IV

Eran las tres de la tarde cuando el ilustre pintor volvió á su casa después del almuerzo con el húngaro.

Al entrar en el comedor, antes de dirigirse al estudio, vió á dos mujeres que, con el sombrero puesto y el velillo ante el rostro, parecían disponerse á salir. Una de ellas, tan alta como el pintor, se arrojó á su cuello con los brazos abiertos.

—Papá, papaíto, te hemos esperado hasta cerca de las dos. ¿Has almorzado bien?...

Y le acariciaba con ruidosos besos, rozando sus frescas mejillas de rosa en las barbas canas del maestro.

Renovales sonreía bondadosamente bajo este chaparrón de caricias. ¡Ah, su Milita! Era la única alegría de aquella vivienda triste y ostentosa como un panteón. Ella era la que dulcificaba el ambiente de tedio agresivo que la enferma parecía esparcir en torno de él. Contempló á su hija, adoptando un cómico aire de galán!

—Muy bonita, sí, señor; está usted muy bonita hoy. Es usted un verdadero Rubens, señorita; un Rubens en moreno. ¿Y adónde vamos á lucir el garbo?...

Paseaba su mirada satisfecha de creador por este cuerpo fuerte y sonrosado, en el cual delatábase la crisis de la juventud con cierta delgadez pasajera, producto de un rápido crecimiento, y un círculo profundo en torno de los ojos. Su mirada húmeda y misteriosa era la de una mujer que empieza á enterarse de su significación en la vida. Vestía con cierta elegancia exótica: su traje tenía un aire varonil; su corbata y su cuello hombrunos, armonizaban con la viveza rígida de sus movimientos, con sus botinas inglesas de ancho tacón, con la soltura violenta de sus piernas, que al marchar abrían las faldas como un compás, más atentas á la rapidez y al taconeo fuerte que á la gracia del paso. El maestro admiraba su belleza saludable. ¡Qué magnífico ejemplar!... Con ella no se extinguiría la raza. Era él, toda él: de haber nacido hembra, sería semejante á su Milita.

Ésta seguía hablando, sin separar los brazos de los hombros del padre, fijos en el maestro sus ojos, que tenían un temblor de oro líquido.

Iba á su paseo diario con Miss; una marcha de dos horas por la Castellana, por el Retiro, sin sentarse, sin detenerse un instante, dando de paso una lección peripatética de inglés. Sólo entonces volvió Renovales la vista para saludar á Miss, una mujer obesa, con la cara roja y arrugada, mostrando al sonreir una dentadura que tenía el brillo amarillento de las fichas de un dominó. En el estudio, Renovales y sus amigos reían muchas veces del aspecto de Miss y de sus manías; de su peluca roja puesta sobre el cráneo con el mismo descuido que un sombrero; de su dentadura postiza y escandalosa; de sus capotas que fabricaba ella misma utilizando los cintajos y harapos que caían en sus manos; de su inapetencia crónica, que la hacía nutrirse con cerveza, teniéndola en perpetua turbación, que se manifestaba en exageradas reverencias.

Su gordura fofa de bebedora, mostrábase alarmada por la proximidad de este paseo, que era su tormento diario, esforzándose dolorosamente por seguir las zancadas de la señorita. Al ver que el pintor la miraba, púsose aún más roja é hizo tres grandes reverencias.

—¡Oh, míster Renovales! ¡Oh, sir!...

Y no le llamó lord, porque el maestro, después de saludarla con un movimiento de cabeza, se olvidó de ella, volviendo á hablar con su hija.

Milita se interesaba por el almuerzo de su padre con Tekli. ¿Conque había bebido Chiantti? ¡Ah, egoísta! ¡Con tanto que le gustaba á ella!... Había hecho mal en avisar tan tarde. Afortunadamente estaba Cotoner en casa, y mamá le había obligado á quedarse para no almorzar solas. El viejo amigo se había metido en la cocina, preparando uno de aquellos platos cuyo guiso había aprendido en sus tiempos de paisajista. Milita observaba que todos los paisajistas eran algo cocineros. Su vida al aire libre, las necesidades de su existencia errante por ventas y cabañas, desafiando la escasez, les aficionaban insensiblemente á esta habilidad.

