IX

Aquel año protegía Dios á los pobres.

Así lo decían las pobres mujeres del Cabañal, agrupándose por la tarde en la playa, dos días después de la salida de las barcas.

Volvían las parejas del bou rápidamente, viento en popa, y la rígida línea del horizonte aparecía dentellada por las innumerables aletas que se aproximaban á pares como palomas unidas por una cinta á flor de agua.

Hasta las más viejas del pueblo no recordaban una pesca tan afortunada. ¡Señor! ¡si parecía que el pescado estaba allá dentro, en grandes masas, esperando pacientemente las redes para entrar sin resistencia en ellas, aliviando la miseria de los pescadores!...

Sobre la arena de la playa, agitado todavía, dentro de los cestones de caña, estaba toda aquella hermosura: los salmonetes de roca, como palpitantes pétalos de camelia, contrayendo el lomo de suave bermellón con el estertor de la asfixia; los viscosos calamares y los pulpos, moviendo su maraña de patas, apelotonándose y enroscándose en la agonía; los lenguados, planos y delgados como suelas de zapatos; las rayas, estremeciendo su titilante mucosidad, y sobre todo los langostinos, la pesca preciosa, que asombraban aquel año por su cantidad, transparentes como el cristal, erizando sus tentáculos con desesperación y destacando sobre las negruzcas cestas sus dulces tonos de nácar.

Llegaban las barcas plegando las enormes velas y quedaban quietas y balanceantes á pocos metros de la orilla.

A cada pareja agolpábase la multitud en el límite de las olas, arremolinábanse las faldas de sucio percal, las caras rojas y las cabelleras de Medusa, gritando, increpándose, discutiendo para quién sería el pescado. Arrojábanse de las barcas los gatos con agua á la cintura, formando larga fila, en la que iban interpolados los hombres y los cestos y avanzaban rectamente hacia la orilla, surgiendo poco á poco del manso oleaje, hasta que sus pies descalzos tocaban la arena seca, y las mujeres de los patrones se encargaban de la pesca para venderla.

Poblábase como si fuese un pedazo de tierra el espacio de mar entre la orilla y las barcas. Pasaban los grumetes con el cántaro al hombro, enviados por la tripulación que, cansada del líquido recalentado y sucio de los toneles, anhelaba el agua fresca de la font de Gas; las chicuelas de la playa, remangándose impúdicamente las haraposas faldillas, hundían en el mar las piernas de chocolate para ir á curiosear y apropiarse algo de la pesca menuda: y para sacar las barcas que habían de aguardar en seco el día siguiente, entraban olas adentro los bueyes de la comunidad de pescadores, hermosos animales rubios y blancos, enormes como mastodontes, moviéndose con pesada majestad y agitando su enorme papada con la soberana altivez de un senador romano.

Estas yuntas, que hundían la arena bajo sus pezuñas y de un tirón arrastraban las barcas más grandes, guiábalas Chepa, un chicuelo enteco y jiboso con cara de vieja maliciosa, un engendro que lo mismo podía tener quince años que treinta, enfundado en un chubasquero amarillo, por bajo del cual asomaban dos piernecillas rojas, en las que la piel, siguiendo con fidelidad todas las ondulaciones del esqueleto, marcaba el contorno y los ligamentos de sus huesos.

En torno de las barcas que arrastradas surgían lentamente del mar, agitábase un apretado círculo de pillería haraposa y greñuda, sacando medio cuerpo del agua como el cortejo de nereidas y tritones que escoltan las barcas mitológicas, pidiendo con roncos gritos que les echasen un puñado de cabets.

En la playa organizábase un mercado, donde á fuerza de gritos, manoteos é insultos, se realizaban las ventas.

Las amas de barca regateaban y reñían detrás de sus repletas banastas con todo el rebaño vociferante que había de revender el pescado al día siguiente en Valencia, y cuando llegaba el ajuste por arrobas recrudecíanse los insultos, discutiendo si habían de entrar las piezas gordas ó la morralla. Dos capazos pendientes de cuerdas y unos cuantos guijarros enormes servían de balanza y pesas, y nunca faltaba algún chico del pueblo de la clase de leídos que se prestaba á ser secretario de las amas, llevando en un papel la cuenta de las ventas.

Rodaban empujados por el pie del comprador los repletos capazos, contemplados con codicia por los pillos de la playa. Pieza que caía, evaporábase como tragada por la arena; y los buenos burgueses que venían de Valencia para admirar el pescado fresco, sentíanse empujados, pisoteados por la multitud arremolinada que, como inquieta tromba, mudaba de sitio á la llegada de una nueva barca.

Dolores estaba en sus glorias. Durante muchos años, al comprar en la playa el pescado como una simple vendedora, había deseado ser ama de barca, poder reñir é imponerse al mísero y escandaloso rebaño. Por fin se realizaban sus aspiraciones; y sorbiendo orgullosamente el aire con su graciosa nariz, erguíase entre los cestones recién desembarcados, mientras que Tonet se cuidaba del peso y de registrar las ventas.

Casi encallada en la mar baja, esperaba cabeceando Flor de Mayo á que los bueyes la sacasen á la playa.

El Retor ayudaba á los marineros á plegar la vela, y se detenía algunas veces para mirar á su mujer cómo se peleaba con las compradoras y marcaba los precios que el cuñado tenía que registrar. ¡Miradla; parecía una reina! Y el pobre hombre sentíase satisfecho al pensar que su Dolores debía todo aquello á él, á nadie más que á él.

En la proa erguía su hijo Pascualet la desmedrada é inmóvil figurilla, como si fuese el mascarón de la barca, hecho un lobo de mar, descalzo y sucio, con la camisa fuera del calzón, los faldones revoloteando al viento y al descubierto su panza rojiza como la de una estatuílla de barro cocido. Y frente á la barca lo admiraban un buen golpe de infelices rateros de la playa, casi desnudos, con aspecto de tribu salvaje, rojos, con la pátina que da á los cuerpos el aire del mar y los miembros enjutos, delatando la pobreza nutritiva de la salazón. ¡Pero qué suerte tenía el Retor! Traía la barca atestada de langostinos, que á dos pesetas libra... ¡tira! ¡tira! Y los miserables abrían la boca y entornaban los ojos como si viesen un deslumbrante oleaje de pesetas.

Chepa llegó con su pareja de poderosas bestias, y la Flor de Mayo, chirriando sobre los tarugos en que resbalaba su quilla, comenzó á salir á tierra.

El Retor había abandonado su barca y estaba frente á Dolores, sonriendo como un bendito ante su delantal recogido é hinchado por los enormes puñados de plata que parecían romper la tela. ¡Vaya una jornada! Con pocas así podían redondearse. Y la suerte tal vez se repitiera, pues el viejo que llevaba á bordo adivinaba los sitios donde estaba la mejor pesca.

