VI

Renovales acabó de leer en la cama, según su costumbre los periódicos de la noche, y antes de apagar la luz miró á su mujer.

Estaba despierta. Sobre los embozos de la cama vió sus ojos desmesuradamente abiertos, fijos en él con una tenacidad hostil, y los rabitos de su pobre cabellera, que se escapaban lacios y tristes por entre las blondas de la gorra de noche.

—¿No duermes?—preguntó el pintor con una entonación cariñosa, en la que había algo de inquietud.

—No.

Y tras este monosílabo duro, dió una vuelta en la cama, volviéndole la espalda.

Quedó Renovales en la obscuridad, con los ojos abiertos, algo inquieto por el temor que le inspiraba aquel cuerpo, oculto bajo la misma sábana, tendido á corta distancia de él y que evitaba todo roce, achicándose con manifiesta repulsión.

¡Pobrecilla! El bueno de Renovales sentíase atenaceado por un doloroso remordimiento. Su conciencia era una bestia feroz que se había despertado iracunda é implacable, destrozándolo con las dentelladas del desprecio. No significaban gran cosa los sucesos de aquella tarde: un momento de abandono, una debilidad. Seguramente que la condesa ya no se acordaba de ello, y él, por su parte, tenía el propósito de no reincidir.

¡Bonita situación para un padre de familia, para un hombre que había ya pasado su juventud, comprometerse en empresas amorosas, ponerse melancólico á la hora del crepúsculo, besando una mano blanca, con posturas de trovador apasionado! ¡Vive Dios! ¡Cómo se hubieran reído los amigos al verle en esta actitud!... Había que limpiarse de este romanticismo que le dominaba en ciertos momentos. Cada hombre debía seguir su destino, aceptando la vida tal como se presentaba. Él había nacido para virtuoso; debía conformarse con la relativa paz de su vida doméstica; aceptar sus escasas dulzuras como una compensación de los tormentos morales que le hacía sufrir la enfermedad de su compañera. Se contentaría con las fiestas de su pensamiento; con aquellos atracones ilusorios de belleza que se daba en los banquetes servidos por su imaginación. Mantendría su carne en una fidelidad matrimonial que equivalía á perpetua privación. ¡Pobre Josefina! Su remordimiento, por un instante de debilidad que él consideraba como un crimen, impulsábale á aproximarse á su compañera de lecho, cual si buscase en su calor y su contacto un mudo perdón.

El cuerpo, ardoroso por una lenta fiebre, se alejó al sentir su roce; se apelotonó, como esos moluscos tímidos que se achican y ocultan al más leve tocamiento... Estaba despierta. No se oía su respiración; parecía muerta en la profunda obscuridad, pero el marido adivinaba sus ojos abiertos, su ceño contraído, y sentía el pavor del que presiente un peligro en el misterio de la sombra.

Renovales también permaneció inmóvil, evitando un nuevo encuentro con este cuerpo que le repelía mudamente. La firmeza de su arrepentimiento le proporcionaba cierto consuelo. Jamás volvería á olvidarse de su mujer, de su hija, de su respetabilidad de hombre grave.

Desecharía para siempre estos anhelos de juventud, esta audacia, esta hambre de gozar todas las dulzuras de la vida. Su suerte estaba echada; seguiría siendo el de siempre. Pintaría retratos y todo lo que le encomendasen; daría gusto al público, ganaría más dinero; procuraría amoldar su arte á las exigencias celosas de su mujer para que viviese tranquila; se burlaría de ese fantasma de la ambición humana que llaman gloria. ¡La gloria! ¡Una lotería sin más probabilidades de suerte que los gustos de las gentes que aun estaban por nacer! ¿Quién conocía las aficiones artísticas del porvenir? Tal vez apreciase como bueno lo que él producía ahora á disgusto; tal vez reiría con desprecio de lo que él deseaba pintar. Lo único importante era vivir tranquilo, los más años que pudiese, rodeado de dulce paz. Su hija se casaría. Tal vez fuese su marido el amado discípulo, aquel Soldevilla, tan modosito, tan cortés, que andaba loco tras la revoltosa Milita. Y si no era éste, sería López de Sosa, un mentecato enamorado de sus automóviles, que gustaba más á Josefina que el discípulo, por no haber incurrido en el pecado de mostrar talento y dedicarse á la pintura. Tendría nietos, le blanquearía la barba, ofrecería la majestad de un Padre Eterno, y Josefina, cuidada por él, reanimada por un ambiente de cariño, llegaría también á la vejez, libre de sus nervios, equilibrada por la insensibilidad de los años, que anula los desarreglos del sexo.

