III

Y no la vió; no la vió en dos días. Pero al tercero llegó á sus manos una cartita azul, de sobre prolongado, saturada de un fuerte perfume que tenia la virtud de estremecerle.

La condesa se quejaba de su ausencia con cariñosos lamentos. Necesitaba verle, tenía que decirle muchas cosas. Una verdadera carta de amor, que el artista se apresuró á ocultar, temiendo que su lectura hiciera suponer lo que no era cierto aún.

Renovales se mostró indignado.

—Iré á verla—se dijo, paseando por el estudio;—pero será para decirla cuatro frescas, para acabar de una vez. Si cree que va á jugar conmigo, se equivoca; no sabe que yo, cuando quiero, soy de piedra.

¡Pobre maestro! Mientras en un extremo de su pensamiento formulaba sus fieros propósitos de hombre de piedra, en el otro, una voz dulce cantaba con el arrullo de la ilusión:

—Ve pronto; aprovecha el tiempo. Tal vez se ha arrepentido. Te espera: va á ser tuya.

Y el artista corrió ansioso á casa de la condesa. Nada. Se quejó de su ausencia con una tristeza mimosa. ¡Ella que le quería tanto!... Necesitaba verle; no podía permanecer tranquila creyendo que le guardaba enojo por lo de la otra tarde. Y pasaron cerca de dos horas en el gabinete que la servia de despacho, hasta que al caer la tarde comenzaron á llegar los graves amigos de la condesa, su tertulia de mudos adoradores, presentándose el último Monteverde, con la calma del que no teme peligro alguno.

El pintor salió de aquella casa sin otra novedad que dos besos en una mano de la condesa. La caricia protocolaria, y nada más. Cada vez que intentaba ir más allá, remontándose á lo largo del brazo, la hermosa señora le contenía con un gesto imperioso.

—¡Que me enfado, maestro, y no le recibo más á solas!... ¡Que falta usted á lo convenido!

Renovales protestaba. Nada habían convenido, pero Concha lograba calmarle instantáneamente preguntando por Milita, haciendo elogios de su hermosura, pidiendo noticias de la pobre Josefina, tan buena, tan simpática, interesándose por su salud y anunciando una próxima visita. Y el maestro quedaba cohibido, atormentado por el remordimiento, no atreviéndose á nuevos avances, hasta que se desvanecía la penosa impresión.

Volvió Renovales á casa de la condesa, como siempre. Sentía la necesidad de verla; se había acostumbrado á los vehementes elogios que aquella boca hacía de sus méritos de artista.

Algunas veces despertaba su carácter impetuoso de otros tiempos, y sentía el deseo de desprenderse de esta cadena vergonzosa. Aquella mujer le tenía como embrujado: llamábale para nada; parecía gozarse con hacerle sufrir; le necesitaba como un juguete. Con un cinismo tranquilo hablaba de Monteverde y de sus amores, lo mismo que si el doctor fuese su esposo. Necesitaba confiar á alguien los incidentes de su vida oculta, con esa franqueza imperiosa que arrastra los delincuentes á la confesión. Poco á poco iniciaba al maestro en sus secretos pasionales, relatando sin rubor los incidentes más íntimos de aquellos encuentros, que muchas veces eran en la propia casa. Abusaban de la ceguera del conde, el cual parecía como atontado por su fracaso del Toisón: gozaban un deleite malsano con la zozobra de ser sorprendidos.

—A usted se lo digo todo, Mariano. No sé lo que me ocurre con usted. Le quiero como á un hermano. Un hermano, no... más bien, una amiga; una amiga de confianza.

Al verse solo Renovales abominaba de la franqueza de Concha. Era lo que la gente creía; muy simpática, muy bonita, pero sin ningún escrúpulo moral. En cuanto á él, insultábase en el bizarro lenguaje de sus tiempos de bohemio, comparándose con todos los animales cornudos que podía recordar.

—No vuelvo más. Es una vergüenza. ¡Bonito papel estás haciendo, maestro!