Pero se interrumpió en su entusiasmo para mirarle las manos á su hermano. Los trapos habían desaparecido. Ya estaba bueno, ¿eh? Se alegraba mucho: así podría embarcarse en la segunda expedición y ya vería lo que era divertirse. Daba gusto pescar sacando las redes llenas con tanta facilidad. Pensaba salir al amanecer. Había que aprovechar la fortuna.

Dolores, viendo terminada la venta, preguntó á su marido si iría á casa. El patrón no podía decirlo. No le gustaba abandonar la barca. La gente de la tripulación era capaz de irse á la taberna así que volviese la espalda, y la embarcación no podía quedar sola en la playa, donde pululaban los raterillos husmeando todo la aprovechable. Tenía ocupación, y si á las nueve de la noche no estaba en casa, podía ella acostarse.

En cuanto á Tonet, que marchara á despedirse de su Rosario y á coger el hatillo; pero antes del amanecer, allí en la playa, pues no quería esperar.

Dolores cambió una rápida ojeada con su cuñado y después se despidió de su marido, intentando llevarse á Pascualet. No; el muchacho quería quedarse en la barca al lado de su padre; y al fin la buena moza tuvo que partir sola, siguiendo los dos hombres con su mirada el garboso contoneo de aquel cuerpo soberbio que se alejaba empequeñeciéndose.

Tonet permaneció en la playa hasta el anochecer, hablando con el tío Batiste y comentando con otros pescadores la inesperada abundancia de pescado. Se fué cuando el grumete comenzaba á preparar la cena á bordo de la Flor de Mayo.

Pascual, al quedar solo, comenzó á pasear por la playa con las manos metidas en la faja, oyendo el fru-fru de sus calzones impermeables, que producían un roce de pergamino seco.

La playa estaba obscura. En las cubiertas de algunas barcas brillaban las fogatas de la cena, pasando ante ellas de vez en cuando las sombras de los tripulantes. El mar, casi invisible, marcándose en ciertos momentos con débil fosforescencia, mugía dulcemente, y á lo lejos salían de la lóbrega playa ladridos de perros y alguna voz de niño entonando una canción amortiguada por la distancia. Eran grumetes que se dirigían al Cabañal.

El Retor miraba la débil faja de la luz rojiza que aun se marcaba en el horizonte tras la línea de lejanos tejados por donde se había ocultado el sol. No le gustaba aquel color: como él decía con su experiencia de marinero, el tiempo no estaba seguro.

Pero esto le preocupó poco, pensando únicamente en sus negocios y en su dicha. No podía quejarse de la suerte. Hogar tranquilo, buena mujer, ganancias para construir antes de un año otra barca que formase pareja con Flor de Mayo y un hijo digno de él, que mostraba gran afición al mar y sería con el tiempo el mejor patrón del Cabañal. ¡Vamos, hombre! que podía tenerse por el más feliz de los mortales, y esto sin carecer de camisa como el hombre dichoso del cuento, pues tenía más de una docena y un pedazo de pan para la vejez.

Pascual, animado por la contemplación de su dicha, avivaba su torpe paso, restregándose las manos alegremente, cuando vió á poca distancia una sombra que se aproximaba con lentitud. Era una mujer; una mendiga tal vez que iría por las barcas pidiendo como limosna el desperdicio de la pesca. ¡Válgame Dios, cuánta miseria hay en el mundo! Y como al sentirse feliz quería hacer partícipe de su dicha á todo el mundo, buscó la punta de su faja, donde llevaba, enrolladas algunas pesetas con mezcla de calderilla.

Pascualo—murmuró la mujer con voz dulce y tímida—. ¿Eres Pascualo?

¡Cristo! ¡qué chasco!... ¡Si era Rosario, su cuñada! ¿Venía en busca de su marido? Pues perdía el viaje; debía estar ya en casa esperándola para cenar.

Pero el alegre patrón quedó perplejo al saber que no buscaba á Tonet. ¿Qué hacía allí entonces? ¿Quería hablar con él? Esta pretensión le extrañaba. Trataba poco á la mujer de Tonet, y no comprendía para qué podría necesitarle. Pero en fin, podía hablar.

Se cruzó de brazos mirando su barca, en la que Pascualet y el otro gato danzaban en torno de la marmita de la cena. Esperaba las palabras de aquella sombra que permanecía con la cabeza baja, como si se sintiera poseída de invencible timidez.

Vamos, ya podía hablar: él la escuchaba.

Rosario, como quien desea acabar pronto diciéndolo todo de un golpe, irguió su cabeza con energía y clavó sus ojos en los del Retor, brillándole con misteriosa fosforescencia.

Lo que tenía que decirle era que se interesaba por la dignidad de la familia; que ya no podía sufrir más, y que ella y el Retor estaban haciendo reir á todo el Cabañal.

A ver: ¿quién hacía reir?... ¿Él?... ¿y por qué se divertían á su costa?... Él no creía dar motivo para que se burlaran como si fuese una mona.

Pascualo—dijo Rosario con lentitud, pero con energía, como quien se resuelve á todo—, Pascualo... Dolores t’engaña.

¡Quién!... ¡su mujer le engañaba!... ¡Cristo, esto sí que era bueno!

Y como un buey que recibe un mazazo, inclinó su cabezota por algunos instantes. Pero pronto sobrevino la reacción. Había en aquel hombre fe suficiente para resistir golpes mayores.

¡Mentira!... ¡mentira! Vesten, embustera.

Si la obscuridad no hubiese sido tan densa, tal vez Rosario se habría asustado al ver la cara del Retor. Pataleaba como si de la arena hubiese salido la calumnia y quisiera aplastarla; movía sus brazos con expresión amenazante y las palabras se le escapaban barboteando como si se ahogasen en el acceso de rabia.

¡Ah, mala piel! ¿Creía ella que no la conocían?... Envidia, y nada más que envidia... Odiaba á Dolores y mentía para perderla... ¿No le bastaba con no saber dirigir al pobre Tonet, y aun intentaba deshonrar á Dolores, que era una santa?... Sí señor, una santa, y ya quisiera ella llegarle á la suela del zapato.

¡Vesten!rugía—; ¡vesten ó te mate!

Pero á pesar de las amenazas con que acompañaba su exigencia de que se fuera, Rosario permanecía inmóvil, como si resuelta á todo no le intimidaran las amenazas del Retor.

; t’engaña, Pascualo—decía con su desesperante lentitud—. T’engaña, y es en Tonet.

¡Recordóns! ¿También metía á su pobre hermano en la danza? La indignación le ahogaba; aquella mentira era insufrible, y en su furor sólo sabía repetir:

¡Vesten, Rosario; vesten ó te mate!

