III

La vida de Renovales fué otra. Enamorado de su mujer, temiendo que ésta notase alguna falta en su bienestar y pensando con cierta inquietud en aquella viuda de Torrealta, que podía quejarse de que la hija del «ilustre diplomático, de imperecedero recuerdo», no era feliz, por haber descendido á unirse con un pintor, trabajaba tenazmente para mantener con el pincel las comodidades de que había rodeado á Josefina.

Él, que tanto había despreciado el arte industrial, la pintura por dinero á que se entregaban sus camaradas, imitó á éstos, pero con la vehemencia que ponía en todas sus empresas. En ciertos estudios levantó gritos de protesta este competidor incansable que abarataba escandalosamente los precios. Había vendido su pincel, por un año, á uno de aquellos mercaderes judíos que exportaban pintura al extranjero; á tanto la pieza, y con prohibición absoluta de pintar para otro comerciante. Renovales trabajaba de la mañana á la noche, cambiando de asuntos cuando así lo exigía aquel que llamaba su empresario. «Basta de chocharos: ahora moros.» Después los moros perdían su valor en el mercado y entraban en tanda los mosqueteros en gallardo duelo, los pastorcillos sonrosados á lo Wateau ó las damas de cabello empolvado, embarcándose en una góndola de oro al son de cítaras. Para refrescar el surtido, intercalaba una escena de sacristía con gran alarde de casullas bordadas é incensarios dorados, ó alguna bacanal, imitando de memoria y sin modelo las voluptuosas redondeces y las carnes de ámbar del Ticiano. Cuando se acababa el catálogo, los chocharos volvían á estar de moda, y otra vez á empezar. El pintor, con su extraordinaria facilidad de ejecución, producía dos ó tres cuadritos por semana. El empresario, para animarle en su trabajo, le visitaba muchas tardes, siguiendo la marcha de su pincel con el entusiasmo del que cuenta el arte á tanto el palmo y la hora. Sus noticias eran para infundir nuevos ánimos.

La última bacanal pintada por Renovales estaba en un bar elegante de Nueva York. Su procesión de los Abruzos la tenían en uno de los castillos más nobles de Rusia. Otro cuadro, representando una danza de marquesas disfrazadas de pastorcillas, sobre una pradera de violetas, lo guardaba en Francfort un barón judío y banquero... El mercader se frotaba las manos, hablando al artista con aire protector. Su nombre iba creciendo gracias á él, que no pararía hasta crearle una reputación universal. Ya le escribían sus corresponsales pidiendo que sólo enviase obras del signore Renovales, pues eran las que se movían mejor en el mercado. Pero Mariano le contestaba con un estallido brusco de su amargura de artista. Todos aquellos lienzos eran porquerías. Si el arte fuera esto, preferiría picar piedra en una carretera.

Pero sus rebeliones contra este envilecimiento, del pincel desaparecían al ver á su Josefina en aquella casa, cuyo adorno mejoraba, convirtiéndola en un estuche digno de su amor. Ella sentíase dichosa en su vivienda, con carruaje de lujo todas las tardes y completa libertad para vestirse y adornarse. Nada faltaba á la esposa de Renovales: hasta tenía á sus órdenes, como consultor y fiel mandadero, al buen Cotoner, que pasaba la noche en el cuartucho que le servía de estudio en un barrio popular y el resto del día junto al joven matrimonio. Ella era la dueña del dinero: nunca había visto tantos billetes juntos. Cuando Renovales le entregaba el mazo de liras que le había dado su empresario, ella decía alegremente: «¡Dinero, dinerito!», y corría á ocultarlo, con un mohín gracioso de dueña de casa hacendosa y económica... para sacarlo al día siguiente y desparramarlo con infantil inconsciencia. ¡Qué gran cosa era la pintura! Su ilustre padre (á pesar de cuanto dijese mamá) no había ganado nunca tanto dinero yendo por el mundo, de cotillón en cotillón, representando á sus reyes.

Mientras Renovales estaba en el estudio, ella había paseado por el Pincio, saludando desde su landó á las innumerables embajadoras residentes en Roma, á ciertas viajeras aristocráticas de paso en la gran ciudad, que le habían sido presentadas en algún salón, y á toda la nube de agregados diplomáticos que vivían en torno de una corte doble: la del Vaticano y la del Quirinal.

El pintor veíase introducido por su mujer en un mundo protocolario de la más estirada elegancia. La sobrina del marqués de Tarfe, eterno ministro de Estado, era recibida con los brazos abiertos por la alta sociedad romana, la más diplomática de Europa. No había fiesta en las dos embajadas de España á la que no concurriese «el ilustre pintor Renovales con su elegante esposa», y por irradiación, estas invitaciones habíanse extendido á las embajadas de otros países. Pocas eran las noches sin fiesta. Al ser dobles los centros diplomáticos, unos acreditados cerca del rey de Italia y otros afectos al Vaticano, menudeaban las recepciones y saraos, en este mundo aparte, que se encontraba todas las noches, bastándose á sí propio para su solaz.

Cuando Renovales llegaba á su casa al anochecer, cansado del trabajo, ya le esperaba Josefina á medio vestir y el famoso Cotoner le ayudaba á ponerse el traje de ceremonia.

—¡La cruz!—exclamaba Josefina al verle con el frac puesto.—Pero hombre, ¿cómo te olvidas de la cruz? Ya sabes que allí todos llevan algo.

Cotoner iba en busca de las insignias de una gran cruz que el gobierno español había dado á Renovales por su cuadro, y el artista, con la pechera cortada por la banda y un redondel brillante en el frac, partía con su mujer para pasar la noche entre diplomáticos, ilustres viajeros y sobrinos de cardenales.

Los otros pintores rabiaban de envidia al enterarse de la frecuencia con que visitaban su estudio los embajadores de España, el cónsul y ciertos personajes allegados al Vaticano. Negaban su talento, atribuyendo estas distinciones á la posición de Josefina. Le llamaban cortesano y adulador, suponiendo que se había casado para hacer carrera. Uno de sus visitantes más asiduos era el padre Recovero, procurador de cierta orden frailuna poderosa en España; una especie de embajador con capucha que gozaba de grandes influencias cerca del Papa. Cuando no iba por el estudio de Renovales, éste tenía la certeza de que se hallaba en su casa, cumpliendo algún encargo de Josefina, la cual mostrábase orgullosa de su amistad con este fraile influyente, jovial y de pretenciosa elegancia, bajo su hábito burdo. La esposa de Renovales siempre tenía asuntos que encargarle; las amigas de Madrid no la dejaban parar con sus incesantes peticiones.

La viuda de Torrealta contribuía á esto, hablando á sus conocimientos de la alta posición que ocupaba su niña en Roma. Marianito, según ella, ganaba millones; Josefina pasaba por gran amiga del Papa; su casa estaba llena de cardenales, y si el Sumo Pontífice no iba á visitarla, era porque el pobrecito vivía en el Vaticano. Y la esposa del pintor siempre tenía que enviar á Madrid algún rosario pasado por la tumba de San Pedro, ó reliquias extraídas de las Catacumbas. Daba prisa al padre Recovero para que solucionase difíciles dispensas de casamiento, y se interesaba por otras peticiones de ciertas señoras devotas, amigas de su madre. Las grandes fiestas de la Iglesia romana la entusiasmaban por su interés teatral, y agradecía mucho al campechano fraile que se acordase de ella, reservándole una buena localidad. No había recepción de peregrinos en San Pedro, con marcha triunfal del Papa, llevado en andas entre abanicos de plumas, á la que no asistiese Josefina. Otras veces el buen padre la anunciaba con misterio que al día siguiente cantaba Pallestri, el famoso castrado de la capilla papal, y la española madrugaba, dejando acostado á su marido, para oir la voz dulcísima del eunuco pontificio, cuyo rostro imberbe figuraba en los escaparates de las tiendas entre los retratos de las bailarinas y los tenores de moda.

Renovales reía con bondad de las innumerables ocupaciones y fútiles entretenimientos de su esposa. Pobrecilla; debía pasar la vida alegremente: para eso trabajaba él. Bastante sentía no poder acompañarla más que en sus diversiones nocturnas. Durante el día confiábala á su fiel Cotoner, que iba con ella como un rodrigón, llevándola los paquetes cuando salía á compras, llenando las funciones de administrador de la casa y en ciertas ocasiones de cocinero.

