X

A las nueve navegaba la Flor de Mayo á la vista de Sagunto, en el espacio libre que el tío Batiste—con su afición á guiarse más por el fondo del mar que por los accidentes de la costa—marcaba entre la Roca del Puig y el Algar de Murviedro.

Ninguna pareja se había atrevido á ir tan lejos.

Por la parte de Valencia, y prolongándose hacia Cullera, marcábanse como puntos blancos las otras barcas emparejadas.

El cielo estaba gris; la mar era de un morado tan intenso, que en la lustrosa curva formada entre dos olas, tomaba el color del ébano. Ráfagas largas y frías agitaban las velas, causando ruidosos estremecimientos.

La Flor de Mayo y la otra barca de la pareja avanzaban con las velas desplegadas, arrastrando la red del bou, que cada vez se hacía más pesada y tirante.

El Retor iba en su sitio de popa, empuñando la caña del timón. Apenas si miraba el mar: el instinto era quien movía su mano para enderezar la marcha de la barca.

Sus ojos estaban fijos en Tonet, el cual desde que salieron parecía huir de él. Cuando no miraba á su hermano, contemplaba á Pascualet, erguido al pie del mástil, como si con su desmedrada figurilla quisiera desafiar á aquel mar que en su segundo viaje comenzaba á mostrarse alborotado.

La barca daba algunos tumbos al saltar las olas, cada vez más violentas, pero los tripulantes eran gente avezada al mar y andaban sobre la movediza cubierta con gran seguridad, expuestos á cada paso á caer al agua.

El Retor no apartaba la vista de su hermano y su hijo, y sus ojos iban con expresión interrogante de uno á otro, como si mentalmente hiciese una minuciosa comparación.

Su calma era de las que inspiran pavor. Estaba pálido, á pesar de lo bronceado de la tez; sus ojos tenían el enrojecimiento de la vigilia, y apretaba los labios como si temiera que se escapasen las palabrotas de ira que afluían á su lengua y que mascullaba sordamente.

No le había engañado Rosario. ¿Dónde tenía antes los ojos, que no había visto la asombrosa semejanza? ¡Cómo se habría reído de él la gente! Su deshonra estaba visible; era la misma cara, el mismo gesto. Pascualet le recordaba al otro chicuelo delgado y nervioso, al que él sirvió de niñera en la playa. Era el hijo de Tonet, no podía negarlo.

Y el patrón, conforme se convencía de su deshonra, arañábase el pecho y lanzaba miradas de odio al mar, á su barca y á los marineros, que á hurtadillas le examinaban con inquietud, creyendo que aquella ira se la causaba el mal tiempo.

¿Para qué quería ya trabajar? No mantendría más á la perra que por tanto tiempo le había puesto en ridículo: ¡adiós ilusiones de crear un porvenir á Pascualet, de hacerle el pescador más rico del Cabañal! ¿Era acaso suyo para interesarse tanto por su suerte? Nada deseaba ya en el mundo; morir y que pereciera con él toda su obra.

Odiaba ahora á su Flor de Mayo, la hija de madera, á la que hablaba como si fuese un ser animado; deseaba su extinción, su inmediata pérdida, como si le avergonzase el recuerdo de las dulces ilusiones que acariciaba cuando estaba ocupado en su construcción. Si el mar hubiera obedecido á sus deseos, cualquiera de aquellas olas, en vez de levantar á la barca rudamente sobre su espumeante cima, se hubiera abierto para tragarla.

La red era cada vez más pesada, y las barcas, arrastrando la enorme pesca, cabeceaban sobre las olas con dificultad.

De la barca vieja que formaba pareja con Flor de Mayo, preguntaban si era llegado el momento de chorrar.

El Retor sonrió con amargura. Bueno, que chorrasen; lo mismo le importaba ahora que después. La tripulación de Flor de Mayo agarró el cabo de la red que arrastraba la pareja y comenzó á tirar con gran esfuerzo.

Tonet y los marineros, á pesar de lo ruda que era la faena y del mal tiempo, mostrábanse alegres. ¡Vaya una pesca! A quintales iba á salir el pescado.

El tío Batiste, tendido en la proa y mojado por los espumarajos de las olas, miraba al horizonte por la parte de Levante, donde el celaje plomizo parecía condensarse, formando una masa de negruzco vapor.

Llamaba á Pascual para que prestase atención; pero el Retor tenía fijos sus ojos en el grupo de tripulantes que tiraban de la red. Por una casualidad, Tonet y su sobrino estaban juntos, y la semejanza de sus rostros resaltaba aun más ante la mirada del patrón.