Habían almorzado muy bien. Mamá había reído con las gracias de Cotoner, que siempre estaba alegre; pero á los postres, cuando llegó Soldevilla, el discípulo predilecto de Renovales, se había sentido mal, desapareciendo para ocultar sus ojos llenos de lágrimas, su pecho angustiado por los sollozos.

—Estará arriba—dijo la joven con cierta indiferencia, habituada ya á estas crisis.—Adiós, papaíto; un beso. En el estudio tienes á Cotoner y á Soldevilla. Otro beso... Deja que te muerda.

Y después de clavar con suavidad sus dientecitos en una mejilla del maestro, la joven salió seguida de Miss, que bufaba prematuramente pensando en el fatigoso paseo.

Renovales quedó inmóvil, como si no quisiera sacudir este ambiente de cariño en que le envolvía su hija. Milita era suya, toda suya. Amaba á su madre, pero su afecto resultaba frío comparado con la pasión vehemente que sentía por él, esa predilección vaga é instintiva que las hijas sienten por los padres, y que es como un esbozo de la adoración que ha de inspirarles después el hombre amado.

Pensó un momento en buscar á Josefina para consolarla, pero tras corta reflexión desistió de este propósito. No sería nada; su hija estaba tranquila; un arrechucho, como los de costumbre. Subiendo se exponía á una escena terrible que le amargase la tarde, quitándole los deseos de trabajar, desvaneciendo aquella alegría juvenil que llevaba en el alma después de su almuerzo con Tekli.

Se dirigió al último estudio, el único que merecía este nombre, pues era donde él trabajaba, y vió á Cotoner sentado en un sillón conventual, con el asiento combado por el peso de su abultada persona, los codos apoyados en los brazos de roble, el chaleco desabotonado para dejar en libertad el repleto abdomen, la cabeza hundida en los hombros, la cara roja y sudorosa, los ojos entornados por la suave embriaguez de su digestión en aquel ambiente caldeado por una enorme estufa.

Cotoner estaba viejo; tenía el bigote blanco y la cabeza calva, pero su cara sonrosada y lustrosa era de una frescura infantil. Respiraba la placidez del célibe casto que sólo ama la buena mesa y aprecia la somnolencia digestiva de la boa como la mayor de las felicidades.

Se había cansado de vivir en Roma. Escaseaban los encargos. Los papas vivían más años que los patriarcas bíblicos; los retratos al cromo del Pontífice le hacían una competencia ruinosa. Además, estaba viejo y los pintores jóvenes que llegaban á Roma no le conocían; eran gentes tristes que le miraban como á un bufón, y sólo abandonaban su seriedad para burlarse de él. Su tiempo había pasado. El eco de los triunfos de Mariano allá en la tierra había tirado de él, decidiéndole á trasladarse á Madrid. Lo mismo se vivía en todas partes. También en Madrid tenía amigos. Y había continuado aquí su vida de Roma, sin ningún esfuerzo, sintiendo ciertos anhelos de gloria en su exigua personalidad de jornalero del arte, como si sus relaciones con Renovales le impusieran el deber de buscar en la pintura un lugar cercano al suyo.

Había vuelto á los paisajes, sin obtener triunfos mayores que la ingenua admiración de las lavanderas y los ladrilleros que en las cercanías de Madrid formaban semicírculo ante su caballete, diciéndose que aquel señor, que llevaba en la solapa el botón multicolor de sus diversas condecoraciones pontificales, debía ser un pájaro gordo, alguno de los grandes pintores de que hablaban los periódicos. Renovales le había alcanzado dos menciones honoríficas en la Exposición, y tras esta victoria, compartida con todos los muchachos que empezaban, Cotoner se tendió en el surco, descansando para siempre, dando por cumplida la misión de su existencia.

La vida en Madrid no se le presentaba más difícil que en Roma. Dormía en casa de un sacerdote, al que había conocido en Italia, acompañándolo en sus correrías por las oficinas pontificales. Este capellán, que estaba empleado en los escritorios de la Rota, tenia á gran honor el hospedar al artista, recordando sus relaciones amistosas con los cardenales y creyéndole en correspondencia con el mismo Papa.

