IV

A principios del verano se verificó la boda de la hija de Renovales con el elegante López de Sosa. Los periódicos publicaron columnas enteras hablando de este acontecimiento, por el cual, según la expresión de ciertos cronistas, «se unía la gloria y el esplendor del arte con el prestigio de la aristocracia y la fortuna». Nadie se acordaba ya del apodo de Bonito en escabeche.

El maestro Renovales hizo bien las cosas. No tenía más que una hija y deseaba casarla con regio aparato; que Madrid y España entera se enterasen de este suceso, cayendo sobre Milita un rayo de la gloria conquistada por su padre.

La lista de los regalos fué grande. Todas las amistades del maestro, elegantes damas, próceres de la política, artistas famosos y hasta personas reales, figuraron en ella con su correspondiente obsequio. Había para llenar una tienda. Los dos estudios de honor quedaron convertidos en galerías de bazar, con interminables mesas cargadas de objetos; una exposición de telas y dijes, visitada por todas las amigas de Milita, aun las más lejanas y olvidadas, que venían á felicitarla con palidez de envidia.

La condesa de Alberca envió también un regalo, enorme, estrepitoso, como si no quisiera pasar inadvertida entre los amigos de la casa. El doctor Monteverde estaba representado por un objeto modesto, aunque jamás había visto á los novios ni le ligaba á la familia otra relación que su amistad con el maestro.

La boda se celebró en el hotel, habilitando para capilla uno de sus estudios. Cotoner corrió con todo lo referente á la ceremonia, muy satisfecho de demostrar su influencia cerca de los personajes de la Iglesia.

Renovales se preocupó del aliño del altar, queriendo que se notase, hasta en los menores detalles, la mano de un artista. Sobre un fondo de antiguos tapices colocó un viejo tríptico, una cruz medioeval, todos los objetos de culto que llenaban su estudio como adornos decorativos, y limpios de polvo y telarañas iban á recobrar por unos instantes su importancia religiosa.

Las flores invadieron con su ola multicolor el hotel del ilustre maestro. Las quería Renovales en todas partes; las había pedido á Valencia y á Murcia, sin reparar en la cantidad; se extendían por los marcos de las puertas y las líneas de las cornisas: se amontonaban formando gigantescos ramos en las mesas y los rincones. Hasta se balanceaban en paganas guirnaldas de una á otra columna de la fachada, excitando la curiosidad de los transeuntes aglomerados al otro lado de la verja; mujeres de mantón, muchachos con grandes cestas á la cabeza, que permanecían embobados por la novedad, esperando que ocurriese en aquella casa algo extraordinario, siguiendo las idas y venidas de los criados que entraban atriles de música y un par de contrabajos ocultos en fundas charoladas.

De buena mañana andaba Renovales de un lado á otro, con dos bandas sobre la pechera y una constelación de astros dorados y centelleantes, cubriendo todo un lado de su frac. Cotoner también se había puesto las insignias de sus varias órdenes pontificias. El maestro se contemplaba con cierta satisfacción en todos los espejos, admirando igualmente á su amigo. Había que ponerse guapos; una fiesta como esta ya no la verían más. Hacía preguntas incesantemente á su compañero, para convencerse de que nada faltaba en los preparativos. El maestro Pedraza, gran amigo de Renovales, dirigía la orquesta. Se habían reunido todos los músicos mejores de Madrid, profesores del Real en su mayoría. El coro era bueno, pero como voces notables sólo había podido echar mano de los artistas que residían fijamente en la capital. La época no era la mejor; los teatros estaban cerrados...

Cotoner seguía exponiendo sus trabajos. A las diez en punto llegaría el Nuncio, monseñor Orlandi, gran amigo de él; un barbián, todavía joven, al que había conocido en Roma de prelado doméstico. Bastaron cuatro palabras de Cotoner para que se dignase concederle el honor de casar á los chicos. Los amigos son para las ocasiones. Y el pintor de los papas, satisfecho de salir de su insignificancia, iba de salón en salón, disponiéndolo todo, seguido del maestro, que aprobaba sus órdenes.

En un estudio los músicos y las mesas para el lunch. Las otras naves para los invitados. ¿Faltaba algo?... Los dos artistas contemplaban el altar, con sus tapices de apagados colores y sus candelabros, cruces y relicarios, de un oro mate y viejo que parecía tragarse la luz sin devolverla. Nada faltaba. Telas antiguas y guirnaldas de flores cubrían las paredes, ocultando los estudios de color del maestro, ciertos cuadros sin acabar, obras profanas que no podían tolerarse en el ambiente discreto y entonado de aquella nave convertida en capilla. El suelo estaba cubierto en parte por alfombras vistosas, persas y morunas. Frente al altar dos reclinatorios, y tras ellos, para los invitados de más importancia, todos los asientos lujosos del estudio: sillones blancos del siglo XVIII, con escenas pastoriles bordadas, tijeras griegas, sitiales de roble tallado, asientos venecianos, sillas sombrías de interminable respaldo; una bizarra confusión de almacén de antigüedades.

