II

Al principio de la primavera, cuando Madrid creía de buena fe haber entrado en la buena estación y los impacientes sacaban á luz sus sombreros veraniegos, volvió inesperadamente el invierno con un retroceso traidor, entenebreciendo el cielo, cubriendo con una sábana de nieve la tierra resquebrajada por el calor solar, los jardines en los que apuntaban las hojas de la vegetación primaveral y se esparcían las primeras flores.

La chimenea volvió á encenderse en el salón de la de Alberca, buscando su calor todos los señores que formaban su tertulia los días en que la «ilustre condesa» se quedaba en casa, no teniendo reunión que presidir ni visitas que hacer.

Renovales, al llegar una tarde, habló con entusiasmo del aspecto que ofrecía la Moncloa cubierta de nieve. Venía de allá; un hermoso espectáculo; el bosque, sumido en el silencio invernal, sorprendido por el blanco sudario, cuando comenzaba á crujir con el primer hervor de la savia. ¡Lástima que la manía fotográfica poblase el bosque de tantos buenos señores, que iban de una parte á otra con sus maquinillas, ensuciando la pureza de la nieve!

La condesa mostró una curiosidad infantil. Quería ver aquello: iría al día siguiente. En vano sus amigos la disuadieron hablando del próximo cambio del tiempo. Al otro día saldría el sol, se derretirían las nieves; esas tormentas inesperadas tenían la inestabilidad caprichosa del clima de Madrid.

—No importa—dijo Concha con tenacidad.—Se me ha metido en la cabeza ir á la Moncloa. Hace años que no la veo. ¡Con esta vida tan ocupada!...

Iría á ver el deshielo por la mañana... Por la mañana no. Se levantaba tarde, y había de recibir á todas aquellas señoras del feminismo que venían á consultarla. Por la tarde: iría después del almuerzo. ¡Lástima que el maestro Renovales trabajase á esa hora y no pudiera acompañarla! ¡Él que sabía ver el paisaje tan admirablemente, con sus ojos de artista, y la había hablado muchas veces de la puesta del sol vista desde el palacete de la Moncloa; un espectáculo casi igual al que se contempla en Roma desde el Pincio á la caída de la tarde!... El pintor sonrió galantemente. Procuraría estar al día siguiente en la Moncloa; ya se encontrarían.

La condesa pareció alarmarse de pronto por esta promesa y lanzó una mirada al doctor Monteverde. Pero sufrió una decepción, en su deseo de verse tachada de ligera é infiel, al notar que aquél permanecía indiferente.

¡Dichoso doctor! ¡Y cómo le odiaba el maestro Renovales! Era un jovenzuelo hermoso y frágil como una figulina de porcelana; un conjunto de bellezas extremadas hasta el punto de dar á su rostro una exageración caricaturesca. El pelo, partido en dos bandós sobre la pálida frente, negro, muy negro y brillante, con reflejos azulados; los ojos, de una suavidad aterciopelada, mostrando en su dilatado corte la mancha carmesí del lacrimal sobre el nítido marfil de las córneas; unos verdaderos ojos de odalisca: los labios rojos, enseñando su color de sangre por entre la celosía del erizado bigote; la tez de una palidez de camelia, y la dentadura con un brillo temblón semejante al del nácar. Concha le miraba con arrobamiento devoto; hablaba con los ojos puestos en él, consultándole con la mirada, lamentando internamente su falta de despotismo, deseando ser su sierva, verse corregida por él en todos los caprichos de su carácter veleidoso.

Renovales lo despreciaba, dudando de su virilidad, haciendo los más atroces comentarios con su rudeza de lenguaje.

Era doctor en Ciencias y esperaba que se declarase vacante una cátedra de Madrid para hacer oposiciones á ella. La condesa de Alberca le tenía bajo su alta protección, hablando con entusiasma de Monteverde á todos los señores graves que ejercían influencia en la vida universitaria. Prorrumpía en los más desaforados elogios del doctor en presencia de Renovales. Era un sabio, y á ella la entusiasmaba que toda su sabiduría no le privase de vestir con refinada elegancia y ser hermoso como un ángel.

—Para dentadura bonita la de Monteverde—decía mirándolo en plena tertulia al través de sus impertinentes.

Otras veces, siguiendo el curso de sus ideas, interrumpía la conversación, sin fijarse en la incoherencia de sus palabras:

—¿Pero han reparado ustedes en las manos del doctor? ¡Más finas que las mías! Parecen manos de dama.

El pintor se indignaba ante estas demostraciones de Concha, que muchas veces eran en presencia de su marido.

Le asombraba la calma del hombre de las condecoraciones. ¿Pero aquel señor estaba ciego? Y el conde, con una bondad paternal, decía siempre lo mismo:

—¡Esta Concha! ¡qué franquezas tiene! No haga usted caso, amigo Monteverde. Son cosas de mi mujer, niñadas.

El doctor sonreía, halagado por este ambiente de adoración de que le rodeaba la condesa.

Había escrito un libro sobre el origen natural de los organismos animales, del que hablaba con entusiasmo la hermosa señora. El pintor contemplaba con asombro y envidia el cambio de sus gustos. Nada de música, ni de versos, ni de artes plásticas, que antes eran la preocupación de su inteligencia de pájaro, atraída por todo lo que brilla y suena. Ahora miraba las artes como lindos é insignificantes juguetes que sólo podían divertir la infancia de la humanidad. Los tiempos cambiaban; había que ser serios. Ciencia, mucha ciencia; ella era la protectora, la buena amiga, la consejera de un sabio. Y Renovales encontraba sobre mesas y sillones libros famosos, con la mitad de las hojas sin cortar, manejados febrilmente, abandonados por el tedio y la falta de comprensión, después de una primera acometividad de curiosidad.