Pero lo decía de un modo terrible, cogiendo á su cuñada por las muñecas, apretándola con furia, empujándola de un modo tan amenazador, que la pobre mujer, al desasirse, mostraba miedo y comenzó á alejarse.

Había ido allí para hacerle un favor, para que no se rieran más las gentes de él; pero ya que lo quería, podía seguir siendo un bendito.

¡Bruto... llanut!

Y escupiendo estos dos insultos como despreciativa despedida, huyó Rosario, quedando el Retor inmóvil, con los brazos cruzados.

¡Oh, qué mala piel! ¡Cuán infeliz era su hermano con una mujer así!

Sentíase satisfecho por su arranque de indignación. Buenas cosas se había oído la envidiosa: podía volver otra vez con mentiras.

Y paseaba por la arena, que humedecían las olas, sintiendo alguna vez el agua en sus gruesos zapatones.

Daba bufidos de satisfacción recordando la energía con que había procedido, pero algo le escarabajeaba en el cerebro y en el pecho, algo que crecía por momentos y le apretaba la garganta, causándole mortal angustia.

¿Y por qué no había de ser verdad lo que decía Rosario?...

Tonet había sido novio de Dolores; por el hermano conoció él á su mujer; se veían con frecuencia; hablaban solos horas enteras; ella mostraba gran interés por su cuñado... ¡Cristo! Y él sin sospechar nada, sin adivinar su deshonra... ¡Cómo se habría reído la gente!

Y pateaba con furia, cerrando los puños y profiriendo juramentos espantosos, de los que guardaba para los días de borrasca.

Pero no; no era posible. ¡Cómo gozaría la mala lengua si le viese á él con su rabieta de muchacho crédulo! Y en resumen: ¿qué le había dicho? Nada; la misma broma con que varias veces le habían molestado en la playa; sólo que los pescadores se permitían la injuriosa suposición para enfadarle y reirse de su gesto hosco, mientras que Rosario lanzaba tales calumnias con la venenosa intención de poner en discordia al matrimonio. Pero todo eran mentiras. ¿Faltarle á él Dolores? No era posible: ¡una mujer tan buena, y además con un hijo, con Pascualet, al que quería tanto!...

No podía ser. Y para convencerse mejor, para ahuyentar la angustia que le oprimía, el Retor paseaba aceleradamente y decía con voz tan alterada por la emoción, que á él mismo le parecía que era de otro:

Mentira; tot mentira.

Esto le tranquilizaba. Con tales palabras aliviábase, como si convenciera al mar, á las sombras, á las barcas que habían presenciado la calumniosa afirmación de Rosario; pero ¡ay! dentro llevaba el enemigo; y mientras la lengua repetía ¡mentira!, los oídos le zumbaban, como si aun vibrasen en ellos las últimas palabras de su cuñada: ¡Bruto!... ¡llanut!

No, ¡recristo! todo antes que eso. Al pensar que podían ser ciertas las palabras de Rosario, sentía el ansia de destrucción de que habló á Roseta días antes en el camino del Grao, y veía á Tonet y á Dolores y hasta á su hijo, como si fuesen terribles enemigos.

¿Y por qué no había de ser verdad todo?... Una mujer como Rosario, para vengarse de Dolores, podía calumniarla por el pueblo, pero ir directamente á su esposo, suponía la desesperación de la que se cree engañada.

Ahora se sentía arrepentido de haber contestado tan brutalmente á su cuñada. Debió oirla, apurar toda la amarga verdad. El mayor dolor con su terrible certeza era preferible á la inquietud.

¡Pare!... ¡pare!—gritaba una vocecita alegre desde la cubierta de la Flor de Mayo.

Era Pascualet, llamando á su padre para cenar. Él no cenaba. ¿Quién pensaba en cenar con aquella impresión que anudaba su garganta y le oprimía el estómago?

El patrón se aproximó á la barca, hablando á su gente con tono seco é imperioso. Podían cenar; él iba al pueblo, y si no volvía, que durmiesen hasta el amanecer, hora de la salida.

Pascual se alejó sin mirar á su hijo, y como un fantasma atravesó aquella playa negra, en línea recta, tropezando algunas veces con las barcas viejas y hundiendo otras sus gruesos zapatos en las marismas que formaba el oleaje en los días de tempestad.

Ahora se sentía mejor. ¡Qué calma gozaba al ir en busca de Rosario! Ya no sentía el terrible zumbido en que iban envueltos los últimos insultos de su cuñada; ya no se agitaba su pensamiento produciéndole agudas punzadas en el cerebro. Su cráneo parecía hueco, no sufría dentro del pecho pesadez alguna, sentíase con una ligereza asombrosa, como si caminase á saltos, sin tocar apenas el suelo, y únicamente continuaba el obstáculo de la garganta, el nudo asfixiante y un sabor salobre en la lengua, como si estuviera tragando agua del mar.

Iba á saberlo todo, todo. ¡Qué amargo placer! ¡Recristo! Jamás hubiera sospechado que una noche tenía que correr casi como un loco hacia la barraca de su hermano, marchando por la playa y evitando las calles, como si le avergonzara la presencia de gentes.

¡Ay! ¡Qué bien le había sabido clavar el puñal aquella Rosario; qué misterioso poder tenían sus palabras y qué demonio insaciable y furioso habían despertado dentro de él!...

Entró casi corriendo en una calle de míseros pescadores que desembocaba en la playa, con sus olivos enanos, orlando las aceras ribazos de tierra apisonada, y sus dos filas rectas de mezquinas barracas con cercas de tablas viejas.

Empujó con tanta rudeza la puerta de la vivienda de su hermano, que la madera fué á gemir, chocando contra la pared interior. A la luz rojiza de un candil vió á Rosario sentada en una silla baja, con la cabeza entre las manos. Su aire de desolación ajustábase bien con el interior mísero, escaso en sillas, y las paredes sin otro adorno que dos estampas, una guitarra vieja y algunas redes antiguas.

La barraca, como decían las vecinas, olía á hambre y á palizas.

Rosario, al oir el estrépito, levantó la cabeza, y viendo al Retor que obstruía con su figura cuadrada el hueco de la puerta, sonrió con expresión amarga:

¡Ah! ¡Eres tú!...

Le esperaba. Estaba segura de que vendría. Podía pasar: no le guardaba rencor por lo de momentos antes en la playa. ¡Ay! á todos les ocurría lo mismo. La primera vez que á ella le hablaron mal de su marido no lo quiso creer, no quiso oir á la mujer que la revelaba sus infidelidades, riñó con ella, y después... después fué en busca de la vecina á pedirle por Dios que hablase, como venía él ahora después que en la playa casi la había pegado.

Así son todas las personas que quieren bien; primero el furor, la rabia ante lo que creen mentira; después el maldito deseo de saber, aunque las noticias desgarren las entrañas.