De pronto Cotoner dió un paso atrás, como escandalizado. ¡Qué distracción! ¡Buena la habrían hecho de no fijarse él!... En el fondo del estudio, frente al altar que cortaba una gran parte de la vidriera, y recibiendo directamente la luz de ésta, destacábase una mujer enorme, blanca, desnuda, con una mano velando su sexo y la otra cruzada ante el saliente pecho. Era la Venus de Médicis, una pieza soberbia de mármol que Renovales había traído de Italia. La pagana belleza parecía desafiar, con su blancura luminosa, el amarillo mortecino de los sacros objetos alineados en el extremo opuesto. Habituados á verla los dos artistas, habían pasado varias veces junto á ella, sin reparar en su desnudez, que parecía más insolente y triunfadora al convertirse el estudio en oratorio.

Cotoner rompió á reir.

—¡Qué escándalo si no la vemos!... ¡Qué hubiesen dicho las señoras! Mi amigo Orlandi creería que lo habías hecho tú, con cierta intención, pues te tiene por algo verde... Anda, hijo; busquemos algo con que tapar á esta dama.

Encontraron, después de mucho buscar en el desorden de los estudios, una tela india de algodón, pintarrajeada de elefantes y flores de loto; la extendieron sobre la cabeza de la diosa, cubriéndola hasta los pies, y allí quedó como si fuese un misterio, una sorpresa para los invitados.

Iban llegando éstos. Fuera del hotel, junto á la verja, sonaba el piafar de los caballos y el estrépito de las portezuelas al cerrarse. Lejos rodaban otros carruajes, con rumor cada vez más próximo. En el vestíbulo sonaba el roce de la seda arrastrando por el suelo y los criados iban de un lado á otro recogiendo los abrigos y poniéndoles números como en los teatros, para almacenarlos en un gabinete, convertido en guardarropa. Cotoner dirigía á la servidumbre de cara rasurada ó luengas patillas, vestida con fracs descoloridos. Renovales, en tanto, sonreía, encorvándose con graciosas inclinaciones, saludando á las señoras que llegaban con mantillas blancas ó negras, estrechando las manos de los hombres, algunos de los cuales ostentaban vistosos uniformes.

El maestro sentíase conmovido por este desfile que cruzaba con cierta ceremonia sus salones y estudios. Sonábanle en los oídos, como una música acariciadora, el arrastre de las faldas, el rumor de los abanicos al agitarse, los saludos de las gentes, los elogios que le dirigían por su buen gusto. Llegaban todos con la misma satisfacción de ver y ser vistos que les acompañaba á los estrenos teatrales y á las funciones de gran gala. Música buena, asistencia del Nuncio, preparativos del gran lunch que parecían olfatear, y además la certeza de ver su nombre impreso al día siguiente, de encontrarse tal vez retratado en algún periódico de monos. La boda de Emilia Renovales era un acontecimiento.

Entre la ola de gente elegante que se deslizaba sin cesar, invadiéndolo todo, veíanse algunos jóvenes llevando en alto, con apresuramiento, sus máquinas fotográficas. ¡Tendrían instantáneas! Los que guardaban cierto resquemor contra el artista, acordándose de lo caro que les había costado su retrato, le perdonaban ahora generosamente, excusando su rapacidad. Era un maestro que vivía como un gran señor... Y Renovales iba de un lado á otro, estrechando manos, haciendo cortesías, hablando con cierta incoherencia, no sabiendo adónde acudir. Durante un momento que permaneció en el vestíbulo, vió un trozo de jardín lleno de sol, cubierto de flores, y al otro lado de la verja una masa negra: la multitud admirada y risueña. Aspiró el perfume de las rosas y de las esencias femeniles, sintiendo descender por su pecho la voluptuosidad del optimismo. La vida era una gran cosa. La pobre muchedumbre, agolpada fuera, le hizo recordar con cierto orgullo al hijo del herrero. ¡Dios! ¡Y cómo había subido!... Sentía agradecimiento hacia aquella gente rica y ociosa que sustentaba su bienestar: esforzábase por que nada la faltase y abrumaba á Cotoner con sus recomendaciones. Éste se revolvía contra el maestro con la arrogancia del que ejerce autoridad. Su puesto estaba dentro, cerca de los invitados. Debía dejarle á él, que sabía sus obligaciones. Y volviendo la espalda á Mariano, daba órdenes á los criados y enseñaba el camino á los que llegaban, bastándole una mirada para reconocer su clase. «Por aquí, señores.»

