VIII

Volvía Pascual á su casa después de pasar la tarde en Valencia, y al llegar á la Glorieta detúvose frente al palacio de la Aduana.

Eran las seis. El sol daba un tinte anaranjado á la crestería del enorme caserón, suavizando la sombra verdinegra que las lluvias depositaban en los respiraderos de las buhardillas. La estatua de Carlos III bañábase en el ambiente azul y diáfano, saturada de luz tibia, y por los enrejados balcones escapábase un rumor de colmena laboriosa, gritos, canciones ahogadas y el ruido metálico de las tijeras, cogidas y abandonadas á cada instante.

Por el ancho portalón comenzaban á salir como rebaño revoltoso las operarias de los primeros talleres; una invasión de rameada indiana, brazos arremangados y robustos con la cesta como eterno apéndice, y menudos é incesantes pasos de gorrión. Era un confuso vocerío de llamamientos y desvergüenzas, extendiéndose ante la puerta, en el espacio donde paseaban los soldados de la guardia y se levantaban algunos aguaduchos.

El Retor quedó parado en la acera de la Glorieta, entre los vendedores de periódicos. Atraíale la algazara de las cigarreras, aquel rebaño revoltoso que, con sus blancos pañuelos avanzados sobre la frente, tenía un aspecto de comunidad rebelde, de monjas impúdicas que con sus negros ojos medían á los hombres de pies á cabeza como si los desnudaran con la desdeñosa mirada.

El Retor vió á Roseta que, apartándose de un grupo, fué en busca de él. Sus compañeras esperaban á otras de diferente taller, que tardarían algunos minutos en salir. ¿Iba él á casa? Bueno; harían el camino juntos: á ella no le gustaba esperar.

Y emprendieron la marcha por el camino del Grao; él, pesado, como marinero patizambo, haciendo esfuerzos por conservarse siempre en la misma línea que aquel diablo de chica que no sabía andar más que de prisa, con garboso contoneo, haciendo ondear su falda como una bandera de regatas.

Su hermano quería descansarla llevándola la cesta. Muchas gracias; pero estaba tan acostumbrada á sentirla en su brazo, que sin ella no sabía moverse.

El patrón, antes de llegar al puente del Mar, hablaba ya de su barca, de aquella Flor de Mayo, por la cual hasta se olvidaba de Dolores y su Pascualet.

Al día siguiente comenzaba la pesca del bou y salían todas las barcas. Ahora se vería de lo que era capaz la suya. ¡Barca más hermosa!... El día anterior la habían arrastrado los bueyes al agua, y ahora estaba en el puerto confundida con las demás. ¡Pero qué diferencia, chica! Llamaba la atención, lo mismo que una señorita de Valencia metida entre las zaparrastrosas de la playa.

Había estado en la ciudad para comprar lo que le faltaba en su equipo de mar, y apostaba un duro á que todos los ricachos del Cabañal, los amos que se comían lo mejor de la pesca sin exponer la piel, no presentaban una barca tan maja como la suya.

Pero como todo tiene término, á pesar de los entusiasmos del Retor, se agotó el capítulo de las excelencias de la barca, y al llegar frente al horno de Figuetes callaba ya, oyendo á Roseta, que se lamentaba de las perrerías de las maestras de la fábrica.

Abusaban de una y hasta daban motivo para que á la salida se las agarrara del moño. Y menos mal que ella y su madre podían pasar con poca cosa; pero ¡ay de otras infelices! otras que habían de trabajar como negras para mantener á un marido vago y á las polladas de chiquillos que esperaban en la puerta con unas bocas que nunca tragaban bastante pan.

Parecía imposible que con tanta miseria aun tuviesen algunas mujeres ganas de broma. Y siempre grave, con ademán pudoroso, la virgen rubia é inabordable, criada entre la pillería de la playa, contó á su hermano una historia escabrosa, empleando los términos más crudos, como mujer que lo sabe todo, pero con tal pulcritud de acento, que las palabras más duras parecían resbalar por sus rojos labios sin dejar rastro alguno. Tratábase de una compañera de taller, una mala piel que ahora no podía trabajar por tener un brazo roto. Era á consecuencia de una paliza del marido, que la había pillado con uno de sus muchos amigos. ¡Qué escándalo! ¡Y aquella púa tenía cuatro hijos!