Habían convenido una cantidad por el hospedaje, pero el clérigo no mostraba prisa en cobrarla: ya le encargaría algún cuadro para unas monjas de las que era confesor.

La comida ofrecía aún menos dificultades para Cotoner. Tenía repartidos los días de la semana entre varias familias ricas, de ferviente religiosidad, á las que había conocido en Roma durante las grandes peregrinaciones españolas. Eran mineros opulentos de Bilbao; propietarios agrícolas de Andalucía; viejas marquesas que pensaban mucho en Dios, siguiendo sus costumbres de vida opulenta, á las que daban un tono severo con la pátina de la devoción.

El pintor sentíase bien agarrado á este pequeño mundo, grave, religioso y que comía bien. Era para todos el «buen Cotoner». Las señoras sonreían agradecidas cuando las obsequiaba con algún rosario ú otro objeto de devoción traído de Roma. Si mostraban deseos de obtener alguna dispensa del Vaticano, las ofrecía escribir á «su amigo el cardenal». Los maridos, contentos de tener un artista en casa á tan poca costa, le consultaban el plano de una capilla nueva, el diseño de un altar, y en sus fiestas onomásticas recibían con gesto protector algún regalo de Cotoner; una manchita, un paisaje sobre tabla, que exigía muchas veces explicaciones previas para conocer su significación. En las comidas era la alegría de esta gente de sanos principios y mesuradas palabras, relatando originalidades de los «monseñores» y «eminencias» que había conocido en Roma. Estos chistes los aceptaban con cierta unción, por escabrosos que fuesen, viniendo de tan respetables personajes.

Cuando por enfermedad ó viaje se rompía el orden de las invitaciones y Cotoner carecía de convite, se quedaba á comer en casa de Renovales, sin previa invitación. El maestro quiso instalarlo en su hotel, pero él no aceptó. Amaba mucho á toda la familia: Milita jugaba con él como si fuese un perro viejo; Josefina le tenía cierto afecto, porque le recordaba con su presencia los buenos tiempos de Roma. Pero Cotoner, á pesar de esto, mostraba cierto miedo, adivinando las tormentas que ennegrecían la vida del maestro. Prefería su existencia libre, á la que se adaptaba con una ductilidad de parásito. Al final de las comidas escuchaba, con movimientos de aprobación, las graves pláticas de sobremesa entre doctos sacerdotes y graves devotas, y una hora después bromeaba impíamente en cualquier café con pintores, cómicos y periodistas. Conocía á todo el mundo: le bastaba hablar dos veces con un artista, para tutearle y jurar que le quería y admiraba con toda su alma. Al entrar Renovales en el estudio, sacudió su torpeza digestiva y estiró las cortas piernas para tocar el suelo y salir del sillón.

—¿Te han contado, Mariano?... ¡Un plato magnifico! Les he hecho un gazpacho de pastor... ¡Se han chupado los dedos!

Hablaba con entusiasmo de su obra culinaria, como si concentrase en esta habilidad todos sus méritos. Después, mientras Renovales entregaba el sombrero y el gabán al criado que le seguía, Cotoner, con una curiosidad de amigo íntimo, deseoso de conocer todos los detalles de la existencia de su ídolo, le hizo preguntas sobre su almuerzo con el extranjero.

Renovales se tendió en un diván, profundo como un nicho, entre dos bibliotecas, y flanqueado por montones de cojines. Al hablar de Tekli, recordaron á sus amigos de Roma, pintores de diversas nacionalidades, que veinte años antes marchaban con la frente alta, siguiendo como hipnotizados la estrella de la esperanza. Renovales, en su orgullo de luchador, incapaz de hipócritas modestias, declaraba que él era el único que había llegado. El pobre Tekli era un profesor: su copia de Velázquez resultaba un trabajo paciente de bestia artística.

—¿Tú lo crees?—preguntó Cotoner con gesto de duda.—¿Tan mal lo hace?...