Renovales lo había conocido al llegar á Roma. Era su mejor amigo. Mayor que él en diez años, mostraba Cotoner por el joven artista una adoración de discípulo y un afecto de hermano mayor. Toda Roma le conocía, riendo de sus pinturas (cuando pintaba, de tarde en tarde) y apreciando su carácter servicial, que dignificaba en cierto modo una existencia de parásito. Pequeño, regordete, calvo, con las orejas algo despegadas y una fealdad de fauno alegre y bondadoso, el signore Cotoner, al llegar el verano, encontraba siempre un refugio en el castillo de algún cardenal, en la campiña romana. Durante el invierno veíasele en el Corso, como una figura popular, envuelto en su macferlán verdoso, que agitaba las mangas con aleteo de murciélago. Había comenzado en su país como paisajista, pero quiso pintar figuras, igualarse á los maestros, y cayó en Roma acompañando al obispo de su tierra, que le consideraba una gloria de campanario. Ya no se movió de la gran ciudad. Sus progresos fueron notables. Conocía los nombres y las historias de todos los artistas; nadie podía medirse con él en punto á saber el modo de vivir en Roma con economía y dónde se encontraban las cosas más baratas. No pasaba un español por la gran ciudad que él no lo visitase. Los hijos de los pintores célebres le miraban como una especie de ama seca, pues á todos los había adormecido en sus brazos. El gran triunfo de su vida era haber figurado de Sancho Panza en la cabalgata del Quijote. Siempre pintaba el mismo cuadro, retratos del Papa en tres diversos tamaños, amontonándolos en el cuartucho que le servia de estudio y dormitorio. Los cardenales amigos, á los que visitaba con frecuencia, compadecíanse del povero signor Cotoner, y le compraban por unas cuantas liras un retrato del Pontífice, de horrible fealdad, regalándolo á una iglesia de aldea, donde la obra producía admiración por venir de Roma y ser nada menos que de un pintor amigo de Su Eminencia.

Estas compras eran un rayo de alegría para Cotoner, que llegaba al estudio de Renovales con la frente alta y una sonrisa de falsa modestia.

—He hecho una venta, chiquillo. Un Papa... el grande: el de dos metros.

Y con súbita confianza en su talento, hablaba del porvenir. Otros deseaban medallas, triunfos en las exposiciones; él era más modesto. Se daba por contento con adivinar quién sería Papa cuando muriese el actual, para ir pintando retratos suyos, por docenas, con alguna anticipación. ¡Qué triunfo lanzar la mercancía al día siguiente del Conclave! ¡Una verdadera fortuna! Y conocedor de todos los cardenales, pasaba revista en su memoria al Sacro Colegio, con una tenacidad de jugador de lotería, dudando entre la media docena que aspiraban á la tiara.

Vivía como un parásito entre los altos personajes de la Iglesia, pero era indiferente en religión, cual si el trato con aquéllos le hubiesen arrebatado toda creencia. El anciano vestido de blanco y los otros señores rojos, le infundían respeto porque eran ricos y servían indirectamente á su mísera industria de retratos. Toda su admiración era para Renovales. En los estudios de los otros artistas acogía las bromas mortificantes con su sonrisa plácida de eterno agradador; pero que no hablasen mal de Mariano, que no discutiesen su talento. Para él, Renovales sólo podía producir obras maestras, y en su ciega admiración, llegaba á extasiarse ingenuamente ante los cuadros de caballete que pintaba para su empresario.

Algunas veces Josefina presentábase de improviso en el estudio de su marido, charlando con él mientras pintaba, alabando los lienzos que eran de asunto bonito. Prefería en estas visitas encontrarle solo, pintando de fantasía, sin otra ayuda que unas ropas puestas sobre un maniquí. Sentía cierta repugnancia por los modelos, y en vano intentaba Renovales convencerla de su necesidad. Él tenía talento para pintar cosas hermosas sin apelar al auxilio de aquellos tíos ordinarios, y sobre todo, de las mujeres, unas hembras mal peinadas, de ojos de brasa y dientes de loba, que le parecían temibles en la soledad y el silencio del estudio. Renovales reía. ¡Qué disparate! ¡Celosilla! ¡Como si él, con la paleta en la mano, fuese capaz de otros pensamientos que los de su arte!...

Una tarde Josefina, al entrar de pronto en el estudio, vió sobre la tarima del modelo una mujer desnuda, tendida en unas pieles, mostrando las redondeces de su torso, de un color amarillento. La esposa apretó los labios y fingió no verla, oyendo con aire distraído á Renovales, que explicaba esta innovación. Estaba pintando una bacanal y le era imposible pasar adelante sin modelo. Era una necesidad: la carne no podía hacerse de memoria. La modelo, tranquila ante el pintor, sintióse avergonzada de su desnudez en presencia de aquella dama elegante, y luego de arrebujarse en las pieles, se ocultó tras un biombo, vistiéndose con apresuramiento.

Renovales se serenó al volver á su casa, viendo que su mujer le recibía con la efusión de siempre, como si hubiera olvidado su disgusto de la tarde. Rió oyendo al famoso Cotoner; fueron después de la comida á un teatro, y al llegar la hora de dormir, el pintor ya no se acordaba de la sorpresa en el estudio. Comenzaba á dormirse cuando le alarmó un suspiro doloroso, prolongado, como si alguien se asfixiase junto á él.

Al dar luz vió á Josefina con los puños en los ojos, derramando lágrimas, agitado su pecho por estremecimientos de angustia, moviendo los pies con una rabieta de niña, que apelotonaba las ropas de la cama echando abajo el rico edredón.

—¡No quiero! ¡No quiero!—gemía con acento de protesta.

El pintor había saltado de la cama, lleno de inquietud, yendo de un lado á otro sin saber qué hacer, intentando apartar sus manos de sus ojos, cediendo, á pesar de su fuerza, á los movimientos de Josefina para desasirse.

—¿Pero qué tienes? ¿Qué es lo que no quieres?... ¿Qué te pasa?

Y ella seguía gimoteando, revolviéndose en el lecho, agitando sus pies con furia nerviosa.

—¡Déjame! No te quiero... No me toques... No lo consiento, no señor; no lo consiento. Me iré... me iré con mi madre.

Renovales, asustado por esta furia de la mujercita siempre dulce, no sabía qué hacer para calmarla. Corría en camisa por el dormitorio y la inmediata pieza del tocador, mostrando sus músculos de atleta: la ofrecía agua, llegando, en su aturdimiento, á echar mano de los frascos de esencias, como si pudieran servirle de calmantes, y acabó por arrodillarse, intentando besar las manecitas crispadas que le rechazaban, enredándose en su barba y su cabellera.

—Déjame... Te digo que me dejes. Veo que no me quieres. Me iré...

El pintor sintió asombro y miedo por esta nerviosidad de su muñequita adorada: no se atrevía á tocarla por el temor á hacerla daño... ¡Apenas saliese el sol abandonaría aquella casa para siempre! Su marido no la quería; ella no tenía otro cariño que el de mamá. El pintor la ponía en ridículo... Y todas estas quejas incoherentes, sin explicar el motivo de su enfado, se prolongaron mucho tiempo, hasta que el artista columbró la causa. ¿Era la modelo... la mujer desnuda? Sí, esto era; ella no consentía en un estudio, que era como su casa, que se mostrasen las mujerzuelas impúdicamente á los ojos de su marido. Y al protestar contra tales abominaciones, sus dedos crispados rasgaban el pecho de la camisa, enseñando los ocultos encantos que tanto entusiasmaban á Renovales.

El pintor, fatigado por esta escena, enervado por los gritos y lloros de su esposa, no pudo resistir su risa al conocer el motivo del disgusto.

—¡Ah! ¿Conque todo es por la modelo?... Descansa, hija: no entrará ninguna mujer en el estudio.

Y prometió cuanto quiso Josefina, para acabar pronto. Al caer de nuevo en la obscuridad, todavía suspiró ella; pero ahora lo hacía entre los fuertes brazos del marido, con la cabeza apoyada en su pecho, hablando con un ceceo de niña afligida que justifica su pasada rabieta. Nada le costaba á Mariano darla ese gusto. Ella le quería mucho, ¡mucho! y aun le querría más si respetaba sus preocupaciones. Podía llamarla burguesa, alma vulgar; pero así quería ser, como había sido siempre. Además, ¿qué necesidad tenía de pintar hembras desnudas? ¿No sabía hacer otras cosas? Le aconsejaba que pintase niños, con pellico y abarcas, tocando la gaita, rizados y mofletudos como el niño Jesús; viejas campesinas de rostro arrugado y cobrizo; ancianos calvos, de luenga barba; figuras de carácter; pero nada de mujeres jóvenes, ¿eh?; nada de bellezas desnudas. Renovales decía que si á todo, apretando aquel cuerpo adorable, todavía estremecido y vibrante por la pasada furia. Los dos se buscaban con cierta ansiedad, ganosos de olvidar lo ocurrido, y la noche acabó dulcemente para Renovales, en las efusiones de la reconciliación.

