V

Entró con gran estrépito de blondas y sedas, acompañado su menudo paso por el fru-fru de las ropas interiores, esparciendo un perfume de variadas esencias, semejante á la respiración de exótico jardín.

—Buenas tardes, mon cher maître.

Mirándole con sus impertinentes de concha, pendientes de una cadena de oro, adquiría el ámbar gris de sus ojos, al través de los vidrios, una fijeza insolente, un gesto extraño, con algo de caricia y burla al mismo tiempo.

Debía perdonarle su tardanza. Ella lamentaba estas faltas de atención, pero era la mujer más ocupada de Madrid. ¡Las cosas que había hecho después del almuerzo!... Firma y examen de papeles con la secretaria de la «Liga Feminista»; conferencia con el carpintero y el maestro de obras (unos tíos ordinarios que se la comían con los ojos), encargados de levantar las tribunas para el gran festival á beneficio de las obreras abandonadas; visita al presidente del Consejo de ministros, un señor algo verde, á pesar de su gravedad, que la recibía con aires de galán rococo, besándole la mano como en un minueto.

—Hemos perdido la tarde, ¿verdad, maître? Apenas queda sol para trabajar. Además, no he traído la doncella para que me ayude.

Señalaba con sus impertinentes la puerta de un gabinete que servía de tocador y vestuario á las modelos, y donde ella guardaba el traje de soirée y el manto de color de fuego con que la retrataba.

Renovales, después de mirar furtivamente á la entrada del estudio, tomó un aire de arrogancia, de galantería fanfarrona, como en los tiempos de su juventud romana, libre y ruidosa.

—Por eso que no quede, Concha. Si usted lo permite, yo le serviré de doncella.

La condesa prorrumpió en una risa ruidosa, echando el busto atrás, mostrando su blanca garganta que ondulaba con los estremecimientos de alegría.

—¡Ay, qué gracia! ¡Y qué atrevido se nos hace el maestro!... Usted no entiende de esas cosas, Renovales. Usted sólo sabe pintar: no tiene práctica...

Y en su acento finamente irónico, había algo de compasión para el artista, alejado de las cosas mundanales y cuya virtud conyugal todos conocían. Esto pareció ofenderle, y habló á la condesa con gran brusquedad, mientras cogía la paleta y preparaba los colores. No era preciso que cambiase de traje; emplearía la poca luz que quedaba trabajando en su cabeza.

Concha se quitó el sombrero, y después, ante el mismo espejo veneciano en que se había mirado el pintor, comenzó á retocarse el peinado. Sus brazos arqueábanse en torno de la cabellera rubia, mientras Renovales contemplaba la gentileza de su dorso, viendo al mismo tiempo de frente su cara y su pecho en el fondo del vidrio. Canturreaba arreglándose el pelo, con los ojos fijos en la reproducción de sus ojos, sin que nada la distrajese de esta operación importante.

Aquel rubio luminoso y audaz debía ser teñido. El pintor estaba seguro de ello, pero no por esto le parecía menos hermoso. También iban teñidas de rubio las beldades de Venecia de los pintores antiguos.

La condesa se sentó en un sillón á corta distancia del caballete. Sentíase fatigada, y ya que sólo había de pintar su rostro, no tendría la crueldad de hacerla permanecer de pie como en los días de gran sesión. Renovales contestaba con monosílabos y encogimientos de hombros. Bien estaba así: ¡para lo que iban á hacer!... Una tarde perdida. Se limitaría á trabajar en el pelo y la frente; podía descansar mirando adonde quisiera.

El maestro, por su parte, tampoco sentía deseos de trabajar. Le perturbaba una cólera sorda; estaba irritado por el acento irónico de la condesa, la cual veía en él un hombre aparte, un ser raro, incapaz de hacer lo que aquellos señoritos imbéciles que formaban su corte, y muchos de los cuales, según la pública murmuración, eran sus amantes. ¡Extraña mujer, provocativa y fría! Sentía deseos de caer sobre ella, en su furia de macho ofendido, de golpearla, de tratarla con el mismo desprecio que si fuese una mujerzuela, para hacerla sentir su varonil superioridad.