Pascualo... Pascualo—gritó el viejo pescador con voz algo temblorosa—. Ya está ahí.

¿Quién?... ¡Quién había de ser! La tempestad, la tormenta que desde el amanecer estaba esperando el tío Batiste.

La masa de sombras que se aproximaba agrandándose por momentos, se abrió con la luz cárdena de un relámpago; después sonó el trueno, como si todo el cielo fuese una inmensa pieza de tela que se rasgaba con estrépito.

Sólo faltaba lo otro, el terrible Levante, que barre impetuosamente con hálito de muerte todo el golfo de Valencia; y el Levante llegó.

La Flor de Mayo tendióse de costado sobre el agua, como si una mano poderosa, agarrando su quilla, pugnase por voltearla. El agua invadió la cubierta, y la gigantesca vela se extendió como una sábana sobre las olas, aleteando, volviendo á caer como un pájaro moribundo.

Esta caída de lado, que iba á hacerles zozobrar, fué obra de un instante: el primer impulso del vendaval que, pillando de lleno la tendida vela, la aplastó sobre el agua, tumbando á la barca.

El tío Batiste y el Retor, arrastrándose por la cubierta, llegaron hasta el mástil, y deshaciendo el nudo de las jarcias, arriaron la vela.

Esta maniobra salvó á la barca que, libre de la presión de la vela, se enderezó con un golpe de mar.

La Flor de Mayo, con el timón abandonado, giraba como una peonza en las aguas bullentes, que se hinchaban con lívidas y arrolladoras tumefacciones.

El Retor corrió á popa á agarrar la caña. La barca se movía con dificultad. Arrastraba la pesadísima red que momentos antes había contribuído á su salvación, sirviendo de contrapeso á la vela combatida por el huracán.

El patrón vió á la otra barca de la pareja sin aparejo, con el mástil roto, alejarse, presentando la popa.

Los tripulantes habían cortado la red para no zozobrar con su peso y huían hacia Valencia, perseguidos por el furioso Levante, que levantaba enormes olas, rectas como muros, arrolladoras y voraces y que de pronto se combaban y caían con ensordecedor estrépito, sólo comparable al de los truenos que rasgaban continuamente el espacio.

Era preciso imitar el ejemplo, librarse del peso que entorpecía la maniobra y poner la proa hacia Valencia.

La cuerda de la red fué cortada, desapareció arrastrado por las olas el peso que parecía apresar á la barca, y la Flor de Mayo obedeció con más facilidad el timón.

El Retor ostentaba la serenidad sublime de las grandes ocasiones. ¡Oído todo el mundo! Atención á lo que él mandase y á obedecer con prontitud.

La vela estaba caída sobre cubierta; la verga podía tocarse con las manos, y á pesar de la poca lona puesta al viento, la barca corría con vertiginosa rapidez, pasando el agua sobre la cubierta, mientras el mástil crujía lastimeramente.

Era llegado el momento de virar; el instante supremo: si les cogía de lado uno de aquellos colls de mar rectos, que se desplomaban como murallas viejas, podían dar el adiós á la vida.

El patrón, puesto de pie valientemente, sin soltar el timón, examinaba todas las tumefacciones gigantescas que avanzaban veloces. Buscaba en la cordillera movible un espacio llano, un momento de calma que le permitiera virar sin riesgo de que la barca fuese pillada de costado.

¡Ahora! Y la Flor de Mayo giró rápidamente, cambió el rumbo entre dos montañas de agua, pero tan oportunamente que, apenas terminada la maniobra, un golpe de mar casi recto la entró por la popa, la puso vertical, con la proa hundida en la espuma hirviente, la elevó hasta su cima y la arrojó por la espalda, dejándola balanceante y trémula en un espacio relativamente tranquilo.

Los tripulantes, conmovidos aún por el zarandeo colosal, seguían absortos la marcha veloz y arrolladora de aquella muralla verdosa.

Viéronla inclinarse, formando como una bóveda sombría esmeralda sobre la otra barca, que huía desmantelada; se desplomó estallando como una mina, con hervor de espumas y nubes de agua que subían en columna. Cuando la ola deshecha y anonadada desapareció para dejar espacio libre á otras tan arrolladoras y ruidosas, los de la Flor de Mayo sólo vieron en los bullentes estremecimientos asomar un pedazo de palo y el lomo cóncavo de un tonel.

Requiescat in pace—murmuró el tío Batiste santiguándose y hundiendo su barba en el pecho.

Tonet y los otros dos mocetones que se burlaban del viejo estaban pálidos, sombríos, é instintivamente contestaron: Amén.