Al llegar el verano alquilaron en Castel-Gandolfo un villino. Cotoner había marchado á Tívoli á la cola del cortejo de un cardenal, y el matrimonio vivió en el campo, sin otra compañía que la de un par de domésticas y un criado que cuidaba de los trebejos artísticos del señor.

Josefina vivió contenta en este aislamiento, lejos de Roma, hablando con su marido á todas horas, libre de aquella inquietud que la acometía cuando él trabajaba en su estudio. Durante un mes permaneció Renovales en plácida vagancia. Parecía olvidado de su arte: las cajas de colores, los caballetes, todo el bagaje artístico traído de Roma, estaba empaquetado y olvidado en un cobertizo del jardín. Emprendía por las tardes largos paseos con Josefina, volviendo al cerrar la noche lentamente hacia su casa cogidos del talle, contemplando la faja de oro mortecino del crepúsculo, animando el silencio de la campiña con el canturreo de alguna de las romanzas apasionadas y dulzonas que llegaban de Nápoles. Al verse solos, en la intimidad de una vida sin ocupaciones ni amistades, renacía el entusiasmo amoroso de los primeros días de su casamiento. Pero el «demonio de la pintura» no tardó en batir sobre él sus alas invisibles, de las que parecía desprenderse un irresistible encantamiento. Se aburría en las horas de fuerte sol; bostezaba en su silla de junco, fumando pipa tras pipa, sin saber de qué hablar. Josefina, por su parte, combatía el tedio leyendo alguna de las novelas inglesas, de abrumadora moralidad y costumbres aristocráticas, á las que había tomado gran afición en sus tiempos de colegiala.

Renovales volvió á trabajar. Su criado sacó á luz los trastos artísticos, y el pintor cogió la paleta con un entusiasmo de principiante. Pintaba para él con un fervor religioso, como si pretendiera purificarse de aquel año de vil sumisión á los encargos de un mercader.

Estudió directamente la Naturaleza; pintó rincones adorables del paisaje, cabezas tostadas y antipáticas que respiraban la brutalidad egoísta del campesino. Pero esta labor artística no parecía satisfacerle. Su vida de mayor intimidad con Josefina excitaba en él misteriosos anhelos, que apenas se atrevía á formular. Por las mañanas, cuando su mujer, fresca y sonrosada por una ablución general, mostrábase ante él casi desnuda, la contemplaba con ojos ávidos.

—¡Ay! ¡Si tú quisieras!... ¡Si no tuvieses esas manías!...

Y sus exclamaciones la hacían sonreir, halagada su vanidad femenil por esta adoración. Renovales se lamentaba de que su talento de artista tuviera que ir en busca de cosas bellas, cuando la obra suprema y definitiva estaba junto á él. La hablaba de Rubens, el maestro gran señor, que rodeaba á Elena Froment de un lujo de princesa, y de ésta, que no sentía reparo en despojar de velos su fresca belleza mitológica para servir de modelo al marido. Renovales elogiaba á la dama flamenca. Los artistas formaban una familia aparte; la moral y los prejuicios vulgares eran para los otros. Ellos vivían acogidos al fuero de la Belleza, teniendo por natural lo que las gentes miraban como pecado...

Josefina protestaba con una indignación cómica de los deseos de su marido, pero se dejaba admirar. Cada vez eran mayores sus abandonos. Por las mañanas, al levantarse, permanecía más tiempo desnuda, prolongando las operaciones de su aseo, mientras el artista rondaba en torno de ella elogiando las diversas bellezas de su cuerpo. «Esto es Rubens puro; esto es el color del Ticiano... A ver, nena, levanta los brazos... así. ¡Ay; eres la maja, la majita de Goya!...» Y ella se prestaba á sus manejos con graciosos mohines, como si paladease el gesto de adoración y contrariedad que ponía su esposo al poseerla como hembra y no poseerla como modelo.

Una tarde de viento abrasador que esparcía en su soplo la asfixia de la campiña romana, Josefina cedió. Estaban en su habitación con las vidrieras cerradas, buscando en la clausura y la ligereza de las ropas un remedio al terrible siroco. No quería ver á su marido con aquella cara triste ni escuchar sus lamentaciones. Ya que estaba loco y se había aferrado á aquel capricho, no osaba contrariarle. Podía pintarla, pero sólo un estudio; nada de cuadro. Cuando se cansase de reproducir su carne sobre el lienzo, rompería éste... y como si nada hubiese hecho.

El pintor dijo á todo que si, deseando verse cuanto antes, pincel en mano, ante la codiciada desnudez. Tres días trabajó con una fiebre loca, los ojos desmesuradamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina aquellas formas armoniosas. Josefina, acostumbrada ya á su desnudez, permanecía tendida, olvidando su situación, con ese impudor femenil que sólo siente vacilaciones al dar el primer paso. Agobiada por el calor, dormíase mientras su marido seguía pintando.

Cuando la obra estuvo terminada, Josefina no pudo menos de admirarla. «¡Qué talento tienes! ¿Pero realmente soy yo así... tan bonita?» Mariano mostrábase satisfecho. Era su mejor obra, la definitiva. Tal vez en toda su existencia no hallaría otro momento como este, de prodigiosa intensidad mental, lo que llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo mismo que ciertas mañanas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio. Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura, fijándose especialmente en el vientre recogido, de curva suave, en las audaces y duras puntas de sus pechos, orgullosa de estos blasones de la juventud. Deslumbrada por la belleza de su cuerpo, no se fijaba en la cara, que parecía sin valor, perdida en suaves veladuras. Cuando sus ojos se posaron en ella, mostró cierta decepción.

—¡Se me parece muy poco! ¡No es mi cara!...

El artista sonreía. No era ella; había procurado desfigurar su rostro; su rostro nada más. Era una máscara, una concesión á las conveniencias sociales. Así nadie la reconocería, y su obra, su grande obra, podría salir á luz reclamando la admiración del mundo.

—Porque esto no vamos á romperlo—continuó Renovales con cierto temblor en la voz.—Sería un crimen. En mi vida volveré á hacer nada igual. No lo romperemos, ¿verdad, nena?

La nena permaneció silenciosa un buen rato, con la vista fija en el cuadro. Los ávidos ojos de Renovales vieron poco á poco subir una nube por su rostro, como se remonta una sombra en un muro blanco. El pintor creyó que le faltaba el suelo bajo los pies; se aproximaba la tempestad. Josefina palidecía: dos lágrimas resbalaban suavemente junto á su naricita, dilatada por la opresión del pecho; otras dos ocupaban el lugar de aquéllas, para caer también, y después otras y otras.

—¡No quiero!... ¡No quiero!

Era la misma voz ronca, nerviosa, despótica, que le había espeluznado de inquietud y miedo la noche de su primer disgusto en Roma. La mujercita miraba con odio aquel cuerpo desnudo que irradiaba su luz de nácar desde el fondo del lienzo. Parecía sentir el espanto de la sonámbula, que despierta de repente en medio de una plaza rodeada de mil ojos curiosos y ávidos de su desnudez, y en su terror no sabe qué hacer ni por dónde huir. ¿Cómo había podido prestarse ella á tal escándalo?

—No quiero—gritaba iracunda.—Rómpelo, Mariano; rómpelo.

Pero Mariano también parecía próximo á llorar. ¡Romperlo! ¿Quién podía exigirle tal disparate? Aquella figura no era ella; nadie la reconocería. ¿Por qué privarle de un triunfo estruendoso?... Pero su mujer no le escuchó. Se revolcaba en el suelo con las mismas contorsiones y gemidos de aquella noche tormentosa; crispaba sus manos hasta contraerlas en forma de gancho; agitaba sus pies con el temblor de una oveja moribunda, y su boca, torcida por doloroso mohín, seguía gritando entre ronquidos:

—No quiero... no quiero. Rómpelo.

Se quejaba de su suerte con una furia que hería á Renovales. ¡Ella, una señorita, sometida á este envilecimiento, como si fuese una mujerzuela nocturna! ¡Si lo hubiese sabido!... ¡Cómo iba á figurarse que su esposo la propondría cosas tan abominables!...

Renovales, ofendido por estos insultos, por los latigazos que descargaba aquella voz aguda y silbante sobre su talento de artista, abandonaba á su mujer, la dejaba rodar por el suelo y con los puños cerrados iba de un extremo á otro de la habitación, mirando al techo, mascullando todos los juramentos, tanto españoles como italianos, que eran de uso corriente en su estudio.