De todas las señoras que llevaba retratadas, ninguna había turbado como ésta su calma de artista. Sentíase atraído por su gracia loca, por su ligereza casi infantil, y al mismo tiempo le inspiraba odio por el tono compasivo con que le trataba. Era para ella un buen hombre, vulgarísimo, que por raro capricho de la Naturaleza poseía el don de pintar bien.

Renovales la devolvía este desprecio insultándola en su pensamiento. Era cualquier cosa la tal condesa de Alberca. Con razón hablaban de ella. Tal vez, al presentarse en el estudio, siempre de prisa y sofocada, venía de una entrevista á solas con alguno de aquellos jovenzuelos que rondaban esperanzados en torno de su naciente y provocativa madurez.

Pero bastaba que Concha le hablase con dulce abandono, comunicándole las tristezas que decía sentir y permitiéndose ciertas confianzas, como si la uniese á él una amistad antigua, para que al instante el maestro cambiase de pensamientos. Era una mujer superior, ideal, condenada á vivir en el vano ambiente aristocrático. Todas las murmuraciones sobre ella eran calumnias, mentiras de envidiosos. Debía ser la compañera de un hombre superior, de un artista.

Renovales conocía su historia; se envanecía de las confidencias amistosas que había tenido con él. Era hija única de un gran señor, jurisconsulto solemne y moderado rabioso, ministro en los gabinetes más retrógrados del reinado de Isabel II. Se había educado en el mismo colegio que Josefina, y á pesar de ser cuatro años mayor, guardaba un vivo recuerdo de su bulliciosa compañera. «Para mala y traviesa, Conchita Salazar; era un demonio.» Así oyó su nombre Renovales por primera vez. Luego, al trasladarse de Venecia á Madrid el artista y su mujer, se enteraron de que había cambiado su apellido por el de condesa de Alberca, casándose con un señor que podía ser su padre.

Era un antiguo cortesano que cumplía con gran escrupulosidad las obligaciones de grande de España, celoso de su servidumbre cerca de los reyes. Su ambición era llegar á poseer todas las condecoraciones de Europa, y apenas le agraciaban con alguna, se hacía retratar cubierto de bandas y cruces, vistiendo el uniforme de una de las tradicionales Órdenes militares. Su esposa reía al verle pequeño, calvo y solemne, con altas botas, sable rastrero y pecho cubierto de baratijas, apoyando en su corto muslo un casco de blancos plumajes.

Durante la vida de aislamiento y privaciones que arrostraron Renovales y su mujer, los periódicos llevaban hasta la misera casa del artista los ecos de los triunfos de la «bella condesa de Alberca». No había relato de fiesta aristocrática en que no figurase su nombre en primera línea. Además, la llamaban «ilustrada», haciéndose lenguas de su cultura literaria, de la educación clásica que debía á su «ilustre padre», ya difunto. Y con estas noticias públicas, llegaban hasta el artista, en las alas susurrantes de la madrileña murmuración, otras que suponían á la condesa de Alberca consolándose alegremente del error cometido al casarse con un viejo.

En Palacio la habían puesto en entredicho por esta fama. El marido figuraba en las solemnidades regias, pues no todos los días se presentaba ocasión de lucir su cargamento de honorable bisutería; pero ella se quedaba en casa, abominando de estas ceremonias. Renovales la había oído afirmar muchas veces, vestida lujosamente y con valiosas alhajas en las orejas y el pecho, que ella se reía de su mundo, que estaba en el secreto... ¡que era anarquista! Y oyéndola reía, como reían todos los hombres de lo que llamaban las cosas de la de Alberca.

Cuando triunfó Renovales, volviendo como maestro ilustre á aquellos salones, por los que había, pasado en su primera juventud, sintió la atracción de la condesa que, en su calidad de gran dama «intelectual», tenía empeño en rodearse de hombres célebres. Josefina no le acompañó en esta vuelta al mundo. Sentíase enferma; la fatigaba el roce con las mismas gentes y en los mismos sitios; carecía de fuerzas hasta para emprender los viajes que le recomendaban los médicos.