Procuraba por egoísmo no hablar contra nadie; dudaba del mal; creía ciegamente en el elogio, conservando de este modo su reputación de bueno, que le daba acceso en todas partes, facilitando su vida. La imagen del húngaro estaba fija en su memoria, haciéndole pensar en una serie de almuerzos, antes de que aquél abandonase Madrid.

—Buenas tardes, maestro.

Era Soldevilla, que con las manos cruzadas bajo el faldón de la americana, abombando el pecho para lucir mejor el chaleco de terciopelo granate, y la cabeza en alto, atormentada por la desmesurada altura del cuello rígido y nítido, salía de detrás de un biombo. Su delgadez y lo exiguo de su estatura estaban compensadas por la longitud de sus bigotes rubios, que se empinaban en torno de la naricilla sonrosada, como si quisieran confundirse con los bandós de su peinado, lacios y desmayados sobre la frente. Este Soldevilla era el discípulo favorito de Renovales, «su debilidad», según decía Cotoner. El maestro había reñido grandes batallas por alcanzarle la pensión en Roma; después le había premiado en varias exposiciones.

Le miraba como si fuese su hijo, atraído tal vez por el contraste entre su rudeza y la debilidad de aquel dandy de la pintura, siempre correcto, siempre amable, que consultaba para todo á su maestro, aunque después no hiciese gran caso de sus consejos. Cuando hablaba mal de los compañeros de arte, lo hacía con una suavidad venenosa, con una finura mujeril. Renovales reía de su aspecto y de sus costumbres, y Cotoner le hacía coro. Era una porcelana, siempre brillante; no se encontraba en él la más leve mota de polvo; debía dormir en una rinconera. ¡Ah, los pintores del día! Los dos artistas viejos recordaban el desarreglo de su juventud; su bohemia descuidada, con grandes barbas y enormes sombreros; todas sus bizarras extravagancias para distinguirse de los demás mortales, formando un mundo aparte. Sentíanse malhumorados, como en presencia de una abdicación, ante los pintores de la última hornada, correctos, prudentes, incapaces de locuras, copiando las elegancias de los ociosos, con un aire de funcionarios del Estado, de oficinistas que manejaban el pincel.

Soldevilla, á continuación de su saludo, aturdió al maestro con un desmesurado elogio. Estaba admirando el retrato de la condesa de Alberca.

—Una maravilla, maestro. Lo mejor que ha pintado usted... y eso que está á medio hacer.

Este elogio conmovió á Renovales. Se levantó para apartar de un empujón el biombo, y arrastró un caballete que sostenía un gran lienzo, hasta colocarlo frente á la luz que penetraba por el ventanal de cristales.

Sobre un fondo gris erguíase, con la majestad de la belleza habituada á la admiración, una dama vestida de blanco. El esprit de plumas y brillantes parecía temblar sobre sus rizos, de un rubio leonado; el pecho marcaba el arranque de las redondeces de sus montículos entre las blondas del escote; las manos, enguantadas hasta más arriba del codo, sostenían una el rico abanico y otra una capa obscura, forrada de raso color de fuego, que se deslizaba de sus hombros desnudos, próxima á caer. La parte baja de la figura estaba indicada solamente por trazos de carbón sobre la blancura del lienzo. La cabeza, casi terminada, parecía mirar á los tres hombres con sus ojos orgullosos, algo fríos, pero de una falsa frialdad, delatando, detrás de su pupila, apasionamientos ocultos, un volcán muerto que resucitaba á sus horas.

Era una mujer alta, esbelta, de adorables y justas carnosidades, que parecía sostenerse en el esplendor de una segunda juventud con la higiene y las comodidades de su elevada posición. Los extremos de sus ojos estaban achicados por un pliegue de fatiga.

Cotoner la contemplaba desde su asiento con una calma de hombre casto, comentando su belleza tranquilamente, sintiéndose á cubierto de toda tentación.

—Es ella, la has clavado, Mariano. Ella misma... ¡Ha sido una gran mujer!

Renovales pareció ofendido por este comentario.

—Lo es—dijo con cierta hostilidad.—Lo es todavía.