De pronto quedó inmóvil, clavado en el suelo por el espanto y la sorpresa. Josefina, desnuda aún, había saltado sobre el cuadro con una agilidad de gata rabiosa. Del primer golpe de sus uñas rayó de arriba á abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la cascarilla de las partes secas. Después cogió el cuchillete de la caja de colores y raaás... el lienzo exhaló un larguísimo quejido, se partió bajo el impulso de aquel brazo blanco, que parecía azulear con el espeluznamiento de la cólera.

Él no se movió. Tuvo un momento de indignación, quiso avanzar sobre ella, pero cayó en infantil anonadamiento, deseando llorar, refugiarse en un rincón, esconder su cabeza débil y quejumbrosa. Ella, ciega por la cólera, seguía ensañándose en el cuadro, enredando los pies en la madera del bastidor, arrancando tiras del lienzo, yendo de un lado á otro con su presa como una bestia furiosa. El artista había apoyado la frente en la pared, agitado su pecho atlético por cobardes gemidos. Al dolor paternal por la obra perdida, uníase la amargura de la decepción. Por primera vez adivinaba lo que iba á ser de su existencia. ¡Qué error el suyo al casarse con aquella señorita que admiraba su arte como una carrera, como un medio de ganar dinero, y pretendía moldearle á él en las preocupaciones y escrúpulos del mundo en que había nacido! La amaba á pesar de esto, y estaba seguro de que ella no le quería menos; pero ¡ay! tal vez hubiera sido mejor permanecer solo, libre para su arte, y en el caso de serle necesaria una compañera, buscar una Maritornes hermosa, con todo el esplendor y la humildad intelectual de la bella bestia, que admirase y obedeciese ciegamente al maestro.

Transcurrieron tres días, sin que el pintor y su mujer se hablasen apenas. Mirábanse á hurtadillas, anonadados y vencidos por la tormenta doméstica. Pero la soledad en que vivían, la necesidad de permanecer juntos, les hizo buscarse. Ella fué la primera que habló, como si la infundiesen miedo la tristeza y el desaliento de aquel gigantón que iba por los rincones enfurruñado como un enfermo. Le envolvió en sus brazos, besó su frente, hizo mil gestos graciosos para arrancarle una débil sonrisa. ¿Quién le quería á él? Su Josefina. Su maja... desnuda. Pero lo de desnuda había acabado para siempre. Jamás debía acordarse de estas proposiciones repugnantes. Un pintor decente no piensa en tales cosas. ¿Qué dirían sus numerosos amigos? En el mundo existían muchas cosas bonitas que pintar. A vivir los dos queriéndose mucho, sin que él la diese disgustos con sus manías inconvenientes. Lo del desnudo era una afición vergonzosa de sus tiempos de bohemio.

Y Renovales, vencido por los mimos de su mujer, hizo las paces, se esforzó por olvidar su obra y sonrió con la resignación del esclavo que ama la cadena porque le asegura la paz y la vida.

Al llegar el otoño volvieron á Roma. Renovales reanudó los trabajos para su contratista, pero éste, á los pocos meses, parecía descontento. No era que el signor Mariano decayese, eso no; pero sus corresponsales se quejaban de cierta monotonía en los sujetos de sus obras. El mercader le aconsejaba que viajase; podía vivir una temporada en la Umbría, pintando campesinos en paisajes ascéticos y viejas iglesias. Podía, y esto era lo mejor, trasladarse á Venecia. ¡Qué grandes cosas haría el signor Mariano en aquellos canales! Y así nació en el artista el propósito de abandonar Roma.

Josefina no opuso resistencia. Aquella vida de recepciones á diario, en las innumerables embajadas y legaciones, comenzaba á aburrirla. Desvanecido el encanto de la primera impresión, Josefina notó que las grandes señoras la trataban con una condescendencia penosa, como si hubiese descendido de su rango al unirse con un artista. Además, la gente joven de las embajadas, los agregados de diversas razas, rubios unos, morenos otros, que buscaban consuelo á su celibato sin salir del mundo de la diplomacia, tenían con ella atrevimientos lamentables al dar las vueltas de un vals ó seguir la figura de un cotillón, como si la considerasen conquista fácil viéndola casada con un artista que no podía lucir en los salones un mal uniforme. La hacían en inglés ó en alemán cínicas declaraciones, y ella tenía que contenerse, sonriendo y mordiéndose los labios, á corta distancia de Renovales, que no entendía una palabra y se mostraba satisfecho de las atenciones de que era objeto su mujer por parte de una juventud elegante, cuyas maneras él intentaba copiar.

El viaje quedó resuelto. ¡A Venecia! El amigo Cotoner se despidió de ellos: sentía abandonarles, pero su puesto estaba en Roma. Justamente el Papa andaba malucho en aquellos días, y el pintor, con la esperanza de la muerte pontifical, preparaba lienzos de todos tamaños, esforzándose por adivinar quién sería el sucesor.

Al remontarse en sus recuerdos, Renovales pensaba siempre con dulce nostalgia en su vida veneciana. Fué el periodo mejor de su existencia. La ciudad encantadora de las lagunas, envuelta en una luz de oro, temblona con el cabrilleo de las aguas, le subyugó desde el primer momento, haciéndole olvidar su amor apasionado á la forma humana. Se calmó durante algún tiempo su entusiasmo por el desnudo. Adoró los viejos palacios, los canales solitarios, la laguna de aguas verdes é inmóviles, el alma de un pasado majestuoso, que parecía respirar en la solemne vetustez de la ciudad muerta y eternamente sonriente.

Vivieron en el palacio Foscarini, un caserón de paredes rojas y ventanales de blanca piedra, que daba á una callejuela acuática inmediata al Gran Canal. Era una antigua mansión de mercaderes, navegantes y conquistadores de las islas de Oriente, que en ciertas épocas habían ostentado en su cabeza el cuerno dorado de los Dogas. El espíritu moderno, utilitario é irreverente, había convertido el palacio en casa de vecindad, partiendo los dorados salones con feos tabiques; estableciendo cocinas en las arcadas afiligranadas del patio señorial; llenando de ropas puestas á secar las galerías de mármol, al que daban los siglos la transparencia ambarina del viejo marfil y reemplazando con baldosines los desgarrones del rico mosaico.

Renovales y su mujer ocupaban la habitación más inmediata al Gran Canal. Por las mañanas, Josefina veía desde un mirador la rápida y silenciosa llegada de la góndola de su marido. El gondolero, habituado al servicio de los artistas, llamaba á gritos al signor pittore, y Renovales bajaba con su caja de acuarela, partiendo inmediatamente la embarcación por los tortuosos y estrechos canales, moviendo á un lado y otro el peine plateado de su proa, como sí husmease el camino. ¡Las mañanas de plácido silencio, en las dormidas aguas de una callejuela, entre dos altos palacios de audaces aleros, que conservaban la superficie del canalillo en perpetua sombra!... El gondolero dormitaba tendido en uno de los encorvados extremos de su embarcación, y Renovales, sentado junto á la negra litera, pintaba sus acuarelas venecianas, un nuevo género que su empresario de Roma acogía con grandes extremos de entusiasmo. Su ligereza de pincel le hacía producir estas obras con la misma facilidad que si fuesen copias mecánicas. En el dédalo acuático de Venecia tenía un apartado canal, al que llamaba «su finca», por el dinero que le producía. Había pintado un sinnúmero de veces sus aguas muertas y silenciosas, que en todo el día no sufrían otro roce ondulatorio que el de su góndola; dos viejos palacios con las persianas rotas, las puertas cubiertas de la costra de los años, las escalinatas roídas por el verdor de la humedad y en el fondo un pequeño arco de luz, un puente de mármol y por debajo de él la vida, el movimiento, el sol de un canal ancho y transitado. La ignorada callejuela resucitaba todas las semanas bajo el pincel de Renovales; podía pintarla con los ojos cerrados, y la iniciativa mercantil del judío de Roma la esparcía por todo el mundo.

La tarde la pasaba Mariano con su mujer. Unas veces iban en góndola hasta los paseos del Lido, y sentados en la playa de fina arena, contemplaban el oleaje colérico del Adriático libre, que extendía hasta el horizonte sus saltadoras espumas, como un rebaño de níveos vellones avanzando en el ímpetu del pánico.

Otras tardes paseaban por la plaza de San Marcos, bajo las arcadas de sus tres hileras de palacios, viendo brillar en el fondo, á los últimos rayos del sol, el oro pálido de la basílica, en cuyas paredes y cúpulas parecían haberse cristalizado todas las riquezas de la antigua República.