Pero apenas se mantenía ausente dos días, presentábase Mary, la doncella francesa de la de Alberca, con la cartita perfumada, ó llegaba ésta por el correo interior, destacándose subversiva, escandalosa, entre los otros sobres de la correspondencia del maestro.

—¡Esa mujer!—exclamaba Renovales apresurándose á ocultar el llamativo billete.—¡Qué falta de prudencia!... El mejor día va á fijarse Josefina en estas cartitas.

Cotoner, en su ciega admiración al ídolo que consideraba irresistible, imaginábase á la de Alberca loca de amor tras el maestro, y movía la cabeza tristemente.

—Esto acabará mal, Mariano. Debes romper con esa señora. ¡La paz del hogar! Te esperan muchos disgustos.

Las cartas siempre eran iguales. Interminables lamentaciones por sus cortas ausencias. «Cher maître, no he podido dormir esta noche pensando en usted...» y acababa firmando «su admiradora y buena amiga Coquillerosse», un nombre de guerra que había adoptado para su correspondencia con el artista.

Le escribía desordenadamente, á horas extrañas, siguiendo los impulsos de su imaginación y sus nervios en perpetua anormalidad. Unas veces fechaba sus cartas á las tres de la madrugada: no podía dormir, saltaba del lecho, y para entretener su insomnio llenaba cuatro pliegos de su menuda letra, dirigidos al buen amigo, con una facilidad de pluma desesperante, hablándole del conde, de lo que decían sus amigas, comunicándole las últimas murmuraciones que circulaban contra los de «la casa grande», lamentándose de las frialdades de su doctor. En otras ocasiones eran cuatro lineas lacónicas, desesperadas; un llamamiento angustioso. «Venga usted en seguida, querido Mariano. Un asunto urgentísimo.»

Y el maestro, abandonando sus trabajos, corría á primera hora á casa de la condesa, recibiéndole ésta en la cama, en su dormitorio cargado de perfumes, donde no había entrado en muchos años el hombre de las condecoraciones.

Llegaba ansioso el pintor, inquieto por la posibilidad de terribles acontecimientos, y Concha, agitándose entre las bordadas sábanas, recogiéndose los dorados mechones que se escapaban de las blondas de su gorra, hablaba y hablaba con la incoherencia de un canto de pájaro, como si el silencio nocturno produjese en ella una indigestión de palabras. Se le habían ocurrido grandes ideas: había pensado durante el sueño una teoría científica completamente original, que haría las delicias de Monteverde. Y gravemente se la explicaba al maestro, el cual movía su cabeza sin entender una palabra, pensando que era un dolor ver una boca tan hermosa empleada en soltar tantas necedades.

Otras veces le hablaba del discurso que estaba preparando para cierto festival de la Asociación Feminista, la obra magna de su presidencia: y sacando de entre las sábanas sus brazos ebúrneos, con una tranquilidad que trastornaba á Renovales, cogía de la vecina mesa unos pliegos garrapateados con lápiz, pidiendo al buen amigo que le dijese quién era el pintor más grande del mundo, pues había dejado un claro para llenarlo con este nombre.

Después de una hora de charla incesante, mientras el artista la devoraba en silencio con los ojos, llegaba por fin al asunto urgente, al llamamiento desesperado que había hecho abandonar sus trabajos al maestro. Eran siempre motivos de vida ó muerte; compromisos, en los que iba su honor. Unas veces que pintase cualquier cosita en el abanico de una señora extranjera deseosa de llevarse de España algo del gran maestro. Se lo había pedido la interesada en una soirée diplomática la noche antes, por conocer su amistad con Renovales. En otras ocasiones le llamaba para pedirle una manchita, un apunte, cualquier cosa de las que rodaban por los rincones de su estudio, para una tómbola benéfica de la Asociación á beneficio de las pobres que habían perdido su virtud, y á las cuales la condesa y sus amigas mostraban empeño en redimir.