Cotoner no era capaz de discutir con su ídolo y se apresuró á rectificarse:

—Es una buena moza; muy guapa, sí, señor, y muy elegante. Dicen también que tiene talento y que es incapaz de dejar sufrir á los que la adoran. ¡Poquito se habrá divertido esta señora!...

Renovales volvió á encresparse como si le hiriesen estas palabras.

—¡Bah! mentiras, calumnias—dijo con voz fosca:—invenciones de ciertos señoritos que al verse despreciados la cuelgan esas infamias.

Cotoner volvió á deshacerse en explicaciones. Él no sabía nada: lo había oído decir. Las señoras en cuya casa comía, hablaban mal de la de Alberca... pero tal vez fuesen murmuraciones de mujeres. Se hizo el silencio, y Renovales, como si desease torcer el curso de la conversación, se encaró con Soldevilla.

—¿Y tú, no pintas? Siempre te veo por aquí á la hora de trabajar.

Sonreía con cierta malicia al decir esto, mientras el joven se excusaba ruborizándose. Trabajaba mucho, pero todos los días sentía la necesidad de dar una vuelta por el estudio del maestro antes de dirigirse al suyo.

Era una costumbre de sus tiempos de principiante, de aquella época, la mejor de su vida, en que aprendía junto al gran pintor, en otro estudio menos lujoso que éste.

—¿Y Milita? ¿la has visto?—prosiguió Renovales con sonrisa bonachona, en la que había una punta de malicia.—¿No te ha tomado hoy el pelo por esa nueva corbata que quita la vista?

Soldevilla también sonrió. Había estado en el comedor con doña Josefina y Milita, y ésta se había burlado de él como siempre. Pero era sin malicia: ya sabía el maestro que Milita y él se trataban como hermanos.

Más de una vez, cuando ella era pequeña y él un chicuelo, la había servido de caballo, trotando por el viejo estudio, llevando á la espalda aquel gran diablo que le tiraba del pelo y le abofeteaba con sus manecitas.

—Es muy mona—interrumpió Cotoner.—Es la muchacha más graciosa y más buena que conozco.

—¿Y el simpar López de Sosa?—preguntó el maestro otra vez con tono de malicia.—¿No ha venido hoy ese chauffeur que nos vuelve locos con sus automóviles?

Desapareció la sonrisa de Soldevilla. Púsose pálido y brillaron sus ojos con verdoso fulgor. No; no había visto á ese caballero. Según decían las señoras, andaba muy ocupado en la reparación de un automóvil que se le había roto en el camino del Pardo. Y como si el recuerdo de este amigo de la familia fuese penoso para el joven pintor y deseara evitar nuevas alusiones, se despidió del maestro. Iba á trabajar; aun podían aprovecharse dos horas de sol. Pero antes de salir dedicó nuevos elogios al retrato de la condesa.

Quedaron solos los dos amigos en un largo silencio. Renovales, sumido en la penumbra de aquel nicho de telas persas en que se empotraba su diván, contemplaba el retrato.

—¿Ha de venir hoy?—preguntó Cotoner señalando al lienzo.

Renovales hizo un gesto de disgusto. Hoy ú otro día; con esta mujer era imposible un trabajo serio.

La esperaba aquella tarde, pero no le causaría extrañeza que faltase á la sesión. Llevaban cerca de un mes sin poder pintar dos días seguidos. Tenía muchas ocupaciones: presidía sociedades para la enseñanza y la emancipación de la mujer; proyectaba festivales y tómbolas; una actividad de señora aburrida, un aturdimiento de pájaro loco que la hacía querer estar en todas partes á un mismo tiempo, sin voluntad para marcharse, una vez lanzada en la corriente del femenil chismorreo. De pronto, el pintor, con los ojos fijos en el retrato, tuvo un impulso de entusiasmo.

—¡Qué mujer, Pepe!—exclamó.—¡Qué mujer para pintarla!...

