V

Una tarde, á fines de Octubre, Renovales notó en su amigo Cotoner cierta inquietud.

El maestro bromeaba con él, haciéndole relatar sus trabajos de restaurador en el antiguo templo. Había vuelto más grueso, más alegre, con cierto lustre grasoso y sacerdotal. Se había traído, según decía Renovales, toda la salud de los canónigos. La mesa del obispo, con sus abundancias suculentas, era un dulce recuerdo para Cotoner. La ensalzaba y la describía, elogiando á aquellos buenos señores que, como él, vivían exentos de pasiones, sin otra voluptuosidad que la de una refinada nutrición. El maestro reíase imaginando la sencillez de los sacerdotes que por las tardes, después del coro, formaban grupo ante el andamio de Cotoner, siguiendo con admiración la labor de sus manos; el respeto de los familiares y demás gente palaciega, pendiente de los labios de don José, asombrados de tanta sencillez en un artista que era amigo de los cardenales y había hecho sus estudios nada menos que en Roma.

Al verle el maestro aquella tarde, grave y silencioso después del almuerzo, quiso saber cuál era su preocupación. ¿Se habían quejado de sus restauraciones? ¿Ya no le quedaba dinero?... Cotoner movió su cabeza. No era asunto suyo. Le preocupaba el estado de Josefina. ¿No se fijaba en ella?...

Renovales levantó los hombros. Era lo de siempre: la neurastenia, la diabetes, todas aquellas dolencias ya crónicas y de las que no quería curarse, desobedeciendo á los médicos. Estaba más enflaquecida, pero sus nervios parecían calmados; lloraba menos: manteníase en un mutismo triste, sin otro deseo que verse sola y permanecer en un rincón, mirando ante ella, sin ver nada.

Cotoner volvió á mover la cabeza. No era extraño el optimismo de Renovales.

—Llevas una vida muy rara, Mariano. Desde que regresé de mi viaje, eres otro; no te conozco. Antes no podías vivir sin pintar, y ahora pasan semanas enteras sin coger un pincel. Fumas, cantas, te paseas por el estudio, y de repente echas á correr, sales de casa y vas... adonde vas; adonde sé yo, y tal vez lo sospecha tu mujer... Parece que nos divertimos, maestro... ¡Y á los demás que los parta un rayo! Pero, hombre, baja de las nubes; fíjate en lo que te rodea; ten un poco de caridad.

Y el buen Cotoner lamentábase con vehemencia de la vida que llevaba el maestro; vida agitada por repentinas impaciencias y bruscas salidas, de las que regresaba distraído, con una débil sonrisa en los labios y una mirada vaga, como si saborease en interna contemplación la fiesta de recuerdos que traía en su memoria.

El viejo pintor mostrábase alarmado por la delgadez creciente de Josefina: una consunción feroz, que aun encontraba materias que destruir en su organismo, roído por varios años de enfermedad. La pobre mujercita tosía, y esta tos, que no era seca, sino prolongada en varios tonos y bruscas sacudidas, alarmaba á Cotoner.

—Debían verla los médicos otra vez.

—¡Los médicos!—exclamaba Renovales.—¿Y para qué? Toda una facultad ha pasado por aquí, y como si nada. No obedece; se niega á todo, tal vez por desesperarme, por llevarme la contraria. No hay peligro: tú no la conoces. Ahí, donde la ves tan débil, tan poquita cosa, vivirá más que tú, más que yo.

En su voz había temblores de cólera, como si le enfureciese el ambiente uraño de aquella casa, en la que no encontraba otra distracción que los gratos recuerdos que traía de fuera.

La insistencia de Cotoner acabó por obligarle á llamar á un médico amigo suyo.

Josefina se irritó, adivinando los cuidados que inspiraba su salud. Ella se sentía fuerte. No era más que un catarro; el invierno que llegaba. Y en sus miradas al artista había reproche é insulto, por esta atención, que consideraba una hipocresía.