—No ponga usted esa cara, maestro; no sea usted tacaño. Son los inconvenientes de la amistad. Todos creen que yo tengo gran poder sobre el ilustre artista, y me piden, y me ponen en cien compromisos... No le conocen; no saben lo perverso, lo rebelde que es usted, ¡mala persona!

Y se dejaba besar la mano sonriendo con cierta lástima. Pero al sentir el cálido contacto de su boca y el cosquilleo de su barba en la blanca carnosidad del brazo, se agitaba, defendiéndose entre risas y estremecimientos.

—Déjeme usted, Mariano. ¡Que grito! ¡Que llamo á Mary! Ya no le recibo más en mi dormitorio. Es usted indigno de confianza... ¡Quietecito, maestro, ó se lo cuento todo á Josefina!

Algunas veces, al acudir Renovales alarmado por sus llamamientos, la encontraba pálida, con círculos amoratados en los ojos, como si hubiese pasado la noche llorando. Al ver al maestro volvían á saltar sus lágrimas. Eran disgustos de amor, honda pena por la frialdad de Monteverde. Pasaba días enteros sin verla; rehuía los encuentros con ella. ¡Ay, los sabios! Hasta había llegado á decirla que las mujeres son un estorbo para los estudios serios. ¡Y ella loca por él, sumisa como una sierva, aguantando las genialidades del señor, adorándole con ese apasionamiento fogoso de la mujer que es más vieja que su amante y se da cuenta de su inferioridad!

—¡Ay, Renovales! No se enamore usted nunca; es un infierno. No sabe usted la felicidad que goza no conociendo estas cosas.

Pero el maestro, insensible á sus lágrimas, enfurecido por estas confidencias, paseaba gesticulando, lo mismo que si estuviera en su estudio, y hablaba á la condesa con brutal confianza, como á una hembra que ha revelado todos sus secretos y debilidades. ¡Tapones! ¿Y qué le importaba á él todo eso? ¿Para oir tales cosas le había llamado?... Ella se lamentaba con suspiros infantiles desde el fondo de su lecho. Estaba sola en el mundo; era muy desgraciada. No tenía más amigo que el maestro; era su padre, su hermano; ¿á quién si no á él iba á relatar sus penas? Y animándose con el silencio del pintor, el cual acababa por conmoverse ante sus lágrimas, cobraba audacia y formulaba sus deseos. Debía ver á Monteverde, soltarle un buen sermón, hablarle al alma para que fuese bueno y no la hiciese sufrir. Él le respetaba mucho; era uno de sus más grandes admiradores: tenía ella la certeza de que bastarían cuatro palabras del maestro para que volviese como un cordero. Debía hacerle ver que no estaba sola; que tenía quien la defendiese; que nadie podía burlarse de ella impunemente.

Pero antes de que terminase sus ruegos, andaba el pintor en torno del lecho, los brazos en alto, echando ternos con la vehemencia de su exaltación.

—¡Tapones! ¡Esto me faltaba! El mejor día me pedirá usted que le cepille las botas. ¿Pero está usted loca, criatura? ¿Qué se ha figurado usted? Para... sufridos ya tiene usted bastante con el conde. Déjeme tranquilo.

Pero ella se arrebujaba en la cama llorando con ruidoso desconsuelo. ¡Ya no quedaban amigos! El maestro era como los otros: en no plegarse á sus deseos se acababa la amistad. Todo palabras, juramentos, y después, ni el más pequeño sacrificio.

Se incorporaba de pronto, mostrando entre las blondas misteriosas blancuras, ceñuda, irritada, con una frialdad de reina ofendida. Ya le había conocido; se había engañado contando con él. Y como Renovales, confuso por este enfado, intentase excusarse, ella le atajaba con arrogancia.

—¿Quiere usted ó no quiero? A la una... á las dos...

Sí; haría lo que ella quisiera; veíase tan bajo, que ya no le importaba rodar un poco más. Sermonearía al doctor, echándole en cara su torpeza al despreciar tanta felicidad. (Esto lo decía él con toda su alma, poniendo en su voz temblores de envidia.) ¿Qué más deseaba su hermosa déspota? Podía pedir sin miedo. Si era necesario, retaría al conde á singular combate con todas sus condecoraciones y lo mataría para que ella quedase libre y pudiera juntarse con el doctorcillo.