El Retor sonreía con ferocidad. ¡Un brazo roto! ¡Redeu! no estaba mal, pero le parecía poco. Duro con las malas hembras. Debía ser una pena insufrible vivir con una mujer así. ¡Cuántas gracias tenían que dar á Dios los que como él gozaban la suerte de tener mujer honrada y casi tranquila!

Sí; él era dichoso y podía dar muchas gracias. Y Roseta, al decir esto, envolvíale en una mirada de compasiva ironía; sus palabras tenían una vibración sardónica demasiado sutil para ser apreciada por el Retor.

Este parecía transfigurarse, indignado por la mala conducta de una mujer á quien no conocía y por la desgracia de un hombre cuyo nombre ignoraba. Es que le enfurecían tales perrerías. Porque eso de que un hombre se mate trabajando para dar pan á la mujer y á los hijos, y cuando vuelva á casa se la encuentre abrazada al querindango, francamente, es cosa para hacer una barbaridad, yendo á presidio para toda la vida. Y lo que decía él: ¿quién tiene la culpa, señores? Pues las mujeres, las maldecidas mujeres, que están en el mundo para que los hombres se pierdan y nada más... Pero arrepentido, rectificábase, haciendo una excepción en favor de su Dolores y de Roseta.

De poco le servía la aclaración, pues su hermana, al ver iniciado el tema favorito de ella y su madre, hablaba con gran apasionamiento y su dulce voz vibraba con tonillo irritado. ¡Los hombres! ¡Vaya una gente! ellos eran los culpables de todo. Lo que decían su madre y ella: el que no era pillo resultaba imbécil. Ellos, solamente ellos tenían la culpa de que las mujeres fuesen como eran. De solteras iban á tentarlas; podía ella asegurarlo, pues á ser tonta y creer á ciertos hombres, estaría Dios sabe cómo. De casadas, si se hacían malas, también era por culpa de los hombres que, ó por pillos las irritaban, arrastrándolas á la imitación, ó por tontos nada veían y no aplicaban á tiempo el remedio. No tenía más que mirar á Tonet. ¿No le sobraba razón á Rosario para hacerse una perdida, aunque nada más fuese que por vengarse de las perrerías de su marido?... Y de los otros no quería presentar ejemplos. En el Cabañal se conocían demasiados maridos que tenían la culpa de que sus mujeres fuesen como eran.

É irreflexiblemente miró de tal modo al Retor, que éste, á pesar de su rudeza, pareció entender, lanzando á su hermana una ojeada interrogante. Pero tranquilizado en seguida por su inmensa confianza, protestó dulcemente de lo que decía su hermana. ¡Bah! Era más lo que hablaba la gente que la verdad. En el pueblo tenían mala lengua. Trataban los asuntos de familia con la mayor ligereza: hacían tema de risa la fidelidad de la mujer y la dignidad del marido; lanzaban los chistes más atroces sobre la tranquilidad de las familias, pero todo junto no pasaba de ser una broma dicha sin intención de ofender. Falta de educación, como aseguraba muy bien don Santiago el cura.

Él mismo, si fuera á hacer caso, ¿no tenía razón para ofenderse? ¿No se habían atrevido á hacer suposiciones maliciosas sobre su Dolores, gastándole bromas á él en la playa? ¡Y con quién, señores!... ¡Con quién dirás tú!... Pues había para asombrarse; con Tonet, con su hermano; ¡vamos, que era para reirse! ¡Creer que á él, con una mujer tan buena, le adornaban la casa y que el encargado de ello era Tonet, que miraba á Dolores con el mismo respeto que á una madre!

Y el Retor, aunque algo molestado por las murmuraciones, se reía al recordarlas con la misma expresión de desprecio y de fe que un labriego á quien negasen los milagros de la Virgen de su lugar.

Roseta le miraba fijamente, deteniendo el paso. Examinaba á su hermano con sus ojazos profundos, como si dudase sobre la espontaneidad de aquella risa. No había duda: era natural. Aquel zopenco estaba á prueba de sospechas.

