegaban descalzos, vestidos de bayeta amarilla, como payasos, y los grumetillos que, sobre los harapos y atravesado en la faja, ostentaban pretenciosamente un cuchillo tan grande como ellos.

Arriba estaba la juerga. La cubierta de Flor de Mayo resonaba con alegre taconeo como el entarimado de un salón de baile; un vaho de taberna esparcíase en torno de la barca, y Dolores, atraída por la alegría de los de arriba, se encaramó por la escalera, increpando en cada peldaño á los grumetillos que se agazapaban con la malsana intención de ver las medias encarnadas de la soberbia moza.

La mujer del Retor estaba en su elemento arriba, entre tanto hombre, rodeada de un ambiente de voraz admiración, pisando fuerte las tablas que eran suyas y muy suyas, contemplada desde abajo por muchas mujeres, y especialmente por su cuñada Rosario, que debía estar muriéndose de envidia.

Pascual no abandonaba á su madre. En aquel día solemne para él y tantas veces ansiado, sentía como un recrudecimiento de su cariño filial, y se olvidaba de su mujer y hasta de su Pascualet, que se atracaba de confites en la barca, para no pensar más que en la siñá Tona.

¡Amo de barca!... ¡Amo de barca!

Y abrazaba á la vieja, besándola los ojos abotagados, que lloraban también.

Algo renacía en la memoria de Tona. La fiesta en honor de la barca evocaba el pasado, y por encima de la loca aventura con el carabinero y de los largos años de viudez y aborrecimiento á los hombres, resucitaba el tío Pascual joven y vigoroso, tal como le conoció al casarse, y lloraba desconsolada, como si acabase de perderlo en aquel instante.

¡Fill meu!, ¡fill meu!—gemía abrazando al Retor , en quien veía una asombrosa resurrección de su padre.

Él era la honra de la familia; quien le hacía recobrar su perdida importancia á fuerza de trabajo. Y si ella lloraba era porque sentía remordimiento: se acusaba de no haberle querido todo lo que merecía. Ahora se desbordaba su cariño; sentía prisa de amarle mucho, y temía... sí señor, temía que su Pascualet, su pobre Retor, tuviese igual suerte que su padre. Y al manifestar sus temores con voz entrecortada por el llanto, miraba la vieja tabernilla que se veía desde allí: la barcaza que guardaba en sus entrañas la espantosa tragedia de un mártir del trabajo.

El contraste entre la barca nueva, gallarda, deslumbrante, y aquel ataúd que, falto de parroquianos, iba haciéndose cada vez más tétrico y negruzco, impresionaba á Tona, y hasta creía ver ya á Flor de Mayo rota y tumbada, como vió un día la otra llevando en su seno á su pobre marido.

No; ella no se alegraba. La hacía daño la algazara de la gente. Era burlarse del mar, de aquel hipócrita que ahora susurraba marrulleramente como un gato traidor, pero que se vengaría apenas Flor de Mayo se confiase á él.

Sentía miedo por su hijo, al que amaba de pronto como si le encontrase tras larga ausencia; nada importaba que fuese un gran marinero; también lo era su padre y se burlaba de las olas. ¡Ay! se lo decía el corazón. El mar se la tenía jurada á la familia y se tragaría la nueva barca como destrozó la otra.

No, ¡recristo! eso no. El Retor protestaba indignado. ¡Vaya una conversación oportuna en un día tan alegre! Todo eran escrúpulos de vieja; remordimientos que la acometían por no haberse acordado en tantos años de su primer marido. Lo que debía hacer era encenderle un cirio bien gordo al alma del pobre marinero por si estaba en pena. ¡Afuera tristezas! A él que no le hablasen mal del mar. Era un buen amigo que se enfadaba algunas veces, pero que se dejaba explotar por los hombres honrados y mantenía á la pobreza. A ver, una copa, Tonet. Que siguiera la broma; había que bautizar bien á Flor de Mayo.

Bebió, mientras su madre seguía gimoteando con la mirada fija en la trágica barcaza que sirvió de cuna á sus hijos. El Retor púsose serio.

¿Pero no iba á callar? ¡En un día como aquel acordarse de que el mar tiene malas bromas! ¿Y qué? Si no quería verle en peligro, haberlo criado para obispo. Lo importante es ser honrado, trabajar, y venga lo que venga. Ellos nacían allí; no veían más sustento que el mar; se agarraban á sus pechos para siempre y había que tomar buenamente lo que diesen: el agrio de la tempestad ó lo dulce de las grandes pescas. Alguien tenía que exponerse para que la gente comiese pescado; le tocaba á él, y mar adentro se iría como lo estaba haciendo desde chico. ¡Rediel, agüela!... ¡calle ya!... ¡Que viva Flor de Mayo! Otra copa, caballeros. Un día es un día. Él pagaba, y le darían disgusto los que estaban allí si no los recogían á media noche roncando sobre la arena como si talmente fuesen unos cerdos.

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