¡Ay, Pascualo!... ¡Cuán desgraciados eran los dos!

Y Pascual, que había entrado en la barraca cerrando la puerta, estaba de pie ante su cuñada con los brazos cruzados, mirándola con expresión hostil. Al verla, despertábase en él el odio instintivo contra el que mata las propias ilusiones.

¡Parla... parla!—decía el Retor con voz fosca, como si le molestaran las palabras inútiles de su cuñada—. ¡Digues la veritat!

El infeliz quería saber la verdad, toda la verdad; mostrábase amenazante por la impaciencia, pero en su interior temblaba y hubiera deseado que los segundos fuesen siglos para no llegar nunca á oir las revelaciones de Rosario.

Pero ésta hablaba ya... ¿Tenía fuerzas para oirlo y resistirlo todo? Iba á hacerle mucho daño, pero sólo le pedía que no la odiase. Ella también sufría, y si hablaba era porque no podía resistir más; porque odiaba á Tonet y á su infame cuñada; porque Pascualo la inspiraba la tierna conmiseración de los compañeros de infortunio.

Dolores le engañaba. Y no era asunto de ayer; las criminales relaciones databan de antiguo; comenzaron á los pocos meses de haberse casado ella con Tonet. Aquella perra, al ver que Tonet era de otra mujer, lo había apetecido, y por Dolores cometió él la primera infidelidad después de su boda.

¡Pròbes... vinguen pròbes!—rugía el patrón con los ojos amarillentos que parecían herir á su cuñada.

Esta sonreía con expresión de lástima. ¿Pruebas? que fuera á pedirlas á todo el pueblo, que hacía más de un año comentaba alegremente las relaciones. ¿No se enfadaría? ¿quería oir toda la verdad? Pues bien; hasta los gatos y los marineros jóvenes cuando hablaban en la playa de algún marido engañado, decían como exageración que era más lanudo que el Retor.

¡Recordóns!—rugía Pascual cerrando los puños y pateando el suelo—. Rosario... mira lo que parles. Si no es veritat, te mate.

¡Matarla!... ¡Valiente caso hacía ella de la vida! Era hacerla un favor quitarla de en medio. Sin hijos, sola, teniendo que hacer una vida de bestia, muerta de hambre para dar alguna peseta al señor y que no la zurrase, ¿para qué quería estar en el mundo?

Mira, Pascualo, mira.

Y remangándose un brazo, mostraba sobre la blancuzca y pobre piel que envolvía el hueso y los nervios, algunas huellas amoratadas que delataban la presión dolorosa de una mano como una tenaza. ¡Y si fuese aquello solo!... En todo el cuerpo podía enseñar marcas iguales. Eran caricias del marido cuando ella le echaba en cara sus relaciones con Dolores. Aquella misma tarde le había hecho lo del brazo, antes de ir á la playa á reunirse con su cuñada, ayudándola á la venta del pescado como si fuese su marido... ¡Cuánto se habría burlado la gente del pobre Retor!

¿Quería pruebas? Pruebas tenía. ¿Por qué no se había embarcado Tonet en la primera salida? ¿Qué herida era la de la mano que sólo duró hasta que la Flor de Mayo hubo salido del puerto? Al día siguiente le vieron todos sin los engañosos trapos.

¡Pobre Pascual! Mientras él iba al mar, á dormir poco, sufriendo el agua y el viento, todo por ganarse el pan, su mujer, su Dolores, se burlaba de él. Tonet se acostaba en su cama como un señor, caliente y regalado, burlándose del hermano tonto. Sí; era verdad: podía asegurarlo; mientras él había estado en el mar, Tonet no había dormido en su barraca, y aquella misma noche estaba ausente. Se había llevado poco antes su hatillo de marinero, despidiéndose hasta la vuelta.

¡Llora, Pascualo! Su mujer y su hermano le creían pasando la noche en la playa, y tal vez en aquel momento se preparaban á acostarse en la cómoda cama del patrón.

¡Recristo!—murmuraba el Retor con acento doloroso, levantando la cabeza como si protestase contra los de arriba, que permitían que á un hombre honrado le ocurrieran tales cosas.

Pero él no se entregaba fácilmente. Su carácter honrado y bondadoso rebelábase ante tanta monstruosidad. Aunque aceptaba en su interior la revelación dolorosa, gritaba con expresión amenazante:

¡Mentira... mentira!

Rosario enardecíase. ¿Mentira? Con hombres tan ciegos como él no valían pruebas. ¿A qué tanto gritar? ¿Iba acaso á comérsela? Era un topo, sí señor; un topo digno de lástima que no veía más allá de sus narices. Otro en su situación ya habría adivinado desde mucho tiempo antes lo que ocurría. Pero él... ¡vaya una ceguera! Ni siquiera se había fijado en su hijo para reconocer su semejanza.

¡Esta sí que fué puñalada! El Retor, á pesar de la pátina bronceada que había dado á su tez el ambiente del mar, púsose pálido, con una blancura lívida; vaciló sobre sus robustas piernas como si la verdad le zarandease rudamente, y la sorpresa le hizo tartamudear con angustia.

¡Su hijo!... ¡su Pascualet! ¿Y á quién se parecía? A ver: que hablase pronto la mala pécora. Su hijo era suyo, muy suyo. A él únicamente había de parecerse.

¡Pero de qué modo reía la maldita! Parecía un sarcástico demonio. ¡Qué terrible gracia le hacía su paternal afirmación!... Y oyó aterrado las explicaciones de Rosario. Para ser hijo suyo debía parecérsele como él se semejaba á su padre, el difunto tío Pascual. Y no era así, no. Pascualet era igual á su tío: los mismos ojos, la misma esbeltez, idéntico aire de pinturero. ¡Ah, pobre Retor! ¡Ciego lanudo! Que se fijase bien y vería como su hijo era igual á Tonet en la época que vivía en la barca de la madre y correteaba por la playa hecho un pillete.

Ahora el Retor ya no dudó. Aquello lo creía á ojos cerrados. Parecía que acababan de batirle una catarata y todo lo contemplaba con mayor claridad, con nuevas formas y desconocidos relieves, como un ciego que veía al mundo por primera vez. Era verdad. Lo mismo era su hijo que el otro: varias veces, contemplándolo, había adivinado su instinto una vaga semejanza con alguien que no podía definir.

Se llevó las crispadas manos al pecho, como si fuese á desgarrarlo, á sacar de él algo que quemaba, y después se echó un fiero zarpazo á la cabeza.

¡Recontracordons!—gimoteó con una voz ronca que alarmó á Rosario—. ¡Santo Cristo del Grau!...