¡Pare! ¡pare!...—gritaba con terror Pascualet, mirando al patrón y señalando la proa de la barca.

Momentos antes de virar estaba allí el compañero de Pascualet, el otro gato de la barca. La ola monstruosa se lo había llevado sin que lo notaran los tripulantes.

En la Flor de Mayo dominaba el terror y el asombro de los primeros momentos de peligro.

El trance era supremo. Los truenos se sucedían sin interrupción; rasgábase el plomizo horizonte por todas partes en el zigzag de los rayos, culebras de fuego que se sumían en las aguas para apagar sus entrañas incandescentes; sobre el estrépito de las olas retumbaban los truenos; unos secos, espeluznantes, como descargas de artillería, que el eco repetía hasta lo infinito; otros prolongados, silbantes, como una rasgadura interminable; y cruzaba el espacio un furioso aguacero, como si quisiera desbordar el mar furioso, dándole nueva fuerza.

El Retor se sobrepuso pronto al terror de los suyos.

¿Qué era aquello, recordóns? ¿Pescadores del Cabañal y temblaban? Parecía que se hubieran embarcado por primera vez. ¿Acaso no conocían las bromas del Levante? Aquello pasaría; y si no pasaba, ¿qué remediaban con el miedo? Los valientes deben morir en el mar. Ya sabían el dicho: «más valía ser comido de carranchs que no que les cantasen els capelláns». ¡Ánimo, recristo! A atarse todo el mundo, que por el momento nada necesitaba la barca, y lo importante era librarse de los golpes de mar.

El tío Batiste y los dos marineros se amarraron al mástil por la cintura; Tonet ató sólidamente á su sobrino á una argolla de popa, y él, viendo que su hermano por un alarde de serenidad seguía sentado junto al timón con el cuerpo libre, le imitó, agazapándose tras la borda, agarrando con sus manos crispadas los salientes de la barca.

Reinaba un silencio fúnebre á bordo de Flor de Mayo. La furiosa marejada agitaba los algares del fondo; la espuma era amarillenta, sucia, biliosa, y los pobres marineros, calados por la lluvia y por las olas, sufrían los latigazos del mar, los golpes de agua y algas que les cortaban cruelmente la dura epidermis.

Cuando la ola los elevaba á prodigiosa altura y la barca quedaba con la quilla al aire como si fuese á emprender prodigioso vuelo, veía el Retor á lo lejos, perdidas en la bruma del horizonte, las otras barcas del Cabañal navegando casi á palo seco, empujadas por el temporal hacia el puerto, cuya entrada era un peligro aun mayor que permanecer en el mar corriendo la borrasca.

El marido de Dolores sentía hondo remordimiento. Parecíale que despertaba después de penoso sueño: la noche pasada en las calles del Cabañal, la borrachera de la playa y el imprudente embarque, recordábalos ahora como vagas pesadillas.

¡Loco! ¡miserable! Se avergonzaba de sí mismo. Era más criminal que los que le habían hecho traición. Si estaba cansado de la vida, podía haberse atado una piedra al cuello y arrojarse al mar de cabeza en la escollera de Levante. ¿Pero con qué derecho su locura había llevado á la muerte á tanto padre honrado? ¿Qué dirían de él en el Cabañal, viendo que por su culpa medio pueblo se había arrojado en medio de la tempestad?

Recordaba á los tripulantes de la vieja barca de su pareja que habían sido tragados por el mar casi á su vista; pensaba en las muchas embarcaciones que seguramente habrían perecido á aquellas horas y miraba avergonzado á sus compañeros de tripulación, amarrados, azotados por las olas y lanzados en el peligro por obedecerle.

A su hermano y su hijo no quería mirarles: nada se perdía con que pereciesen; aun renacía en él la ferocidad de la venganza; pero ¿y los otros? ¿y los dos marineros que tenían sus madres, viejas pescaderas á las que mantenían? ¿y aquel tío Batiste, el amigo de su padre, salvado milagrosamente de tantos peligros?

No; él no tenía ningún derecho para arrastrarles á la muerte: era un criminal. Y al ver al viejo marino y sus dos jóvenes compañeros casi tendidos sobre la chorreante cubierta, amarrados con tanta fuerza que las ligaduras les penetraban en las carnes y aturdidos por los golpes de mar que caían sobre ellos como triturante martillo, se olvidaba de que él también estaba en peligro; apenas si se fijaba en las olas que le envolvían sin conmover su corpachón, que parecía incrustado en la popa, y sentía dentro del pecho una pena semejante á la de la noche anterior.