Era un grupo de músicos, y lo encaminaba por un pasillo de la servidumbre para que llegase á sus atriles sin mezclarse con los invitados. Después reñía á una tropa de marmitones, que traían con retraso las últimas remesas del lunch, y avanzaban entre la concurrencia levantando sobre las cabezas de las señoras los grandes cestos de mimbres.

Cotoner abandonó su puesto al ver surgir de la escalinata un sombrero de felpa, con borlas de oro, sobre una cara pálida: después una sotana de seda con botones y fajín morados, flanqueada de otras dos, negras y modestas.

¡Oh, monsignore! ¡Monsignore Orlandi! ¿Va bene? ¿Va bene?

Le besó la mano, arqueándose con una gran reverencia, y después de enterarse de su salud con ansioso interés, como si no le hubiese visto el día anterior, rompió la marcha, abriéndole paso en los salones llenos de gente.

—¡El Nuncio! ¡El Nuncio de Su Santidad!

Los hombres, con un recogimiento de personas decentes que saben respetar las potestades, cesaban de reir, de hablar con las señoras, y se inclinaban gravemente, recogiendo al paso aquella mano fina y pálida, una mano de dama antigua, para besar la enorme piedra de su anillo. Ellas contemplaban un momento, con ojos húmedos, á monseñor Orlandi, un prelado distinguidísimo, un diplomático de la Iglesia, un noble de la vieja nobleza romana, alto, enjuto, con fina palidez de hostia, el pelo negro, los ojos imperiosos, y en ellos un brillo intenso de llama.

Tenía en sus movimientos una gentileza arrogante que recordaba la apostura de los toreros. Las bocas femeninas se posaban ávidas en su mano, mientras él contemplaba con ojos enigmáticos la fila de nucas adorables inclinadas á su paso. Cotoner seguía avanzando, abriéndole paso, orgulloso de su papel, conmovido por el respeto que infundía su ilustre amigo el barbián. ¡Qué gran cosa la religión!...

Lo acompañó hasta la sacristía, que era el cuarto donde se desnudaban y vestían las modelos. Quedó á la parte de fuera, discretamente; pero á cada instante salía en su busca uno ú otro de los familiares, jovenzuelos vivarachos, de movilidad femenil y lejano perfume, que consideraban con cierto respeto al artista, creyéndole un personaje. Llamaban al signore Cotoner, pidiéndole que les ayudase á buscar ciertas cosas que monseñor había enviado el día antes, y el bohemio, para evitarse nuevas reclamaciones, acabó por entrar en el cuarto de las modelos, colaborando en el sacro tocado de su ilustre amigo.

En los salones se arremolinó la concurrencia; cesaron las conversaciones y una avalancha de gente, después de agolparse ante una puerta, se abrió dejando paso.

Avanzó la novia, apoyada en el brazo de un imponente señor, que era el padrino, toda blanca; blanco de marfil el traje, blanco de nieve el velo, blanco de nácar las flores. No había en ella otro color vivo que el rosa saludable de sus mejillas y el rojo tostado de sus labios. Sonreía á un lado y á otro, sin cortedad, sin timidez, satisfecha de la fiesta y de ser ella su principal objeto. Después pasaba el novio, dando el brazo á su nueva madre, la esposa del pintor, más pequeña que nunca, encogida en su vestido de ceremonia, que le venía grande, aturdida por este suceso ruidoso que rasgaba la dolorosa calma de su existencia.

¿Y el padre?... Renovales faltó á la ceremoniosa entrada: estaba ocupadísimo atendiendo á los invitados; le retenía en un extremo del salón una risa graciosa, medio oculta tras un abanico. Se había sentido tocado en un hombro, y al volverse vió al solemne conde de Alberca llevando del brazo á su esposa. El conde le había felicitado por el aspecto de sus estudios: todo muy artístico. La condesa le felicitaba también, en tono zumbón, por la importancia que aquel suceso tenía en su vida. Llegaba el momento de retirarse, de decir adiós á la juventud.

—Le arrinconan á usted, querido maestro. Pronto le van á llamar abuelo.

Reía gozándose en la turbación y el rubor que le causaban estas palabras compasivas. Pero antes de que Mariano pudiera contestar á la condesa, se sintió arrastrado por Cotoner. ¿Qué hacía allí? Los novios estaban en el altar; Monseñor comenzaba sus oficios; el asiento del padre permanecía vacío. Y Renovales pasó media hora de tedio, siguiendo con mirada distraída las ceremonias del prelado. Lejos, en el último estudio, rompieron los instrumentos de cuerda en ruidoso acorde, y se desarrolló una melodía de mundano misticismo, extendiendo sus ondas sonoras, de habitación en habitación, en un ambiente cargado de perfume de rosas ajadas.