Por esto se irritó ella, é instintivamente, sin darse cuenta del daño que causaba, soltó lo que parecía escarabajearle en la lengua. Lo dicho: todos los hombres eran unos pillos ó unos brutos. Y con la mirada parecía señalar á su hermano, incluyéndolo en la última categoría.

Por fin adivinó aquel hombre rudo. ¿Quién era el bruto? ¿él? ¿Sabía acaso Roseta algo?... A ver: que hablase... y clarito.

Estaban entonces en mitad del camino, junto á la cruz, y se detuvieron por algunos instantes. El Retor estaba pálido y se mordía uno de sus dedazos; dedos de marinero, romos, callosos y con las uñas roídas.

A ver: podía hablar claro. Pero Roseta no hablaba. Veía en su hermano algo que no la gustaba. Temía haber ido demasiado lejos; su conciencia de buena muchacha protestaba y arrepentíase ante la palidez y el duro gesto de aquel rostro siempre bondadoso.

No; ella no sabía nada: las murmuraciones del pueblo y nada más. Pero lo que debía hacer para que la gente no hablase, era obligar á Tonet á que visitara su casa lo menos posible.

El Retor la oía encorvado sobre la fuente cercana á la cruz, engullendo por entero el chorro de agua, como si la reciente impresión hubiese encendido una hoguera en su estómago.

Emprendió de nuevo la marcha con la boca chorreante, enjugándola con sus callosas manos. No; él no procedería nunca feamente con su Tonet. ¿Qué culpa tenía el pobre chico de que la gente fuese tan desvergonzada? Cerrarle la puerta sería perderle; justamente, si su mala cabeza se iba sentando un poco, lo debía á los buenos consejos de Dolores; de aquella pobrecita á la que muchos odiaban por envidia, nada más que por envidia.

Y en su rencor contra las enemigas de su Dolores, subrayaba las palabras con el gesto, como si incluyera entre las envidiosas á Roseta.

¡Que hablasen hasta cansarse! Mientras él estuviera tranquilo, se reía de los demás. Tonet era para él un hijo. Se acordaba como si hubiese ocurrido ayer de cuando le servía de niñera y se acostaba con él en el camarote de la barcaza, haciéndose un ovillo para dejarle la mayor parte de la colchoneta. ¡Qué! ¿unas cosas así, tan fácilmente pueden olvidarse?

Se olvidan las buenas épocas; se borra fácilmente el recuerdo de los amigotes con los que se bebe y se ríe en la taberna; pero cuando se pasa hambre, ¡redeu! no se olvida por nada del mundo al compañero de miseria. ¡Pobre Tonet! se había propuesto sacar á flote á aquel perdido, digno de lástima, y no pararía hasta verle hecho un hombre de pro. ¿Qué se habían figurado?... Él era un animal, pero tenía un corazón que no le cabía dentro... Y se golpeaba el recio pecho, que sonaba como un tambor.

Más de diez minutos marcharon los dos hermanos sin cambiar palabra. Roseta, arrepentida de haber provocado aquella conversación; Pascual, con la cabeza baja, pensativo, frunciendo algunas veces las cejas y cerrando los puños como si le acometiera un mal pensamiento.

Habían llegado al Grao y atravesaban sus calles con dirección al Cabañal.

El Retor habló por fin, mostrando necesidad de desahogar su pensamiento, de echar fuera ideas penosas, cuyo doloroso culebreo se notaba en las contracciones de su frente.

En fin, Roseta, lo conveniente era que todo lo dicho sólo fuese una broma de la gente. Porque si algún día resultara verdad, ¡recristo! á él no le conocía nadie en el pueblo. Se tenía miedo á sí mismo en ciertos momentos. Era hombre de paz y huía las cuestiones; muchas veces perdía su derecho en la playa porque era padre y no aspiraba á pasar por majo; pero que no le tocasen lo que era suyo y muy suyo: el dinero y su mujer. Aun se acordaba con horror de que al venir de Argel, con aquello, tuvo el pensamiento, si le alcanzaba la escampavía, de plantarse junto al mástil faca en mano, y allí matar, matar siempre, hasta que lo tumbaran sobre los fardos que eran su fortuna. Y en cuanto á Dolores, algunas veces al contemplarla tan buena, tan guapa, con el aire de señora que tan bien le sentaba, había pensado, ¡por qué no decirlo! había pensado en que alguien se la podía quitar, y entonces ¡redeu! entonces sentía deseos de apretarla el gaznate y salir por las calles mordiendo como un perro rabioso. Sí; eso es lo que él era; un perro mansote, que si llegaba á rabiar acabaría con el mundo ó tendrían que matarle... Que le dejasen quieto; que nadie turbara su felicidad, adquirida y sostenida á fuerza de trabajos.