Sus tertulianos, casi todos señores viejos, atraídos por la hermosura de la condesa y enamorados de ella sin esperanza, sonreían oyéndola hablar de la ciencia con tanta gravedad. Los que tenían un nombre en la política se admiraban ingenuamente. ¡Cuántas cosas sabía aquella mujer! Muchas las ignoraban ellos. Los otros señores, médicos de fama, catedráticos, gentes de estudio, que hacía tiempo no estudiaban, aprobaban también con cierta complacencia. Para una mujer no estaba del todo mal. Y ella, llevándose los lentes á los ojos de vez en cuando para paladear la belleza de su doctor, hablaba con una lentitud pedantesca del protoplasma, de la reproducción de las células, del canibalismo de los fagocitos, de los monos catarinos, antropoides y pitecoides, de los mamíferos discoplacentarios y del Pithecanthropus, tratando los misterios de la vida con amistosa confianza, repitiendo sus extraños nombres científicos, como si fueran los de personas de la buena sociedad que hubiesen comido con ella la noche anterior.

El lindo Monteverde estaba, según ella, por encima de todos los sabios de fama universal.

Los libros de éstos, con admirarlos tanto el doctor, la daban jaqueca á ella, que inútilmente quería apoderarse del misterio de sus renglones. En cambio había leído un sinnúmero de veces el libro de Monteverde, mágica obra cuya adquisición recomendaba á todas sus amigas, las cuales, en materia de lectura, no iban más allá de las novelas de los periódicos de modas.

—Es un sabio—dijo la condesa una tarde al hablar á solas con Renovales.—Empieza ahora, pero yo le empujaré y llegará á ser un genio. Tiene un talento inmenso. ¡Si usted hubiese leído su libro!... ¿Conoce usted á Darwin? ¿Verdad que no? Pues es más que Darwin; mucho más.

—Lo creo—dijo el pintor.—Ese Monteverde es hermoso como un bebé y Darwin era un tío feo.

La condesa dudó entre ponerse seria ó reir, y acabó por amenazarle con sus impertinentes.

—Calle usted, mala persona. ¡Al fin, pintor! Usted no puede comprender las amistades tiernas, las relaciones puras, la fraternidad basada en el estudio.

¡Con qué dolor reía el maestro de tanta pureza y fraternidad! Él veía claro, y Concha por su parte no era un modelo de prudencia para ocultar sus sentimientos. Monteverde era su amante, como antes lo había sido un músico, durante cierta época en que la condesa no hablaba más que de Beethoven y de Wagner, como si fuesen visitas de su casa; y mucho antes un duquesito, guapo mozo, que daba becerradas por invitación, matando los inocentes bueyes después de saludar con ojos amorosos á la de Alberca, que echaba fuera del palco su busto envuelto en la mantilla blanca y adornado de claveles. Sus amores con el doctor eran casi públicos. No había más que ver el encarnizamiento con que le despedazaban los señores de la tertulia, afirmando que era un necio y su libro un traje de Arlequín, una serie de retazos ajenos, mal hilvanados, con la audacia del ignorante. También á éstos les mordía la envidia, estremecidos en sus amores seniles y silenciosos por el triunfo de aquel jovenzuelo que les arrebataba el ídolo, adorado con una devoción contemplativa que reanimaba su senectud.

Renovales indignábase contra sí mismo. En vano quería vencer á la costumbre que guiaba sus pasos todas las tardes hacia la casa de la condesa.

—Ya no vuelvo más—se decía con rabia al verse en su estudio.—¡Bonito papel haces, Mariano! Sirves de coro con todos esos viejos imbéciles á un dúo de amor... ¡Valiente punto la tal condesa!

Pero al día siguiente volvía, pensando con cierta esperanza en la pretenciosa superioridad de Monteverde, en el aire desdeñoso con que recibía las adoraciones de su amante. Ya se cansaría Concha de esta muñeca con bigotes, volviendo los ojos á él, que era un hombre.

El pintor se daba cuenta de la transformación de su carácter. Era otro y hacía esfuerzos para que no se percatasen en su casa de este cambio. Reconocía mentalmente que estaba enamorado, con la satisfacción del hombre maduro que ve en esto un signo de juventud, el retoñamiento de una segunda vida. Se había sentido impulsado hacia Concha por el deseo de romper el tedio de su existencia, de imitar á los otros, de gustar la acidez de la infidelidad, haciendo una ligera escapada fuera de las murallas severas é imponentes que cerraban el yermo del matrimonio, cada vez más cubierto de zarzas y malezas. La resistencia de ella le exasperaba, aumentando su deseo. No sabía ciertamente qué era lo que sentía; tal vez una atracción material y con ella el enconamiento del amor propio, la amargura de verse rechazado al descender de las alturas de la virtud en las que se había mantenido con orgullo salvaje, creyendo que todos los goces de la tierra le esperaban, deslumbrados por su gloria, y que sólo tendría que extender los brazos para que corrieran á él.