Era preciso vivir, salvarse. Cuando estuviera en tierra ya arreglaría sus asuntos de familia ó se mataría; ahora lo interesante era llegar al puerto con toda su tripulación. Bastante le pesaban sobre la conciencia el pobre grumetillo que desapareció al virar y los que tripulaban la otra barca de la pareja.

Y el Retor ponía toda su atención en el gobierno de la Flor de Mayo. El presente no le inquietaba. La barca era fuerte y el temporal se presentaba por la popa; pero pensaba con terror en la entrada del puerto, aquella lucha suprema donde tantos perecían.

A lo lejos, esfumada en el ambiente denso de la lluvia y las nubes que levantaba el oleaje, marcábase la escollera como el lomo de una ballena encallada por el temporal. ¡Ah! ¡Si él consiguiera doblarla!...

Y cuando la barca, después de quedar hundida en el agua, surgía remontándose á la cumbre de una ola, el patrón miraba ansiosamente la aglomeración de rocas que asaltaba el mar, y en cuya cima bullían innumerables puntos negros, gente, sin duda, que presenciaba con angustia el terrible combate de la tempestad con los hombres.

El Retor temblaba al pensar en la próxima lucha. No se veía ninguna barca. Muchas estarían ya en el puerto: las demás se habrían perdido.

En su inquietud, sentía la necesidad de fortalecerse, y habló al tío Batiste.

Él que tan bien conocía el golfo, ¿qué opinaba de aquello?

El viejo, como si despertase, movía tristemente la cabeza, y en su cara de chivo viejo marcábase un gesto de valiente resignación que le embellecía. Todo tendría fin dentro de una hora; hombres y barca. La entrada en el puerto era imposible. Lo aseguraba él, que en toda su larga vida no había visto otro Levante tan furioso.

Pero el Retor se sentía con ánimo para todo. Si no podían entrar en el puerto seguirían á lo largo corriendo el temporal.

El tío Batiste movía su cabeza con la misma expresión triste. Tampoco podía ser. El temporal duraría dos días por lo menos, y si la barca resistía el mar, no por esto iba á librarse de encallar en Cullera, ó de ir, cuanto más, á hacerse trizas en el cabo de San Antonio. Más valía intentar la entrada en el puerto. Para morir de todos modos, era mejor allí, á la vista de sus casas, en el mismo lugar donde habían perecido muchos de sus antecesores, cerca del milagroso Cristo del Grao.

Y el tío Batiste, revolviéndose en sus ligaduras, hurgábase el pecho para sacar por entre la camisa un crucifijo de bronce oxidado por el sudor, y que besaba con devoción.

Esto reanimaba á los demás. ¡Cristo! Bueno estaba el tiempo para beaterías. Tonet se burlaba con risa fúnebre, y los otros dos marineros increpaban al viejo con las más terribles maldiciones, como si el peligro, en vez de aterrarles, aumentara su desesperación, que se traducía en impiedades.

El Retor levantaba los hombros con indiferencia. Él era buen creyente; el cura del Cabañal podía atestiguarlo, pero estaba seguro de que allí no había más Cristo milagroso que él, si la barca le obedecía y á la entrada del puerto daba con oportunidad un golpe de timón.

Bien se adivinaba en la Flor de Mayo la proximidad de la escollera. El mar presentábase cada vez más agitado; ya no eran las olas únicamente de popa, sino que retrocediendo el mar al encontrarse con el obstáculo de piedra, acometía á la barca por la proa, formando las aguas espantosos remolinos. Eran dos mangas las que había de sufrir: la del temporal y la del gigantesco escollo formado por los hombres.

La Flor de Mayo, crujiendo dolorosamente á pesar de su sólida construcción, apenas si obedecía al timonel é iba como una pelota lanzada de ola en ola, tan pronto impulsada hacia adelante por el vendaval, como retrocediendo casi sumergida por un golpe de mar.

Las escotillas estaban bien cerradas, y por esto la barca, después de pasar sobre ella las montañas de agua, volvía á reaparecer flotando valientemente.

El patrón se convencía de lo desesperado de la situación. Estaban cogidos por la horrible marejada de la escollera. Seguir adelante corriendo el temporal, era ya imposible; había que meterse en el puerto ó perecer en la entrada.

Distinguía ahora claramente la muchedumbre que pululaba sobre la escollera, alcanzada muchas veces por el oleaje; llegaba á la barca su griterío de terror.