Pascual manoteaba mirando fijamente á Roseta, como si ésta fuese la que iba á robarle su Dolores. Pero de pronto hizo un gesto como si despertara y se notó en él el disgusto del que en un momento de excitación teme haber dicho demasiado.

Le molestaba la presencia de su hermana. Ya podían separarse. Ella hacia la barcaza de la playa y ¡espresións á la mare! Él iba á su casa.

Hasta bien entrada la noche le duró al Retor la impresión del encuentro. Pero cuando fueron á verle para tomar órdenes los tripulantes de Flor de Mayo, todo lo había olvidado, todo.

Allí estaba Tonet, en su presencia, y sin embargo, no experimentó la más leve emoción. Esto resultaba la prueba más clara de que todo era mentira. Su corazón estaba mudo; luego nada había.

Todo lo olvidó para hablar de la salida del día siguiente. La Flor de Mayo formaría pareja con una barca que había alquilado. Que Dios le diese buena suerte, y no tardaría en construir otra embarcación como Flor de Mayo.

En la tripulación figuraba un marinero, al que el Retor oía como un vetusto oráculo: el tío Batiste, el pescador más viejo de todo el Cabañal; setenta años de vida de mar, encerrados en un armazón de pergamino curtido, que salían por la negra boca oliendo á tabaco malo, en forma de consejos prácticos y de marítimas profecías. Lo había enganchado el patrón, no por lo que pudiera ayudar á la maniobra con sus débiles brazos, sino por el exacto conocimiento que tenía de la costa.

Desde el cabo de San Antonio hasta el de Canet era el golfo una gran plaza sin bache y agujero que no conociera el tío Batiste. ¡Ah! si él pudiera convertirse en un esparrelló, nadaría por abajo, sabiendo siempre dónde se encontraba. La superficie del mar, muda para otros, leíala con la mayor facilidad, adivinando su fondo.

Sentado sobre la cubierta de la barca, parecía sentir todas las ondulaciones del suelo submarino, y con una ligera ojeada sabía si estaban sobre los profundos algares, sobre el Fanch ó sobre las colinas misteriosas llamadas los Pedrusquets, que evitaban los pescadores por miedo á que se enroscasen las redes y se hicieran trizas. Sabía pescar en los tortuosos callejones de profundo mar abiertos entre los Muralls de Confit, la Barreta de Casaret y Roca de Espioca; arrastraba las redes por aquel laberinto sin tropezar con las traidoras puntas ni con los algares que cargan la malla hasta romperla, no sacando nada de provecho, y en las noches obscuras, cuando no se veía á cuatro pasos de la barca y la luz de los faroles la sorbía sin rastro alguno la lobreguez de las aguas, bastábale gustar con la lengua el fango de las redes para decir con matemática certeza el sitio donde estaba. ¡Demonio de hombre! parecía que sus setenta años se los había pasado abajo en compañía de los salmonetes y de los pulpos.

Aparte de esto, sabía muchas cosas no menos útiles; por ejemplo, que el que salía á pescar el día de las Almas, corría el peligro de sacar algún muerto envuelto en las redes, y el que ayudaba todos los años el día de la fiesta á llevar en hombros la Santa Cruz del Grao, no podía ahogarse nunca.

Por eso él se conservaba bien á pesar de sus setenta años, y eso que nunca se había separado del mar. A los diez años tenía callos en el sobaco, á fuerza de tirar como un toro de las cuerdas del bolich; y no sólo había sido pescador: tenía su docena de viajes á la Habana, pero no como los chicos de ahora, que se creen hombres de mar porque hacen de camareros y mozos de cordel en cualquier trasatlántico como un pueblo, sino á bordo de faluchos de la matrícula, barcos más valientes que Barceló, que iban á Cuba con vino y traían azúcar, mandados por patrones venerables, envueltos en su ranglán, y con sombrero de copa; y antes se acababa el mundo que faltaba á bordo la lamparilla encendida ante el Cristo del Grao y el rosario á la puesta del sol.