Luego, una voz dulce, coreada por otras más roncas, comenzó á entonar una plegaria que tenía el voluptuoso ritmo de las serenatas italianas. Una emoción de pasajero sentimentalismo, pareció conmover á los invitados. Cotoner, que vigilaba cerca del altar para que nada faltase á Monseñor, sentíase enternecido por la música, por el aspecto de aquella muchedumbre distinguida, por la gravedad teatral con que el prócer romano sabía ejecutar las ceremonias de su profesión. Mirando á Milita tan hermosa, arrodillada y con los ojos bajos en la envoltura de su velo de nieve, el pobre bohemio parpadeaba para contener sus lágrimas. Sentía la misma emoción que si se le casase una hija; ¡él, que no había tenido ninguna!

Renovales se incorporaba, buscando los ojos de la condesa por encima de las mantillas blancas y negras. Unas veces los encontraba fijos en él, con expresión burlona; otras los veía buscando á Monteverde en la masa de señores que llenaba la puerta.

Hubo un momento en que el pintor atendió á la ceremonia. ¡Cuán larga era!... La música había cesado; Monseñor, de espaldas al altar, avanzaba algunos pasos hacia los recién casados, extendiendo las manos, como si fuese á hablarles. Se hizo un profundo silencio y la voz del italiano comenzó á sonar en este recogimiento, con una pastosidad cantante, vacilando ante algunas palabras, supliéndolas con otras de su idioma. Expuso sus deberes á los cónyuges y se extendió, con cierta animación oratoria, al elogiar su origen. De él dijo poco: era un representante de las clases elevadas, de donde surgen los conductores de hombres; ya conocía sus deberes. Ella era la descendiente de un gran pintor de fama universal: de un artista.

Y al nombrar al arte, el prelado romano enardecíase, como si elogiase su propia estirpe, con el profundo y firme entusiasmo de una vida transcurrida entre las espléndidas decoraciones semipaganas del Vaticano. «Después de Dios, no hay nada como el arte...» Y tras esta afirmación, con la que creaba á la novia una nobleza superior á la de muchas de aquellas gentes que la contemplaban, elogió las virtudes de sus padres. Tuvo acentos admirables para el amor puro y la fidelidad cristiana, lazos con los que llegaban unidos, Renovales y su mujer, á las puertas de la vejez, y que seguramente les acompañarían hasta la muerte. El pintor bajó la cabeza, temiendo encontrar las miradas burlonas de Concha. Sonaron los lamentos ahogados de Josefina, con la cara oculta en la blonda de su mantilla. Cotoner creyó del caso apoyar con discretas afirmaciones de cabeza los elogios del prelado.

Después la orquesta tocó ruidosamente la Marcha nupcial, de Mendelssohn; crujieron las sillas al ser echadas atrás, abalanzáronse las señoras hacia la novia, y un zumbido de felicitaciones, formuladas á gritos, por encima de las cabezas, y de estrujones por quién llegaría antes, apagó el vibrar de las cuerdas y el sordo rugido del metal. Monseñor, perdida su importancia al terminar la ceremonia, se dirigió con sus familiares al cuarto de las modelos, pasando inadvertido entre los grupos. La novia sonreía resignada, entre el círculo de brazos femeninos que la estrujaban y de bocas amigas que caían sobre ella con interminable besuqueo. Mostraba asombro por la sencillez del acto. ¿Ya no quedaba más? ¿Realmente estaba casada?...

Cotoner vió á Josefina abriéndose paso, mirando con cierta impaciencia entre los hombros de las gentes, con la cara animada por una oleada de sangre. Su instinto de arreglador le avisó la proximidad de un peligro.

—Cójase de mi brazo, Josefina. Vamos fuera á respirar. Esto está imposible.

Tomó su brazo, pero en vez de seguirle le arrastró entre las gentes que se agolpaban en torno de su hija, hasta que se detuvo viendo, por fin, á la condesa de Alberca. El prudente amigo se estremeció. Lo que él creía; buscaba á la otra.

—¡Josefina... Josefina!....¡Que estamos en la boda de Milita!...

Pero su recomendación fué inútil. Concha, al ver á su antigua amiga, corrió á ella. «¡Querida! ¡Tanto tiempo sin verte! Un beso... otro.» Y la besó ruidosamente, con grandes transportes de efusión. La mujercita sólo tuvo un intento de resistencia; pero se entregó, desalentada, sonriendo con tristeza, vencida por la costumbre y la educación. Devolvió aquellos besos fríamente, con gesto de indiferencia. No odiaba á Concha. Si su marido no iba á ella, iría á otra; la enemiga temible, la verdadera, estaba dentro de él.

Los novios, cogidos del brazo, risueños y algo fatigados por la vehemencia de las felicitaciones, atravesaron los grupos, desapareciendo seguidos de los acordes de la marcha triunfal.