—¡Guasón!—exclamaba Concha, sonriente por su triunfo.—Es usted simpático como nadie, pero muy malo. Acérquese usted, mala persona.

Y levantando con la manecita un mechón de su cabellera de sauce, le besó en la frente, riendo del estremecimiento que su caricia despertaba en el pintor. Éste sintió que le temblaban las piernas; después, sus brazos intentaron estrechar aquel cuerpo tibio, perfumado, que parecía escurrirse dentro de sus finas envolturas.

—¡Que ha sido en la frente!—gritó Concha en son de protesta.—¡Caricia de hermanos, Mariano! ¡Quieto!... ¡Que me hace daño!... ¡Que llamo!

Y llamó, reconociendo de pronto su debilidad, viéndose próxima á caer vencida bajo el apretón loco y dominador. Sonó el estremecimiento eléctrico en las profundidades tortuosas de pasillos y gabinetes y se abrió la puerta, entrando Mary vestida de negro, con alto delantal y rizado gorro, discreta y silenciosa. Su carita pálida y sonriente estaba acostumbrada á verlo todo, á adivinarlo todo, sin que se reflejase en ella la más leve impresión.

La condesa tendió su mano á Renovales con afectuosa tranquilidad, como si la entrada de la doncella interrumpiese su despedida. Lamentaba que se marchase tan pronto: á la noche le vería en el Real.

Cuando el pintor aspiró el viento de la calle y se codeó con la gente, creyó despertar de una pesadilla. Tenía asco de sí mismo. «Te luces, maestro.» Su debilidad, que le hacía plegarse á todas las exigencias de la condesa, su vil aceptación á servir de intermediario entre ella y el amante, le daban ahora náuseas. Pero aun sentía en la frente el roce del beso; aun percibía aquel ambiente del dormitorio cargado de la nocturna transpiración de carne perfumada. El optimismo se apoderó de su pensamiento. No marchaba mal el asunto; aquel camino, aunque desagradable, le llevaría á la realización de su deseo.

Muchas noches Renovales iba al teatro Real, por obedecer á Concha, que deseaba verle, y pasaba actos enteros en el fondo de su palco, conversando con ella. Milita reía de este cambio en las costumbres de su padre, que se acostaba temprano en otros tiempos, para trabajar de buena mañana. Era ella la que, encargada de las cosas de la casa, por la eterna enfermedad de mamá, ayudaba al maestro á ponerse el frac, y además le peinaba, arreglándole el lazo de la corbata entre mimos y risas.

—Papaíto, te desconozco: estás hecho un calaverón. ¿Cuándo me llevas contigo?...

Él se excusaba gravemente. Eran deberes de la profesión; á los artistas les conviene hacer vida de sociedad. En cuanto á llevarla con él... otro día. Por ahora necesitaba ir solo; tenía que hablar con mucha gente en el teatro.

Otra modificación se verificó en él, provocando los regocijados comentarios de Milita. Papá se rejuvenecía.

Cada semana sus cabellos perdían en longitud, bajo irreverentes tijeretazos: su barba disminuía, hasta el punto de no quedar más que una ligera vegetación de aquel bosque enmarañado que le daba un aspecto feroz. No quería confundirse por su aspecto con los demás; debía conservar un poco de su exterior de artista, para que la gente no pasase junto al gran Renovales sin conocerle; pero procuraba, dentro de este deseo, aproximarse y mezclarse con la juventud bien vestida y elegante que rodeaba á la condesa.