Aquellos eran otros tiempos; la gente era mejor. Y el tío Batiste, moviendo las arrugas del rostro y su barbilla de chivo venerable, hablaba contra la impiedad y soberbia del presente, acompañando sus palabras con juramentos de castillo de proa y me caso en esto y en lo de más allá.

El Retor le escuchaba complacido. Encontraba en el viejo á su antiguo maestro el tío Borrasca, y oyéndole pensaba en su padre. La demás gente de la barca, Tonet, los dos marineros y el grumete, reíanse del viejo y le enfurecían asegurándole que ya no estaba para navegar y que el cura le reservaba la plaza de sacristán.

¡Chentola! Ya verían quién era él cuando saliesen al mar; aun les llamaría cobardes en más de una ocasión.

Al día siguiente todo el barrio de las Barracas estaba en movimiento. Por la noche se hacían á la mar las barcas del bou, llevando los hombres á la pura conquista del pan.

Todos los años se repetía la emigración viril, pero á pesar de esto las más de las mujeres mostrábanse impresionadas pensando en los muchos meses de sobresalto é inquietud que habían de sufrir hasta la primavera.

Los patrones mostrábanse atareados por los últimos preparativos. Iban al puerto para examinar sus embarcaciones, hacían funcionar las garruchas, correr las maromas, subían y bajaban las velas, tocaban el fondo de la cala, examinaban el repuesto de lona y cables, contaban las cestas y hacían repasar las redes. Después llevaban los papeles á las oficinas para que aquellos señores tan orgullosos y malhumorados se dignasen despacharlos.

Cuando el Retor fué á comer á mediodía, encontró en la cocina de su casa á la siñá Tona, que lloraba hablando con Dolores.

La vieja sostenía sobre sus rodillas un envoltorio, y apenas vió á su hijo, le increpó con ira.

Vamos á ver: aquello era una mala cosa; parecía imposible que fuese padre. Le habían dicho que su nieto Pascualet se embarcaba en la Flor de Mayo para hacer el aprendizaje de gato. ¿Estaba bien aquello? Una criatura de ocho años que aun debía estar mamando, ó cuando más jugando en la tabernilla de la abuela, ir al mar como los hombres, á pasar fatigas y quién sabe si algo peor.

Ella se oponía, sí señor; el chico no debía conformarse con aquel martirio, y puesto que la madre callaba y al padre se le había ocurrido tal barbaridad, ella, como abuela, protestaba. Se llevaría el chico para impedir semejante crimen. ¡Pascualet! ¡tu abuela te llama!

Pero el demonio del muchacho, enfundado en un traje nuevo de franela amarilla, descalzo, para mayor carácter, con una faja que se le enroscaba hasta el pecho, gorra negra sobre la oreja y la blusa hinchada como un globo, pavoneábase imitando el aire desgarbado del tío Batiste y hacía muecas á su abuela en venganza de la ofensa que le infería rogando por él.

No iría á jugar más á la playa; que se guardase la abuela sus meriendas; él era hombre y quería ir al mar como segundo gato de la Flor de Mayo.

Sus padres se reían con las insolencias del muchacho. ¡Demonio de chico! El Retor se lo hubiera comido á besos.

La abuela lloraba como si le viera ya próximo á la muerte. Pero el padre se indignó. ¿Quería callar? Cualquiera creería que mataban al chico. ¿Qué tenía aquello de extraordinario? Pascualet iba al mar como habían ido su padre y todos sus abuelos. ¿Deseaba la agüela que fuese un vago? Él le quería valiente y trabajador, sin miedo al agua, que es donde está la vida. Si cuando él muriera podía dejarle un buen pasar, mejor que mejor. El chico no expondría su vida navegando, pero sabiendo lo que es una barca, no podrían engañarle. Una desgracia á cualquiera le ocurre, y porque su padre, el tío Pascual, había acabado como todos sabían, ya se figuraba su madre que todos los pescadores habían de morir ahogados. ¡Vamos... calle, calle y no haga reir!