Sentíase humillado por el fracaso; le agitaba sorda rabia al comparar su cabello cano y sus ojos circundados de nacientes arrugas, con aquel niño bonito de la ciencia que parecía enloquecer á la condesa. ¡Ay las mujeres! ¡Sus entusiasmos intelectuales, sus aspavientos de admiración ante la celebridad!... ¡Todo mentira! Sólo adoran el talento bien presentado, en una envoltura juvenil y hermosa...

A impulsos de su carácter tenaz, Renovales tomó á empeño el vencer esta resistencia. Se acordaba sin remordimiento de la escena con su mujer en la obscuridad del dormitorio; de sus palabras desdeñosas, que le anunciaban el fracaso cerca de la condesa. El desprecio de Josefina era un nuevo espolazo que le hacía seguir en este camino.

Concha le alejaba y le atraía al mismo tiempo. Era indudable que el amor del maestro halagaba su vanidad. Reíase de sus declaraciones apasionadas, tomándolas á broma, contestándolas siempre en el mismo tono. «¡Formalidad, maestro! Eso no le está bien á usted. Usted es un grande hombre: un genio. Deje ese aire de estudiante enamorado para los muchachos.» Pero cuando él, enfurruñado por la fina burla, se juraba mentalmente no volver, ella parecía adivinarlo y se mostraba cariñosa, atrayéndolo con un interés que hacía presagiar al pintor la proximidad de su triunfo.

Si él callaba ofendido, ella era la que hablaba de amor, de pasiones eternas entre seres de gran intelectualidad, basadas en la armonía de los pensamientos; y no cesaba en esta peligrosa plática, hasta que el maestro, con súbita confianza, avanzaba de nuevo, ofreciendo su amor, para verse acogido por aquella sonrisa bondadosa é irónica á la vez, que parecía tratarle como á un niño grande falto de juicio.

Y así vivía el maestro, fluctuando entre la esperanza y la desesperación, tan pronto acogido como rechazado, pero siempre incapaz de desasirse de aquella mujer, como si le oprimiera un maleficio. Buscaba, con astucias de colegial, ocasiones para verse á solas con ella; inventaba pretextos para ir á su casa en horas extraordinarias, cuando no estaban los de la tertulia, y palidecía de coraje al tropezarse con el lindo doctor, y notar en torno de él esa sensación de vacío y malestar que envuelve al importuno en su presentación inesperada.

La vaga esperanza de encontrar á la condesa en la Moncloa, de pasear con ella toda una tarde, libre de aquel círculo de señores insufribles que la rodeaban con su babosa adoración, le tuvo inquieto toda la noche y la mañana siguiente, como si realmente le aguardase una cita de amor. ¿Iría? ¿No sería aquella promesa más que un capricho prontamente olvidado?... Envió una carta á un ex-ministro, al que estaba retratando, para que aquella tarde no viniese al estudio, y después del almuerzo montó en un coche de alquiler, exigiendo al cochero que arrease al caballo, que le llevara volando, como si temiese llegar tarde.

Sabía que aun faltaban horas para que ella acudiese, si es que acudía; pero una impaciencia loca y sin fundamento agitaba al artista. Creía, sin saber por qué, que llegando con anticipación aceleraba la presencia de la condesa.

Echó pie á tierra en la plazoleta, frente al pequeño palacio de la Moncloa. El carruaje se alejó hacia Madrid, cuesta arriba, por una avenida que ocultaba su término tras una bóveda lejana de ramaje seco.

Renovales paseó solo por la plazoleta. Brillaba el sol en un pedazo de cielo azul, limitado por oleajes de nubes. En los lugares adonde no alcanzaban sus rayos, sentíase frío. Corría el agua al pie de los árboles, después de gotear desde sus ramas y escurrirse en hilos por los troncos, con la abundante fluidez del deshielo. El bosque parecía llorar de gozo bajo la caricia del sol, que deshacía los últimos restos de su blanca mortaja.

El majestuoso silencio de la Naturaleza abandonada á su propio poder, rodeaba al artista. Los pinos se movían en largas ráfagas, poblando el espacio de estremecimientos de arpa. La plazoleta permanecía en la sombra glacial de los árboles. Arriba, sobre el frontón del palacete, buscando el sol por encima de las copas de los pinos, revoloteaban en espiral unas cuantas palomas en torno de la vieja asta de bandera y de los bustos clásicos ennegrecidos por la intemperie. Después, cansadas de volar, se abatían sobre los balcones de herraje oxidado, añadiendo un adorno blanco y palpitante, un festón de plumas y susurros al viejo edificio. En medio de la plazoleta, un cisne de mármol, con el cuello violentamente tendido hacia el cielo, lanzaba en el espacio un chorro, cuyo murmullo parecía aumentar la impresión de frío glacial que se sentía en la sombra.

Renovales comenzó á pasear, aplastando en los sitios sombríos la escarcha helada que crujía bajo sus pies. Se asomó al balaustre circular de hierro que cierra una parte de la plazoleta. Por entre la celosía del negro ramaje, en el que comenzaban á apuntar los primeros brotes, vió la cordillera que limita el horizonte: los montes del Guadarrama, fantasmas de la nieve, que se confundían con las masas de nubes. Más acá, los montes del Pardo marcaban sus obscuras cúspides, negras de pinos, y á la izquierda extendían las lomas de la Casa de Campo sus laderas, en las que comenzaba á verdear, con tonos amarillentos, la vegetación primaveral.