¡Recristo! Era muy triste morir á la vista de los amigos, oyendo casi sus voces y sin poder recibir auxilio. ¡Perra mar!... ¡Chochino Levante! Y el Retor, enfurecido, insultaba á las olas, y en su desesperación las escupía, mientras la barca tan pronto se encabritaba hasta ponerse derecha, como se arrojaba proa abajo en los hirvientes remolinos. Causaba vértigos el zarandeo interminable, y el mástil lo mismo se inclinaba á babor metiendo la verga en el agua, como caía sobre el costado opuesto, desapareciendo en las olas la mitad de la cubierta.

¡Allá va! ya empezaban los golpes de muerte. Y una ola lívida, traidora, sin espuma y sin ruido, cayó sobre la popa, cubriendo toda la barca, barriéndola con una manotada feroz.

El patrón recibió el golpe en la espalda y se dobló hasta juntar la cabeza con los pies, pero sin soltar el timón ni moverse de aquellas tablas, en las que parecía incrustado. Sintióse sumergido por algunos instantes, oyó un chasquido enorme, como si la barca se despedazase, y al surgir del agua sintió el roce de un objeto que, empujado por las olas, iba de una parte á otra como un proyectil.

Era la pipa del agua. El furioso golpe de mar había roto sus amarras y rodaba sobre la cubierta con velocidad arrolladora, aplastándolo todo á su paso.

Dió un golpe á Pascualet en el rostro, ensangrentándole, y después, como un enorme martillo, cayó sobre la base del mástil, donde estaban amarrados el tío Batiste y los dos marineros.

Aquello fué tan rápido como espantoso. Sonó un grito horrible. El Retor, á pesar de su ánimo, se cubrió los ojos con sus manazas.

El barril, como poderosa catapulta, había caído de lleno sobre uno de los marineros, el más joven, aplastándole la cabeza; después de su crimen, la barrica, manchada de sangre, saltó fuera de la barca como criminal que huye, hundiéndose en la espuma.

La cabeza aplastada era una repugnante masa sanguinolenta, de la cual arrancaba el oleaje nuevas piltrafas. El viejo pescador y el otro marinero tenían que permanecer amarrados en contacto con el mutilado cadáver, sintiendo en sus rostros, con los rudos vaivenes de la barca, las rozaduras del muñón espantoso que les rociaba de sangre.

El tío Batiste clamaba con desesperación. ¡Señor! que acabase pronto aquel tormento nunca visto. ¿Cuándo se había hecho sufrir á hombres honrados una prueba semejante?

Su voz débil y cascada sonaba con esfuerzos de desesperación sobre el pavoroso mugido del viento y la tempestad. Llamaba al Retor rogándole que abandonase el timón y no se esforzara en luchar contra lo imposible. Su última hora había llegado, y antes de prolongar tales angustias, era preferible dejar que la barca se fuera sobre las rocas, haciéndose mil pedazos.

Pero el Retor no le escuchaba. El chasquido que oyó á continuación del golpe de mar, le preocupaba, y adivinando el peligro, no apartaba la vista del mástil, que á pesar de su robustez se cimbreaba de un modo alarmante.

En el tope agitábase el ramillete del bautizo, manojo de hierbajos y flores secas que el huracán iba arrebatando como señal de muerte.

Ni siquiera oía á Pascualet que, con el rostro desfigurado por una mascarilla de sangre y aterrado al presentir la catástrofe, gritaba con voz que parecía un balido:

¡Pare!... ¡Pare!

¡Ah! su padre poco podía hacer. Evitar como podía los furiosos golpes, meter la barca muchas veces entre dos olas y librarla de que fuese pillada de costado. Pero doblar la escollera, resultaba imposible.

La quebrantada Flor de Mayo vióse de pronto como en el fondo de una sima, entre dos muros brillantes, pulidos, de sombría agua, que avanzaban en opuesta dirección é iban á chocar, pillando en medio la barca.

Esta vez hasta el patrón dió un grito de pavor. Fué instantáneo el choque. La barca vióse envuelta en un torbellino de agua, dió un crujido horrible, como uno de los truenos secos que conmovían el espacio, y cuando al fin salió á flote pesadamente, su cubierta estaba rasa como la de un pontón; el mástil se había roto á ras de las tablas, y palo y vela, con los hombres amarrados, habían desaparecido.

El Retor aun creyó ver entre las espumas de una ola que se alejaba el cadáver mutilado, y junto á él la cabeza del tío Batiste, mirando á lo alto con expresión de asombro.

Ahora sí que podían darse por perdidos.

La rotura del mástil la habían visto todos desde la escollera, y un grito de horror proferido por centenares de bocas sonó cuando Flor de Mayo reaparecía sobre las aguas desmantelada y á merced de las olas.