Calló la música, y la gente asaltó aquellas mesas cubiertas de botellas, fiambres y dulces, tras las cuales corrían azorados los criados, no sabiendo cómo atender á tanta manga negra, á tanto brazo blanco, que agarraban los platos de filete dorado y los cuchilletes de nácar cruzados sobre los manjares. Era un motín sonriente y bien educado, pero que se empujaba, pisando las colas de los vestidos, haciendo jugar los codos, como si al terminar la ceremonia todos se sintiesen atenaceados por el hambre.

Con el plato en la mano, sofocados y jadeantes tras el asalto, se esparcían por los estudios, comiendo hasta en el mismo altar. No había criados para tanto llamamiento: los jóvenes, arrebatando las botellas de Champagne, iban de un lado á otro sirviendo copas á las señoras. Con discreta alegría se saqueaban las mesas. Cubríanlas los domésticos apresuradamente, y con no menos rapidez venían abajo las pirámides de emparedados, de frutas, de dulces, y desaparecían las botellas. Los taponazos sonaban dobles ó triples á un tiempo, con incesante tiroteo.

Renovales corría como un criado, cargado de platos y copas, yendo desde las mesas rodeadas de gente, á los rincones donde estaban sentadas algunas damas amigas. La de Alberca tomaba aires de dueña; le hacía ir y venir con incesantes peticiones.

En uno de estos viajes tropezó con Soldevilla, el amado discípulo. No le había visto en mucho tiempo. Parecía triste, pero se consolaba mirándose el chaleco; una novedad que había dado golpe entre la gente joven; de terciopelo negro, labrado á flores, y con botones de oro.

El maestro creyó que debía consolarle: ¡pobre muchacho! Por primera vez le dió á entender que «estaba en el secreto».

—Yo quería otra cosa para mi hija, pero no ha podido ser. ¡A trabajar, Soldevillita! ¡Ánimo! Nosotros no debemos tener otra querida que la pintura.

Y satisfecho de este consuelo bondadoso, volvió al lado de la condesa.

A mediodía terminó la fiesta. López de Sosa y su mujer volvieron á presentarse en traje de viaje: él con un abrigo de piel de zorro, á pesar del calor, gorra de cuero y altas polainas; ella con un largo impermeable hasta los pies y la cabeza oculta en un turbante de velos espesos, como una odalisca fugitiva.

A la puerta les esperaba la última adquisición del novio: un vehículo de ochenta caballos que había comprado para su viaje de boda. Pasarían la noche á algunos centenares de kilómetros, en el riñón de Castilla la Vieja, en una finca heredada de sus padres, que nunca había visitado.

Boda modernista, como decía Cotoner; la intimidad amorosa en plena carretera, sin otro testigo que las discretas espaldas del chauffeur. Al día siguiente pensaban salir á correr Europa. Llegarían hasta Berlín; tal vez fuesen más lejos.

López de Sosa repartió vigorosos apretones de manos, con la arrogancia de un explorador, y salió para revisar su automóvil antes de partir. Milita se dejó abrazar, llevándose en su envoltura de velos las lágrimas de la madre.

—¡Adiós! ¡Adiós, hija mía!...

Y se acabó la boda.

Quedaron solos Renovales y su mujer. La ausencia de la hija, pareció agrandar su soledad, ensanchando la distancia entre ellos. Se miraban con extrañeza, huraños y tristes, sin una voz que, surgiendo entre su silencio, les sirviera de puente para cambiar algunas palabras. Iba á ser su existencia como la de los presidiarios que se odian y marchan juntos, unidos por la misma cadena, en penosa promiscuidad, teniendo que confundir los más bajos menesteres de la vida.

Los dos pensaron, como remedio á este aislamiento que les infundía miedo, en llevar á vivir con ellos á los recién casados. El hotel era grande, tenía espacio para todos. Pero Milita se opuso, con dulce tenacidad, y su esposo le hizo coro. Necesitaba vivir cerca de sus cocheras, de su garage. Además, ¿dónde establecería él, sin escándalo del suegro, las preciosidades que coleccionaba, su gran museo de cabezas de toros y trajes ensangrentados de matadores célebres, que era la admiración de sus amigos y objeto de gran curiosidad para muchos extranjeros?...

Al quedar solos el pintor y su mujer, les pareció que en un mes habían envejecido muchos años: encontraron su hotel más enorme, más desierto, con la sonoridad y el silencio de los monumentos abandonados. Renovales quiso que Cotoner se trasladase al hotel; pero el bohemio se excusó con cierto temor. Comería con ellos; pasaría gran parte del día en su casa; eran su única familia; pero él deseaba conservar su libertad; no podía prescindir del trato con sus numerosas amistades.

Bien entrado el verano, el maestro indujo á su mujer á realizar el mismo viaje de otros años. Irían á una playa andaluza poco conocida; un pueblecillo de pescadores en el que el artista había pintado muchos de sus cuadros. Se aburría en Madrid. La condesa de Alberca estaba en Biarritz con su marido. El doctor Monteverde se había marchado también, arrastrado por ella.