Sus ojos parecían desnudar á la beldad que se erguía en el lienzo con toda su prosopopeya aristocrática. Intentaban penetrar el misterio de aquella envoltura de encajes y sedas; ver el color y las lineas de unas formas que apenas se marcaban con suave bulto al través del vestido. A esta reconstrucción mental ayudaban los hombros desnudos y el arranque de los amorosos globos que parecían temblar con dureza elástica en el filo del escote, separados por una línea de suave penumbra.

—Eso mismo le he dicho á tu mujer—afirmó el bohemio con sencillez.—Si tú pintas señoras hermosas como la condesa, es por pintarlas, sin que se te ocurra ver en ellas más que una modelo.

—¡Ah! ¡Conque mi mujer te ha hablado de esto!...

Cotoner se apresuró á tranquilizarle, temiendo ver turbada su digestión. Nada; nerviosidades de la pobre Josefina, que, en su enfermedad, todo lo veía negro.

Había aludido durante el almuerzo á la de Alberca y su retrato. No parecía quererla, á pesar de ser su compañera de colegio. Le ocurría lo que á las otras mujeres: la condesa era un enemigo que las inspiraba miedo. Pero él la había tranquilizado, acabando por arrancarla una risa débil. No había que hablar más de esto.

Pero Renovales no participaba del optimismo de su amigo. Adivinaba el estado de ánimo de su mujer; comprendía ahora el motivo que la había hecho huir de la mesa, refugiándose arriba para llorar y desearse la muerte. Abominaba de Concha como de todas las mujeres que entraban en su estudio... Pero esta impresión triste no fué muy duradera en el pintor; estaba habituado á las susceptibilidades de su esposa. Además, se tranquilizó pensando en su fidelidad conyugal. Tenía limpia la conciencia, y Josefina podía creer lo que quisiera. Sería una injusticia más, y él estaba resignado á sufrir su esclavitud sin quejarse.

Para distraerse comenzó á hablar de pintura. Le animaba el recuerdo de su conversación con Tekli, el cual venía de correr Europa, y estaba enterado de lo que pensaban y pintaban los más famosos maestros.

—Yo me hago viejo, Cotoner. ¿Crees que no lo conozco? No, no protestes; ya sé que no soy viejo: cuarenta y tres años. Quiero decir que me he encarrilado y no salgo de mi paso. Hace tiempo que no hago nada nuevo; siempre doy la misma nota. Ya sabes que ciertos sapos, envidiosos de mi fama, me echan en cara ese defecto, como un salibazo venenoso.

Y el pintor, con el egoísmo de los grandes artistas, que siempre se creen olvidados y que el mundo les regatea la gloria, lamentábase de la servidumbre que le imponía su buena suerte. ¡Ganar dinero! ¡Qué terrible cosa para el arte! Si el mundo fuese gobernado por el sentido común, los artistas de talento estarían mantenidos por el Estado, el cual proveería generosamente á todas sus necesidades y caprichos. No habría que preocuparse de la vida. «Pinte usted lo que quiera y como le dé la gana.» Entonces se harían grandes cosas y adelantaría el arte con pasos de gigante, no teniendo que envilecerse en una adulación á la vulgaridad pública y á la ignorancia de los ricos. Pero ahora, para ser pintor célebre, había que ganar mucho dinero, y éste sólo se conseguía con los retratos, abriendo tienda, pintando al primero que se presenta, sin derecho á escoger. ¡Maldita pintura! En el escritor era mérito la pobreza; representaba virtud é integridad. Pero el pintor había de ser rico: su talento se juzgaba por las ganancias. El renombre de sus cuadros iba unido á la idea de miles de duros. Al hablar de su trabajo se decía siempre «gana tanto», y para sostener esta riqueza, compañera indispensable de la gloria, había que pintar á destajo, halagando á la vulgaridad que paga.