La condesa amarró al pintor á su séquito, mostrándose ofendida cuando dejaba de presentarse en su casa las tardes en que recibía á sus amigos. ¡Qué ingratitud con una admiradora tan ferviente! ¡Tanto que la placía á ella exhibirlo ante sus amigas, como si fuese una joya nueva! «El pintor Renovales: el famoso maestro.»

En una de estas tardes de recepción, el conde abordó al pintor, con su gravedad de personaje abrumado por los honores del mundo.

—Concha desea un retrato hecho por usted, y yo quiero darla gusto en todo. Usted dirá cuándo puede comenzar. Ella teme proponérselo y me ha dado el encargo. Ya sé lo que usted lleva á otros por su trabajo. Píntela usted bien... que quede contenta...

Y al notar cierto movimiento de Renovales, ofendido por esta llaneza del gran señor, añadió, como si le hiciese una nueva merced:

—Si queda usted bien en lo de Concha, me pintará después á mí. Sólo aguardo el Gran Crisantemo del Japón. En Estado me dicen que llegarán los títulos un día de estos.

Renovales comenzó el retrato de la condesa. Se prolongaba la obra por culpa de aquella aturdida, que siempre llegaba tarde con pretexto de sus ocupaciones. Muchos días el artista no daba una sola pincelada: pasaban las horas charlando. Otras veces el maestro escuchaba en silencio, mientras ella, en su incesante verbosidad, burlábase de las amigas y relataba sus defectos secretos, sus costumbres más íntimas, sus amoríos misteriosos, con cierta fruición, como si todas las mujeres fuesen sus enemigos. En mitad de una de estas confidencias deteníase para decir con gesto pudoroso y entonación irónica:

—¡Pero estaré escandalizando á usted, Mariano!... ¡Usted que es un buen marido, un padre de familia, un varón virtuoso!...

Renovales sentía entonces tentaciones de ahogarla. Se burlaba de él; lo consideraba un hombre distinto de los demás, una especie de fraile de la pintura. Deseoso de herirla, de devolverla el golpe, la atajó una vez brutalmente, en mitad de sus despiadadas murmuraciones:

—Pues de usted también hablan, Concha. También dicen... cosas poco gratas para el conde.

Esperaba un estallido de indignación, una protesta, y lo que resonó en el silencio del estudio fué una risa alegre, desenfrenada, que se prolongó largo rato, cortándose varias veces para volver á comenzar. Después se mostró melancólica, con esa tristeza dulce de las mujeres «no comprendidas». Era muy desgraciada, Mariano. A él se lo podía revelar todo, porque era un buen amigo. Se había casado siendo una niña: una terrible equivocación. En el mundo existía algo más que el deslumbramiento de la fortuna, el esplendor del lujo y aquella corona de conde que había perturbado su cerebro de colegiala.

—Tenemos derecho á un poco de amor; y si no es amor, á un poco de alegría. ¿No lo cree usted, Mariano?

¡Vaya si lo creía!... Y de tal modo lo afirmaba, mirando á Concha con ojos alarmantes, que ésta acabó por reir de su ingenuidad, amenazándole con una mano.

—Cuidado, maestro; que Josefina es mi amiga, y si usted se resbala, se lo cuento todo.

Renovales irritábase contra este pensamiento de pájaro, siempre inquieto, saltador y caprichoso, que tan pronto se posaba junto á él comunicándole el calor de la intimidad, como volaba lejos azorándole con sus aleteos burlones.

Algunas veces presentábase agresiva, molestando al artista desde sus primeras palabras, como acababa de ocurrir en esta tarde.

Permanecieron largo rato silenciosos; pintando él con aire distraído, contemplando ella la marcha del pincel, hundida en un sillón, en la dulce calma de la inmovilidad.

Pero la de Alberca era incapaz de permanecer mucho tiempo callada. Poco á poco se enfrascó en su charla habitual, sin hacer caso del mutismo del pintor, hablando por la necesidad de animar con sus palabras y sus risas el conventual silencio del estudio.