Cuando después de examinar á la enferma se trasladaron al estudio, quedando frente á frente el pintor y el médico, éste se mostró indeciso, como si temiese formular sus ideas. Nada podía decir con certeza; era fácil engañarse en aquel organismo pobre que sólo se mantenía por una reserva vital extraordinaria... Después apeló al procedimiento evasivo de su profesión. Convendría sacarla de Madrid... otros aires... otra vida.

Renovales protestó. ¡Adónde ir, comenzado ya el invierno, cuando en pleno verano había querido ella volver á su casa! El médico levantó los hombros y redactó una receta, notándose en su gesto el deseo de escribir algo, de no marcharse sin dejar un papel como rastro de su paso. Explicó al marido varios síntomas, para que los observase en la enferma, y se fué, repitiendo su encogimiento de hombros, que revelaba indecisión y desaliento.

—¡Pchs! ¡Quién sabe!... ¡Tal vez! El organismo tiene reacciones inesperadas: reservas maravillosas para defenderse...

Estos consuelos enigmáticos alarmaron á Renovales. Espiaba con disimulo á su mujer, estudiando su tos, examinándola atentamente cuando ella no le veía. Ya no pasaban juntos la noche. Desde el casamiento de Milita, el padre ocupaba la habitación de ésta. Habían roto la esclavitud del lecho común que atormentaba su descanso. Renovales remediaba este alejamiento entrando en el dormitorio de Josefina por las mañanas.

—¿Has pasado la noche bien? ¿Quieres algo?

Los ojos de la mujer le acogían con una mirada de extrañeza, de hostilidad.

—Nada.

Y acompañaba este laconismo, revolviéndose en el lecho, para dejarle á su espalda con gesto despectivo.

El pintor acogía sus muestras de hostilidad con mansa resignación. Era su deber: ¡tal vez podía morirse! Pero esta posibilidad de la muerte no le conmovía, le dejaba frío, y se irritaba contra sí mismo, como si dentro de su pensamiento existiesen dos personalidades distintas... Se echaba en cara su crueldad, aquella glacial indiferencia ante la enferma, que sólo le producía un pasajero remordimiento.

Una tarde, en casa de la de Alberca, después de los audaces abandonos con los que parecían desafiar la santa calma del prócer, vuelto ya del viaje, el pintor habló tímidamente de su mujer.

—Vendré menos; no lo extrañes. Josefina está muy enferma.

—¿Mucho?—preguntó Concha.

Y en la chispa que pasó por su mirada, creyó ver Renovales algo conocido; un resplandor azul que había danzado ante él en la obscuridad de sus noches, con brillo infernal, turbando su conciencia.

—No: tal vez no sea nada. Yo creo que no es de peligro.

Sentía la necesidad de mentir. Se consolaba quitando importancia á la enfermedad. Creía descargarse, con este engaño voluntario, de la inquietud que le aguijoneaba. Era la mentira del que se sincera, fingiendo ignorar, la importancia del daño causado.

—No es nada—decía á su hija, que, alarmada por el aspecto de mamá, venía á pasar con ella todas las noches.—Un constipado; ronquera de invierno. Eso desaparecerá así que llegue el buen tiempo.

Hacía encender todas las chimeneas de la casa: una atmósfera de horno esparcíase por las habitaciones. Afirmaba á gritos, sin emoción alguna, que su mujer sólo sufría un resfriado, y al hablar con esta certeza, una voz extraña parecía gritarle dentro del cráneo: «Mentira; se muere. Se muere y tú lo sabes.»