Anduvo algunos pasos como si estuviera borracho y desplomóse con tanto ímpetu, que el suelo tembló con el choque de su pecho poderoso, y las piernas se levantaron á impulsos de la caída.

Cuando el Retor despertó estaba tendido de espaldas y sentía en las mejillas un cosquilleo caliente, como si algún bichillo se escurriera escarabajeando sobre su piel con tibio contacto.

Llevóse una mano penosamente á la dolorida cara, y á la luz del candil la vió manchada de sangre. Las narices le dolían; comprendió que al caer, su rostro había chocado con el suelo, produciéndose una fuerte hemorragia.

Rosario estaba arrodillada junto á él é intentaba limpiarle la cara con un trapo húmedo.

El Retor, al ver el rostro despavorido de su cuñada, recordó sus revelaciones y lanzó á Rosario una mirada de odio.

¡Que no le ayudase! Podía levantarse solo. La agradecía todo el mal que le había hecho. No; no eran necesarias excusas. ¡Si él estaba muy satisfecho!... Noticias como aquellas no se olvidan nunca. Y gracias que había tenido la pérdida de sangre, pues de lo contrario era posible que se hubiera quedado muerto en el sitio, víctima de una congestión... ¡Ay, cómo sufría!... Pero también ¡cómo se iba á divertir! Ya se cansaba de ser bueno. ¿De qué servía que un hombre fuese honrado y se quitara la piel para bien de la familia? Ya se encargaban de martirizarle los vagos y las malas pécoras que estaban en el mundo para la perdición de los hombres de bien. ¡Pero cómo iba á divertirse! ¡Cómo se acordaría el Cabañal del Retor, del famoso lanudo!

Y barboteando quejas y amenazas entre suspiros y rugidos, el patrón restregábase con el trapo el dolorido rostro, como sí aquella frescura le aliviase.

Avanzaba hacia la puerta con ademán resuelto y hundiendo sus manazas en la faja. Rosario intentaba cerrarle el paso con expresión de terror, como si acabara de despertarse en ella la loca pasión por Tonet y temiese por su vida.

Debía detenerse; esperar. ¿Quién sabe si todo eran mentiras, visiones de ella, murmuraciones de la gente? Tonet era su hermano.

Pero el Retor sonreía de un modo lúgubre. Que no hablase más; estaba convencido; se lo decía el corazón, y era bastante... El mismo temor de Rosario le confirmaba en su creencia. ¿Tenía miedo por Tonet? ¿Le quería? También él quería á su Dolores á pesar de todo. La llevaba en el pecho; por más que hiciera, no podría sacar de allí dentro á la gran... punta, y sin embargo, ya vería Rosario, ya vería todo el pueblo cómo procedía Pascualo el llanut.

—No, Pascualo—suplicaba Rosario, intentando agarrar sus poderosas manazas—. Espera.. esta nit no...atre día.

¡Oh! Él lo adivinaba. Rosario sabía que aquella noche estaba su marido en su casa junto con Dolores. Pero podía tranquilizarse. Decía bien; aquella nit no. Además, había olvidado la faca y no era cosa de matar á bocados á la infame pareja... ¡Paso libre! ¡Allí se ahogaba!

Y apartando á Rosario de un vigoroso empellón, se echó á la calle.

Su primera sensación al verse en la obscuridad fué de placer. Parecíale que acababa de salir de un horno y aspiraba con deleite la brisa cada vez más fresca.

No lucía estrella alguna; el cielo estaba encapotado, y á pesar de su situación, Pascual, con el instinto de marinero, examinó el espacio y se dijo que al día siguiente sería malo el tiempo.

Después se olvidó del mar y del próximo temporal y anduvo tiempo y más tiempo sin pensar en nada, moviendo las piernas instintivamente, sin voluntad ni rumbo determinado, repercutiéndole los pasos dentro del cráneo, como si estuviera hueco.

Sentíase tan insensible como poco antes, cuando yacía tendido sin conocimiento en la barraca de Tonet. Dormía de pie, abrumado por el dolor, pero su sueño era ambulante; y á pesar de la parálisis de sus sentidos, las piernas movíanse aceleradamente, sin que Pascual notase que pasaba siempre por el mismo sitio.

Su única sensación era de amargo placer. ¡Qué alegría poder caminar amparado por las sombras, pasearse por unas calles que á la luz del sol no tendría el valor de atravesar!

El silencio causábale la dulce sensación que siente el fugitivo al verse en el desierto, lejos de los hombres y al abrigo de la soledad.

Vió á lo lejos, marcada en el suelo la faja de luz de una puerta abierta; alguna taberna tal vez, y huyó tembloroso, agitado, como si acabase de encontrar un peligro.

¡Ay! ¡Si le viese alguien! Tal vez muriera de vergüenza. El más insignificante grumetillo le haría huir.

Obscuridad y silencio era lo que buscaba. Y caminaba sin cansarse, tan pronto por las muertas calles de la población como por la playa, que también parecía intimidarle. ¡Recristo! ¡Cómo se habrían burlado de él en los corrillos! Todas las barcas viejas debían estar en el secreto, y cuando crujían era que celebraban á su modo la ceguera del patrón de la Flor de Mayo.

Varias veces despertó del sopor que inconscientemente le hacía errar sin descanso.

Una vez se encontró cerca de su barca y otra parado ante su casa y con la mano tendida hacia el aldabón... Había que huir de allí; quería sosiego y calma; tiempo le quedaba. Y este raciocinio fué poco á poco sacando el pensamiento de su catalepsia dolorosa.

No se entregaba; ¡nunca! Sabrían todos quién era él, pero esto no impedía que encontrase ciertos motivos para disculpar á Dolores. Al fin no desmentía su casta. Era legítima hija del tío Paella, aquel borrachón que tenía por abonadas á las chicas del barrio de Pescadores, y en su casa hablaba lo mismo que si Dolores fuese otra de la parroquia. ¿Qué había aprendido de su padre? Cochinadas, nada más que cochinadas, y así había salido ella. La culpa era de él, ¡grandísimo bruto! casándose con una mujer que forzosamente había de resultar tal como era.

Ya lo decía su madre... La que mejor conocía á Dolores era la siñá Tona, cuando se oponía á que la hija de Paella fuese su nuera. Dolores era una mala mujer, pero él no podía chillar muy alto, pues resultaba culpable por haberse casado con ella.

A quien odiaba era á Tonet... ¡Deshonrar á un hermano! ¿Cuándo se había visto tal monstruosidad? Tenía que arrancarle el alma.