A sus pies esparcíanse los campos de la Moncloa, los jardincillos de arcaica construcción, la arboleda de los Viveros orlando el curso del río. Por los caminos de abajo pasaban coches de lujo, reflejando el sol en su charolada superficie como una borla de fuego. Las praderas, el follaje de los bosques, todo parecía lavado y brillante después de la reciente mojadura. La eterna nota verde de infinitas variaciones, desde el negro al amarillo, sonreía al sentir el contacto del sol tras el refresco de la nieve. A lo lejos, rasgando el espacio con la enorme sonoridad de las tardes tranquilas, retumbaban continuos disparos de escopeta. Cazaban en la Casa de Campo. Entre las columnatas de los troncos y las verdes sábanas de las praderas, brillaba el agua herida por el sol; trozos de estanque, fragmentos de canal, charcas formadas por el deshielo, como filos temblones y luminosos de espadas gigantescas perdidas en la hierba.

Renovales apenas miró el paisaje; no le decía nada aquella tarde. Otras eran sus preocupaciones. Vió descender por la avenida una berlina elegante y abandonó el mirador para salir á su encuentro. ¡Ella que llegaba!... Pero la berlina pasó junto á él sin detenerse, con lento y majestuoso rodar, y vió al través de sus vidrios una señora vieja, envuelta en pieles, con los ojos hundidos y la boca torcida, moviendo su cabeza, temblorosa de senectud, al compás de la marcha. Se alejó el carruaje hacia la pequeña iglesia inmediata al palacio y el pintor volvió á quedar solo.

¡Ay! No vendría. Comenzaba á decirle el corazón que su espera era inútil.

Unas niñas, con los zapatos rotos y flotantes sobre el cuello sus lacias melenillas dadas de aceite, comenzaron á correr por la plazoleta. Renovales no vió de dónde habían salido. Tal vez eran las hijas del guardián del palacete.

Por la avenida avanzaba un guarda con la escopeta pendiente del hombro y la bocina al costado. Más allá se aproximaba un hombre vestido de negro con aspecto de doméstico, escoltado por dos perros enormes, dos daneses majestuosos, de un gris azulado, que marchaban con cierta dignidad, prudentes y mesurados, pero orgullosos de su estampa, que metía miedo. Carruaje no se veía ninguno. ¡Vive Dios!...

Sentado el maestro en uno de los bancos de piedra, acabó por sacar el pequeño álbum que llevaba siempre con él. Dibujaba las figuras de las niñas en sus correteos alrededor de la fuente. Era un medio para que la espera fuese menos larga. Una tras otra dibujó todas las niñas; después las sorprendió en varios grupos, pero acabaron por desaparecer detrás del palacio, descendiendo hacia el Caño Gordo. Renovales, falto de distracción, abandonó su banco y dió varios paseos, golpeando el suelo ruidosamente. Tenía los pies helados; el frío y la espera le ponían de un humor terrible. Después fué á colocarse en otro banco, cerca del criado vestido de negro, que tenía á los dos perros junto á sus rodillas. Estaban inmóviles sobre sus patas traseras, descansando con la dignidad de personas mayores, mirando con sus ojos grises, de inteligente parpadeo, á aquel señor que los contemplaba atentamente y después movía su lápiz sobre el cuaderno apoyado en una rodilla. El pintor dibujó los dos perros en diversas posturas, entregándose á este trabajo con tal entusiasmo, que llegó á olvidar el motivo que le había llevado allí. ¡Ah, las adorables bestias! Renovales amaba los animales en los que la hermosura va unida á la fuerza. De vivir solo, entregado á sus gustos, hubiera convertido su hotel en una casa de fieras.

Se fué el criado con sus perros y volvió el artista á quedar solo. Pasaron varias parejas con lento paso, en alarmante intimidad, perdiéndose tras el palacio, hacia los jardincillos de abajo. Después un grupo de seminaristas, dejando detrás de ellos, con el revoloteo de las sotanas, ese hedor especial de carne sana, casta y sucia, que es el perfume de los cuarteles y los conventos... ¡Y la condesa sin llegar!

El pintor fué de nuevo á acodarse en el balaustre del mirador. Sólo esperaría media hora más. Declinaba la tarde; el sol aun se mantenía alto, pero de vez en cuando se entenebrecía el paisaje. Las nubes, contenidas en los rediles del horizonte, habían quedado en libertad y rodaban por el campo del cielo tomando fantásticas formas, trotando ávidas en tumultuosa dispersión, como si quisieran tragarse la bola de fuego que resbalaba lenta sobre un pedazo de raso azul.

De pronto Renovales sintió en su espalda algo así como un choque, en el sitio del corazón. Nadie le había tocado; era un aviso de sus nervios, que parecían más excitados, más fieros, desde hacía algún tiempo. Ella estaba cerca, llegaba, tenía la certeza. Y al volverse la vió, muy lejos aún, descendiendo por la avenida, vestida de negro, con una chaqueta de piel, las manos en un pequeño manguito y el velillo sobre los ojos. Su alta y elegante silueta marcábase sobre la tierra amarillenta, al pasar de un tronco á otro. Un carruaje, el suyo, volvíase cuesta arriba para esperarla tal vez en lo alto, junto á la escuela de Agricultura.

Al encontrarse en mitad de la plazoleta, ella le tendió su manecita enguantada, tibia por el encierro del manguito, y los dos se dirigieron conversando hacia el mirador.

—Vengo furiosa... un disgusto de muerte. No pensaba venir; no me acordaba de usted; palabra. Pero al salir de casa del presidente pensé en el maestro. Tenía la seguridad de encontrarle aquí y he venido para que se me quite el mal humor.