Renovales, cogido del brazo de su mujer, marchaba con cierta calma, como si lo majestuoso del lugar le impusiera un estiramiento señorial. El augusto silencio no se turbaba con esa batahola que ensordece á las grandes capitales. Ni el rodar de un coche, ni el trote de un caballo, ni gritos de vendedores. La plaza, con su pavimento de mármol blanco, era un inmenso salón por donde circulaban los transeuntes como en una visita. Los músicos de Venecia agrupábanse en el centro, con sus bicornios rematados por negros y ondulantes plumeros. Los rugidos del wagneriano metal, galopando en la loca cabalgada de las Walkyrias, hacían estremecer las columnatas de mármol y parecían dar vida á los cuatro caballos dorados que en la cornisa de San Marcos se encabritaban sobre el vacío con mudo relincho.

Las palomas venecianas, de obscuro plumaje, esparcíanse en juguetonas espirales, levemente asustadas por la música, para posar su lluvia de alas sobre las mesas de un café. Remontábanse luego hasta ennegrecer los aleros de los palacios y caían á continuación como un manto de metálicos reflejos sobre las bandas de inglesas, de velos verdes y redondos sombreros, que las llamaban ofreciéndolas trigo.

Josefina, con anhelos de niña, separábase de su marido para comprar un cucurucho de grano, y derramándolo sobre sus enguantadas manecitas, se dejaba rodear por los pupilos de San Marcos. Posábanse aleteantes, como cimeras fantásticas, sobre las flores de su sombrero; saltaban á sus hombros, alineándose en los tendidos brazos; agarrábanse desesperados á sus breves caderas, intentando seguir el contorno del talle, y otros más audaces, como si estuvieran poseídos de humana malicia, arañaban su pecho, tendían el pico, pugnando por acariciar, al través del velo, su fresca boca entreabierta. Ella reía, estremecida por el cosquilleo de la animada nube que rozaba su cuerpo. El marido la contemplaba riendo también, y con la seguridad de no ser entendido más que por ella, le gritaba en español:

—¡Pero qué hermosa estás!... ¡Te pintaría! ¡Si no fuese por la gente, te daba un beso!...

Venecia fué el escenario de sus mejores tiempos. Ella vivía tranquila mientras su esposo trabajaba, tomando por modelos los rincones de la ciudad. Le veía ausentarse sin que ningún pensamiento penoso turbara su plácida calma. Esto era pintura, y no los encierros de Roma con mujeres desvergonzadas que no temían quedarse en cueros. Queríale con nueva pasión, le mecía en una perpetua caricia. Entonces fué cuando nació su hija, único fruto de su matrimonio.

La majestuosa doña Emilia, al enterarse de que iba á ser abuela, no pudo permanecer en Madrid. ¡Su pobre Josefina, en país extranjero, sin otros cuidados que los de su marido, un buen muchacho que, según decían, tenia talento, sin dejar por esto de parecerle algo ordinario!... A expensas del yerno hizo su viaje á Venecia, y allí permaneció algunos meses echando pestes contra esta ciudad, á la que no había llegado nunca en sus correrías diplomáticas. La ilustre señora sólo consideraba habitables las capitales que tenían corte. ¡Pchs... Venecia! ¡Una población cursi que sólo gustaba á los fabricantes de romanzas y los ilustradores de abanicos, y donde no había más que cónsules! A ella le placía Roma con el Papa y sus reyes. Además, le mareaba ir en góndola y se quejaba de incesante reuma, echando la culpa á la humedad de las lagunas.

Renovales, que temblaba por la vida de Josefina, creyendo que su naturaleza endeble y delicada no podría resistir el accidente de la maternidad, prorrumpió en una alegría ruidosa al recibir en sus brazos á la pequeña y contemplar á la madre, que reclinaba como muerta su cabeza en la almohada. La blancura de ésta se confundía con la de su rostro. Su primera mirada fué para ella, para las facciones pálidas y desencajadas por la reciente crisis, que iban serenándose con el descanso. ¡Pobrecita! ¡Cómo había sufrido! Pero al salir de puntillas del dormitorio para no turbar el sueño abrumador que se apoderaba de la enferma después de dos días crueles, entregóse á la admiración del pedazo de carne que, envuelto en finos lienzos, descansaba sobre los enormes y flácidos muslos de la abuela. ¡Ah, el adorable boceto! Contempló su carita amoratada, su abultada cabeza pobre de pelo, buscando algo suyo en este oleaje de carne, todavía removida y sin formas determinadas. Él no entendía de esto; era la primer criatura que veía nacer. «Mamá, ¿á quién se parece?»

Doña Emilia se asombraba de su ceguera. ¿A quién había de parecerse? A él, sólo á él. Era grande, enorme; pocas criaturas había visto como aquella. Parecía imposible que viviese su pobre hija después de echar al mundo aquello. Por falta de salud no había que quejarse; tenía los colores de una lugareña.

—Es una Renovales; es tuya, y bien tuya, Mariano. Nosotros somos de otra clase.

Y Renovales, sin fijarse en las palabras de mamá, sólo vió que su hija era semejante á él, extasiándose en la contemplación de su robustez, alabando á gritos aquella salud de la que hablaba la abuela con un acento de decepción.

En vano él y doña Emilia quisieron disuadir á Josefina de su propósito de dar el pecho á la pequeña. La mujercita, á pesar de su debilidad, que la mantenía inmóvil en la cama, lloró y gritó casi lo mismo que en las crisis que tanto habían asustado á Renovales.

—No quiero—dijo con aquella tenacidad que tan terrible la hacía.—No quiero para mi hija leche extranjera. La criaré yo... su madre.

Y hubo que entregársela, dejar que la pequeña se agarrase con una voracidad de ogro á aquellos pechos, hinchados ahora por la maternidad, y tantas veces admirados por el pintor en su virginal recogimiento.

Cuando Josefina pareció repuesta, su madre, dando por terminada su misión, regresó á Madrid. Se aburría en aquella ciudad silenciosa: de noche creía estar muerta al no escuchar desde su cama ruido alguno. La daba miedo esta calma de cementerio, rasgada de tarde en tarde por el grito de los gondoleros. No tenía amigas, no brillaba; no era nadie en aquella charca, ni nadie la conocía. Recordaba á todas horas á sus ilustres amigas de Madrid, donde ella se creía un personaje insustituible. Tenía clavada en el alma la modestia del bautismo de su nieta, á pesar de que á ésta la pusieron su nombre. Un cortejo pobre que cabía en dos góndolas: ella, que era la madrina, con el padrino, un viejo pintor veneciano amigo de Renovales, y además, éste y dos artistas, uno francés y otro español. No había asistido al bautizo el patriarca de Venecia, ni siquiera un obispo. (¡Ella que conocía tantos en su país!) Un simple cura, con rapidez lamentable, había bastado para cristianizar á la nieta del famoso diplomático en una iglesia pequeña, á la caída de la tarde. Se marchó, repitiendo una vez más que su Josefina se estaba matando, que era una locura, con su salud delicada, dar el pecho á la niña, lamentándose de que no la imitase á ella, que había confiado siempre sus hijos á lactancias extrañas.

Josefina lloró mucho al separarse de mamá, mientras Renovales la despedía con mal disimulado gozo. ¡Buen viaje! A duras penas podía aguantar á aquella señora, que se creía en perpetua postergación viendo cómo trabajaba su yerno por sostener el bienestar de su hija. Únicamente estaba de acuerdo con ella al regañar dulcemente á Josefina por su tenacidad en dar el pecho á la pequeña. ¡Pobre maja desnuda! La gentileza de su cuerpo de capullo borrábase con el amplio florecimiento de la maternidad. Sus piernas, dilatadas por la hinchazón del embarazo, habían perdido sus antiguas líneas; sus pechos, más fuertes y abultados ahora, ya no tenían su esbeltez de magnolia cerrada.

Parecía más robusta, pero la amplitud de su cuerpo iba acompañada de enémica flacidez. El marido, viendo cómo perdía su gentileza, la amaba más con tierna compasión. ¡Pobrecita! ¡Cuán buena era! ¡Se estaba sacrificando por su hija!...