Los síntomas de que le había hablado el médico, iban presentándose uno tras otro, con fatídica regularidad, en un engranaje mortal. Al principio sólo notó en ella una fiebre viva y continua, que parecía aumentarse á la caída de la tarde, con profundos estremecimientos. Después observó sudores, de una abundancia aterradora; sudores nocturnos que dejaban impresa en las sábanas la huella de su cuerpo. Y á este cuerpo mísero, cada vez más frágil, más esquelético, como si el fuego de la fiebre devorase hasta la última partícula de su grasa y sus músculos, no le quedaba otra envoltura y defensa que la piel, que también parecía liquidarse en eterna humedad. La tos era frecuente; rasgaba á todas horas con su escala de ronquidos fatigosos el silencio del hotel, y la débil mujercita se incorporaba buscando dónde ocultar los residuos de la erupción dolorosa que conmovía sus pulmones. Se quejaba de un continuo dolor en la base del pecho. Su hija la hacía comer, á costa de ruegos y caricias, llevándola la cuchara á la boca como si fuese una niña; pero la tos y la náusea cortaban la nutrición, espeliendo el alimento. Su lengua estaba seca. Se quejaba de una sed infernal que parecía devorarle las entrañas.

Así transcurrió un mes. Renovales, en su afán optimista, esforzábase por creer que la enfermedad no iría más lejos.

—No se muere, Pepe—decía con tono enérgico, como dispuesto á pelearse con el que se opusiera á esta afirmación.—No se muere, doctor. ¿No lo cree usted así?

El doctor contestaba con su eterno encogimiento de hombros. «Tal vez... Es posible.» Y como la enferma se negase con tenacidad á todo examen interior, iba enterándose de los síntomas por las revelaciones de la hija y el marido.

A pesar de su esquelética delgadez, aumentaban de volumen algunas partes de su cuerpo. El vientre era mayor: las piernas ofrecían extraña particularidad: una, delgadísima, enjuta, marcando bajo la piel las estrecheces y amplificaciones de los huesos, sin el más leve almohadillado de grasa; la otra, enorme, de una gordura que jamás había tenido, con la piel tirante y blanca, marcando en ella las venas sus serpenteados de intenso azul.

Renovales hacía preguntas al doctor con gran ingenuidad. ¿Qué opinaba de estos síntomas? Y el médico bajaba la cabeza. No sabía; había que esperar: la Naturaleza tiene sus sorpresas. Pero después, como animado por repentina decisión, pretextó el deseo de escribir una receta, para hablar á solas con el marido en su estudio de trabajo.

—La verdad, Renovales... Me pesa esta comedia misericordiosa, buena para otros; pero usted es un hombre... Es una tisis galopante; tal vez asunto de días, tal vez asunto de pocos meses; pero se muere y yo no conozco el remedio. Si usted quiere, busque á otros.

¡Se muere!... Renovales quedó anonadado por la sorpresa, como si nunca hubiese creído en la posibilidad de este final. ¡Se muere!... Y después de la salida del médico, que se alejó con pasó más firme, como el que acaba de librarse de un grave peso, el pintor repitió mentalmente estas palabras, sin que le produjesen otro efecto que dejarlo absorto, en estúpida insensibilidad. ¡Se muere! ¿Pero era que realmente podía morir aquella mujercita, que tanto había pesado sobre su vida y cuya debilidad le inspiraba miedo?...

De pronto se vió paseando por el estudio, repitiendo en alta voz:

—¡Se muere! ¡Se muere!

Se lo decía á sí mismo para conmoverse, para prorrumpir en gemidos de dolor: pero su sensibilidad permanecía muda.

Josefina iba á morir; ¡y él estaba sereno! Sintió deseos de llorar: quiso llorar, con la voluntad imperiosa del que necesita cumplir un deber. Parpadeó, hinchando su pecho, conteniendo el aliento, esforzándose por abarcar con la imaginación esta desgracia; pero sus ojos permanecieron secos; sus pulmones aspiraron el aire con delicia; su pensamiento, duro y refractario, no se estremeció con ninguna imagen dolorosa. Era un pesar exterior, superficial, que no encontraba más que palabras, gestos y desordenados paseos: el interior seguía insensible, como si la certidumbre de aquella muerte lo hubiese congelado en plácida indiferencia.