El pintor sentíase halagado por este cuadro de felicidad patriarcal. Se iría del mundo sin haber mordido los mejores frutos que ofrece la vida, pero con la paz de un alma que tampoco conoce las grandes vehemencias pasionales.

Mecido por estas ilusiones, el artista fué sumiéndose en el sueño. Veía en la sombra la imagen de su tranquila ancianidad, con arrugas sonrosadas y cabellera de plata: á su lado una viejecita vivaracha, sana y graciosa, peinada con bandós de brillante nieve, y en torno de ellos un corro de niños, muchos niños, unos urgándose las narices, otros revolcándose en el suelo, con la panza al aire, como gatitos revoltosos; los mayores, lápiz en mano, haciendo la caricatura de la valetudinaria pareja, y todos gritando á coro con un llamamiento de ternura: «¡Abuelitos ricos! ¡Abuelitos monos!...»

En su imaginación adormecida se esfumaba y borraba este cuadro. Ya no veía las figuras, pero el grito cariñoso seguía sonando en sus oídos cada vez más lejano.

Después volvía á crecer y se aproximaba lentamente, pero era una queja, un lamento tembloroso, un alarido como el de la bestia que siente en la garganta el cuchillo del sacrificador.

El artista, aterrado por este gemido, creyó que un animal obscuro, un monstruo de la noche, se agitaba junto á él, rozándolo con sus antenas, empujándole con las huesosas puntas de sus articulaciones.

Despertóse, y turbio aún su cerebro por las nieblas del sueño, lo primero que sintió fué un estremecimiento de miedo y sorpresa, extendiéndose de su nuca á sus pies. El monstruo invisible estaba junto á él, moribundo, pataleante, hiriéndole con las angulosidades de su cuerpo. El alarido rasgaba la obscuridad con estertor agónico.

Renovales, á impulsos del miedo, despertó por completo. Aquel lamento era de Josefina. Su mujer rodaba en la cama, rugiendo al beber penosamente el aire.

Crujió la llave de la luz y el resplandor blanco y crudo de la lámpara mostró á la mujercita, en el desorden de su crisis nerviosa: los flacos miembros contraídos dolorosamente; los ojos desmesuradamente abiertos, mates y con un estrabismo de agonía; la boca llorosa, goteando por sus comisuras una espumilla de rabia.

El marido, aturdido por este despertar, intentó cogerla en sus brazos, oprimirla dulcemente, como si su calor pudiese devolverla la calma.

—Déja... me—rugió ella con voz entrecortada.—Suelta... Te aborrezco...

Y era ella la que, pidiendo que la soltase, se aferraba á él, clavando los dedos en su cuello, como si quisiera extrangularle. Renovales, insensible á este apretón, que no hacía gran mella en su cuello atlético, murmuraba con triste bondad:

—¡Aprieta!... No temas hacerme daño. ¡Desahógate!

Sus manos, cansadas de oprimir inútilmente aquella carne musculosa, abandonaron su presa con cierto desaliento. Aun duró un buen rato la crisis, pero sobrevino el llanto, quedando la mujer anonadada, inerte, sin otras manifestaciones de vida que el estertor de su pecho y el incesante gotear del doble hilo lacrimoso.

Renovales había saltado de la cama, yendo por la habitación, en su grotesco atavío de dormir, buscando por todos lados, sin saber lo que buscaba, murmurando palabras cariñosas para tranquilizar á su esposa.

Ésta interrumpía sus gemidos, pugnando por introducir cada sílaba á través del estertor. Hablaba con la cabeza oculta entre los brazos. El pintor se detuvo á oirla, asombrado de las palabras soeces que se deslizaban de los labios de su Josefina, como si el pesar, al remover su alma, sacase á flote las groserías é impurezas oídas en la calle y depositadas en el fondo de su memoria.