Pero apenas formulaba en su interior los horribles deseos de venganza, surgía la protesta de la sangre. Oía la voz de Rosario diciéndole como amarga advertencia que Tonet era su hermano. ¿Cuándo se había visto que un hermano matase á otro? Caín únicamente, aquel hombre perverso, del que había oído hablar con tanta indignación al cura del Cabañal. Además, ¿Tonet era culpable?... No; el culpable era él, nadie más que él. Ahora lo veía con claridad. Le había quitado la novia al pobre Tonet; Dolores y él se amaban antes de que el Retor pensase en decir una palabra á la hija de Paella; y había sido una barbaridad, como todo lo suyo, casarse con una mujer que era de su hermano.

Lo que ahora le afligía era forzoso que ocurriese. ¿Qué culpa tenían los dos si al verse juntos, en continuo trato por el parentesco, había resucitado la antigua pasión?

Se detuvo unos instantes, como abrumado por la culpabilidad que le parecía evidente, y al darse cuenta del lugar donde se hallaba, vióse en la playa, á pocos pasos de la taberna de su madre.

La barcaza vieja y sombría, asomando entre las cercas de cañas, evocó el recuerdo del pasado. Vióse pequeño, correteando por la playa, llevando en brazos á su hermano, al diablejo exigente que le martirizaba con sus caprichos de arrapiezo rabioso. Su vista parecía traspasar las viejas tablas de la barcaza y veía el angosto camarote, sentía la tibia caricia de la colcha que cubría amorosamente á los dos; á él cuidadoso y solícito como una madre, y al otro, á su compañero de miseria, que apoyaba sobre sus mejillas la morena cabecita.

Sí; tenía razón Rosario. Era su hermano; mejor aún: era su hijo, pues él, más que la siñá Tona, había cuidado del encantador pillete, plegándose á todas sus exigencias como esclavo cariñoso.

¿Y le había de matar?... ¡Dios mío!... ¿Quién había imaginado tal monstruosidad? No; perdonaría; por algo era cristiano y creía á ojos cerrados en todas las palabras de su amigo don Santiago.

La calma absoluta de la playa, su obscuridad de caos, la ausencia completa de todo ser humano, infiltraban la dulzura en su indignada rudeza, inclinándole al perdón.

Pascual sentíase nacer á una vida nueva; hasta le parecía que era otro quien pensaba por él. La desgracia aguzaba su inteligencia.

Dios era el único que le veía en aquel momento: á Él solo tenía que dar cuentas. ¿Y qué le importa á Dios que una mujer engañe á su marido? Pequeñeces, miserias de los gusanillos que pueblan este mundo; lo importante era ser bueno y no contestar á la infidelidad con un nuevo crimen.

El Retor regresó lentamente hacia el Cabañal. Experimentaba gran alivio; la frescura del ambiente parecía haber penetrado en su ardoroso interior. Sentíase débil. Desde por la mañana no había comido, y el golpe en la cara le causaba una picazón molesta.

Sonaban á lo lejos relojes dando la hora... ¡Las dos! Parecía imposible la rapidez con que había transcurrido el tiempo. Más pesadas le resultarían las pocas horas que quedaban hasta el amanecer.

Al entrar en la calle oyó una voz de niño que cantaba. Algún grumetillo que iba hacia su barca. El Retor le distinguió en la obscuridad pasando por la acera de enfrente, cargado con dos remos y un lío de redes. Aquel encuentro le trastornó rápidamente.

Dentro de él existían dos seres; ahora lo comprendía. El uno era el de siempre, el bondadoso y cachazudo, penetrado de afecto á todos los suyos; el otro la bestia que él presentía cuando pensaba en la posibilidad de ser engañado, y que ante la traición estremecíase con el delirio de la sangre.

En la obscuridad sonó una risotada fosca y estridente del Retor. ¿Quién hablaba de perdonar? ¡Valiente paparrucha! Reíase él del imbécil que momentos antes se enternecía como un niño ante la barcaza de la siñá Tona. ¡Lanudo!... ¡Cobarde! Todos sus lloriqueos eran excusas de poltrón, pretextos de un hombre sin agallas para vengarse. Que perdonase don Santiago y todos los que sabían decir cosas tan bonitas... Él era un marinero, un hombre con más colgantes que un toro pardo, y el que se la hacía, ¡redeu!, se la pagaba, así se metiera en el vientre de un tiburón. ¡Lanudo!... ¡Cobarde!

Y el patrón, ofendido por el recuerdo de la pasada debilidad, se insultaba, dábase furiosos puñetazos en el pecho, como si quisiera castigar la bondad de su carácter.

¡Perdonar!... Aun podría hacerlo viviendo en un desierto; pero él vivía en un pueblo donde todos se conocían; dentro de pocas horas, así como pasaba aquel chicuelo, irían por las calles centenares de personas que al verle se tocarían con el codo, diciendo entre risas: Ahí va Pascualo el llanut; y eso no, ¡Cristo! antes la muerte. No le había echado su madre al mundo para hacer reír á todo el Cabañal como si fuese un mico. Mataría á Tonet, á Dolores, á medio pueblo si se le ponía delante, y después, ¡venga lo que Dios quiera! El presidio se ha hecho para los hombres que tienen agallas; y si le tocaba lo otro, lo peor, también lo aceptaba. Si había de morir sobre la cubierta de su barca, lo mismo le daba que le apretasen el cuello en alto: todo era caer sobre tablas... ¡Recristo! Ahora verían quién era él.

Y echó á correr con los brazos encogidos, la cabeza baja, rugiendo como si fuese á acometer, dando furiosos encontronazos en las esquinas, guiado por el instinto, por el ansia de destrucción que le llevaba rectamente hacia su casa.

Agarró la aldaba, y aquello fué un repiqueteo feroz é incesante que conmovió la puerta, haciendo crujir las grietas de la madera. Quiso gritar, insultar á los infames para que saliesen; escupirles las tremendas amenazas que le bullían dentro del cráneo, pero no pudo; sentía una parálisis en la cabeza, como si toda la vida se hubiese concentrado en sus manazas, que casi arrancaban el aldabón, y en los pies, que golpeaban la puerta, incrustando en las maderas los clavos de sus zapatos.

Aquello era poco: más aun; para que rabiase el par de canallas. Y agachándose, agarró de en medio de la calle un enorme pedrusco y lo arrojó como una catapulta contra la puerta, que crujió dolorosamente, conmoviendo toda la casa.

En el silencio que se hizo después de este estrépito, el Retor oyó el ruido de algunas ventanas que se abrían cautelosamente. Quería venganza, pero no que se rieran los vecinos.

Adivinó lo ridículo de la situación si le sorprendían golpeando la puerta de su casa, mientras los otros estaban dentro, y aterrado por las nuevas burlas que caerían sobre él, huyó y fué á refugiarse en la esquina inmediata, donde quedó agazapado.

Oyéronse cuchicheos y risas por un rato, pero después se cerraron las ventanas y la calle quedó otra vez en silencio.