El pintor le oyó el relato de sus trabajos como presidenta de la «Liga Feminista», de las grandes cosas que se proponía hacer en la santa empresa de la emancipación de su sexo. Y de paso, arrastrada por su afán de ridiculizar á todas las mujeres, burlábase donosamente de sus colaboradoras en la grande obra: literatas desconocidas, maestras amargadas por su fealdad, pintoras de flores y palomas; una turba de pobres mujeres con sombreros extravagantes y faldas que parecían colgadas de una percha; bohemia femenil, rebelde y rabiosa contra su suerte, que se enorgullecía de tenerla por directora y á cada dos palabras la soltaban todas ellas un tratamiento sonoro de «condesa» para halagarse á sí mismas con el honor de esta amistad. A la de Alberca la divertía mucho su séquito de admiradoras; reía de sus intransigencias y propósitos.

—Sí; ya sé lo que es eso—dijo Renovales rompiendo su largo mutismo.—Quieren ustedes anularnos; reinar sobre el hombre, al que odian.

La condesa recordaba entre risas el feminismo feroz de algunas de sus acólitas. Como las más de ellas eran feas, abominaban de la hermosura femenil como un signo de debilidad. Querían la mujer del porvenir sin caderas, sin pechos, lisa, huesuda, musculosa, apta para todos los trabajos de fuerza, libre de la esclavitud del amor y de la reproducción. ¡Guerra á la grasa femenil!...

—¡Qué horror! ¿No le parece á usted, Mariano?—continuaba ella.—¡La mujer, lisa y escueta por delante y por detrás, con el pelo cortado y las manos duras, en competencia con el hombre para toda clase de luchas! ¡Y á esto llaman emancipación!... Buenos son ustedes: á los pocos días de vernos en esa facha, nos dirigirían á bofetadas.

No; ella no era de éstas. Deseaba el triunfo de la mujer, pero aumentando aún más sus encantos y seducciones. Si las quitaban la hermosura, ¿qué quedaría de ellas? La quería igual al hombre en inteligencia, pero superior á él por la magia de su belleza.

—Yo no aborrezco al hombre, Mariano. Yo soy muy mujer, y me gusta... ¿por qué he de negarlo?

—Lo sé, Concha; lo sé—dijo el pintor con aviesa intención.

—¿Qué ha de saber usted? Mentiras, murmuraciones que se ensañan en mí, porque no soy hipócrita ni tengo á todas horas un gesto grave.

Y arrastrada por ese deseo de ser compadecidas que sienten las mujeres de fama problemática, habló una vez más de su triste situación. Al conde ya lo conocía Renovales: un buen señor algo maniático, que sólo pensaba en sus baratijas honoríficas. La rodeaba de atenciones, velaba por su bienestar, pero no era nada para ella. Faltábale lo más importante: el corazón... el amor.

Hablaba elevando los ojos, con un anhelo de idealidad que hubiese hecho sonreir á otro que no fuese Renovales.

—En esta situación—decía con voz lenta y la mirada perdida,—no es extraño que una mujer busque la felicidad donde la encuentre. Pero yo soy muy desgraciada, Mariano; yo no sé lo que es amor; yo no he amado nunca.

¡Ay! Ella hubiese sido dichosa uniéndose á un hombre superior. Ser la compañera de un gran artista, de un sabio, habría hecho su felicidad. Los hombres que la rodeaban en los salones eran más jóvenes, más fuertes que el pobre conde, pero mentalmente aún valían menos que él. No era ninguna virtud, lo reconocía; con un amigo como el pintor no osaba mentir. Había tenido sus distracciones, sus caprichos, como muchas que pasaban por virtudes inexpugnables; pero de estas faltas salía siempre con una impresión de desencanto y disgusto. Sabía que el amor era una realidad para otras, pero ella no lograba encontrarlo.

Renovales había cesado de pintar. Ya no entraba por el ventanal la luz del sol. Los vidrios tenían una opacidad de tono violáceo. El crepúsculo invadía el estudio, y en su penumbra brillaban tenuamente, como chispas mortecinas, aquí una punta de marco, más allá el oro viejo de un estandarte bordado; en los rincones el pomo de una espada, el nácar de una vitrina.

Sentóse el pintor cerca de la condesa, sumiéndose en aquella atmósfera de perfumes que la rodeaba como un nimbo de acre voluptuosidad.

Él también era desgraciado. Lo declaraba sinceramente, creyendo de buena fe en la melancólica desesperación de la dama. Faltaba algo en su vida; se hallaba solo en el mundo. Y como viese en el rostro de Concha un gesto de asombro, se golpeó el pecho enérgicamente.