—¡La tía... tal! (Y aquí soltaba la palabra clásica, con naturalidad, como si toda su vida hubiese hablado así.) ¡La sinvergüenza! La...

Y seguía lanzando un rosario de interjecciones que escandalizaban al marido, por salir de aquella boca.

—¿Pero de quién hablas? ¿Qué persona es esa?

Ella, como si sólo aguardase estas preguntas, se incorporó en la cama, púsose de rodillas, mostrando su triste osamenta, mirándole fijamente, moviendo sobre el frágil cuello su cabeza, en torno de la cual se arremolinaban los cortos y lacios mechones de la cabellera.

—¿De quién ha de ser? De la de Alberca... ¡De ese grandísimo plumero! ¡Hazte de nuevas! ¡Tú no sabes nada! ¡Pobrecito!

Renovales esperaba esto, pero al oirlo, tomó una actitud arrogante, fortalecido por sus propósitos de enmienda y por la certeza de que decía verdad. Se llevó la mano al corazón en actitud teatral, echando atrás su melena, sin reparar en lo grotesco de su figura, que se reflejaba en los espejos del dormitorio.

—Josefina, te juro por lo más que amo en el mundo, que no es cierto lo que supones. Nada tengo que ver con Concha. ¡Por nuestra hija te lo juro!

La mujercita se irritó aún más.

—No jures, no mientas... no nombres á mi hija. ¡Embustero! ¡Hipócrita! Todos sois iguales.

¿La creía una tonta? Estaba enterada de cuanto ocurría en torno de ella. Él era un libertino, un mal esposo: lo había conocido á los pocos meses de matrimonio; un bohemio sin otra educación que las perversas tertulias de los de su clase. Y la otra era cualquier cosa; lo peorcito de Madrid: por algo se reían en todas partes del conde... Mariano y Concha se entendían; tal para cual; se burlaban de ella en su propia casa, á obscuras en el estudio.

—Es tu querida—decía con fría cólera.—Vamos, hombre, confiésalo; repite todas esas desvergüenzas del derecho al amor y el derecho á la alegría de que hablas con tus amigotes en el estudio; esas infamias hipócritas para justificar el desprecio á la familia, al matrimonio... á todo. Ten el valor de tus actos.

Pero Renovales, aturdido por esta palabrería feroz, que caía sobre él como una lluvia de latigazos, sólo sabía repetir, con la mano en el corazón y el gesto noblemente resignado del que sufre una injusticia:

—Soy inocente. Te lo juro. No hay nada de lo que supones.

Y pasando al otro lado de la cama, intentaba coger de nuevo entre sus brazos á Josefina, creyendo calmarla, ahora que parecía menos furiosa y el llanto cortaba sus airadas palabras.

Trabajo inútil. El frágil cuerpo escurríase entre sus manos, repeliéndolas con una sensación de horror y repugnancia.

—Déjame; no me toques. Me das asco.

Se engañaba su marido si creía que ella era enemiga de Concha. ¡Bah! Conocía bien á las mujeres. Hasta aceptaba (ya que tan tenaz era en sus juramentos de inocencia) que no existía nada entre los dos. Pero sería por ella, que estaba harta de adoradores, y á impulsos de una antigua amistad no quería amargar la existencia de Josefina. Era Concha la que había resistido y no él.

—Te conozco. Ya sabes que adivino tus pensamientos, que leo en tu frente. Eres fiel por cobardía, por falta de ocasión. Pero el pensamiento lo llevas cargado de obscenidades; tu interior me da asco.

Y antes de que pudiese protestar, su mujer le atacaba nuevamente, soltando de una vez todas las observaciones que había hecho, pesando sus actos y palabras con la sutileza de una imaginación enferma.

Echábale en cara la expresión de arrobamiento de sus ojos cuando veía á las damas hermosas colocarse ante su caballete para ser retratadas; los elogios á la garganta de una, á los hombros de otra: la unción casi religiosa con que examinaba las fotografías y los grabados representando beldades desnudas, pintadas por otros artistas, á los que él pretendía seguir en sus impulsos de libertinaje.