Cuando ésta tenía un año, ocurrió la gran crisis de la vida de Renovales. Ganoso de darse «un baño de arte», de saber lo que ocurría fuera de aquella mazmorra en que estaba encerrado pintando á tanto la pieza, dejó á Josefina en Venecia é hizo un corto viaje á París para ver su famoso Salón. Volvió de allá transfigurado, con nueva fiebre de trabajo y una resolución de transformar su existencia, que causó en su mujer asombro y miedo. Iba á romper con su empresario; no se envilecería más en aquella pintura falsa, aunque tuviese que pedir limosna. En el mundo se hacían grandes cosas, y él sentíase con ánimos para ser un innovador, siguiendo el camino de aquellos pintores modernos que tan profundamente le impresionaban.

Aborrecía ahora la vieja Italia, adonde iban á estudiar los artistas, protegidos por gobiernos ignorantes.

En realidad, lo que encontraban en ella era un mercado de seductoras demandas, acostumbrándose al encargo, á la vida muelle y sin iniciativas de la ganancia fácil. Quería trasladarse á París. Pero Josefina, que acogía en silencio las ilusiones de Renovales, incomprensibles en gran parte para ella, modificó con sus consejos esta resolución. Ella también quería salir de Venecia. La ciudad le parecía triste durante el invierno, con sus interminables lluvias, que dejaban resbaladizos los puentes é intransitables las callejuelas de mármol. Decididos ya á levantar el campo, ¿por qué no regresar á Madrid? Mamá estaba enferma, se lamentaba en todas las cartas de vivir lejos de su hija. Josefina deseaba verla, presintiendo su muerte. Renovales reflexionó; también él deseaba volver á España. Sentía la nostalgia del país; pensó en el gran alboroto que levantaría allá, ensayando sus nuevos procedimientos en medio de la general rutina. Le tentaba el deseo de escandalizar á la gente académica que le había aceptado por sus anteriores abdicaciones.

El matrimonio volvió á Madrid con su pequeña Milita, á la que llamaban así familiarmente, abreviando el diminutivo de Emilia. Renovales llevaba por todo capital unos cuantos miles de liras, ahorros de Josefina y producto de la venta de una parte de los muebles que adornaban las salas destartaladas del palacio Foscarini.

Los principios fueron difíciles. A los pocos meses de su permanencia en Madrid murió doña Emilia. Su entierro no correspondió á las ilusiones que siempre se había forjado la ilustre viuda. Apenas si asistieron á él dos docenas de sus innumerables y famosos parientes. ¡Pobre señora, si hubiese presenciado esta póstuma decepción!... Renovales casi se alegró del suceso. Con él rompíase el único lazo que les unía al gran mundo. Él y Josefina vivieron en un piso cuarto de la calle de Alcalá, cercano á la Plaza de Toros, con una gran terraza que el artista convirtió en estudio. Su existencia fué modesta, recogida, humilde: ni amigos ni fiestas. Ella pasaba los días cuidando de su hija y de la casa, sin otra ayuda que la de una torpe doméstica de exigua retribución. Muchas veces, cuando más activa se mostraba, caía en profundo desaliento, quejándose de extrañas y variables enfermedades.

Mariano apenas trabajaba en su casa: pintaba al aire libre, aborrecía la luz convencional del estudio, la estrechez de su ambiente. Recorría los alrededores de Madrid y las provincias cercanas, buscando los tipos toscos é ingenuos, cuyas caras parecían transpirar la antigua alma española. Subía al Guadarrama en pleno invierno, permaneciendo como un explorador único en los campos de nieve, para trasladar al lienzo los pinos seculares, retorcidos y negros bajo sus gorros de heladas vedijas.

Al verificarse la Exposición estalló el nombre de Renovales como un cañonazo, esparciendo sus ecos por las cumbres del entusiasmo y las sombrías oquedades de la opinión. No presentó un cuadro enorme y con argumento como en su primer triunfo. Eran lienzos pequeños, estudios confiados al azar de un buen encuentro, pedazos de Naturaleza, hombres y paisajes reproducidos con una verdad asombrosa y brutal que escandalizaba al público.

Los padres graves de la pintura retorcíanse, como si recibiesen una bofetada, ante estos hierros que parecían llamear entre los otros cuadros apagados y plomizos. Reconocían que Renovales era un pintor, pero sin imaginación, sin inventiva, sin otro mérito que el de trasladar al lienzo aquello que contemplaban sus ojos. Los jóvenes se agrupaban en torno del nuevo maestro: hubo disputas interminables, apasionadas discusiones, odios de muerte, aleteando sobre esta batalla el nombre de Renovales, fijo casi á diario en las columnas de los periódicos, hasta el punto de que le faltaba poco para ser tan célebre como un matador de toros ó un orador del Congreso.

Seis años duró esta lucha, levantándose una tormenta de insultos y de aplausos cada vez que Renovales lanzaba al público una obra suya; y mientras tanto, el maestro, tan llevado y traído, vivía en la estrechez, teniendo que pintar á escondidas acuarelas del antiguo estilo, para enviarlas con gran secreto á su mercader de Roma. Pero todos los combates tienen término. El público acabó por aceptar como indiscutible un nombre que á diario saltaba ante sus ojos; los enemigos, quebrantados por el refuerzo inconsciente de la opinión, mostráronse cansados, y el maestro, como todos los innovadores, una vez pasado el primer éxito del escándalo, comenzó á limitar su audacia, recortando y dulcificando su primitiva brutalidad. El temido pintor púsose de moda. El éxito fácil é instantáneo conseguido al principio de su carrera, volvió á reproducirse, pero ahora más sólido y definitivo, como una conquista realizada por caminos ásperos y difíciles, riñendo un combate á cada paso.

El dinero, paje veleidoso, volvió á él, sosteniendo el manto de la gloria. Vendió cuadros á precios nunca conocidos en España, y las cifras se hincharon fabulosamente al ser repetidas por sus admiradores. Ciertos millonarios de América, con el asombro de que un pintor español fuese mencionado en el extranjero y reprodujesen sus obras las primeras revistas de Europa, compraron los lienzos de Renovales como objetos de gran lujo.

El maestro, amargado por las estrecheces de su período de lucha, sintió de pronto un ansia de dinero, una codicia dominadora que nunca le habían conocido sus amigos. Su mujer parecía cada vez más enferma; su hija crecía y él deseaba para su Milita la educación y el lujo de una princesa. Las tenia ahora en un hotel de mediano aspecto, pero deseaba para ellas algo mejor. El instinto práctico, que todos le reconocían cuando no le cegaba una preocupación artística, se esforzó por hacer del pincel un instrumento de grandes ganancias.

El cuadro estaba condenado á desaparecer, según decía el maestro. Las habitaciones modernas, pequeñas y de sobrio decorado, no permiten los grandes lienzos de los salones de otras épocas, cuyos muros desnudos había que adornar. Además, los gabinetes de ahora, semejantes á piezas de muñecas, sólo podían resistir cuadros bonitos, de amanerada hermosura. Las escenas arrancadas á la verdad se despegaban de este fondo. Sólo quedaba, pues, el retrato para ganar dinero, y Renovales olvidó sus glorias de innovador, para conquistar por todos los medios un renombre de retratista entre la gente elevada. Pintó á los individuos de sangre regia en toda suerte de actitudes, sin perdonar ninguna de sus ocupaciones importantes: á pie y á caballo, con plumas de general ó manta parda de cazador; matando pichones ó corriendo en automóvil. Trasladó al lienzo las más linajudas bellezas, modificando insensiblemente, con hábil malicia, las ajaduras del tiempo; endureciendo con el pincel las flácidas carnes; sosteniendo la pesadez de párpados y mejillas, desplomados por el cansancio y el envenenamiento de los afeites. Después de estos éxitos cortesanos, los ricos consideraron un retrato de Renovales como imprescindible adorno de su salón. Iban en busca de él porque su firma costaba miles de duros: poseer un lienzo suyo era un testimonio de opulencia, tan preciso cual un automóvil de la mejor marca.

Renovales fué rico, como puede llegar á serlo un pintor. Entonces construyó lo que los envidiosos llamaban «su panteón»: un hotel soberbio, tras las verjas del Retiro.

Sintió el deseo vehemente de fabricarse un nido á su gusto é imagen, como esos moluscos que con el jugo de su cuerpo se fabrican el caparazón que les sirve de vivienda y defensa. Despertó en él esa ansia de ostentación, de originalidad aparatosa, fanfarrona y cómica que duerme en el pensamiento de todo artista. Primero soñó con una reproducción del palacio de Rubens, en Amberes: logias abiertas que servían de estudios, frondosos jardines cubiertos de flores en todo tiempo, y circulando por sus avenidas gacelas, jirafas, pájaros de plumaje luminoso cual voladores ramilletes, y otros animales exóticos que servían de modelos al gran pintor en su afán de copiar la Naturaleza con toda su magnificencia.