Sí, solo. Adivinaba lo que ella iba á decirle. Tenía á su mujer, tenía á su hija... De Milita no quería hablar: la adoraba; era su alegría. Al sentirse cansado del trabajo, experimentaba una sensación de dulce reposo pasando sus brazos en torno de su cuello. Pero él aun era joven para contentarse con estas alegrías del amor paternal. Deseaba algo más, y no podía encontrarlo en la compañera de su vida, siempre enferma, con los nervios en perpetua crisis. Además, no le comprendía; no le comprendería nunca: era una carga que abrumaba su talento.

Su unión sólo estaba basada en la amistad, en la gratitud por las penalidades que habían soportado juntos. También él había sufrido un engaño tomando por amor lo que sólo era un impulso de la afinidad juvenil. Él necesitaba una verdadera pasión; vivir en contacto con un alma gemela de la suya; amar á una mujer superior que le comprendiese y le animase en sus audacias, que supiera sacrificar sus preocupaciones burguesas á las exigencias del arte.

Hablaba con vehemencia, fijos sus ojos en los de Concha, que brillaban al recibir de frente la luz del ventanal.

Pero Renovales se vió cortado por una risa irónica, cruel, al mismo tiempo que la condesa echaba atrás su sillón como huyendo del artista, que lentamente se inclinaba hacia ella.

—¡Que se resbala usted, Mariano! ¡Que le veo venir! Un poco más, y me suelta usted su declaración... ¡Señor, qué hombres! Es imposible hablar con ellos como una buena amiga, concederles cierta confianza sin que al momento hablen de amor. Si le dejo á usted, antes de un minuto me dice que soy su ideal... que me adora.

Renovales, que se había apartado de ella recobrando su severidad, sintióse herido por esta risa burlona, y dijo con voz queda:

—¿Y si fuese cierto?... ¿Y si yo la amase?...

Volvió á sonar la risa de la condesa, pero forzada, falsa, con un tono que parecía arañar el pecho del artista.

—¡Lo que yo esperaba! ¡La consabida declaración! Con esta va la tercera que me hacen hoy. ¿Pero es que no se puede hablar con un hombre más que de amor?...

Puesta ya de pie, buscaba con la vista el sombrero, no recordando el lugar donde lo había dejado.

—Me voy, cher maître. Es peligroso quedarse aquí. Procuraré venir más pronto y que no nos sorprenda el crepúsculo. Es la hora traidora: el momento de las grandes tonterías.

El pintor se opuso á su marcha. Aun no había llegado su coche; podía esperar unos instantes más. La prometió permanecer tranquilo; no hablarla, ya que esto la disgustaba.

La condesa se quedó, pero no quiso sentarse en el sillón. Dió algunos pasos por el estudio y acabó por abrir la tapa de un armónium colocado cerca del ventanal.

—Vamos á hacer un poco de música; esto nos tranquilizará. Usted, Mariano, quietecito en su silla y sin acercarse. A ver si es usted buen chico...

Posáronse sus dedos en el teclado, movieron sus pies los pedales y el Largo religioso, de Haendel, grave, místico, soñador, se extendió dulcemente por el estudio. La melodía esparcíase por la nave, envuelta ya en la penumbra; filtrábase entre los tapices, prolongando su alado susurro por los otros dos estudios, como si fuese el canto de un órgano tocado por invisibles manos, en una catedral desierta, á la hora misteriosa del anochecer.

Concha sentíase conmovida, con femenil sentimentalismo, con la superficial y caprichosa sensibilidad que le hacía ser considerada, por sus amigos, como una gran artista. La música la enternecía; hacía esfuerzos para que no saltasen lágrimas sus ojos, sin saber por qué.

De pronto cesó de tocar y volvió la cabeza con inquietud. El pintor estaba detrás de ella; creyó sentir en su nuca el soplo de su respiración. Quiso protestar, colocarle á distancia con una de sus risas crueles, pero no pudo.

—Mariano—murmuró,—á su asiento: á ser buen muchacho y obediente. ¡Mire usted que me enfado!