Todo el barrio de las Barracas estaba allí sobre el murallón de rojos pedruscos, con el pecho palpitante y la mirada ansiosa, tan atento á la lucha de los hombres con el mar, que apenas si se fijaba en las olas que escalaban el escollo, amenazando arrastrar consigo á la muchedumbre.

Al sonar los primeros truenos habían corrido todos cual rebaño asustado á la punta de la farola, como si su presencia pudiese ayudar á los parientes y amigos en la terrible lucha por entrar en el puerto. Llegaron corriendo bajo el aguacero furioso, combatidos de frente por el vendaval, que arremolinaba las faldas, oprimía los vientres y zumbaba cruelmente en los oídos; las mujeres, con los brazos en alto, cubiertas de la lluvia por el ondeante mantón; los hombres, con chubasqueros y botas altas, todos gritando de terror, saltando de pedrusco en pedrusco, deteniéndose muchas veces para dejar pasar alguna ola que, saltando la escollera, caía en el antepuerto, y resbalando en el rodeno mojado que parecía sudar la cólera de la tempestad.

En el sitio más avanzado, sobre las últimas rocas donde bullían los espumarajos y se rompían las olas, estaba Dolores, pálida, desmelenada, agarrándose á la siñá Tona, que parecía próxima á la locura.

Su chico, su Pascualet, estaba allá... y también los otros. Y se tiraban del pelo, lanzando los más atroces juramentos de la Pescadería, hasta que de pronto, deteniéndose y cruzando las manos sobre el pecho, hablaban con tono suplicante de pagar misas, de enormes cirios, dirigiéndose á la Virgen del Rosario ó al Santo Cristo del Grao, como si estuvieran allí junto á ellas.

La mujer de Tonet, agazapada tras una piedra, arrebujándose en el mantón, miraba el mar con la inmovilidad de una esfinge, dejándose alcanzar por los espumarajos de las olas, que la mojaban de pies á cabeza. Arriba, en lo más alto de la escollera, erguíase soberbia, con expresión amenazante, la enorme mole de la tía Picores. Temblaba de ira su arrugada boca, amenazaba á las olas con el puño cerrado, y á pesar de su grotesca figura, había en ella cierta sublimidad, algo que recordaba los apóstrofes del trágico inglés.

¡Sorra!—gritaba con su voz ronca, amenazando á la mar—. ¡Dona habíes de ser!

Y la lluvia cayendo cada vez con más fuerza, el vendaval bamboleando como cañas á los que se separaban de los grupos, y las ropas, empapadas por el agua del mar y la del cielo, pegándose á las carnes, chorreando, haciendo toser á la gente, que se olvidaba de sí misma mirando el rebaño de barcas que se aproximaban en tropel.

¡Qué de maldiciones contra el Retor!

Aquel lanudo tenía la culpa de todo: él era quien había inducido á tanto hombre de bien á lanzarse en el peligro. ¡Ojalá se lo tragase la mar!

Y las mujeres de la familia bajaban la cabeza, anonadadas por la indignación pública.

Las barcas, aunque con gran trabajo, doblaban la escollera é iban entrando en el puerto saludadas por los gritos de alegría de las familias que corrían hacia el Grao para abrazar á los suyos.

Conforme entraban las embarcaciones de pesca, disminuía la muchedumbre en la punta de la farola.

La embocadura del puerto iba haciéndose por momentos más inabordable. Tres barcas quedaban á la vista, y durante una hora tuvieron á toda la muchedumbre con el corazón en un puño, luchando con la marejada feroz que las empujaba sobre las piedras.

Entraron por fin: un suspiro de satisfacción dilató los pechos, y entonces fué cuando en el brumoso horizonte comenzó á marcarse una barca solitaria avanzando velozmente, á pesar de que navegaba casi á palo seco.

Los marineros que estaban entre las rocas tendidos sobre el vientre para presentar menos blanco á las voraces olas, se miraron con un gesto de tristeza. Aquella pagaba el pato. Lo que es la rezagada no entraba: lo afirmaban como hombres expertos en tales luchas. Llegaba demasiado tarde.

Y su prodigiosa vista de hombres de mar reconoció al poco rato la barca, que tan pronto parecía volar como se sumergía por algunos instantes. Era la Flor de Mayo.

La madre y la mujer del Retor gritaban como locas. Querían arrojarse al mar; ir cuando menos hasta los peñascos más avanzados que asomaban entre la espuma como cabezas de gigantes submarinos.

La conmiseración popular, el afecto que la desgracia despierta en las muchedumbres, rodeaba á las dos pobres mujeres.