Hicieron el viaje, pero éste no duró más de un mes. Apenas si el maestro pudo llenar dos lienzos. Josefina sintióse enferma. Al llegar á la playa, su vida sufrió una saludable reacción. Se mostraba más alegre; permanecía horas enteras sentada en la arena, tostándose al sol, con una impasibilidad de enferma hambrienta de calor, contemplando el mar con ojos inexpresivos, cerca de su marido que pintaba rodeado de un semicírculo de gentes miserables. Parecía más alegre, cantaba, sonreía algunas veces al maestro, como si lo perdonase todo y quisiera olvidar; pero de pronto había caído sobre ella una sombra de tristeza; su cuerpo se sintió paralizado otra vez por la debilidad. Cobró aversión á la playa alegre, á la dulce vida al aire libre, con esa repugnancia de ciertos enfermos á la luz y el ruido, que les hace ocultarse en las profundidades del lecho. Suspiró por su triste casa de Madrid. Allí estaba mejor; sentíase más fuerte, rodeada de recuerdos; se creía más segura del negro peligro que rondaba en torno de ella. Además, ansiaba ver á su hija. Renovales debía telegrafiar á su yerno. Ya habían corrido bastante por Europa; que volviesen; ella necesitaba ver á Milita.

Regresaron á Madrid á fines de Septiembre, y poco después se unieron á ellos los recién casados, satisfechos de su excursión, y más satisfechos aún de verse en tierra conocida. López de Sosa había sufrido conociendo gentes más poderosas que él, que le humillaban con el lujo de sus trenes. Su mujer deseaba vivir entre personas amigas para que admirasen su bienestar. Dolíase de la falta de curiosidad de aquellos países donde nadie se preocupaba de ella.

Josefina pareció animarse con la presencia de su hija. Ésta llegaba muchas tardes, ostentando su lujo, que aun parecía más estrepitoso en aquel Madrid veraniego, abandonado por la gente elegante, y se llevaba á su madre, paseándola en automóvil por las inmediaciones de la capital, corriendo los caminos llenos de polvo. Otras veces era Josefina la que, en un arranque de voluntad, vencía la torpeza de su cuerpo, yendo á casa de su hija (un piso principal de la calle de Olózaga) y admirando el confort moderno de que vivía rodeada.

El maestro parecía aburrido. No tenía retratos que pintar; le era imposible hacer nada en Madrid, saturado aún de la luz esplendente y los intensos colores de la playa mediterránea. Además, le faltaba la compañía de Cotoner, pues éste se había ido á una pequeña ciudad castellana, de histórica ranciedad, donde recibía con cómica altivez los honores debidos al genio, viviendo en el palacio del prelado y asesinando con una restauración infame varios cuadros de la catedral.

La soledad aguzaba en Renovales el recuerdo de la de Alberca. Ésta, por su parte, con gran abundancia epistolar, hacíase presente todos los días en la memoria del pintor. Le había escrito al pueblecillo de la costa y le escribía ahora á Madrid, queriendo saber cuál era su vida, interesándose por los más insignificantes detalles, relatándole la suya con una exuberancia que llenaba pliegos y pliegos, encerrando bajo cada sobre una verdadera historia.

El pintor seguía la existencia de Concha minuto por minuto, como si la estuviese presenciando. Le hablaba de Darwin, ocultando bajo este nombre á Monteverde; se quejaba de su frialdad, de su indiferencia, de aquel aire de conmiseración con que acogía su apasionamiento. «¡Ay, maestro, soy muy desgraciada!» Otros días la carta era triunfal, optimista: la condesa mostrábase radiante, y el pintor leía entre líneas su satisfacción, adivinaba su embriaguez tras aquellas entrevistas audaces, en la propia casa, desafiando la ceguera del marido. Y ella se lo contaba todo, con una confianza impúdica y desesperante, como si fuese de su mismo sexo, como si no pudiera sentir la más leve emoción ante estas confidencias.

En las últimas cartas mostrábase Concha loca de alegría. El conde estaba en San Sebastián para despedirse de sus reyes: una alta misión diplomática. Aunque no era de la carrera, le habían escogido como representante de la más solemne nobleza española, para llevar el Toisón á un principillo de uno de los más diminutos estados alemanes. El pobre señor, ya que no alcanzaba la áurea distinción, consolábase llevándola á otros con gran pompa. Renovales presentía en todo esta la mano de la condesa. Sus cartas irradiaban la alegría. Iba á quedarse sola con Darwin, pues el noble señor estaría ausente mucho tiempo. ¡La vida marital con el doctor, sin riesgos ni inquietudes!...