Pero permaneció inmóvil, después de haber dado media vuelta en su taburete, quedando de frente al ventanal, apoyando un codo en el teclado.

Estuvieron mucho tiempo silenciosos; ella en esta posición; él de pie, contemplando su rostro, que no era ya más que una mancha blanca en la creciente penumbra.

La vidriera destacábase ahora con una opacidad azulada. Las ramas del jardín cortábanla como tortuosos y movibles trazos de tinta. En la profunda calma del estudio sonaban los crujidos de los muebles; esa respiración de la madera, del polvo y los objetos en el silencio y la sombra.

Los dos parecían cautivados por el misterio de la hora, como si la muerte del día anestesiase su pensamiento. Sentíanse mecidos en un ensueño vago y dulce.

Ella tuvo un estremecimiento de voluptuosidad.

—Mariano, aléjese usted—dijo con voz lenta, como si le costase un gran esfuerzo.—Esto es muy bonito... parece que me encuentro en un baño... un gran baño que me penetra hasta el alma. Pero esto no está bien. Encienda usted, maestro. ¡Luz, luz! Esto no es correcto.

Mariano no la escuchaba. Se había inclinado sobre ella, cogiéndola una mano, fría, insensible, como si no se diese cuenta de la presión de la suya. Después, en un arranque súbito la besó, y faltó poco para que la mordiese.

La condesa pareció despertar y se irguió altiva, ofendida.

—Es una niñería, Mariano. Es un abuso.

Pero en seguida rió, con su risa cruel, como si sintiera lástima ante la confusión que mostraba Renovales viendo su enfado.

—Queda usted absuelto, maestro. Un beso en la mano no significa nada. Es un gesto protocolario... Son muchos los que me la besan.

Y esta indiferencia fué un amargo castigo para el artista, que consideraba su beso como una toma de posesión.

La condesa siguió buscando en la obscuridad, repitiendo con vocecilla irritada:

—¡Luz, haga usted luz! ¿Pero dónde está la llave?

Se hizo la luz sin que Mariano se moviese, sin que ella encontrase el tan buscado resorte. Brillaron en lo alto del estudio tres focos eléctricos y sus coronas de agujas blancas sacaron de la sombra los marcos dorados, los brillantes tapices, las armas relucientes, los muebles vistosos, las pinturas de vivos colores.

Los dos parpadearon, cegados por el repentino resplandor.

—Buenas noches—dijo del lado de la puerta una voz melosa.

—¡Josefina!...

La condesa corrió hacia ella, abrazándola con gran efusión, besando sus mejillas rojizas y descarnadas.

—¡Qué á obscuras estabais!—prosiguió Josefina con una sonrisa que conocía bien Renovales.

Concha la aturdió con el chaparrón de su palabrería. El ilustre maestro se había negado á encender; le gustaba el crepúsculo; ¡cosas de artista! Habían hablado mucho de su querida Josefina, mientras ella aguardaba la llegada del coche. Y decía esto besando á la mujercita, separándose un poco para contemplarla más á su gusto, repitiendo con vehemencia:

—¡Pero qué guapa estás hoy! Te encuentro mejor que hace tres días.

Josefina no cesaba de sonreir. Muchas gracias... El coche esperaba á la puerta. Se lo había dicho el criado cuando ella bajaba atraída por el eco lejano del armónium.

La condesa mostró prisa por irse. Recordaba de pronto un sinnúmero de cosas que debía hacer; enumeraba las personas que la aguardaban en su casa. Josefina la ayudó á colocarse el sombrero y el velo, y todavía, á través de éste, la dió la condesa varios besos de despedida.

—Adiós, ma chere. Adiós, mignone. ¿Te acuerdas del colegio? ¡Ay, cuán felices éramos allí!... Adiós, maître.

Todavía se detuvo en la puerta para besar una vez más á Josefina.

Y como final, antes de desaparecer, exclamó en un tono quejumbroso de víctima que desea ser compadecida:

—Te envidio, cherie. Tú, al menos, eres feliz: has encontrado un marido que te adora... Maestro, cuídela usted mucho: mímela para que se ponga buena y guapa... Cuídela usted, ó reñiremos.

Share on Twitter Share on Facebook