—¡Si yo te dejase! ¡Si yo desapareciese!... Tu estudio sería un burdel; no podría entrar en él una persona decente; siempre tendrías al fresco alguna mujer, copiando sus vergüenzas.

Y en el temblor de su voz irritada revelábase la ira, la amarga decepción de presenciar á todas horas este culto de la belleza, este elogio continuo á la hermosura, sin fijarse en que ella estaba presente, envejecida antes de tiempo, enferma, con la fealdad de la miseria física, y que cada uno de estos entusiasmos la hería como un reproche, marcando un abismo entre su triste condición y el ideal que llenaba la mente de su esposo.

—¿Crees que no sé lo que piensas?... Me río de tu fidelidad. ¡Mentira! ¡Hipocresía! Así como te haces viejo, te domina un deseo rabioso. Si pudieses, si tuvieras valor, correrías tras esas bestias de hermosas carnes que tanto elogias... Eres un ordinario. No hay en ti más que grosería y materialidad. ¡La forma! ¡La carne! ¿Y á esto llaman artista?... Mejor hubiera sido casarme con un zapatero, con uno de esos hombres buenos y simples que los domingos van con su pobre mujercita á comer en los merenderos y la adoran no conociendo á otra.

Renovales comenzaba á sentirse irritado por este ataque, que ya no se basaba en sus actos, sino en su pensamiento. Aquello era peor que el Santo Oficio. Le había espiado á todas horas; siempre atenta y observadora, recogía sus menores palabras y gestos; penetraba en su pensamiento, haciendo materia de celos sus preocupaciones y sus entusiasmos.

—Calla, Josefina... Eso es indigno. No podré pensar, no podré producir... Me espías y persigues hasta en mi arte.

Ella levantaba los hombros con desprecio. ¡Su arte! Se burlaba de él.

Y volvía á insultar á la pintura, arrepintiéndose de haber unido su suerte á la de un artista. Los hombres como él no debían casarse con mujeres decentes, con las que se llaman mujeres de su casa. Su destino era permanecer solos, ó agregarse á hembras sin escrúpulo, enamoradas de su cuerpo, capaces de exhibirlo en medio de la calle, con el orgullo de su desnudez.

—Yo te he querido, ¿sabes?—decía fríamente.—Te he querido, pero ya no te quiero. ¿Para qué? Sé que aunque me lo jures de rodillas, nunca me serás fiel. Estarás cosido á mis faldas y tu pensamiento irá lejos, muy lejos, acariciando esas vergüenzas que adoras. Tienes un serrallo en la cabeza. Creo vivir sola contigo, y al mirarte, la casa se puebla de mujeres, que me rodean, que lo llenan todo y se burlan de mí; todas hermosas, como bestias del demonio; todas desnudas, como tentaciones... Déjame, Mariano; no te acerques. No quiero verte. Apaga la luz.

Y viendo que el artista no obedecía su mandato, ella misma dió vuelta á la llave, oyéndose en la obscuridad el chasquido de sus huesos al arrebujarse en las ropas del lecho.

Renovales quedó en densa sombra, y á tientas buscó la cama, acostándose también. Ya no suplicaba; permanecía mudo, irritado. Habíase desvanecido la tierna compasión que le hacía soportar las agresivas nerviosidades de su mujer. ¿Qué más quería de él?... ¿Hasta donde iba á llegar?... Llevaba una vida de asceta, conteniendo sus apasionamientos de hombre sano, guardando por costumbre y por respeto una casta fidelidad, buscando un alivio en los fogosos extravíos de su imaginación... ¡y aun esto era un crimen! Con la agudeza de su pensamiento de enferma, penetraba ella en él, adivinando sus ideas, siguiendo su curso, rasgando el velo de misterio tras el cual ocultaba aquellos banquetes de ilusiones, en los que entretenía sus horas de soledad. ¡Hasta á su cerebro llegaba esta persecución! No podían sufrirse con paciencia los celos de aquella mujer, amargada por la pérdida de su frescura juvenil.

Ella reanudaba su llanto en la obscuridad. Gemía convulsivamente, agitando las ropas con el estertor de su pecho.