Esta transformación tampoco pasó inadvertida para otros. Los alumnos de Bellas Artes se lo mostraban con el dedo desde el paraíso del Real, ó se detenían en las aceras al verle por la noche, con el brillante tubo de seda coronando la tonsurada melena y exhibiendo entre el abierto gabán el nítido peto de su uniforme de fiesta. La cándida admiración de los muchachos se imaginaba al gran maestro tronando ante un caballete, salvaje, feroz, intratable como Miguel Angel en el encierro de su estudio. Por esto, al verle bajo tan distinto aspecto, le seguían sus ojos con expresión de envidia. «¡Cómo se divierte el maestro!» Y se imaginaban á las grandes damas disputándoselo, creyendo de buena fe que ninguna podía resistir á un hombre que pintaba tan bien.

Los enemigos, los artistas consagrados que marchaban tras él, rugían en sus conversaciones. «¡Farsante, egoísta! No estaba satisfecho de ganar tanto dinero, y ahora hacía el gomoso entre la aristocracia, para coger más retratos, para sacar á su firma todo lo que pudiese.»

Cotoner, que se quedaba algunas noches en el hotel para hacer compañía á las señoras, le veía partir con triste sonrisa, moviendo la cabeza. «Mal: su Mariano se había casado demasiado pronto. Lo que no había hecho en su juventud, por la fiebre del trabajo y la gloria, lo hacía ahora, próximo á la vejez.» En muchas partes reían ya de él, adivinando su pasión por la de Alberca, aquel amor sin resultados prácticos, que le hacían convivir con ella y Monteverde, tomando aires de mediador bondadoso, de padre tolerante y bueno. El ilustre maestro, al despojarse de su carátula feroz, era un pobre hombre, del que se hablaba con lástima: le comparaban con Hércules, vestido de mujer é hilando á los pies de la bella seductora.

Había contraído con Monteverde una estrecha amistad, en fuerza de tropezarlo cerca de la condesa. Ya no le parecía tonto y antipático. Encontraba en él algo de su amante, y le era grata por esto su compañía. Experimentaba esa atracción plácida y sin celos que inspira á ciertos hombres el marido de su amante. Sentábanse juntos en los teatros, paseaban en amigable conversación, y el doctor iba muchas tardes al estudio del artista. Desconcertaban con esta intimidad á las gentes, que ya no sabían con certeza quién era el amo de la de Alberca y quién el aspirante, llegando á creer que por un mutuo acuerdo y turno pacífico, vivían los tres en el mejor de los mundos.

Monteverde admiraba al maestro, y éste, por sus años y la superioridad de su renombre, tomaba sobre él una autoridad paternal. Le reñía cuando la condesa se mostraba quejosa de él.

—¡Las mujeres!—decía el doctor con gesto de cansancio.—Usted no sabe lo que son, maestro; sólo sirven de estorbo, para obstruirle á uno su carrera. Usted ha triunfado porque no se dejó dominar por ellas, porque nadie le conoció nunca una querida, porque es usted un hombre admirable, un varón fuerte.

Y el pobre varón fuerte contemplaba fijamente á Monteverde, dudando si se burlaba. Sentía tentaciones de aporrearlo, viéndole despreciar lo mismo que ansiaba él con vehemente deseo.

Concha tenia con el maestro mayores intimidades. Le confesaba lo que nunca se había atrevido á decir al doctor.

—A usted se lo digo todo, Marianito. No puedo vivir sin verle. ¿Sabe usted lo que pienso? Que el doctor es algo así como mi marido y usted es el amante de corazón... No se altere usted... no se mueva, ó llamo. He dicho de corazón. Le quiero á usted demasiado para pensar en esas groserías que usted desea.

Algunas veces Renovales la encontraba excitada, nerviosa, hablando con voz ronca, moviendo los finos dedos como si quisiera arañar al aire. Eran los días terribles que alteraban toda la casa. Mary corría, con su paso silencioso, de salón en salón, perseguida por el repiqueteo de los timbres; el conde se escurría hacia la calle como un colegial medroso. Concha se aburría, sentíase cansada de todo, abominaba de su existencia. Al presentarse el pintor, le faltaba poco para arrojarse en sus brazos:

—Sáqueme usted de aquí, Marianito; me aburro, me muero. Esta vida es para matarse. ¡Mi marido!... ese no se cuenta. ¡Mis amigas!... unas necias que me despellejan apenas las dejo. ¡El doctor!... un insubstancial, una veleta loca. Todos esos señores de mi tertulia, unos imbéciles. ¡Maestro, téngame lástima! Lléveme lejos de aquí. Usted debe conocer otro mundo; los artistas lo saben todo...