Pero la siñá Tona no podía callar. Estaban todos endemoniados. El maldito mar les atraía para acabar con la familia. Ella no descansaba. ¡Si contase los espantosos sueños que tenía por la noche! Ya sufría mucho pensando en los peligros del hijo, y ahora, por si no tiene usted bastante, el nieto también. Vamos, que aquello no podía sufrirse; lo hacían por matarla á pesares; y si no fuera por lo mucho que les quería, no debía mirarles más á la cara.

El Retor, indiferente á los lamentos de su madre, sentábase á la mesa ante la cazuela humeante. Escrúpulos de vieja. ¡A comer, Pascualet!

Su padre había de hacerle el mejor marinero del Cabañal. Y para extremar sus bromas, quiso saber qué traía su madre en aquel envoltorio.

Volvió á llorar la siñá Tona. Era un obsequio bien triste. El miedo no la dejaba dormir; había reunido la noche anterior todos sus ahorros, bien poca cosa, y quería hacer un regalo á su hijo: un chaleco salvavidas que por mediación de una amiga había comprado al maquinista de un vapor inglés.

Y sacó á luz la coraza voluminosa de forradas escamas de corcho, que se plegaba con gran flexibilidad. El Retor la contemplaba sonriendo. Bien estaba aquello; ¡lo que inventaban los hombres! algo había oído de tales chalecos, y se alegraba de tener uno, por más que él nadaba como un atún y no necesitaba adornos.

Pero entusiasmado como un niño ante el regalo, abandonó la comida y se probó el chaleco, riéndose del grueso envoltorio, que le daba el aspecto de una foca, haciéndole respirar angustiosamente.

Gracias; con aquello no era posible ahogarse, pero moriría de sofocación. Lo metería en la barca. Y arrojó la coraza al suelo, apoderándose de ella Pascualet, quien con gran trabajo se embutió en el salvavidas, asomando la cabeza y las extremidades como una tortuga dentro del caparazón.

Al terminar la comida llegó Tonet. Traía una mano entrapajada. Era un golpe que había recibido aquella mañana; y lo decía de un modo, que su hermano no quiso preguntar más ni le sorprendió la extraña mirada de Dolores. Alguna diablura de aquel loco; alguna riña que habría tenido en la taberna.

Con una mano inútil, para nada servía en la barca. Debía quedarse en tierra, y ya lo tomaría su hermano á bordo de allí á dos días, pues pensaba no tardar más en la primer salida si la pesca era buena.

Mientras hablaba el Retor con gran tranquilidad, lamentándose de que su hermano no fuese á bordo de la Flor de Mayo, Tonet y su cuñada bajaban la cabeza y evitaban mirarse, como si se sintieran avergonzados.

A media tarde comenzaron los preparativos para la salida del bou.

Más de un centenar de barcas formadas en doble fila frente á los muelles, inclinaban los mástiles como un escuadrón de lanzas que saluda, moviendo sus cascos con incesante y gracioso contoneo. Las pequeñas embarcaciones, con su rudo perfil de galera antigua, recordaban las numerosas armadas de Aragón, las flotas de barquichuelos con las que Roger de Lauria era el terror de Sicilia. Y los Pescadores presentábanse en grupos con el hatillo á la espalda y el aire resuelto, como las bandas de almogávares llegaron á la playa de Salou para ir en embarcaciones iguales ó peores á la conquista de Mallorca. Tenía aquel embarque en masa y en tan rudos barcos un sabor tradicional, algo que forzosamente hacía recordar la marina de la Edad Media, los bajeles de Aragón, cuya vela triangular lo mismo espantaba al moro de Andalucía que se destacaba sobre el clásico y risueño cielo de la Grecia.

Todo el pueblo acudía al puerto; las mujeres y los niños corrían por los muelles buscando en la confusión de mástiles, cuerdas y cascos incrustados unos en otros, la barca donde iban los suyos. Era la emigración anual á los desiertos del mar; la caída en perpetuo peligro para sacar el pan de las misteriosas profundidades, que unas veces se dejan extraer mansamente sus riquezas y otras se alborotan amenazando de muerte á los audaces argonautas.