Al través del velo vió Renovales sus ojos, que brillaban con cierta hostilidad, su linda boca contraída en las comisuras por un pliegue rabioso.

Hablaba con rapidez, deseosa de echar fuera la cólera que hinchaba su pecho, sin fijarse en lo que la rodeaba, como si se hallase en su salón, donde todo le era familiar.

Había ido á ver al presidente para recomendarle su asunto; un deseo del conde, de cuya realización pendía su felicidad. El pobre Paco (era su marido) soñaba con el Toisón de Oro. Sólo esto le faltaba para coronar la torre de cruces, llaves y bandas que iba elevando en torno de su persona, desde la barriga al cuello, no dejando un milímetro de su tronco sin este revestimiento glorioso. ¡El Toisón de Oro y luego morir!... ¿Por qué no habían de dar gusto á Paco, un hombre tan bueno, incapaz de hacer daño á una mosca? ¿Qué les costaba concederle este juguete, haciéndole feliz?...

—Ya no hay amigos, Mariano—decía la condesa con amargura.—Ese presidente es un tonto que olvida á sus antiguas amistades al verse jefe del gobierno. ¡Yo, que le he conocido suspirando cerca de mí como un tenor de zarzuela, haciéndome el amor (sí, á usted se lo digo) y queriendo matarse al ver que le despreciaba por cursi y por tonto!... Esta tarde, lo de siempre; mucho cogerme la mano, mucho de poner los ojos en blanco, «querida Concha», «hermosa Concha» y otras frases de merengue: lo mismo que cuando canta en el Congreso como un canario viejo. Total, que no puede ser lo del Toisón; que él lo siente mucho, pero en Palacio no quieren.

Y la condesa, como si viese por vez primera el lugar en que estaba, dirigió sus ojos iracundos á las obscuras lomas de la Casa de Campo, donde seguían sonando disparos.

—¡Después dicen si una piensa de este modo ó del otro! Yo soy anarquista, ¿me oye usted, Mariano? Cada vez me siento más revolucionaria. No se ría usted, que no es cosa de broma. El pobre Paco, que es un cordero de Dios, se asusta al oirme. «Mujer, piensa en lo que somos. Debemos estar bien con la casa grande.» Pero yo me sublevo; conozco el personal: un atajo de indecentes. ¿Por qué no ha de tener mi Paco el Toisón, si el pobrecito lo necesita? Crea usted, maestro, que me da rabia este país tan cobarde y tan mansurrón. Debía repetirse aquí el 93 de Francia. Si yo fuese sola, sin todas esas zarandajas del nombre y la posición, haría hoy algo sonado. Echaría una bomba... Una bomba, no; cogería un revólver y...

—¡Fuego!—dijo el pintor con voz enérgica al mismo tiempo que rompía á reir.

Concha se hizo atrás con un gesto de enfado.

—Nada de bromas, maestro. ¡Mire usted que me voy! ¡Mire usted que le pego!... Esto es más serio de lo que usted cree. ¡Para bromitas está la tarde!

Pero desmintiendo con su carácter variable la gravedad que pretendía dar á sus palabras, la condesa sonrió levemente, como si le acariciase un buen recuerdo.

—No todo han sido fracasos—dijo tras una larga pausa.—Yo no me voy con las manos vacías. El presidente, que no me quiere tener por enemiga, me ha ofrecido una compensación, ya que lo del borrego es imposible. Un acta de diputado en la primera elección parcial que se anuncie.

Los ojos de Renovales abriéronse con asombro.

—¿Y para qué quiere usted eso, criatura? ¿A quién va á dársela?

—¡A quién!—remedó Concha con grotesca expresión de asombro.—¡A quién! ¡A quién ha de ser, grandísimo tonto!... No va á ser á usted, que no entiende de esto ni de nada, aparte de sus pinceles... Es para Monteverde, para el doctor, que hará grandes cosas.

La carcajada sonora del artista retumbó en el silencio de la plazoleta.

—¡Darwin diputado de la mayoría! ¡Darwin diciendo sí y no!...

Y tras estas exclamaciones continuó sus risotadas de cómico asombro.

—Ríase usted, feo; abra más esa bocaza; mueva sus barbas de apóstol. ¡Qué gracioso está usted! ¿Y qué tiene eso de particular?... Pero no se ría usted más. ¡Mire usted que me pone nerviosa! ¡Mire usted que me voy si continúa así!...

Quedaron silenciosos largo rato. La condesa no tardó en olvidar sus preocupaciones con la movilidad y la ligereza que obtenía toda impresión en su cerebro de pájaro. Miró en torno de ella con ojos desdeñosos, deseando mortificar al pintor. ¿Y era aquello lo que tanto entusiasmaba á Renovales? ¿No había más?...

Lentamente comenzaron su paseo, descendiendo á los viejos jardines escalonados detrás del palacio. Bajaron entre pendientes cubiertas de musgo, por suaves declives rayados del negro pedernal de los peldaños.