Renovales se movía con nerviosa excitación en torno del retrato. Algunas veces, este trabajo de jornalero glorioso aun era tolerable al pintar mujeres hermosas y hombres cuya frente estaba animada por el interno resplandor de la inteligencia. ¿Pero y los políticos vulgares; los ricos con aspecto de mozos de cordel; las señoras hinchadas y de cara muerta que había tenido que retratar? Cuando se dejaba vencer por su amor á la verdad y copiaba el modelo tal como lo veía, proporcionábase un enemigo más, que pagaba refunfuñando é iba por todas partes diciendo que Renovales no era tan grande como le creían. Para evitar esto pintaba mintiendo, valiéndose de los procedimientos empleados por otros artistas mediocres, y esta bajeza atormentaba su conciencia como un despojo que hacía sufrir á sus inferiores, dignos de respeto por lo mismo que estaban menos dotados que él para la producción artística.

—Además, esto no es la pintura, toda la pintura. Nos creemos artistas porque sabemos reproducir una cara, y la cara no es más que una parte del cuerpo. Temblamos ante el desnudo; lo hemos olvidado. Hablamos de él con respeto y temor, como de una cosa religiosa, digna de adoración, pero que no vemos de cerca. Una gran parte de nuestro talento es talento de hortera. Telas, muchas telas; trajes. Hay que envolver bien el cuerpo, del que huimos como de un peligro...

Cesó en sus paseos agitados, deteniéndose ante el retrato, fijando en él su mirada.

—Figúrate, Pepe—dijo en voz baja, mirando antes instintivamente hacia la puerta, con aquel eterno miedo á ser oído por su esposa en estos entusiasmos artísticos.—Figúrate... si esta mujer se desnudase; si yo pudiera pintarla tal como es seguramente...

Cotoner rompió á reir con una expresión de fraile malicioso.

—Una gran cosa, Mariano, una obra maestra. Pero no querrá. Tengo la certeza de que se negaría á desnudarse, y eso que debe haberlo hecho delante de más de uno.

Renovales agitó sus brazos y levantó los ojos con expresión de protesta.

—¿Y por qué no quieren?... ¡Qué rutina! ¡Qué vulgaridad!

En su egoísmo de artista, imaginábase creado el mundo sin otro objeto que el de mantener á los pintores y al resto de la humanidad que debía servirle de modelo, y se escandalizaba de este pudor incomprensible. ¡Ay! ¿dónde encontrar ahora las beldades griegas, plácidas modelos de los escultores; las damas venecianas, de palidez ambarina, pintadas por el Ticiano; las flamencas graciosas de Rubens y las bellezas picantes y diminutas de Goya? La hermosura se había eclipsado para siempre tras los velos de la hipocresía y del falso pudor. Se dejaban contemplar hoy por un amante, mañana por otro; entregaban á los innumerables galanes algo más que la exhibición de sus formas, y sin embargo, enrojecían recordando á las hembras de otros tiempos, menos impuras, que no vacilaban en someter á la pública admiración la obra perfecta de Dios, la castidad del desnudo.

Renovales volvió á tenderse en el diván, y desde su penumbra habló confidencialmente á Cotoner, con voz tenue, mirando algunas veces hacia la puerta como si temiese ser oído.

Hacía tiempo que soñaba con una obra maestra. La tenía completa en su imaginación, hasta en sus menores detalles. Veíala, cerrando los ojos, tal como había de ser, si es que llegaba á pintarla. Era Friné, la famosa beldad de Atenas, mostrándose desnuda á los peregrinos aglomerados en la playa de Delfos. Toda la humanidad doliente de Grecia marchaba por la orilla del mar hacia el famoso templo, buscando la intervención divina para el alivio de sus males: paralíticos de miembros retorcidos, leprosos de repugnante hinchazón, hidrópicos grotescos; pálidas mujeres con las entrañas roídas por las enfermedades del sexo; ancianos trémulos; jóvenes desfigurados por las anomalías de un nacimiento monstruoso; cabezas enormes, caras contraídas por muecas horripilantes; brazos consumidos, como huesos escuetos; piernas informes de elefante; todos los esbozos de la Naturaleza despistada, los gestos llorosos y desesperados del humano dolor. Al ver en la orilla á Friné, gloria de la Grecia, cuya belleza era un orgullo nacional, los peregrinos se detienen y la contemplan volviendo la espalda al templo, que, sobre el fondo de las tostadas montañas, destaca sus columnatas de mármol; y la hermosa, conmovida por esta procesión del dolor, quiere alegrar su tristeza, lanzar en sus míseros surcos un puñado de salud y belleza, y se arranca los velos, haciéndoles la regia limosna de su desnudez. El cuerpo blanco, luminoso, destaca la armoniosa curva del vientre y la punta aguda de sus firmes senos sobre el azul obscuro del mar. El viento arremolina sus cabellos, como serpientes de oro sobre los hombros de marfil; las ondas, al morir cerca de sus pies, la envían estrellas de espuma que, con su caricia, estremecen su piel desde la nuca de ámbar á los talones sonrosados. La arena mojada, tersa y brillante como un espejo, reproduce invertida y confusa la soberana desnudez, en líneas serpenteadas que adquieren al perderse el temblor del iris. Y los peregrinos, caídos de rodillas, en el éxtasis de la admiración, tienden los brazos hacia la diosa mortal, creyendo que la Belleza y la eterna Salud salen á su encuentro.