¡Ay, si ella no estuviera tan vista y al maestro no lo conociese todo Madrid! En su nerviosa excitación formulaba los más locos proyectos. Deseaba salir de noche del brazo de Renovales, ella con mantón y pañuelo á la cabeza, él con capa y sombrero gacho. Sería su chulo; ella imitaría el garbo y el taconeo de las mujeres de la calle, y marcharían juntitos, como dos palomos de la noche, á los sitios más malos; y beberían, armarían camorra, él la defendería como un valiente, é irían á pasar la noche en la prevención.

El pintor mostrábase escandalizado. ¡Qué locura! Pero ella insistía en sus deseos.

—Ríase usted, maestro; abra esa bocaza... feísimo. ¿Qué tiene de particular lo que digo? Usted, con todos sus pelos y chambergos de artista, es un burgués, un alma tranquila incapaz de nada original para distraerse.

Al acordarse de aquella pareja que habían visto una tarde en la Moncloa, mostrábase melancólica y sentimental. También le parecía bonito «hacer la griseta»; pasear del brazo del maestro, como si fuesen una modistilla y un empleadillo; acabar la excursión en un merendero; y él la mecería en el verde columpio, mientras ella gritaba de placer, subiendo y bajando, con las faldas arremolinadas en torno de sus pies... Esto no era ningún disparate, maestro. ¡Placer más sencillo... más bucólico!...

¡Lástima que los dos fuesen tan conocidos! Pero lo que sí harían, cuando menos, era disfrazarse una mañana y correr los barrios bajos; ir al Rastro, como una pareja recién unida que desea poner casa: el socio y la socia. En aquella parte de Madrid no los conocería nadie. ¿Conformes, maestro?...

Y el maestro lo aprobaba todo. Pero al día siguiente Concha le recibía con cierta turbación, mordiéndose los labios, hasta que por fin prorrumpía en carcajadas, recordando los disparates que le había propuesto.

—¡Cómo se reiría usted de mí!... Hay días en que estoy loca.

Renovales no ocultaba su asentimiento. Sí; estaba algo loca. Pero esta locura, que le hacía sufrir alternativas de esperanza y desesperación, atraíale más, con sus alegres disparates y sus pasajeros enfados, que aquella otra que le perseguía en su casa, lenta, implacable, silenciosa, apartándose de él con invencible repugnancia, pero siguiéndole á todos lados, con ojos de malsana luz siempre lagrimeantes, que tomaban la agudeza hostil del acero apenas iniciaba, por compasión ó remordimiento, la más leve intimidad.

¡Oh, la pesada é insufrible comedia! Ante su hija y los amigos tenían que hablarse, y él, apartando la mirada para no tropezar con sus ojos, colmábala de atenciones, la reñía dulcemente por su rebeldía á los consejos de los médicos. Al principio hablaban éstos de neurastenia: ahora era la diabetes la que aumentaba la debilidad de la enferma. El maestro lamentábase de la pasiva resistencia que oponía á todos los métodos curativos. Los seguía durante algunos días, para despreciarlos después con impasible obstinación. Ella estaba mejor que creían. Lo que ella tenía no lo curaban los médicos.

Por la noche, al penetrar en el dormitorio, un silencio de muerte caía sobre ellos; una muralla de plomo parecía elevarse entre sus cuerpos. Ya no tenían que mentir; se miraban frente á frente, con muda hostilidad. Su vida nocturna era un tormento; pero ninguno de los dos osaba modificar su existencia. Sus cuerpos no podían abandonar la cama común; encontraban en ella el molde de los años. La rutina de su voluntad les sujetaba á esta habitación y á su mobiliario, con el recuerdo de los tiempos felices de la juventud.