Renovales sólo leía estas cartas por curiosidad; ya no despertaban en él una emoción intensa y duradera. Se había acostumbrado á su situación de confidente: se enfriaba su deseo con la franqueza de aquella mujer que se libraba á él, comunicándole todos sus secretos. Su cuerpo era lo único que le quedaba por conocer; su vida interna la poseía como ninguno de sus amantes, y comenzaba á sentirse fatigado de esta posesión. La distancia y la ausencia le infundían una fría serenidad. Al acabar la lectura de estas cartas pensaba siempre lo mismo. «Está loca; ¿qué me importarán á mí sus secretos?...»

Transcurrió una semana sin que recibiese noticias de Biarritz. Los periódicos hablaban del viaje del respetable conde de Alberca. Ya estaba en Alemania, con todo su cortejo, preparándose á colocar el noble cordero sobre los principescos hombros. Renovales sonreía maliciosamente, sin emoción, sin envidia, al pensar en el silencio de la condesa. Su soledad la había traído, sin duda, grandes ocupaciones...

De pronto, una tarde tuvo noticias de ella del modo más inesperado. Salía Renovales de su hotel, á la puesta del sol, para dar un paseo por los altos del Hipódromo, á lo largo del Canalillo, contemplando Madrid desde esta eminencia, cuando en la puerta de la verja, un muchachillo de rojo dolmán, mandadero de una agencia, le tendió una carta. El pintor hizo un gesto de sorpresa al reconocer la letra de Concha. Cuatro renglones apresurados, nerviosos. Acababa de llegar aquella tarde en el exprés de Francia, con su doncella Mary. Estaba sola en casa. «Venga usted... Corra... Noticias graves; voy á morir.» Y el maestro corrió, aunque no le impresionase gran cosa este anuncio de muerte. Ya sería algo menos. Estaba acostumbrado á las exageraciones de la condesa.

La casa señorial de los Alberca tenía la sonoridad, la penumbra y el ambiente polvoroso de los edificios abandonados. No quedaba en ella otra servidumbre que el portero. Junto á la escalera jugueteaban sus hijos, como si aun no estuviesen enterados de la llegada de la señora. Arriba, los muebles estaban enfundados de gris; las lámparas con envoltorios de tela; los bronces y las lunas de los espejos, mates y como muertos bajo una capa de polvo. Mary le abrió la puerta, guiándole al través de los salones obscuros, de fétida atmósfera, con los balcones cerrados, faltos de cortinajes y sin otra luz que la que entraba por las rendijas.

En un gabinete tropezó con varias maletas, todavía llenas, caídas y olvidadas en la precipitación de una llegada anormal.

Al término de esta peregrinación, casi á tientas por la casa abandonada, vió una mancha de luz, la puerta del dormitorio de la condesa, la única habitación con vida, iluminada por el lejano resplandor del sol poniente. Concha estaba allí, junto á la ventana, hundida en un sillón, con el ceño fruncido, la mirada perdida, coloreada de un tono anaranjado por la luz moribunda.

Al ver al pintor, púsose de pie con un movimiento de resorte, extendió los brazos y corrió á él, como si la persiguiesen.

—¡Mariano! ¡Maestro! ¡Se fué!... ¡Me abandona para siempre!...

Su voz era un alarido: se abrazaba á él, hundiendo su cabeza en uno de sus hombros, mojándole la barba con las lágrimas que comenzaban á surgir de sus ojos cayendo gota á gota.

Renovales, á impulsos de la sorpresa, la repelió dulcemente, y la hizo volver al sillón.

—¿Pero quién se ha ido? ¿Quién es ese?... ¿Darwin?

Sí; él. Todo había acabado. La condesa apenas podía hablar; un hipo doloroso cortaba sus palabras. La rabia de verse abandonada y su orgullo pisoteado, revolvíanse haciendo temblar su cuerpo. Había huido en plena dicha, cuando ella creía tenerle más seguro, cuando gozaban de una libertad que nunca habían conocido. El señor estaba cansado; la amaba aún—según decía en una carta,—pero deseaba verse libre para continuar sus estudios. Huía agradecido á sus bondades, ahíto de tanto amor, para ocultarse en el extranjero y ser un grande hombre, no pensando más en mujeres. Así decía en los breves renglones que la había enviado al desaparecer. ¡Mentira, todo mentira! Ella adivinaba otras cosas. El miserable se había escapado con una cocotte, tras la cual se le iban los ojos en la playa de Biarritz. Una fea, de gracia canallesca, que debía enloquecer á los hombres con misteriosas variedades del pecado. ¡Las personas decentes cansaban á aquel señorito! Debía también sentirse ofendido porque no le alcanzaba la cátedra, porque no le habían hecho diputado. ¡Señor! ¿Qué culpa tenía ella de estos fracasos? ¿No había hecho todo lo posible?...