Y por las pendientes tablas que unían las barcas con el muelle, pasaban pies descalzos, calzones amarillos, caras tostadas, todo el mísero rebaño que nace y muere en la playa sin conocer más mundo que la extensión azul; gente embrutecida por el peligro, sentenciada á muerte, para que tierra adentro otros seres, sentados ante el adamascado mantel, puedan contemplar como joyeles de coral los rojos langostinos ó se conmuevan con estremecimientos de gula ante la enorme merluza nadando en apetitosa salsa. El hambre iba á lanzarse en el peligro para satisfacer á la opulencia.

Comenzaba á caer la tarde. Los últimos mosquitos del verano, enormes, hinchados, zumbaban en el ambiente impregnado de tibia luz, brillando como un chisporroteo de oro; el mar se extendía tranquilo fuera del puerto hasta juntarse con el horizonte, y allá en la línea divisoria destacábase como una vaga nube la cumbre del Mongó, cual una isla flotante.

Continuaba el embarque. La aglomeración de barcas tragábase hombres y más hombres; las mujeres hablaban con animación del tiempo de la pesca, que esperaban fuese buena; de la temporada que se preparaba, en la cual podría haber pan abundante en sus casas; y los grumetes corrían desolados por el muelle, descalzos y apestando á brea, para hacer los últimos encargos de sus patrones, embarcar la galleta y cargar el tonelillo del vino.

Cerraba la noche; ya estaba toda la gente en las barcas: más de mil hombres. Sólo faltaba para partir que los señores de las oficinas acabasen de despachar los papeles; y la multitud que ocupaba los muelles se impacientaba como ante un espectáculo que se retarda.

Había en el acto de la partida una costumbre que cumplir. Desde tiempo inmemorial, todo el pueblo acudía á la salida del bou para insultar á los que se iban. Chistes atroces, sangrientas bromas cruzábanse entre las barcas y las escolleras cuando aquéllas salían del puerto; todo á la buena de Dios, sin mala intención, porque así lo marcaba la costumbre y porque tenía gracia decirles algo á los... lanudos que se iban tranquilos á pescar dejando solas á sus mujeres.

Y tan arraigada estaba la costumbre, que algunos pescadores se preparaban con anticipación, metiendo en sus barcas capazos de guijarros para contestar las insultantes despedidas á pedrada limpia.

Era una diversión brutal, propia de las playas levantinas, donde las bromas giran siempre con la mayor inocencia sobre la mansedumbre del marido y la fidelidad de la mujer.

Cerró la noche. Inflamábase como una guirnalda de fuego el rosario de faroles que orlaba los muelles; titilaban los rojos regueros de luz sobre las mansas aguas del puerto, y las linternas de los buques brillaban en lo alto de los palos como estrellas verdes y encarnadas. Cielo y agua tomaban el mismo color ceniciento, destacándose los objetos como manchas negras. El puerto, el caserío y los buques parecían dibujados con tinta china sobre un inmenso papel gris.

¡Ya salían, ya salían!... Izábanse las velas, que en la lobreguez transparentaban las luces del puerto, como piezas extendidas de crespón ó sutiles alas de grandes mariposas negras.

La pillería había ocupado lo más saliente de las escolleras para saludar á los que partían. ¡Cristo! ¡y cómo iban á divertirse! Había que agazaparse bien para que no les llegara alguna piedra.

Ya salía la primer pareja; mansamente, con poco viento aún, cabeceando las dos barcas como toros perezosos antes de tomar carrera. En la obscuridad se reconocía á las parejas y á los que iban en ellas.

¡Adiós!—gritaban las mujeres de los tripulantes—. ¡Bon viache!

Pero la pillería había roto ya en espantoso é infamante vocerío. ¡Vaya unas lengüecitas! Hasta las mismas mujeres injuriadas que estaban á espaldas de ellos reían como locas, celebrando las ocurrencias. Era un carnaval con toda su libre franqueza para mezclar verdades y mentiras.

¡Lanudos! ¡más que lanudos! Iban á pescar tan tranquilos, dejando solas sus mujeres. Ya se encargaría el cura de acompañarlas. ¡Muuu! ¡muuu!...

É imitaban el mugido de los bueyes entre las carcajadas del gentío que, por un absurdo de la costumbre, gustaba de despedir con tales insultos á los hombres que marchaban á trabajar y tal vez á morir por el sustento de sus familias. Pero éstos, siguiendo la sarcástica broma, echaban mano á los capazos de piedras y los guijarros silbaban como balas, chocando con los peñascos, tras los cuales se ocultaba la procaz granujería.