La cólera hacía insensible y duro al marido.

—¡Gime, pobrecita!—pensaba con cierta fruición.—Llora hasta deshacerte; no seré yo quien te diga una palabra.

Josefina, cansada de su mutismo, intercalaba palabras entre los lamentos. ¡Se burlaban de ella! ¡Vivía en perpetuo ridículo!... Los amigos que escuchaban al ilustre maestro, las señoras que visitaban su estudio, ¡cómo reirían al oirle sus arrebatados elogios á la belleza ante su mujer enferma y arruinada! ¿Qué era ella en aquella casa, panteón espantoso, nido de tristezas? Una pobre ama de llaves que cuidaba del bienestar del artista. Y el señor creía cumplir todos los deberes no manteniendo una querida, saliendo poco de casa, pero maltratándola con sus palabras, que la hacían objeto de ludibrio. ¡Si viviese su madre!... ¡Si sus hermanos no fuesen unos egoístas, que rodaban por el mundo, de embajada en embajada, contentos de la vida, dejando sin contestación sus cartas llenas de quejas y teniéndola por loca, al ver que se lamentaba de poseer un esposo ilustre y de ser rica!

Renovales, en la obscuridad, se llevaba las manos á la frente con gesto de desesperación, enfurecido por el sonsonete de tanta injusticia.

—¡Su madre!—pensaba.—Bien está la insufrible señora para siempre en su agujero. ¡Sus hermanos! Unos sinvergüenzas que siempre que pueden me piden algo... ¡Señor! ¡Paciencia para sufrir á esta mujer; resignación y calma para conservar mi frialdad, para que no olvide que soy un hombre!

La despreciaba en su pensamiento para mantener de este modo su impasibilidad. ¡Bah! ¡Una mujer... una enferma! Todos en el mundo arrastran su cruz, y la suya era Josefina.

Pero ésta, como si adivinase los pensamientos de su compañero de lecho, cesó de llorar y le habló con voz lenta, en la que temblaba una ironía cruel:

—De la de Alberca no esperes nada—dijo de pronto con femenil incoherencia.—Te advierto que tiene los adoradores por docenas: juventud y elegancia, que para las mujeres es algo más que el talento.

—¿Y á mi qué?—rugió en la obscuridad la voz de Renovales, con una explosión de cólera.

—Te lo digo para que no te forjes ilusiones... Maestro, va usted á sufrir un fracaso. Estás muy viejo, buen hombre; los años pasan... Tan viejo y tan feo que, si te hubiese conocido así, no sería tu mujer á pesar de toda tu gloria.

Después de este golpe, satisfecha y tranquila, cesó de llorar y pareció dormirse.

El maestro permaneció inmóvil, tendido de espaldas, con la cabeza apoyada en los brazos y los ojos muy abiertos, viendo poblarse la obscuridad de puntos rojos, que se ensanchaban en incesante rotación, formando anillos inflamados y flotantes. La cólera había sacudido sus nervios; la puñalada final no le dejaba dormir. Sentíase inquieto, desvelado por este cruel desgarrón en su amor propio. Creía tener en su cama, á corta distancia de él, á su mayor enemigo. Odiaba este cuerpecillo ruin que casi podía tocar con un ligero movimiento, como si encerrase la bilis de todos los adversarios con los que había chocado en su vida.

¡Viejo! ¡Despreciable! ¡Inferior á aquellos señoritos que pululaban en torno de la de Alberca; él, un hombre conocido por toda Europa y en cuya presencia palidecían emocionadas, mirándole con ojos de adoración, todas las señoritas que pintan abanicos y acuarelas de pájaros y flores!...

—Ya te lo diré más adelante, pobre mujer—pensaba, mientras una risa feroz deslizábase invisible en la sombra.—Ya verás si la gloria es algo y si me encuentran tan viejo como tú crees.

Con una alegría de adolescente recordaba la escena del crepúsculo, el beso en la mano de la condesa, su dulce abandono, aquella mezcla de resistencia y de agrado que le abría el camino para ir más adelante. Saboreaba estos recuerdos con la fruición de la venganza.