Le atormentó la vergüenza de su monstruosidad. El mismo impulso que obligaba á los ascetas á imponerse mortales castigos por los pecados de su imaginación, le arrastró á él, con la fuerza del remordimiento, á la habitación de la enferma. No saldría de allí, arrostraría su desprecio silencioso, la acompañaría hasta el último momento, olvidando el sueño y el hambre. Sentía la necesidad de purificarse, con algo noble y generoso, de esta ceguera de su alma que le daba miedo.

Milita ya no pasó las noches al cuidado de su madre y pudo volver á su casa, con escasa satisfacción del marido, que sentía cierto placer con este retorno inesperado á su existencia de soltero.

Renovales no dormía. Después de media noche, cuando se marchaba Cotoner, paseaba en silencio por las habitaciones profusamente iluminadas; rondaba cerca del dormitorio; entraba en él para ver á Josefina en su lecho, sudorosa, agitada de vez en cuando por crueles toses, sumida en un sopor de muerte y tan enflaquecida, tan pequeña, que apenas si las ropas de la cama marcaban su insignificante bulto, como el cuerpo de un niño. Después el maestro pasaba el resto de la noche en un sillón, fumando, con los ojos muy abiertos, pero sumido el cerebro en la torpeza de la somnolencia.

Su pensamiento volaba lejos. Era en vano que se avergonzase de su crueldad: parecía hechizado por un poder misterioso, superior á sus remordimientos. Olvidaba á la enferma; se preguntaba lo que haría Concha á aquellas horas; la veía con la imaginación, desnuda y en impúdico abandono; recordaba las palabras, los estremecimientos, los gritos de sus entrevistas. Y cuando con gran esfuerzo se arrancaba á estos ensueños, iba como por expiación hasta la puerta de la enferma y escuchaba su aliento angustioso, poniendo el rostro compungido, pero sin poder llorar, sin aquella tristeza que en vano deseaba sentir.

A los dos meses de enfermedad, Josefina no pudo permanecer en el lecho. Su hija la sacaba de él sin ningún esfuerzo, con la misma ligereza que si fuese una pluma, y permanecía en un sillón, pequeñísima, insignificante, desconocida, con un rostro descarnado que no presentaba de frente más que los grandes redondeles de los ojos y la nariz afilada como la hoja de un cuchillo.

Cotoner tenía que reprimir sus lágrimas al verla.

—¡No queda nada de ella!—decía al alejarse.—¡Nadie la conocería!

Su tos dolorosa sembraba en torno de ella el veneno de la muerte. A su boca asomaba una espumilla blanca que parecía solidificarse en las comisuras de los labios. Sus ojos se agrandaban, adquirían una luz extraña, como si viesen más allá de las personas y las cosas. ¡Ay, estos ojos! ¡Qué estremecimiento de pavor despertaban en Renovales!...

Una tarde se fijaron en él, con la mirada intensa y tenaz que siempre le había aterrado. Eran ojos que le agujereaban la frente, que revolvían sus pensamientos.

Estaban solos; Milita se había ido á su casa; Cotoner dormitaba en un sillón del estudio. La enferma parecía más animada, con deseos de hablar, contemplando con cierta lástima al marido, sentado junto á ella, casi á sus pies.

Iba á morir; tenía la certeza de su muerte. Y una postrera rebelión de la vida que se resiste á extinguirse, el horror de la nada, hizo subir las lágrimas á sus ojos.

Renovales protestó con vehemencia, queriendo disfrazar su mentira entre gritos. ¿Morir?... ¡No había que pensar en eso!... Viviría; aun le quedaban muchos años de existencia feliz.

Ella sonrió como si le compadeciese. No admitía el engaño: sus ojos iban más allá que los de él; adivinaba lo impalpable, lo invisible que rondaba en torno de ella. Habló débilmente, pero con esa inexplicable solemnidad de la voz que emite sus últimos sonidos, del alma que se exterioriza por vez postrera.

—Moriré, Mariano, más pronto de lo que crees... más tarde de lo que yo deseo. Moriré, y tú quedarás tranquilo.