Era un aquelarre, una aglomeración de escandalosos duendes que bullían en las dos escolleras y vomitaban injurias cada vez que pasaban barcas por la estrecha garganta de la dársena.

Cuando las voces, ya roncas, enmudecían cansadas de berrear, la provocación partía de las mismas barcas. Molestábales á los pescadores que saliese su pareja en silencio, y partía de ella alguna voz de marinero socarrón preguntando mansamente:

¡Ché! ¿qué no dieu algo?

Vaya si le decían, y recrudecíase otra vez el eterno grito de lanudos, confundiéndose con el rugido de los caracoles que soplaban los grumetes, misteriosa señal para reconocerse las barcas que formaban la pareja y navegar juntas en la obscuridad, sin mezclarse con las otras embarcaciones que seguían el mismo rumbo.

Dolores estaba en una escollera, de pie, sin miedo á las pedradas, casi confundida con la turba vociferante. Sus amigas se habían quedado atrás por temor á un guijarro y ella estaba allí sola: sola no, porque un hombre se aproximaba lentamente, con fingida distracción, hasta quedar casi pegado á sus espaldas.

Era Tonet. La soberbia moza sentía en el cuello la respiración de su cuñado, y los rizados pelillos de la nuca erizábanse con su aliento abrasador. Volvía ella la cabeza buscando en la obscuridad los ojos de Tonet, que fulguraban con hambrienta fiebre, y sonreía satisfecha por la muda adoración.

Sentía deslizarse por su talle una mano ansiosa y ágil, la misma mano entrapajada que, según declaraba Tonet horas antes, no podía mover sin terrible dolor.

Las miradas de los dos expresaban lo mismo. Por fin, tenían una noche de libertad: ya no serían entrevistas rápidas con zozobra y peligro. Solos, completamente solos toda la noche, y la otra y otra más... hasta que volvieran el Retor y su hijo. Tonet iba á acostarse en la cama de su hermano, como si fuese el amo de casa.

Y este placer criminal, este adulterio, al que se unía la traición al hermano, causábales escalofríos de horrible voluptuosidad; les hacía estrechar sus cuerpos, en los que la carne se estremecía con vibraciones puramente animales, como si lo infame de la pasión aumentase la intensidad del placer.

Un grito de la chicallería les sacó de su somnolencia amorosa.

¡El Retor! ¡Ahí va el Retor! ¡Esta es Flor de Mayo!

Y ¡vive Cristo, que fué buena la que se armó! Para el pobre Pascualo estaba reservado lo más fuerte de la fiesta.

Ya no eran chicuelos los que gritaban. Los pocos hombres que quedaban en tierra y el mujerío que odiaba á Dolores, unían sus voces al ronco gritar de la pillería.

¡Lanudo! Cuando volviera á tierra habría que acercarse á él capa en mano. Y la gente vociferaba estos y peores insultos con verdadera furia, como quien sabe que no da golpes en vago. Con aquél no era broma: le decían la verdad y nada más.

Tonet se estremecía temiendo alguna indiscreción de los bárbaros, pero Dolores, impúdica y audaz, reíase de veras, como si le hiciera mucha gracia la rociada de insultos que recibía su panzudo. ¡Oh! Era legítima hija del tío Paella.

La Flor de Mayo atravesaba mansamente por entre las escolleras, y de su popa salió la alegre voz del patrón, satisfecho de las ovaciones que merecía.

¡Che! ¡Digau més! ¡Digau més!

Aquella provocación irritó á la muchedumbre. ¿Que dijeran más? Pues allá va. Y cerca, muy cerca de Tonet y Dolores, sonó una voz que contestó á la provocación de un modo que hizo estremecer á los amantes.

A ver si callaba el muy lanudo. A pescar sin cuidado. Tonet ya se quedaba con Dolores para consolarla.

El Retor soltó el timón y se puso en pie de un salto.

¡Morrals!—rugió—; ¡cochinos!...

No; aquello no estaba bien. Bromitas á él, todas las que quisieran; pero eso de meterse con la familia, era muy feo... muy indecente.

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