Ya nadie maldecía al Retor: todos se olvidaban de su temeridad contagiosa y procuraban consolar á las dos mujeres con falsas esperanzas. Algunos marineros se colocaban entre ellas y el mar, evitando que presenciasen la fiera lucha, cuyo triste fin adivinaban.

La angustiosa situación duró una hora: lo bastante para encanecer. Cuando la Flor de Mayo fué envuelta por las dos olas y reapareció sin mástil, con la cubierta rasa, un alarido de horror sonó en la muchedumbre. Estaban perdidos: ¡á morir!

La barca ya no obedecía al timón. El mar la hizo emprender una carrera loca hacia los peñascos, y lo único que conseguía el patrón á costa de muchos esfuerzos, fué que no presentara sus costados al oleaje.

Por una casualidad no chocó contra las piedras. Un golpe de mar la elevó á tiempo y pasó como una flecha ante el extremo de la escollera, viendo Pascualo como aparición momentánea aquellos pedruscos, y sobre ellos muchas caras amigas.

¡Qué angustia! ¡Estar á la vista de ellos, poder oir su voz, y sin embargo, morir! A los pocos instantes estaban ya lejos de la escollera. Iban rectamente hacia Nazaret, á perecer en el arenal donde tantos barcos estaban enterrados.

Tonet, que parecía amodorrado por los golpes de mar, se reanimó al pasar frente á la escollera. Fué una visión de vida que iluminó su resignada desesperación.

No; él no quería morir, se defendería del mar y de la tempestad mientras pudiese. Entre ahogarse de allí á media hora en el arenal ó despedazarse en la escollera en un intento de salvación, prefería esto. Por algo era el mejor nadador del Cabañal.

Y á gatas, expuesto á ser arrastrado por las olas, llegó hasta una escotilla, destrozada por los golpes de mar, y se hundió en la cala.

El Retor le miraba con desprecio. No estaba arrepentido de su obra. Dios era bueno y le evitaba un crimen. Dentro de unos instantes perecería con el hermano traidor, y en cuanto á la que estaba en tierra, que viviese. ¿Había acaso peor tormento que seguir en el mundo? Ahora conocía él el engaño de la vida. La única verdad era la muerte, que nunca falta ni engaña. Y también era verdad la hipocresía feroz del mar, que calla sumiso, se deja robar por los pescadores, los halaga, haciéndoles creer en su eterna bondad, y después, con un zarpazo hoy y otro mañana, los extermina de generación en generación.

Estas ideas se sucedían en él rápida y desordenadamente, como si la proximidad de la muerte excitase su pensamiento.

Pero al ver que reaparecía Tonet en la ruinosa cubierta, profirió una exclamación de sorpresa, incorporándose sobre las movedizas tablas. Su hermano llevaba en las manos el chaleco salvavidas, el regalo de la siñá Toná, que había quedado olvidado en la cala.

Tonet no se inmutó ante la mirada fulgurante y la voz bronca de su hermano... ¿Que adónde iba? A lanzarse al mar. Había llegado el momento del ¡sálvese quien pueda! Él no quería morir encerrado allí como una rata, quería mejor que le aplastasen las olas sobre la escollera.

El Retor lanzó un terrible juramento. No; su hermano no saldría de la barca: no intentaría salvarse, moriría con él, y aun así no lo pagaba todo.

Lo supremo de la situación hacía reaparecer en Tonet el matoncillo del puerto, el perdido incapaz de respetos, y sonreía feroz y despreciativamente, mirando á su hermano.

En la actitud de los dos hombres había algo que asustaba más que la tempestad.

¡Pare!... ¡Pare!—repitió el niño con voz débil, agitándose en sus ligaduras.

Entonces recordó el Retor que el muchacho estaba allí; y sombrío, silencioso, soltó el timón. Llevaba en la mano su faca de marinero, y de un solo golpe cortó las ligaduras del muchacho.

¡Tú... el chaleco!—ordenó con voz seca é imperativa á su hermano.

Pero éste le contestó con un ademán indecente, é intentó introducir sus brazos en el armazón de corcho.

¡Canalla! Pascual sentía la necesidad de hablar, de decirlo todo, aunque fuese con pocas y atropelladas palabras. ¿Creía que aun estaba ciego? Lo sabía todo; él era quien en la noche anterior le había perseguido por las calles del Cabañal cuando salió de dormir con la... púa que estaba en tierra. Si no le mataba era porque iban á morir juntos.