Pero el madrileño solar de unos cuantos miles de pies, yermo, blancuzco, limitado por una mísera valla y con la sequedad propia de Castilla, le hizo abandonar este ensueño. Ya que no era posible el alarde rubensesco, se refugiaría en el clasicismo, y levantó en el fondo de un pequeño jardín una especie de templo griego que había de servir de vivienda y estudio. Sobre el frontón triangular alzábanse tres trípodes á modo de flameros, que daban á la vivienda un aspecto de tumba monumental. Pero el maestro, para evitar toda equivocación á los que se detenían al otro lado de la verja, hizo esculpir en la piedra de la fachada guirnaldas de laurel, paletas rodeadas de coronas, y en medio de este aparato de ingenua modestia, una breve inscripción, en letras de oro, de regular tamaño: «Renovales.» Ni más ni menos que una tienda. Dentro, en dos estudios donde nadie pintaba, y que precedían al verdadero estudio de trabajo, exhibíanse los cuadros terminados sobre caballetes cubiertos con telas antiguas, y los visitantes admiraban una teatral balumba de armaduras, tapices, viejos estandartes pendientes del techo, vitrinas cargadas de venerables bagatelas, profundos divanes con sombrajes de telas orientales sostenidas por lanzas, cofres centenarios y bargueños abiertos brillando con el oro pálido de su cajonería.

Equivalían estos estudios, donde nadie estudiaba, á los salones de espera lujosos y en fila del doctor que hace pagar cien pesetas por la consulta; á las antesalas de cuero sombrío y venerables cuadros del jurisconsulto ilustre y probo que no abre la boca sin llevarse un pedazo de la fortuna del cliente. Los que aguardaban en estos dos estudios, grandes como naves de iglesia, con esa majestad silenciosa que se desprende de la pátina de los siglos, sufrían la preparación necesaria para admitir los enormes precios que les pedía el maestro.

Renovales había llegado y podía descansar tranquilamente, según decían sus admiradores. Y sin embargo, el maestro estaba triste: su carácter, agriado por oculto malestar, estallaba en ruidosas cóleras.

Bastaba para enfurecerle el más leve ataque de un enemigo insignificante. Los discípulos creían que era esto efecto de los años. Las luchas le habían envejecido hasta el punto de que con sus grandes barbas y su espalda un poco arqueada, parecía diez años más viejo.

En este templo blanco, sobre cuyo frontón flameaba su nombre con oro de gloria, era menos feliz que en las modestas viviendas de Italia ó en el buhardillón cercano á la Plaza de Toros. De aquella Josefina de sus primeros tiempos de matrimonio sólo quedaba una lejana sombra. La maja desnuda de las dulces noches de Roma y Venecia, no era más que un recuerdo. Al volver á España se había evaporado la falsa robustez de su maternidad.

Adelgazaba como si la consumiese un fuego oculto: derretíase en interna combustión el grasoso almohadillado que rellenaba su cuerpo con graciosas ondulaciones. Comenzaba á marcar el esqueleto sus agudas aristas y obscuras oquedades bajo la piel pálida y flácida. ¡Pobre maja desnuda! El marido la compadecía, atribuyendo su decadencia á las luchas y preocupaciones que habían sufrido al establecerse en Madrid.

Por ella deseaba vencer y hacerse rico, proporcionándola el soñado bienestar. Su enfermedad tenía un origen moral: era neurastenia, honda tristeza. La pobre sufría, indudablemente, al verse en aquel Madrid, donde había vivido con relativa brillantez, condenada á una existencia de pobre, habitando una casa mísera, luchando con la escasez de dinero y teniendo que ocuparse en las más vulgares faenas. Se quejaba de extraños dolores; sus piernas perdían toda fuerza; se desplomaba sobre una silla, permaneciendo inmóvil horas y más horas, llorando sin saber por qué. Digería mal; durante semanas enteras repelía su estómago todo alimento. Por las noches agitábase en la cama sin poder dormir, y apenas apuntaba el día ya estaba de pie, corriendo la casa con una actividad de duende, revolviéndolo todo, buscando querella á la criada, al marido, á ella misma, hasta que, de pronto, caía en el anonadamiento desde lo alto de su excitación, é iniciaba el primer llanto.

Estas crisis domésticas quebrantaban el ánimo del pintor, pero las acogía con paciencia. A su antiguo amor uníase ahora una dulce conmiseración viéndola tan débil, sin otros restos de su antigua belleza que los ojos, hundidos en sus azuladas órbitas, brillantes con el misterioso fuego de la fiebre. ¡Pobrecilla! La miseria la había puesto así. Su marido consideraba su debilidad con cierto remordimiento. Su suerte era la del soldado que se sacrifica por la gloria de su general. Renovales había vencido, pero dejando á sus espaldas á la mujer amada, caída en la lucha por ser más débil.

Admiraba, además, su abnegación maternal. El vigor que á ella le faltaba lo tenía Milita, aquella criatura que llamaba la atención por su robustez y sus colores. La voracidad de este organismo fuerte y avasallador había absorbido toda la vida de la madre.

Cuando el artista fué rico é instaló su familia en el nuevo hotel, creyó que Josefina iba á resucitar. Los médicos confiaban en un rápido cambio. El primer día que pasearon los dos por los salones y estudios de la nueva casa, inventariando con mirada satisfecha los muebles y los ricos objetos antiguos y modernos, Renovales cogió del talle á la débil muñeca, inclinando la cabeza sobre ella, acariciando su frente con las recias barbas.

Todo era suyo, el hotel y sus lujosas decoraciones; de ella también el dinero que aun le quedaba y el que seguiría ganando. Ella era la señora, la dueña absoluta; podía gastar cuanto quisiera, allí estaba él para hacer frente á todo. Podía distinguirse por su lujo, tener carruajes, dar envidia á sus antiguas amigas, enorgullecerse de ser la mujer de un pintor famoso, mucho más que otras que habían pescado con el matrimonio una corona condal... ¿Estaba contenta?

Ella decía que sí, moviendo la cabeza débilmente, y hasta se empinó sobre las puntas de los pies para besar agradecida aquella boca que parecía arrullarla á través de las nubes de pelos; pero su gesto era triste y sus desmayados movimientos de flor marchita, como si no existiese alegría mundanal que pudiera sacarla de este desaliento.

A los pocos días, pasada la primera impresión del cambio de vida, volvieron á repetirse en el lujoso hotel las mismas crisis que tantas veces habían conmovido anteriores viviendas.

Renovales la encontraba en el comedor con la cabeza entre las manos, llorando, sin querer explicarle la causa de sus lágrimas. Cuando intentaba cogerla entre sus brazos, acariciándola como á una niña, la mujercita se encrespaba lo mismo que si recibiese una injuria.

—Déjame—gritaba, fijando en él unos ojos hostiles.—No me toques... Vete.

Otras veces la buscaba por la casa, preguntando en vano á Milita, que, habituada á las crisis de su madre y sostenida por su egoísmo de muchacha fuerte, no hacía gran caso de ella y seguía jugando con sus innumerables muñecas.

—No sé, papaíto; debe estar llorando arriba—contestaba con naturalidad.

Y en algún rincón del piso alto, en el dormitorio, junto á la cama, ó entre las ropas del cuarto de vestir, la encontraba el marido sentada en el suelo, la mandíbula apoyada en las manos, los ojos fijos en la pared, como si contemplase algo invisible y misterioso que sólo ella podía ver. Ahora no lloraba; sus ojos estaban secos, agrandados por una expresión de espanto, y era en vano que el esposo intentase atraerla. Permanecía inmóvil, fría, insensible á sus caricias, como si fuese un extraño, como si entre los dos existiera una indiferencia inabordable.

—Quiero morir—decía con voz grave y concentrada.—No hago falta en el mundo: quiero descansar.

Esta resignación fúnebre convertíase poco después en furiosa acometividad. Renovales nunca se daba cuenta de cómo se iniciaba el conflicto. La más insignificante de sus palabras, un gesto, su mismo silencio, bastaban para atraer la tormenta. Josefina comenzaba á hablar con acento agresivo, dando á sus palabras la cortante frialdad de una navaja. Censuraba al pintor por lo que hacía y lo que no hacía, por sus costumbres más insignificantes, por lo que pintaba, y de pronto, extendiendo el radio de sus injurias, queriendo abarcar en ellas al mundo entero, prorrumpía en denuestos contra las distinguidas personas que formaban la clientela del marido, proporcionándole enormes ganancias. Podía estar satisfecho de los retratos de aquellas gentes: ellos, unos señores despreciables, malas personas, ladrones casi todos. Su madre, que estaba bien enterada de este mundo, le había contado muchas historias. A ellas aun las conocía mejor; casi todas habían sido sus compañeras de colegio ó sus amigas. Se habían casado para poner en ridículo á sus maridos; todas tenían historia; eran perdidas peores que las que montaban la guardia de noche en las aceras. Aquella casa, con toda su fachada de laureles y sus letras de oro, era un burdel. El mejor día se plantaba ella en el estudio y las echaba á la calle para que las retratasen en otra parte.