El Retor, con sus ojos de buen marinero, acostumbrado á las noches lóbregas, veía desde la esquina la puerta de su casa. Allí permanecería si era preciso hasta que saliera el sol.

Esperaba á su hermano... ¡A su hermano, no! Al canalla de Tonet; y cuando saliera... Era lástima no tener la faca á mano, pero le mataría de cualquier modo; le apretaría el gaznate ó le machacaría el cráneo con cualquier pedrusco de la calle. En cuanto á ella, entraría después en su casa y la abriría el vientre con el cuchillo de la cocina ó haría otra cosa semejante. ¡Ya veríamos! Puede que al pasar el tiempo se le ocurriera otra barbaridad más chistosa.

Y el Retor, agazapado en la esquina, entreteníase en discurrir tormentos, gozaba recordando cuantas clases de muerte había oído relatar; las aplicaba todas á la infame pareja y hasta regodeábase mentalmente con la esperanza de encender en la playa una pira de barcos viejos, tostándolos á los dos á fuego lento.

¡Qué frío hacía!... ¡Y qué mal iba sintiéndose el pobre Retor! Pasada la locura furiosa que le acometió al encontrarse con el grumete, sentía ahora una laxitud general, una debilidad que le paralizaba. La humedad de la noche parecía penetrar hasta sus huesos, y el estómago le atormentaba con dolorosos estremecimientos. ¡Ay, Dios! No en balde se sufren los pesares. ¡Qué enfermo se sentía!... Por esto tenía que matar á aquellos infames, ó de lo contrario acabarían con él á fuerza de disgustos.

Aquella misma noche había conocido su desgracia, y ya se sentía envejecido, con el robusto corpachón dominado por extraña debilidad.

¡Las tres! Con qué lentitud pasaba el tiempo. Y seguía allí, inmóvil, sintiendo que la parálisis de sus miembros se apoderaba también de su pensamiento.

Ya no imaginaba terribles castigos; no pensaba nada, y más de una vez se preguntó qué hacía allí. Toda su voluntad estaba concentrada en los ojos, que no se apartaban ni un sólo instante de la cerrada puerta.

Hacía ya mucho rato que habían sonado las tres y media, cuando el Retor creyó percibir un ligero chirrido y que se abría el postigo de su casa. Un bulto se despegó de la obscura puerta, y por unos instantes estuvo inmóvil, como si mirase á ambos lados de la calle temiendo ser espiado.

Volvió á percibirse el chirrido, el choque de las maderas cerrándose, al mismo tiempo que el Retor, entumecido por la humedad, se incorporaba trabajosamente.

Por fin, le llegaba su hora buena. Y corrió hacia el bulto, pero éste tenía unas piernas envidiables, y al ver venir un hombre dió un salto prodigioso y emprendió carrera. Los vecinos madrugadores oían desde la cama la ruidosa persecución, aquel galope furioso que hacía temblar las aceras de ladrillos.

Perseguíanse jadeantes é impetuosos en la obscuridad. El Retor se guiaba por una mancha blanca, algo así como un hatillo que aquel hombre llevaba en la espalda, pero á pesar de sus esfuerzos adivinaba que perdería la pista, pues la distancia entre él y el perseguido aumentaba rápidamente. Sus piernas de marinero eran para sostenerse erguido en la borrasca, no para correr; entorpecíale el entumecimiento de la humedad, y además, bien conocía que había de habérselas con su hermano, famoso desde pequeño por su agilidad y ligereza.

En una encrucijada le perdió de vista, como si se hubiera disuelto en la sombra. Huroneó por las calles inmediatas buscando al perseguido, sin encontrar el menor rastro. ¡Buenas piernas tenía el ladrón!

Abríanse algunas puertas dando paso á los madrugadores que tenían trabajo en la playa, y el Retor huyó, dominado por el terror que le inspiraba la presencia de extraños.

Nada le quedaba ya que hacer. Había perdido hasta la esperanza de vengarse. Y se encaminó á la playa, temblando de frío, sin voluntad, sin fuerzas para pensar, resignado con su suerte.

Comenzaba el movimiento en torno de las barcas. Sobre la obscura arena brillaban como luciérnagas los rojos farolillos de la marinería que acababa de despertar.

El Retor vió la luz en la taberna de su madre; Roseta había levantado la hoja de madera que se cerraba sobre el mostrador, y estaba tras éste, arrebujada en su mantón, soñolienta, con la aureola de rubios y encrespados cabellos escapándose por bajo del pañuelo de seda y la naricilla roja por el frío del amanecer.

Esperaba á los primeros parroquianos y tenía sobre el mostrador, pronta á servir, los vasitos y la botella de aguardiente. La madre dormía aún en su camarote.

Cuando Pascual se dió cuenta de lo que hacía, ya estaba plantado ante el mostrador... ¡Una copa! Roseta, en vez de servirle, le miraba fijamente con sus ojos claros y sin expresión, que parecían registrarle hasta el alma. El Retor temblaba... ¡Ah! aquella chiquilla... ¡qué lista era! Todo lo adivinaba, y por esto el patrón, para salir del paso, apeló á la brutalidad.

¡Recordóns! ¿No había oído? Quería una copa, y realmente la necesitaba para echar lejos de sí el frío mortal que le congelaba las entrañas. Él, siempre tan sobrio, quería beber, emborracharse, anegar en aguardiente su entorpecimiento de idiota que le dominaba.

Bebió... ¡Otra! ¡y otra después! y mientras tragaba el aguardiente de un sorbo, su hermana no dejaba de servirle, siempre con la mirada fija en él, como si leyese en su rostro todo lo ocurrido.

¡Qué bien se encontraba Pascual! ¡Oh! aquello reanimaba. Parecíale que la fría atmósfera del amanecer se iba caldeando; sentía un tibio cosquilleo bajo la piel y casi se reía de la veloz persecución por las calles que tanto le había fatigado.

Experimentaba la necesidad de ser bueno, de querer á todo el mundo, comenzando por aquella chica, por su hermana, que seguía mirándole. Sí; lo proclamaba él muy alto. Roseta era la honra de la familia; todos los demás unos cochinos, y él el primero. ¡Ah, Roseta! ¡Qué talento tenía! ¡Qué finura! Sabía decir las cosas con diplomacia; bien se acordaba él de lo del camino del Grao; no era como otras locas que daban disgustos de muerte y ponían á un hombre á dos dedos de la perdición. Y además, ¡qué talento! Ella estaba en lo cierto. Los hombres eran todos unos pillos ó unos imbéciles: que pensase así por muchos años. Más valía aborrecer á los hombres que no fingirles cariño como otras, para después engañarlos y perderlos. ¡Ay, Roseta! ¡hija mía!... ¡Cuánto valía aquella chica!