Renovales caía en el profundo sueño del hombre sano, fatigado por el trabajo. Sus últimos pensamientos eran para la condesa. La veía en esa penumbra brumosa que cubre la entrada de lo inconsciente; dormíase pensando en lo que podría decirla al otro día, soñaba conforme á su deseo, viéndola de pie sobre un pedestal, con toda la majestad de su desnudez, venciendo al mármol de las estatuas más famosas con la vida de su carne. Al despertar de pronto y extender sus brazos, tropezaba con el cuerpo de la compañera, pequeño, rígido, ardiente por el fuego de la calentura ó glacial con un frío de muerte. Adivinaba su insomnio. Pasaba la noche sin cerrar los ojos, pero no se movía, como si todo su vigor se concentrase en algo que contemplaba con fijeza hipnótica en la obscuridad. Parecía un cadáver. Era el obstáculo, el lastre de plomo, el fantasma que aterraba á la otra cuando en ciertos instantes de vacilación se inclinaba hacia él, próxima á caer... Y el terrible deseo, el pensamiento monstruoso, asomaba otra vez su horrorosa fealdad, anunciando que no había muerto, que sólo se había ocultado en la madriguera cerebral para surgir más cruel, más insolente.

—¿Por qué no?—argüía el despiadado demonio, esparciendo en su imaginación el polvillo de oro de las ilusiones.

Amor, gloria, alegría, una existencia nueva de artista; el rejuvenecimiento del doctor Fausto; todo podía esperarlo si la muerte piadosa venía á ayudarle, cortando la cadena que le emparejaba con la tristeza y la enfermedad.

Pero inmediatamente surgía la protesta del horror. Aunque vivía como un incrédulo, conservaba un alma religiosa, que en los momentos difíciles de su existencia le impulsaba á aclamarse á todos los poderes sobrehumanos y maravillosos, como si éstos tuvieran el deber ineludible de acudir en su auxilio. «Señor, quitadme este horrible pensamiento. Alejad la mala tentación. Que no muera; que viva, aunque yo perezca.»

Y al día siguiente, con la agitación del remordimiento, iba en busca de ciertos médicos, amigos suyos, para consultarles minuciosamente. Ponía en movimiento la casa, organizando la curación con arreglo á un vasto plan, distribuyendo las medicinas por horas. Después, tranquilo ya, volvía á su trabajo, á sus preocupaciones de artista, á sus anhelos de hombre, sin acordarse de sus propósitos, creyendo salvada definitivamente la vida de su mujer.

Ésta se presentó en su estudio una tarde después del almuerzo, y el pintor, al verla, sintió cierta inquietud. Hacía mucho tiempo que Josefina no entraba allí á las horas en que él trabajaba.

No quiso sentarse; se detuvo junto al caballete, hablando, sin mirar á su marido, con voz lenta y humilde. A Renovales le daba miedo esta sencillez.

—Mariano, vengo á hablarte de la niña.

Quería casarla. Algún día había de ser, y cuanto antes mejor. Ella moriría pronto y deseaba salir del mundo con la tranquilidad de ver á su hija bien colocada.

Renovales creyó del caso protestar ruidosamente, con toda la vehemencia del que no está muy seguro de lo que dice. ¡Tapones! ¡Morirse! ¿Y por qué había de morir? ¡Ahora que estaba mejor que nunca! Lo único que le faltaba era atender las indicaciones de los médicos.

—Moriré pronto—repitió fríamente.—Moriré y tú quedarás tranquilo. Bien lo sabes.

El pintor quiso protestar con mayores aspavientos de indignación, pero sus ojos se encontraron con la mirada fría de su mujer. Entonces se limitó á levantar los hombros con ademán resignado. No quería discutir; necesitaba conservarse tranquilo. Tenía que pintar; había de salir, como todas las tardes, para asuntos importantísimos.

—Está bien; continúa. Milita se casa, ¿y con quién?...