El silencio era profundo. Susurraba el agua del deshielo al caer de los troncos, formando arroyuelos que serpenteaban cuesta abajo, casi invisibles bajo la hierba. En algunas umbrías aun quedaban, como vedijas de blanca lana, montones de nieve, resistiéndose á la general licuefacción. Sonaba el chillido estridente de los pájaros, como el arañazo de un diamante sobre el cristal. En el borde de las escalinatas, los basamentos de piedra roída y negruzca recordaban las invisibles estatuas y los jarrones que habían sostenido. Los pequeños jardines, recortados en formas geométricas, extendían en cada meseta las grecas obscuras de su tapiz de follaje. En las plazoletas cantaba el agua, chorreando en estanques de oxidadas barandillas, ó desplomándose en el triple plato de altas fuentes que animaban la soledad con su interminable lamento. El agua por todas partes: en el aire, en el suelo, susurrante, glacial, aumentando la fría impresión de aquel paisaje, en el que el sol parecía una pincelada roja sin calor.

Pasaron bajo arcos de verdura, entre árboles enormes y moribundos, cubiertos hasta el tope por los serpenteantes anillos de hiedra, rozando los troncos seculares, chapados por la humedad con costras verdosas y amarillas. Los senderos estaban limitados á un lado por las cuestas, en cuya cumbre sonaba un invisible cencerreo, viéndose aparecer de vez en cuando, sobre el fondo azul del espacio, la maciza silueta de una vaca de lento andar. Al lado opuesto, una barandilla rústica de troncos pintados de blanco cerraba el sendero, y tras ella, en lo hondo, extendíanse los obscuros parterres con su melancólica soledad y sus chorros que lloraban día y noche en un ambiente de vejez y abandono. Las zarzas de apretado tejido, esparcíanse de árbol en árbol por las laderas. Los esbeltos cipreses, los pinos rectos y gallardos, de finísimo tronco, formaban una espesa columnata, un enrejado que filtraba la luz del sol, una luz de apoteosis, falsa, teatral, rayando el suelo de fajas de oro y barras de sombra.

El pintor elogiaba con entusiasmo estos lugares. Era el único rincón para artistas que podía hallarse en Madrid. Allí había trabajado el gran don Francisco. Parecía que, tras una revuelta del sendero, iban á tropezarse con Goya, sentado junto al caballete, frunciendo el ceño malhumorado ante alguna duquesa gentil que le servía de modelo.

Los trajes modernos parecían desentonar en este fondo. Renovales declaraba de rigor, para tal paisaje, una casaca brillante, peluca empolvada, medias de seda y marchar junto á una falda escurrida, con el talle bajo los pechos.

La condesa sonrió escuchando al pintor. Miraba en torno de ella con gran curiosidad: no estaba mal aquel paseo: creía verlo por primera vez él. ¡Muy bonito! pero ella no era mujer de campo.

El mejor paisaje para su gusto eran las sedas de un salón, y en cuanto á árboles, le gustaban más los de las decoraciones del teatro Real con acompañamiento de música.

—Me fastidia el campo, maestro. Me pone triste. La Naturaleza, si la dejan sola y entregada á sí misma, es muy ordinaria.

Entraron en una plazoleta ocupada por un estanque á ras de tierra, con pilastras que revelaban la antigua existencia de una barandilla. El agua, engrosada por la filtración de las nieves, desbordábase fuera del marco de piedra, extendiéndose en delgada sábana, para rodar cuesta abajo. La condesa se detuvo, temiendo mojarse los pies. El pintor abrió la marcha, apoyando sus plantas en los sitios menos húmedos, tomándola una mano para guiarla, y ella le siguió, riendo de este obstáculo y recogiéndose las faldas.

Al continuar su camino por otro sendero, Renovales conservó agarrada aquella manecita suave, percibiendo su dulce calor al través del guante. Ella la abandonaba, como si no se diese cuenta de este contacto, pero con una lejana expresión de malicia en sus labios y sus ojos. El maestro parecía indeciso, con cierto embarazo, como si no supiese cómo empezar.

—¿Siempre igual?—preguntó con voz débil.—¿No hay un poco de caridad?

La condesa prorrumpió en una carcajada sonora.

—Ya salió; me lo esperaba; por eso me resistía á venir. En el carruaje me he dicho varias veces: «Hija mía, haces mal en ir á la Moncloa; te vas á aburrir; te espera la declaración número mil.»

Luego adoptó un tono de cómica indignación.

—Pero maestro, ¿es que no puede hablarse con usted de otra cosa? ¿Es que las mujeres estamos condenadas á no poder tratar á un hombre sin que se crea obligado á lanzarnos una declaración?

Renovales protestó. Podía decir esto á cualquier otro, á él no, pues estaba enamorado. Lo juraba; se lo diría de rodillas para que lo creyese; ¡enamorado como un loco! Pero ella le remedaba grotescamente, llevándose una mano al pecho y riendo de un modo cruel.

—Sí; conozco la canción; es inútil que la repita; me la sé de memoria. «Un volcán en el pecho... imposible vivir... Si no me amas me mato...» Lo mismo dicen todos; no he visto una falta mayor de originalidad... Maestro, ¡por Dios! no se ponga usted cursi. ¡Un hombre como usted diciendo esas cosas!...

Renovales quedó aturdido por este remedo burlón. Pero Concha, como si se apiadara de él, se apresuró á añadir en tono cariñoso:

—¿Qué necesidad tiene usted de enamorarme? ¿Se imagina usted que le apreciaré menos si prescinde de esa obligación que creen tener todos los hombres que me rodean?... Yo le quiero á usted, maestro; necesito verle; sentiría mucho que riñésemos. Le quiero como á un amigo; el mejor de todos, el primero. Le quiero porque es usted bueno; un niño grandote; un bebé barbudo que no sabe ni pizca así del mundo, pero tiene mucho talento, ¡mucho!... Tenía ganas de que nos viésemos á solas un buen rato para hablarle con toda libertad, para decirle esto. Le quiero como no quiero á nadie. Siento al lado de usted una confianza como ninguno me la inspira. Buenos amigos; hermanos, si usted quiere... ¡Pero no ponga usted esa carátula triste! ¡Alégrese un poco! ¡Suelte esa carcajada que me alegra el alma, ilustre maestro!