¡Él! ¡Él desearla la muerte!... Su sorpresa y su remordimiento le hacían ponerse de pie, bracear con fieros ademanes de protesta, agitarse con la misma violencia que si unas manos invisibles acabaran de desnudarle con rudo tirón.

—Josefina, no delires. Cálmate; ¡por Dios, no digas esos disparates!

Ella sonreía con una mueca dolorosa, horrible; pero luego su mísero rostro se hermoseaba con la serenidad del que se va, sin pesadillas ni delirios, en plena normalidad cerebral. Le hablaba con la inmensa conmiseración, con la piedad sobrehumana del que contempla el mísero río de la vida, saliéndose de su corriente, tocando ya con el pie las riberas de eterna sombra, de eterna paz.

—No quería irme sin decírtelo: muero sabiéndolo todo. No te muevas... no protestes. Bien conoces el poder que tengo sobre ti. Más de una vez te he visto mirarme aterrado, por la facilidad con que leo tus pensamientos... Hace años me convencí de que todo había acabado entre nosotros. Hemos vivido como buenos animalitos de Dios, comiendo juntos, durmiendo juntos, ayudándonos por necesidad; pero yo me asomaba á tu interior, miraba tu corazón... ¡nada! ni un recuerdo, ni una chispa de amor. He sido tu hembra, la buena compañera que cuida la casa y evita al hombre las preocupaciones pequeñas de la vida. Has trabajado mucho para envolverme en el bienestar, para que callase satisfecha y te dejara tranquilo. ¿Pero amor?... Nunca... Muchos viven como nosotros... muchos; casi todos. Yo no he podido; creía que la vida era otra cosa y no siento irme... No te enfurezcas, no grites. Tú no tienes la culpa, pobre Mariano... Fué un error el casarnos.

Se excusaba dulcemente, con una bondad que no parecía de este mundo, pasando generosa sobre las crueldades y los egoísmos de una vida que iba á dejar. Hombres como él eran excepcionales; debían vivir solos, en una existencia aparte, como los árboles grandes que absorben todo el jugo del suelo y no dejan crecer una sola planta en lo que abarcan sus raíces. Ella no tenía la fuerza del aislamiento: era débil; necesitaba para vivir la sombra de la ternura, la certeza de ser amada. Debía haberse unido á un hombre como todos; un ser simple lo mismo que ella, sin otros anhelos que los modestos apetitos de la vulgaridad. El pintor la había arrastrado en su ruta extraordinaria, fuera de los caminos fáciles y comunes que siguen los demás, y ella caía en mitad de la marcha, vieja en plena juventud, vencida por haberle acompañado en esta jornada superior á sus fuerzas.

Renovales agitábase en torno de ella con incesante protesta.

—¡Pero qué tonterías dices! ¡Deliras! Yo te he querido siempre, Josefina; te quiero...

Los ojos de ella tomaron una extraña dureza. El fulgor de la cólera pasó por sus pupilas.

—Calla, no mientas. Conozco un montón de cartas que tienes en el estudio, ocultas tras los volúmenes de tu librería. Las he leído una por una; he ido siguiendo su llegada; conocí tu escondrijo cuando sólo guardabas tres. Ya sabes que adivino todo lo tuyo; que tengo sobre ti cierto poder; que no puedes ocultarme nada. Conozco tus amores...

Renovales sintió que le zumbaban las sienes, que el suelo se escapaba bajo sus pies. ¡Qué asombrosa brujería!... Hasta las cartas, cuidadosamente ocultas, las había descubierto aquella mujer con su instinto adivinatorio.

—¡Mentira!—gritó enérgicamente para ocultar su turbación.—¡Nada de amor! Si las has leído, tú sabes lo que es tan bien como yo: pura amistad; cartas de una amiga que está algo loca.