Por el deseo de mantener su autoridad, de mostrar cierta iniciativa y por su antiguo afecto al discípulo, se apresuró á hablar de éste. ¿Era Soldevilla el candidato? Un buen muchacho y de porvenir. Adoraba á Milita; había que ver la tristeza del pobrecillo cuando ésta le trataba mal. Haría un excelente marido.

Josefina cortó esta charla del esposo con voz fría y tajante:

—No quiero pintores para mi hija; bien lo sabes. Bastante hay con lo de su madre.

Milita se casaría con López de Sosa. Era cosa aceptada por ella. El muchacho la había hablado, y seguro de su aprobación, dirigiría su demanda al padre.

—¿Pero ella le quiere? ¿Tú crees, Josefina, que estas cosas pueden arreglarse á tu gusto?

—Si le quiere; está conforme y desea casarse. Además, es hija tuya; lo mismo aceptaría al otro. Lo que ella desea es libertad, verse lejos de su madre, no vivir en la tristeza de mis enfermedades... Ella no lo dice, no sabe siquiera que lo piensa, pero yo lo adivino.

Y como si al hablar de su hija no pudiera mantener la frialdad que tenía con el marido, se llevó una mano á los ojos, recogiendo las silenciosas lágrimas.

Renovales apeló á la brusquedad para salir del paso. Todo eran locuras, invenciones de su cabeza enferma. Debía pensar en curarse y no en otra cosa. ¡A qué estas lágrimas! ¿Quería casar á su hija con aquel señorito de los automóviles? Pues á ello. ¿No quería? Pues que la chica se quedase en casa.

Ella mandaba; nadie la ponía obstáculos. ¡Que se celebrara la boda cuanto antes! Él era un cero y no había por qué consultarle. Pero tranquilidad, ¡tapones!... Tenía que trabajar; tenía que salir. Y cuando vió que Josefina abandonaba el estudio para llorar libremente en otro sitio, dió un bafido de satisfacción, contento de salir tan bien librado de esta escena difícil.

Le parecía bien López de Sosa. ¡Excelente muchacho!... Y lo mismo cualquier otro. Él no disponía de tiempo para fijarse en tales cosas. Sus preocupaciones eran distintas.

Aceptó al futuro yerno, y muchas noches se quedó en casa para dar cierto aire patriarcal á las veladas de familia. Milita y su prometido hablaban en un extremo del salón. Cotoner, en plena beatitud digestiva, se esforzaba por arrancar con sus palabras una pálida sonrisa á la señora del maestro, que permanecía en un rincón, trémula de frío. Renovales, en traje de casa, leía los periódicos, acariciado por ese ambiente dulce de hogar tranquilo. ¡Si le viese la condesa!...

Una noche sonó en el salón el nombre de la de Alberca. Repasaba Milita de memoria, con avidez juvenil, la lista de las amigas de la casa, grandes señoras que no dejarían pasar su próximo matrimonio sin un regalo magnifico.

—Concha no viene—dijo la joven.—Hace mucho tiempo que no la vemos por aquí.

Hubo un silencio penoso, como si el nombre de la condesa enfriase la atmósfera. Cotoner canturreó entre dientes, fingiéndose distraído: López de Sosa buscó un cuaderno de música sobre el piano, hablando de él para desviar la conversación. También éste parecía enterado.

—No viene porque no debe venir—dijo Josefina desde su rincón.—Ya procura tu padre verla todos los días para que no nos olvide.

Renovales levantó la cabeza con expresión de protesta, como si le despertasen de un plácido sueño. Los ojos de Josefina estaban fijos en él, pero sin cólera, burlones y crueles. Reflejaban el mismo desprecio con que le había herido en aquella noche triste. Ya no dijo más, pero el maestro leía en aquellos ojos:

«Es inútil, buen hombre. Estás loco por ella, la sigues, pero ella es para otros. La conozco bien... Todo lo sé. ¡Ay! ¡Cómo ríen las gentes de ti! ¡Cómo me río yo!... ¡Cómo te desprecio!»

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