Pero el maestro permanecía hosco, mirando al suelo, enredando con cierta furia los dedos de su diestra en la maraña de sus barbas.

—Todo eso son mentiras, Concha—dijo rudamente.—La verdad es que usted está enamorada; que la tiene loca ese trasto de Monteverde.

La condesa sonrió como si la halagase la brusquedad de estas palabras.

—Pues bien; sí, Mariano. Nos queremos; yo creo amarle como no he amado á ningún hombre. A nadie se lo he dicho: usted es el primero que lo oye de mí, porque es usted mi amigo, porque con usted no sé lo que me pasa, que se lo digo todo. Nos queremos; mejor dicho, soy yo la que le quiere mucho más que él á mí. Hay en mi amor algo de agradecimiento. Yo no me forjo ilusiones, Mariano. ¡Treinta y seis años! Sólo á usted me atrevo á confesar la edad. Todavía estoy presentable; me defiendo bien; pero él es mucho más joven. Unos años más, y casi podría ser su madre...

Calló un momento, como asustada por esta diferencia de edad entre su amante y ella, pero luego añadió con repentina confianza:

—Él también me quiere, lo reconozco. Soy para él la consejera, la inspiradora; dice que conmigo se siente con nuevas fuerzas para el trabajo; que será un grande hombre, gracias á mí. Pero yo le quiero más, mucho más; hay una desigualdad en nuestro cariño casi tan grande como en nuestras edades.

—¿Y por qué no me ama usted á mí?—dijo el maestro con voz lacrimosa.—Yo la adoro; se trocarían los papeles. Sería yo quien la rodease de una idolatría eterna, y usted se dejaría adorar, se dejaría acariciar como un ídolo, viéndome con la frente junto á sus pies.

Concha rió de nuevo, remedando grotescamente la voz sorda, el ademán apasionado y los ojos vehementes del artista.

—«¿Y por qué no me ama usted?...» ¡Maestro, no sea usted niño! Esas cosas no se preguntan; en el amor no se manda. No le quiero como usted desea, porque no puede ser. Conténtese con ser el primero de mis amigos. Sepa que me permito con usted confianzas que tal vez no tengo con Monteverde. Sí; le digo á usted cosas que nunca le diré á él...

—¡Pero lo otro!—exclamó el pintor con rabia.—Lo que yo necesito; su cuerpo, del que siento hambre; su hermosura; el verdadero amor...

—Maestro, conténgase—dijo ella con afectada pudibundez.—¡Que le conozco! ¡Que va usted á soltar esas indecencias que se le ocurren siempre que desnuda con los ojos á una mujer!... ¡Que me voy por no oirle!...

Luego añadió con una gravedad maternal, como si quisiera corregir al vehemente maestro:

—Yo soy menos loca de lo que creen. Pienso prudentemente en las consecuencias de mis actos... Mariano, mírese usted bien, fíjese en lo que le rodea. Una mujer; una hija que el mejor día se le casa; la perspectiva próxima de ser abuelo. ¡Y aun piensa usted en locuras! Yo no podría acceder á lo que usted me propone, aunque le amase... ¡Qué horror! ¡Engañar á Josefina, mi amiga del colegio! La pobrecita, tan dulce, tan buena... siempre enferma. No, Mariano; nunca. Sólo se pueden arrostrar esos compromisos cuando el hombre es libre. Yo no me sentiría con fuerzas para amarle á usted. Amigos, nada más que amigos...

—Pues no lo seremos—exclamó Renovales con impetuosidad.—Me alejaré para siempre de su casa; no la veré á usted más; haré lo imposible por olvidarla. Es un suplicio insufrible. Viviré más tranquilo no viéndola.

—No se irá usted—dijo Concha dulcemente, con la seguridad de su fuerza.—Se quedará á mi lado como siempre, si es que me quiere, y yo tendré en usted el mejor de los amigos... No sea usted criatura, maestro; verá usted como nuestra amistad es algo dulce que no comprende ahora. Tendré para usted lo que no conocen los demás: intimidad, confianza.

Y al decir esto ponía en el brazo del pintor una de sus manecitas, se apoyaba con cierto abandono, fijando en sus ojos unas pupilas en las que lucía algo enigmático y misterioso.

El sonido de una bocina llegó hasta ellos: un rumor de velocidad rasgaba el aire con sordo voltear de ruedas. Pasó por abajo un automóvil á toda marcha, siguiendo la carretera. Renovales intentó reconocer á los muñequillos que montaban este vehículo, empequeñecido como un juguete por la distancia. Tal vez fuese López de Sosa el que guiaba y su mujer y su hija aquellas dos figurillas, envueltas en velos, que ocupaban los asientos.

La posibilidad de que Josefina pasase por el fondo del paisaje sin verle, sin advertir que él estaba allí, olvidado de todo, enamorado y suplicante, le paralizó, con la emoción del remordimiento.

Permanecieron mucho rato inmóviles, silenciosos, apoyados en la baranda de troncos, mirando al través de la columnata de árboles el sol brillante, de un rojo de cereza, que descendía inflamando el horizonte con resplandores de incendio. Las nubes plomizas, viéndolo próximo á morir, le acometían con traidora voracidad.