Después, su cuerpo, al moverse, tropezó con el de Josefina, que parecía dormir, y experimentó cierta repulsión, como si rozase un animal hostil.

Era su enemigo: había torcido y desorientado su vida de artista y entristecía su vida de hombre. Creíase ahora capaz de haber producido las obras más asombrosas, de no conocer á aquella mujercita que gravitaba sobre él con aplastante pesadumbre. Su censura muda, la fiscalización de sus ojos, aquella moralidad estrecha y mezquina de señorita bien educada, cerrábanle el paso, haciéndole salir de su camino. Sus cóleras, sus crisis nerviosas le desorientaban, achicándolo, robándole fuerzas para el trabajo. ¿Y siempre habría de vivir así?... Pensó con horror en los largos años que aun quedaban delante de él; en el camino que le ofrecía la vida, monótono, polvoriento, de agria cuesta, sin una sombra, sin un descanso, marchando trabajosamente, falto de entusiasmos y bríos, tirando de la cadena del deber, á cuyo extremo se arrastraba el enemigo, siempre quejumbroso, siempre injusto, con la egoísta crueldad del enfermo, espiándolo con ojos inquisitoriales á las horas en que se repliega el pensamiento, á las horas en que surge el sueño, violando su descuido, forzando su inmovilidad, robándole sus ideas más intimas para después pasárselas ante los ojos con insolencia de ladrón triunfante. ¡Y esto había de ser toda su vida!... ¡Cristo! No; mejor era morir.

Entonces surgió en las negruras de su cerebro, como una chispa azul, de lúgubre fulgor, un pensamiento, un deseo, que hizo correr por su cuerpo el escalofrío de la estupefacción y la sorpresa:

—¡Si se muriese!...

¿Por qué no?... Siempre enferma, siempre triste, parecía obscurecer su pensamiento con las alas de su alma, unas alas de cuervo, de tétrica agitación. Él tenia derecho á la libertad, á romper la cadena, porque era el más fuerte. Había pasado la vida deseando la gloria, y la gloria era un engaño si no proporcionaba más que el frío respeto de las gentes, si no podía cambiarse por algo más positivo. Aun le quedaban muchos años de existencia intensa; aun podía regodearse con un atracón colosal de placeres; aun podía vivir como ciertos artistas que él admiraba, ebrios de dulzuras mundanales, trabajando en loca libertad.

—¡Ay! ¡Si se muriese!...

Recordaba ciertos libros que había leído, en los cuales otros personajes imaginarios deseaban también la muerte ajena para satisfacer con más amplitud sus apetitos y pasiones.

De pronto creyó despertar, salir de un mal sueño, arrancarse con honda emoción de una pesadilla aterradora. ¡Pobre Josefina!... Le horrorizaba su pensamiento: sentía el fúnebre deseo abrasar su conciencia, como un hierro ardiente que levanta chirridos con su contacto. No era ternura lo que le hacía volver hacia su compañera, eso no; la guardaba rencor. Pero pensaba en sus años de sacrificio; en las privaciones que había sufrido al seguirle en su lucha con la miseria, sin una queja, sin una protesta, en los dolores de su maternidad, en el sustento que había dado á su hija, aquella Milita que parecía haber robado todo el vigor de su cuerpo y tal vez era causa de su decadencia. ¡Qué horror, desear su muerte!... ¡Que viviera! Él lo sufriría todo con la paciencia del deber. ¿Morir ella? Nunca; antes deseaba morir él.

Pero en vano pugnó el artista por olvidar su pensamiento. El deseo atroz, monstruoso, una vez despertado, se resistía, negándose á retroceder, á ocultarse, á morir en las tortuosidades cerebrales de donde había surgido. En vano se arrepentía de esta perversidad y se avergonzaba de su idea feroz, queriendo aplastarla para siempre. Parecía que dentro de él había surgido una segunda persona, rebelde á sus mandatos, ajena á su conciencia, insensible y dura á los escrúpulos compasivos, y esta personalidad, este dominio, seguía cantando en su oreja con acento alegre, como si le prometiese todas las voluptuosidades de la vida:

—¡Si se muriese!... ¿eh, maestro?... ¡Si se muriese!...

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