—¡Ay, Mariano! Yo creo que voy á morir. Esto no es amor; ya no le quiero: ¡le detesto! Es rabia, indignación, deseos de coger á ese mequetrefe... ansias de ahogarle. ¡Con tantas locuras que he hecho por él!... Señor, ¡dónde tenía yo los ojos!

Al verse abandonada no había sentado más que un deseo: correr en busca del buen amigo, del consejero, del hermano; ir á Madrid para ver á Renovales y contárselo todo, ¡todo!, impulsada por su necesidad de confesarse con él, de comunicarle hasta ciertos secretos cuyo recuerdo la hacía enrojecer.

No tenía en el mundo nadie que la amase desinteresadamente, nadie á excepción del maestro: y con la misma precipitación que si se viera abandonada en medio del desierto y de la noche, había corrido hacia él, pidiendo calor y amparo.

Este anhelo de ser protegida, recrudecíase en presencia del pintor. Volvía á ir á él, con los brazos abiertos, colgándose de su cuello, gimiendo con un terror de histérica, como si se creyera rodeada de peligros.

—Maestro: sólo le tengo á usted. ¡Mariano, usted es mi vida! ¿No me abandonará nunca? ¿Será siempre mi hermano?...

Renovales, aturdido por la precipitación de esta escena, por el impulso de aquella mujer que siempre le había repelido, y ahora de pronto se pegaba á él, no pudiendo sostenerse más que cogida á su cuello, intentaba desligarse de los brazos que le oprimían.

Después de la primera sorpresa persistía en él cierta frialdad. Sentíase molestado por esta desesperación orgullosa, que era obra del otro.

La deseada, la hembra del ensueño, venia á él, parecía abrirse con histérico bostezo, ansiosa de devorarle, sin darse cuenta tal vez de lo que hacía, empujada por la inconsciencia de su estado anormal; pero él se echaba atrás, con repentino miedo, indeciso y cobarde ante la acción, dolido de que la realidad de sus anhelos se presentara, no voluntariamente, sino á impulsos del desengaño y el abandono.

Concha se apretaba contra él, ansiosa de sentir la protección de su cuerpo vigoroso.

—¡Maestro! ¡amigo! ¡Usted no me abandonará! ¡Usted es bueno!...

Y cerrando los ojos, que ya no lloraban, besábale el musculoso cuello, elevaba la mirada húmeda, buscando su rostro en la penumbra. Apenas se veían: la habitación estaba en misterioso crepúsculo, con todos los objetos sumidos en la indecisión de un ensueño: la hora peligrosa que les había atraído por vez primera en la soledad del estudio.

De pronto, ella se separó con repentino terror, huyendo del maestro, refugiándose en las sombras más densas, perseguida por unas manos ávidas.

—¡No; eso no! ¡Nos traerá desgracias! Amigos... ¡amigos nada más, y por siempre!

Su voz, al decir esto, era sincera, pero débil, desfallecida; voz de víctima que se resiste é intenta defenderse sin fuerzas. El pintor, perdido en la sombra, sintió la bestial satisfacción del guerrero primitivo, que tras las largas hambres en el desierto, hartábase de las abundancias de la ciudad asaltada, entre rugidos salvajes.

Cuando despertó era de noche. La luz de los reverberos de la calle entraba por las ventanas con resplandor rojizo y lejano.

El artista se estremeció con una impresión de frío, como si emergiese de una onda, olorosa y susurrante, que le había envuelto, no recordaba cuánto tiempo. Sentíase débil, anonadado, con la inquietud del niño después de una mala acción.

Concha se lamentaba junto á él. ¡Qué locura! Todo había sido contra su voluntad: presentía grandes desgracias. Su miedo turbaba el placentero abandono, que la hacía permanecer inmóvil en las últimas dulzuras del sacrificio.

Ella fué la primera en recobrar la serenidad. Su silueta se elevó sobre el fondo luminoso de una ventana. Llamaba al pintor, que permanecía avergonzado en la sombra.

—Al fin... había de ser—dijo con firmeza.—Era un juego peligroso, y no podía terminar de otro modo. Ahora comprendo que te quería; que eras tú el único á quien yo puedo querer.

Renovales estaba junto á ella. Sus dos figuras marcaron una silueta única sobre el fondo luminoso de la ventana, con un estrujón supremo, como si quisieran confundirse, refugiarse una en otra.

Las manos de ella separaron suavemente los mechones que ocultaban la frente del artista... Le contempló con arrobamiento. Después le besó dulcemente en la boca, con caricia interminable, susurrando leves palabras.

—Marianito, maestro del alma... Te amo, te admiro. Seré tu esclava... No me dejes nunca... Te buscaría de rodillas... Tú no sabes cómo voy á quererte... No te me escaparás: tú lo has querido... pintor de mis entrañas... feo adorable... gigantón... ídolo mío.

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