Renovales se incorporaba cogiendo un brazo á Cotoner al describir su futuro cuadro, y el amigo asentía gravemente, impresionado por el relato.

—¡Muy hermoso!.. ¡Sublime, Marianito!

Pero el maestro volvía á caer en el desaliento después de esta ráfaga de entusiasmo.

Aquella obra era muy difícil. Tendría que ir á instalarse en la orilla del Mediterráneo, en una playa solitaria de Valencia ó Cataluña; tendría que levantar un barracón en el mismo límite donde el agua muere en la arena con brillante espejismo, y allí llevar mujeres tras mujeres, cien si era preciso, para estudiar su blanca desnudez sobre el azul del mar y del cielo, hasta que encontrase el cuerpo divino de la soñada Friné.

—Muy difícil—murmuraba Renovales.—Te digo que es muy difícil. ¡Hay tantos inconvenientes con que luchar!...

Cotoner inclinó su cabeza con expresión confidencial.

—Y además, está la maestra—dijo en voz queda, mirando á la puerta con cierto miedo.—Me parece que Josefina no aceptará con mucho gusto ese cuadro y su gran baraja de modelos.

El maestro bajó la cabeza.

—¡Si supieras, Pepe! ¡Si vieses mi vida diaria!...

—Lo sé todo—se apresuró á decir Cotoner.—Mejor dicho, lo adivino. No me cuentes nada.

Y en su apresuramiento por repeler las tristes confidencias del amigo, había mucho de egoísmo, el deseo de no perturbar su plácida calma con dolores ajenos que sólo le inspiraban un lejano interés.

Renovales habló tras un largo silencio. Pensaba frecuentemente en si el artista debía ser soltero ó casado. Otros, débiles y de indeciso carácter, necesitaban el apoyo de la compañera, el ambiente de la familia.

Recordaba con fruición los primeros meses de su matrimonio; pero éste le había pesado después como una cadena. No renegaba del amor; necesitaba para vivir de la dulce compañía de la mujer, pero con intermitencias, sin la cárcel interminable de la vida común. Los artistas como él debían ser libres; estaba seguro de ello.

—¡Ay, Pepe! Si yo me hubiese conservado como tú, dueño de mi tiempo y de mis obras, sin tener que preocuparme de lo que dirá mi gente al verme pintar esto ó aquello, ¡qué grandes cosas llevaría hechas!

El viejo fracasado iba á decir algo cuando se abrió la puerta del estudio y entró el criado de Renovales, un hombrecillo de grandes mejillas rubicundas y voz atiplada que, según decía Cotoner, tenía el aire de un mandadero de monjas.

—La señora condesa.

Cotoner abandonó de un salto su sillón. Estos modelos no gustaban de ver gente en el estudio. ¿Por dónde escapaba?... Renovales le ayudó á buscar su sombrero, su abrigo, su bastón, que había dejado con su habitual abandono en diversos rincones del estudio.

El maestro le empujó por una puerta que daba al jardín. Después, al quedar solo, corrió á colocarse ante un viejo espejo veneciano, contemplándose un instante en su luna azulada y profunda, alisándose con los dedos la crespa y encanecida cabellera.

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