—¡Por Dios, Josefina!—murmuraba angustiado Renovales.—No digas esas cosas; no pienses esas barbaridades. Parece imposible que hables así. La niña nos oye.

Josefina, agotada ya su ira nerviosa, prorrumpía en llanto y Renovales tenia que abandonar la mesa para acompañarla á la cama, donde se tendía gritando por centésima vez su deseo de morir.

Esta vida le era aún más intolerable por su fidelidad conyugal, por aquel amor mezclado de costumbre y rutina que le mantenía sólidamente adherido á su esposa.

Por las tardes, á última hora, se reunían en su estudio varios amigos, entre los cuales figuraba el famoso Cotoner, que había trasladado su residencia á Madrid. Cuando envueltos en la luz del crepúsculo que iba penetrando por la enorme vidriera, sentíanse inclinados á las confidencias amistosas, Renovales hacía siempre la misma declaración:

—De muchacho me he divertido como cualquiera; pero desde que me casé no conozco otra mujer que la propia. Lo digo con orgullo.

Y el hombretón erguía su alto cuerpo y se acariciaba hacia arriba las barbas, satisfecho de su fidelidad conyugal, como otros lo estaban de sus buenas fortunas en amor.

Cuando se hablaba en su presencia de mujeres hermosas ó se examinaban retratos de las grandes beldades extranjeras, el maestro no ocultaba su aprobación:

—¡Muy hermosa! ¡Muy bonita... para pintarla!

Sus entusiasmos por la belleza no iban más allá de los límites del arte. Sólo existía una mujer en el mundo, la suya; las demás eran modelos.

Él, que llevaba en su pensamiento una orgía de carne y adoraba la desnudez con unción religiosa, guardaba todos sus homenajes de hombre para la mujer legítima, cada vez más enferma, más triste, esperando con paciencia de enamorado un momento de calma, un rayo de sol entre las incesantes tormentas.

Los médicos, confesándose inhábiles para curar este desarreglo nervioso que consumía el organismo de la esposa, confiaban en un cambio inesperado y recomendaban al marido una extremada dulzura. Esto servía para aumentar su paciente mansedumbre. Atribuían el trastorno de sus nervios al parto y la lactancia, que habían quebrantado su débil salud; sospechaban además la existencia de alguna causa desconocida, que mantenía á la enferma en interminable excitación.

Renovales, que estudiaba á su mujer con el anhelo de recobrar la paz doméstica, adivinó de pronto la verdadera causa de su enfermedad.

Milita iba creciendo: ya era una mujer. Tenia catorce años y vestía de largo, atrayendo las miradas de los hombres con su belleza sana y fuerte.

—Cualquier día se nos la llevan—decía riendo el maestro.

Y su mujer, al oirle hablar de matrimonio, haciendo conjeturas sobre su futuro yerno, cerraba los ojos, para decir con voz reconcentrada, reveladora de invencible tenacidad:

—Se casará con quien quiera... menos con un pintor. Antes prefiero verla muerta.

Renovales adivinó entonces la verdadera enfermedad de su mujer. Eran celos, unos celos inmensos, mortales, anonadadores; era la tristeza de verse enferma. Estaba segura de su esposo; conocía sus afirmaciones de fidelidad conyugal. Pero el pintor, al hablar de sus entusiasmos artísticos en presencia de ella, no ocultaba su adoración á la belleza, su culto religioso á la forma. Aunque callase, ella penetraba en su pensamiento; leía en él este fervor que databa de la juventud y había ido aumentándose con los años. Al contemplar las estatuas de soberana desnudez que adornaban los estudios, al pasar sus ojos por los álbums y cartones, donde la luz de la carne brillaba con resplandor divino entre las sombras del grabado, ella las comparaba mentalmente con su cuerpo enflaquecido por la enfermedad.

Los ojos de Renovales, que parecían beber con adoración los brazos de armoniosas líneas, los pechos torneados y firmes como copas de alabastro, las caderas de voluptuosa caída, las gargantas de aterciopelada redondez, las piernas de esbelta majestad, eran los mismos que contemplaban por la noche su tronco débil, surcado por la saliente escalinata de las costillas; los blasones femeniles, antes firmes á voluptuosos, colgantes como harapos: sus brazos, en los que la debilidad moteaba la piel con manchas amarillas; sus piernas, cuya delgadez esquelética sólo estaba interrumpida por el abultamiento saliente de las rótulas. ¡Mísera de ella!... Aquel hombre no podía amarla. Su fidelidad era compasión, tal vez rutina, virtud inconsciente. Nunca se creería amada. Con otro hombre aun era posible esta ilusión, pero él era un artista; adoraba de día la belleza, para tropezar por la noche con la fealdad del agotamiento, con la miseria física.

La atormentaban incesantemente los celos, amargando su pensamiento, devorando su vida; unos celos inconsolables, por lo mismo que no encontraban nada real en que apoyarse.

Sentía una tristeza inmensa al reconocer su fealdad, una envidia insaciable contra todos, un deseo de morir, pero matando antes al mundo para arrastrarlo en su caída.

Las ingenuas caricias de su esposo la irritaban como un insulto. Tal vez creía amarla; tal vez se aproximaba á ella de buena fe; pero leía en su pensamiento y encontraba en él á la irresistible enemiga, á la rival que la anonadaba con su belleza. Y esto no tenía remedio. Estaba unida á un hombre que sería fiel, mientras viviese, á la religión de lo hermoso, sin apostatar jamás de ella. ¡Ay! ¡Cómo se acordaba de aquellos días en que defendía del marido su cuerpo primaveral que intentaba pintar! Si ahora volviesen á ella la juventud y la belleza, arrojaría impúdicamente todas las envolturas, se plantaría en medio del estudio con la arrogancia de una bacante, gritando:

—Pinta; hártate de mi carne, y siempre que pienses en tu eterna querida, en esa que llamas la Belleza, procura verla con mi misma cara; que tenga mi mismo cuerpo.

Era una inmensa desgracia vivir unida á un artista. Jamás casaría á su hija con un pintor: antes verla muerta. Los que llevaban dentro el demonio de la forma, sólo podían vivir tranquilos y felices con una compañera eternamente joven, eternamente bella.

La fidelidad de su marido, la desesperaba. Aquel artista casto, estaba rumiando siempre en su pensamiento el recuerdo de bellas desnudeces, imaginaba cuadros que no se atrevía á pintar por miedo á ella. Con su penetración de enferma parecía leer estos anhelos en la frente de su esposo. Mejor hubiese preferido una infidelidad cierta: verle enamorado de otra mujer, enloquecido por una pasión sexual. De este viaje, fuera de los límites del matrimonio, podría volver, fatigado y humilde, pidiéndola perdón; pero del otro, no volvería nunca.

Renovales, al adivinar esa tristeza, emprendió con ternura la curación moral de su mujer. Evitó hablar en presencia de ella de sus adoraciones artísticas; encontró terribles defectos á las damas hermosas que le buscaban como retratista; ensalzaba la belleza espiritual de Josefina; la pintaba, trasladando al lienzo sus mismas facciones, pero hermoseadas con sutil habilidad.

Ella sonreía, con esa eterna condescendencia que tiene la mujer para las más estupendas y escandalosas mentiras, siempre que la halaguen.

—Eres tú—decía Renovales:—tu misma cara, tu gracia, tu distinción. Aun creo que te he hecho menos hermosa.

Seguía sonriendo, pero de pronto su mirada endurecíase, apretaba los labios y la sombra se remontaba poco á poco por su rostro.

Clavaba sus ojos en los del pintor como si registrase su pensamiento.

Todo mentira. Su marido la halagaba, creía amarla, pero sólo su carne permanecía fiel. La enemiga invencible, la eterna amante, era señora de su pensamiento.

Atenazada por esta infidelidad mental y por la rabia que la producía su impotencia, iba formándose en su sistema nervioso una de aquellas tempestades que estallaban en lluvias de lágrimas y truenos de insultos y recriminaciones.

La vida del maestro Renovales era un infierno, cuando poseía ya la gloria y la riqueza, con las que había soñado tantos años, cifrando en ellas su felicidad.

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