Y el Retor, enardeciéndose por momentos, braceaba y gritaba, oyéndosele desde lejos. Sonó un roce fuerte dentro del camarote de Tona, y al través de la gruesa cortina salió su ruda voz con inflexión cariñosa:

¿Eres tú, Pascualo?

Sí, era él, madre; iba á la barca á ver lo que se hacía. No debía levantarse aún, pues el tiempo era malo.

Comenzaba á amanecer. En el horizonte, sobre la obscura faja del mar, marcábase otra de luz débil y lívida. El cielo estaba encapotado, y en la playa una densa bruma borraba el contorno de los objetos, que se marcaban como ligeras manchas.

El Retor pidió otra copa: la última; y antes de alejarse pasó su callosa mano por las frescas mejillas de Roseta.

¡Adiós! Ya lo sabía; ella era la única mujer buena de todo el Cabañal. Debía creerle á él, que era su hermano. ¡Que no se casase nunca!

Cuando llegó cerca de la Flor de Mayo silbando con indiferencia, cualquiera lo hubiera creído alegre, á no ser por el extraño brillo de sus ojos amarillentos, que parecían salirse del rostro, rubicundo por el alcohol.

Sobre la cubierta de la barca, erguido con petulancia, como si quisiera enterar á todo el mundo de que estaba allí, mostrábase Tonet. A sus pies veíase el blanco hatillo, el mismo que saltaba sobre su espalda al correr por las calles del Cabañal.

¡Bon día, Pascualo!—gritó al ver á su hermano, como si tuviera prisa por hablarle y desvanecer las temerosas sospechas que sentía.

¡Ah, ladrón!... ¡Y qué desvergonzado era! Pero antes de que Pascual pudiera contestarle, cuando comenzaba á sentirse invadido por la misma fiebre de horas antes, vióse rodeado por algunos compañeros.

Los patrones de las barcas celebraban consejo: se agrupaban sin quitar la vista del horizonte.

El tiempo presentábase amenazador, resultaba temerario el salir. Era lástima, porque el pescado se presentaba tan abundante, que podía cogerse con las manos; pero la piel de un hombre vale más que el negocio.

Todos eran de la misma opinión. El tiempo se ensuciaba; había que quedarse.

Pero Pascual protestó. ¿Quedarse? Eso que lo hiciera quien quisiera. Él á la mar iba. Aun no se habían conocido temporales bastante fuertes para darle miedo. El Retor decía esto con resolución, como si le ofendieran aquellos propósitos de quedarse. El que no tuviera... agallas que no saliera. Allí quería él ver hombres.

Y volvió la espalda sin atender razones. Quería huir de tierra, alejarse de aquellos que le conocían y sabiendo su desgracia podían burlarse. ¡A la mar!... Ya llegaban los bueyes del arrastre. A ver: ¡los de la Flor de Mayo! ¡Todo el mundo á tierra! Á poner los parados para echar la barca al agua.

Y la gente de á bordo, influída por la costumbre, obedeció al patrón. El tío Batiste fué el único en protestar con toda su autoridad de lobo marino.

¡Rediel! Aquello era una barbaridad. ¿Dónde tenía los ojos el Retor? ¿No veía acercarse el temporal?

Mutis, agüelo. Aquello, cuando más, reventaría en agua; y al que está acostumbrado al mar, le importa poco un chubasco más ó menos.

Pero el viejo seguía protestando. Reventaría en agua ó en viento, y si ocurría esto ya podían rezar el último padrenuestro los pescadores á quienes pillase.

El patrón protestó con una rudeza extraña en él, que trataba siempre con respeto al viejo... ¡Tío Batiste, á casa! Sólo servía ya para sacristán del Cabañal. Él no quería carroñas ni cobardes en su barca.

¡Recontracordons!... ¡Cobarde él! ¡Un hombre que había ido en falucho á la Habana y naufragado dos veces! ¡Redeu! (y que le perdonase el pecado el Santo Cristo del Grao); si tuviera veinte años menos, por aquella palabra ya hubiera sacado la faca, tirándole las tripas al suelo. ¡A la mar! Que todo se lo llevase el demonio! Bien lo decía el refrán: Donde hay patrón no manda marinero.

Y mascullando su indignación, ayudó á colocar las últimas viguetas, cuando la proa de Flor de Mayo tocaba ya el agua.

Otra pareja de bueyes arrastraba al mismo tiempo la barca vieja que el Retor tenía alquilada para formar pareja con la suya.

Al poco rato ambas embarcaciones balanceábanse sobre las rompientes de la playa é izaban su gran vela latina, tomando viento con rapidez.

Los patrones agrupábanse en la playa perplejos y agitados, mirando con codicia las dos barcas que se alejaban y haciendo indignados comentarios.

Aquel lanudo se había vuelto loco. El muy ladrón iba á hacer su negocio, y ellos, por cobardes, se quedarían con las manos en los bolsillos.

Esta suposición les irritaba, como si el Retor fuese á apoderarse de toda la pesca que había en el mar. Los más codiciosos y audaces se decidieron. ¡Ea! ellos eran tan hombres como el que más y podían ir donde fuese otro. ¡Barcas al agua!

La resolución fué contagiosa, y los boyeros no sabían dónde acudir, pues todos querían ser los primeros, como si se hubiera generalizado la locura del Retor. Parecía que todos temiesen ver agotada la pesca de un momento á otro.

Las mujeres en la playa gritaban de miedo al ver á sus hombres lanzarse en tal aventura, y proferían maldiciones contra el Retor, un lanudo que quería perder á toda la gente honrada del Cabañal.

La siñá Tona, en ropas menores, con la escasa cabellera gris flotando sobre el cráneo, acababa de llegar á la orilla. Estando en la cama le habían dicho la locura de su hijo y corría á evitarla. Pero las dos barcas ya estaban muy lejos.

¡Pascualet!—gritaba la pobre mujer formando bocina con las manos—. ¡Fill meu!... Torna... torna.

Y al conocer que no podían oirla, tirábase de los escasos pelos y prorrumpía en gemidos y aclamaciones.

María Santísima: su hijo iba á morir. Se lo decía el corazón. ¡Ay, reina y soberana! Todos morirían; sus dos hijos, su nieto: parecía que una maldición pesase sobre la familia. La mar cochina se los tragaría á todos, como ya había devorado á su pobre Pascual.

Y mientras la pobre mujer gritaba como una loca y las demás le hacían coro, los marineros, ceñudos y sombríos, empujados por el egoísmo de la existencia, por la conquista del pan, que hace afrontar los mayores peligros, entraban en el agua hasta la cintura y montaban en sus barcas, tendiendo las grandes velas.

Y poco después, un enjambre de manchas blancas marcábase en la bruma de aquel amanecer tempestuoso, corriendo desbocadas mar adentro, como si las atrajera el imán de la fatalidad.

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