La enferma sonrió con tristeza. Al principio era amistad, menos aún que esto, maligno entretenimiento de hembra caprichosa que gozaba jugueteando con un hombre célebre, infundiéndole los entusiasmos de un adolescente. Conocía á la compañera de su infancia; tenía la certeza de que no pasaría de ahí; por eso se apiadaba del pobre grande hombre, en plena imbecilidad amorosa. Pero después había ocurrido seguramente algo extraordinario, algo que no se explicaba y que había trastornado sus previsiones. Ahora su marido y Concha eran amantes.

—No lo niegues, es inútil. Esta certeza es la que me mata. Lo adiviné al ver que te quedabas abstraído, con una sonrisa de felicidad, como si saboreases tus pensamientos. Lo adiviné en la alegría con que cantabas por las mañanas al despertar, en el perfume de que venías impregnado, y que te seguía por todas partes. No necesitaba encontrar más cartas. Me bastaba olerte, percibir ese perfume de infidelidad, de carne de pecado, que te acompaña siempre. Tú, pobre hombre, entrabas en casa creyendo que todo se quedaba más allá de la puerta, y el olor de ella te sigue, te denuncia... Aun parece que lo percibo.

Y dilataba su nariz, aspirando el aire con gesto de dolor, cerrando los ojos, como si quisiera huir de las imágenes que este perfume evocaba en ella. El marido persistió en sus protestas al convencerse de que no poseía otras pruebas de su infidelidad. ¡Todo mentiras! ¡Todo delirios!...

—No, Mariano—murmuró la enferma.—Ella está dentro de ti; te llena la cabeza: desde aquí la veo. Antes ocupaban su sitio mil fantasías disparatadas, ilusiones de tu gusto, mujeres desnudas, liviandades que eran tu devoción. Ahora es ella la que lo llena todo; es tu deseo hecho carne... Quedaos y sed felices. Yo me voy... falta sitio en el mundo para mí.

Calló un momento y á sus ojos subieron las lágrimas otra vez, con el recuerdo de los primeros años de vida común.

—Nadie te ha querido como yo, Mariano—dijo con nostálgica dulzura.—Te miro ahora como si fueses un extraño, sin cariño y sin odio. ¡Y sin embargo, no ha habido en el mundo una mujer que amase á su marido con mayor apasionamiento!

—Yo te adoro, Josefina. Te amo lo mismo que cuando nos conocimos. ¿Te acuerdas?

Pero en su voz, á pesar de la emoción que pretendía darla, sonaba la falsedad.

—No te esfuerces, Mariano, es inútil; todo acabó. Ni tú me quieres, ni queda en mí nada de lo que fué...

En su rostro había un gesto de extrañeza, de asombro; parecía espantada de su misma serenidad que le hacía perdonar, de esta indiferencia final para el hombre que tanto la había hecho sufrir. En su imaginación, veía un jardín inmenso; flores que parecían inmortales, y se secaban y caían al llegar el invierno. Después su pensamiento seguía más allá, por encima de los fríos de muerte. Las nieves se liquidaban, brillaba otra vez el sol; llegaba la nueva primavera, con su cortejo de amores, y las ramas secas reverdecían con una segunda vegetación.

—¡Quién sabe!—murmuró la enferma con los ojos cerrados.—Tal vez, después que yo muera, te acordarás de mi... Tal vez me quieras algo... y me recuerdes... y sientas agradecimiento hacia la que tanto te amó. Lo que se pierde es lo que se desea...

Calló la enferma, anonadada por tanto esfuerzo; se sumió en aquel sopor fatigoso, que para ella equivalía al descanso. Renovales, después de esta conversación, se vió en un estado de vil inferioridad ante su mujer. Lo sabía todo y le perdonaba. Había seguido el curso de sus amores, carta por carta, gesto por gesto, adivinando en sus sonrisas los recuerdos de la infidelidad, oliendo á todas horas el cuerpo de la otra en el perfume que impregnaba sus ropas; husmeando tal vez, durante noches enteras de cruel desvelo, aquella esencia de pecado, inadvertida para los demás, pero que ella percibía con la agudeza de sus sentidos. ¡Y callaba! ¡Y moría sin protesta! ¡Y él no caía á sus pies, pidiéndola perdón! ¡Y permanecía insensible, sin una lágrima, sin un suspiro!