Pero aquel chico, el que él llamaba antes su Pascualet, no era culpable y no debía morir. Tal vez se ahogase; sería lo más seguro; pero como á niño inocente, á él le correspondían las probabilidades de salvación. ¡Pronto... el chaleco, Tonet! Era para su hijo, para el fruto del engaño y de la infamia. Aunque era tan canalla, debía acordarse de ser padre. ¡A obedecer, ó lo mataba como un perro!

Pero Tonet sonreía de un modo feroz y le contestaba con cinismo. Tal vez no se engañase Pascualo y el chico fuese su hijo; pero la piel propia era lo primero.

É intentó vestirse el salvavidas, pero no tuvo tiempo. Fuése sobre él su hermano, y en la cubierta resbaladiza, movible, invadida á cada instante por el mar, sonó un pataleo de lucha y Tonet cayó de espaldas.

Su hermano le había hundido dos veces la faca en un costado. Por fin satisfacía la fiebre de destrucción que le animaba desde la noche anterior.

Sin saber casi lo que hacía, enfardó al muchacho en el salvavidas, y como si fuera un saco de lastre, lo arrojó por encima de la popa, viendo cómo flotaba y desaparecía tras la cresta de una ola.

Ahora á morir como todos los de la familia; á ser recogido en la playa como un salivazo de las olas, como recogieron á su padre.

Todo había pasado á bordo de la barca con gran rapidez.

La muchedumbre que estaba en la punta de la escollera, veía la Flor de Mayo saltando como un ataúd sobre las olas, sin dirección, cual un juguete de la tempestad.

Los truenos sonaban cada vez más lejanos: cesaba la lluvia, pero el vendaval seguía soplando furioso y el oleaje era cada vez más fuerte.

Los hombres de mar nada vieron de la lucha ocurrida en la barca; el drama quedó ignorado. Pero distinguieron cómo el Retor arrojaba por la popa un gran fardo que, flotando sobre las revueltas aguas, iba aproximándose á la escollera para estrellarse sobre las rocas.

Poco después sonó el último grito de angustia. Flor de Mayo era cogida de costado por una ola enorme y rodaba por algunos instantes con la quilla al aire, desapareciendo por fin.

Las mujeres santiguábanse, mientras que otras rodeaban á Dolores y Tona, sujetándolas para que no se arrojasen al mar.

Todos adivinaban qué era el objeto que flotaba hacia las rocas. Era el chico; los marineros le distinguían envuelto en el salvavidas.

Iba á matarse contra los peñascos. La madre y la abuela daban alaridos pidiendo socorro sin saber á quién. ¿No habría una buena alma que salvase al muchacho?

Un mocetón de buena voluntad, con la cintura amarrada por un calabrote que sostenían sus compañeros, se lanzó violentamente en las rocas bajas, en los escollos submarinos, donde se sostuvo entre las bullentes aguas á costa de fuerza y destreza.

Varias veces chocó el inanimado cuerpecillo con las salientes piedras, arrebatándolo de nuevo el mar entre alaridos de horror, pero por fin el marinero pudo alcanzarlo cuando iba á golpear de nuevo con su débil cuerpecillo el murallón gigantesco.

¡Pobre Pascualet! Tendido sobre la fangosa plataforma de la escollera, su cara ensangrentada, sus miembros amoratados, fríos y desgarrados por las aristas del rodeno, asomaban por entre el voluminoso salvavidas como las extremidades de una tortuga.

La abuela intentaba reanimar entre sus manos aquella cabecita cuyos ojos se habían cerrado para siempre, y Dolores, arrodillada junto á él, se arañaba el rostro, se mesaba la suelta y hermosa cabellera, mirando fieramente á todas partes con sus ojos dorados.

Un lamento de dolor cruzaba incesantemente el espacio.

¡Fill meu!... ¡fill meu!...

Las mujeres lloraban: Rosario, la esposa despreciada y estéril, conmovíase ante la locura de la maternidad herida y con honda conmiseración perdonaba á su rival.

Y en lo alto, dominándolos á todos, estaba la tía Picores, erguida y soberbia como la venganza, indiferente á todos los dolores, con las faldas ondeantes como una bandera que azotaba sus piernas.

Ya no enseñaba el puño al mar. Volvíale la espalda con marcado desprecio, pero amenazaba á alguien que estaba tierra adentro, al Miguelete, que á lo lejos alzaba su robusta mole sobre la masa de tejados de la ciudad.

Allá estaba el enemigo, el verdadero autor de la catástrofe. Y el puño de la bruja del mar, hinchado y enorme, amenazaba siempre á la ciudad, mientras su boca vomitaba injurias.

¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban en la Pescadería! ¿Aun les parecía caro el pescado?... ¡A duro debía costar la libra!

Valencia, 1895

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