Concha contemplaba la puesta del sol con el interés que ofrece un espectáculo visto muy de tarde en tarde.

—Mire usted, maestro, aquella nube enorme. ¡Qué negra! Parece un dragón... No; es un hipopótamo; fíjese en sus patas redondas como torres. ¡Cómo trota! Se va á comer el sol. ¡Que se lo come!... ¡Ya se lo tragó!

Se ensombrecía el paisaje. El sol había desaparecido en el interior de aquel monstruo que llenaba el horizonte. Su lomo ondulado erizábase de plata, y como si no pudiera contener el ardoroso astro, estallaba su vientre, dejando caer una lluvia de pálidos rayos. Después, abrasado por esta digestión, desvanecíase en humo, rasgábase en negras vedijas, y otra vez aparecía el rojo disco, bañando de oro cielos y tierra, poblando de inquietos peces de fuego el agua de los estanques.

Renovales, apoyado en la baranda, con un codo junto á la condesa, aspiraba el perfume de ésta, sintiendo el cálido contacto y las durezas salientes de un lado de su cuerpo.

—Volvamos, maestro—dijo ella con cierta inquietud.—Siento frío... Además, con un acompañante como usted, es imposible permanecer tranquila.

Y apresuraba el paso, adivinando con su experiencia de los hombres el peligro de permanecer en la soledad al lado de Renovales. Presagiaba en su rostro pálido y emocionado una próxima audacia, el avance brutal é impetuoso.

En la plazoleta del Caño Gordo se cruzaron con una pareja que descendía lentamente, muy pegados los dos, no atreviéndose á enlazar sus brazos todavía, pero dispuestos á cogerse del talle apenas desaparecieran en el próximo sendero. El joven llevaba la capa bajo el brazo, con la arrogancia de un galán de comedia antigua; ella, pequeñita y pálida, sin otra belleza que la de la juventud, se arrebujaba en un pobre mantón y caminaba con los ojos cándidos puestos en los de su compañero.

—Algún estudiante con su modista—dijo Renovales al dejarlos á su espalda.—Éstos son más felices que nosotros, Concha: su paseo será más dulce.

—Nos hacemos viejos, maestro—dijo ella con una entonación de falsa tristeza, excluyéndose de la vejez, cargando todo el peso de la edad sobre su acompañante.

Renovales se revolvió con los últimos ardores de su protesta.

—¿Y por qué no he de ser yo tan feliz como ese chico? ¿No tengo derecho á ello?... Concha, usted no sabe quien soy; usted lo olvida, acostumbrada como está á tratarme como un chiquillo. Soy Renovales el pintor, el célebre maestro: me conocen en todo el mundo.

Y hablaba de su gloria con brutal inmodestia, irritado cada vez más por la frialdad de aquella mujer; exhibiendo su renombre como un manto de luz, que debía cegar á las hembras haciéndolas caer á sus pies. ¿Y un hombre como él tenía que verse pospuesto por aquel doctorcillo ridículo?...

La condesa sonreía con expresión de lástima. Sus ojos mostraban también cierta conmiseración. ¡Tonto! ¡Niño! ¡Qué simplezas tenían los hombres de talento!

—Sí; usted es grande, maestro. Por eso me enorgullezco con su amistad. Hasta reconozco que me da cierta importancia... Le quiero; siento por usted admiración.

—Admiración no, Concha: ¡amor!... ¡Ser uno de otro!... Amor completo...

Ella seguía riendo.

—¡Ay, hijo! ¡Amor!...

Sus ojos parecían hablarle irónicamente. No conocía á las mujeres. El amor no distingue de talentos; es un ignorante y por eso se vanagloria de su ceguera. Sólo percibe el aroma de la juventud, de la vida en flor.

—Seremos amigos, Mariano: amigos nada más. Usted se acostumbrará encontrando dulce nuestro afecto... No sea usted material; parece imposible que sea usted un artista. Idealismo, maestro; mucho idealismo.

Y siguió hablándole desde lo alto de su conmiseración, hasta que se separaron cerca del sitio donde la esperaba el coche.

—Amigos, Mariano. Nada más que amigos... pero de veras.

Al alejarse Concha, anduvo Renovales en la penumbra del crepúsculo, hasta salir de la Moncloa, gesticulando y cerrando los puños. Viéndose solo volvía á renacer su cólera é insultaba mentalmente á la condesa, libre ya de la supeditación amorosa que sufría en su presencia. ¡Cómo se divertía con él! ¡Cómo reirían sus enemigos al verle sometido y sin voluntad, en manos de aquella mujer que había sido de tantos! El orgullo le hacía insistir en su deseo de conquistarla, fuese como fuese, aun á costa de humillaciones y brutalidades. Era un empeño de honor hacerla suya, aunque sólo fuese por una vez, y luego vengarse repeliéndola, arrojándola á sus plantas, diciendo con gesto de soberano: «Esto hago yo con los que se me resisten.»

Pero luego se dió cuenta de su debilidad. Siempre sería vencido por aquella hembra que le miraba fríamente, que era incapaz de perder su calma y le consideraba como un ser inferior. El desaliento le hizo pensar en su casa, en la enferma, en los deberes que le ligaban á ella, y sintió la amarga voluptuosidad del que se sacrifica, cargando con su cruz.

Estaba decidido. Huiría de aquella mujer. No la vería más.

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