Tuvo miedo de verse á solas con ella. Milita volvió á quedarse en la casa para cuidar á su madre. El maestro se refugiaba en su estudio; quería olvidar, trabajando, á aquel cuerpo moribundo que se extinguía bajo el mismo techo.

Pero en vano arrojaba colores en la paleta, y cogía los pinceles, y preparaba lienzos. No hacía más que embadurnar; le era imposible seguir adelante, como si de pronto hubiese olvidado su arte. Volvía la cabeza con inquietud, creyendo que Josefina iba á entrar de pronto, continuándose aquella entrevista en la que había puesto al descubierto su grandeza de alma y la ruindad de él. Necesitaba volver á sus habitaciones, ir de puntillas hasta la puerta del dormitorio, para convencerse de que estaba allí, cada vez más exigua, escuchando á su hija con una sonrisa de calavera que ajustaba la piel á las obscuras oquedades de sus huesos.

Su demacración era espantosa: no encontraba límites. Cuando parecía haber llegado al último extremo, todavía sorprendía con nuevos encogimientos, como si tras la desaparición total de la carne fuese liquidándose el mísero esqueleto.

Algunas veces atormentábala el delirio, y su hija, conteniendo las lágrimas, acogía con palabras de aprobación los disparatados viajes que proyectaba, sus propósitos de irse muy lejos, para vivir con Milita en un jardín, donde no encontrasen hombres, donde no existiesen pintores... ¡nada de pintores!

Aun vivió unos quince días. Renovales, con cruel egoísmo, ansiaba descansar, lamentándose de esta existencia anormal. Si había de morir, ¡por qué no acababa cuanto antes, devolviendo la tranquilidad á todos los de la casa!...

Ocurrió el suceso una tarde, á la hora en que el maestro, tendido en un diván de su estudio, releía las dulces quejas de una cartita perfumada. ¡Tantos días sin verle! ¿Cómo seguía la enferma? Reconocía que su deber estaba allí: la gente murmuraría si la visitaba. Pero ¡ay! ¡era tan penosa esta separación!...

No pudo acabar de leer. Entró Milita en el estudio, con expresión azorada, llevando en los ojos ese terror, ese asombro que infunde la presencia de la muerte, el roce de su paso, aunque se aguarde su llegada.

Su voz tenía bruscas sacudidas. Mamá... estaba hablando con ella, la halagaba con la esperanza de un próximo viaje... y de pronto un ronquido... la cabeza inclinándose antes de caer sobre el hombro... un momento... nada... ¡lo mismo que un pajarito!

Renovales corrió al dormitorio, tropezándose con su amigo Cotoner, que salía del comedor, corriendo también. La vieron en un sillón, encogida, plegada, con esa flacidez mortal que convierte el cuerpo en blando pingajo. Todo había acabado.

Milita tuvo que coger á su padre; sostenerlo con su vigor de muchacha fuerte; ser ella la que guardase la serenidad y la energía en el crítico momento. Renovales se dejaba manejar por su hija; apoyaba el rostro en un hombro de ella, con dolor sublime, teatral, una hermosa desesperación de artista, conservando aún en su mano, distraídamente, la carta de la condesa.

—Valor, Mariano—decía el pobre Cotoner con voz cargada de lágrimas.—Hay que ser hombres... Milita, lleva á tu padre al estudio... Que no la vea...

El maestro se dejó conducir por su hija, suspirando con fuertes resoplidos, queriendo llorar, con inútiles esfuerzos. Las lágrimas no llegaban. Su atención no podía concentrarse: la distraía una voz interior, la voz de las grandes tentaciones.

Había muerto y quedaba libre. Seguiría su camino, ligero, dueño de sí mismo, sin fatigosa impedimenta. ¡A él la vida con todos sus goces; el amor sin miedos ni escrúpulos; la gloria con sus dulces réditos!...

Iba á comenzar una segunda existencia.

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