I

Hasta principios del invierno siguiente, no volvió Renovales á Madrid. La muerte de su mujer le dejó estupefacto, como si dudase de su realidad, como si sintiera extrañeza al contemplarse solo y dueño de sus acciones. Cotoner, viéndole sin deseos de trabajar, tendido en los divanes del estudio, con un gesto vago, cual si soñase despierto, interpretaba su estado como un inmenso dolor sordo y silencioso. Además, le molestaba que la condesa, apenas muerta Josefina, frecuentase el hotel para visitar al ilustre maestro y á su querida Milita.

—Debes irte—aconsejaba el viejo artista.—Eres libre; lo mismo vivirás en cualquier parte que aquí. Te conviene un viaje largo: eso te distraerá.

Y Renovales emprendió su viaje con la alegría de un estudiante, libre por vez primera de la vigilancia de la familia. Solo, rico y dueño de sus actos, se creyó el ser más feliz de la tierra. Su hija tenía á su marido, formaba familia aparte; él se veía en grato aislamiento, sin preocupaciones, sin deberes, sin otros lazos que los dulcísimos de aquellas cartas interminables de Concha, que le salían al encuentro en su viaje. ¡Oh, libertad feliz!...

Vivió en Holanda, estudiando sus museos, que no conocía; después, en un capricho de pájaro errante, descendió á Italia, saboreando algunos meses de vida fácil, sin trabajo, visitando estudios, recibiendo los honores debidos á un maestro célebre, en los mismos sitios donde había luchado pobre y desconocido. Luego se trasladó á París, acabando por atraerle la condesa, que estaba en Biarritz veraneando con su esposo.

El estilo epistolar de Concha se hacía más apremiante; mostraba nuevas exigencias al prolongarse el periodo de separación. Debía volver; ya había viajado bastante. Ella se aburría no viéndole; le amaba, no podía vivir sin él. Además, como supremo recurso, le hablaba de su marido, del conde, que, en su eterna ceguera, unía sus súplicas á las de su esposa, rogándola que invitase al artista á pasar una temporada en su hotel de Biarritz. El pobre maestro debía sentirse muy triste en su viudez, y el prócer bondadoso tenía empeño en consolar su soledad. En su casa le distraerían; serían para él una nueva familia.

El pintor vivió gran parte del verano y todo el otoño en el ambiente grato de aquel hogar, que parecía creado para él. La servidumbre le respetaba, adivinando en Renovales al verdadero amo. La señora, delirante por la larga ausencia, mostrábase tan audaz en sus arrebatos, que el artista tenía que contenerla, recomendando prudencia. El noble conde de Alberca le rodeaba de una simpática conmiseración. ¡Pobre é ilustre amigo! ¡Verse privado de su compañera! Y el hombre de las condecoraciones demostraba, con noble gesto, el horror que le infundía la posibilidad de verse viudo, sin aquella esposa que tan dichoso le hacía.

Al comenzar el invierno volvió Renovales á su hotel. Ni la más leve emoción experimentó al verse en los tres grandes estudios, al recorrer aquellas habitaciones que parecían más heladas, más grandes, más sonoras, ahora que no se conmovían con otros pasos que los suyos. Creyó que no había transcurrido un año. Todo estaba lo mismo, como si su ausencia sólo fuese de unos cuantos días. El amigo Cotoner había cuidado bien la casa, haciendo trabajar al matrimonio que ocupaba la portería y al antiguo doméstico encargado de la limpieza de los estudios, única servidumbre que Renovales conservaba. Ni polvo sobre los objetos, ni atmósferas densas de larga clausura en las habitaciones. Todo aparecía brillante, limpio, como si la vida no se hubiera interrumpido en aquella casa. El sol y el aire habían penetrado á raudales por las ventanas, disolviendo aquella atmósfera de enfermedad que Renovales había dejado al irse, y en la que creía percibir el roce del invisible ropaje de la Muerte.

Era una casa nueva, semejante en su forma á la que había conocido antes, pero con la frescura y la sonoridad de los edificios recién construidos.

Fuera de su estudio, nada le recordaba á la esposa muerta. Evitó entrar en su dormitorio; no preguntó siquiera quién guardaba la llave. Durmió en el cuarto que había sido de su hija, en su camita de soltera, con la satisfacción de llevar una vida modesta y sobria en aquel hotel de señorial aspecto.

Tomaba su almuerzo en el comedor, en un extremo de la mesa, sobre una servilleta, cohibido por las dimensiones y el lujo de esta pieza, que ahora le parecía enorme é inútil. Miraba distraído un sillón, cercano á la chimenea, donde muchas veces se había sentado la muerta. El asiento, con los brazos abiertos, parecía esperar aquel cuerpecillo estremecido por encogimientos de pájaro. Pero el pintor no sentía emoción alguna. Ni siquiera podía recordar fielmente en su imaginación la cara de Josefina. ¡Había sufrido tantas transformaciones!... La última, aquella máscara esquelética, era la que evocaba mejor; pero le repelía, en su egoísmo de hombre feliz y fuerte, que no quiere entristecerse con penosos recuerdos.

No veía su imagen en ninguna parte de la casa. Parecía haberse evaporado para siempre, sin dejar el menor roce de su cuerpo en las paredes que tantas veces habían servido de apoyo á su andar vacilante, en los pisos que apenas si sentían el peso de sus débiles pies. Nada: estaba bien olvidada. En el interior de Renovales no quedaban otros vestigios de los largos años de unión, que un sentimiento penoso, un recuerdo molesto, que le hacía gustar con mayor placer su nueva existencia.

Sus primeros días, en la soledad de la casa, fueron de intensos y nuevos goces. Después del almuerzo se tendía en un diván del estudio, contemplando las espirales azules de su cigarro. ¡Libertad completa! ¡Solo en el mundo! La vida entera para él, sin preocupación alguna, sin miedos. Podía ir y venir sin que unos ojos espiasen sus acciones, sin que una boca amarga turbase con reproches su plácida calma. Aquella puertecilla del estudio, que antes miraba con zozobra, no se abriría más para dar paso al enemigo. Podía cerrarla aislándose del mundo; podía abrirla haciendo entrar por ella, en ruidoso chorro de escándalo, todo cuanto se le antojase; batallones de bellezas desnudas, para pintarlas en revuelta bacanal; extrañas bayaderas de ojos negros y vientre descubierto que danzasen con mórbido abandono sobre los tapices del estudio: todas las ilusiones desordenadas de su deseo, las monstruosas fiestas de imaginación con que había soñado en sus tiempos de servidumbre. Él no sabía ciertamente dónde encontrar todo esto, ni tenía gran empeño en buscarlo; pero le bastaba la certeza de poderlo realizar sin obstáculo alguno.

Esta conciencia de su libertad absoluta, en vez de impulsarle á la acción, le mantenía en dulce quietud, satisfecho de poder hacerlo todo, sin que su voluntad osase intentar nada. En otros tiempos agitábase furioso, lamentando sus cadenas. ¡Las cosas que pintaría él, de ser libre! ¡Los escándalos que provocaría con sus audacias! ¡Ay, si no estuviese unido á una mezquina burguesa que intentaba reglamentar su arte con la misma corrección y dignidad que tenía para las visitas ó para los gastos de la casa!...

Y ahora que la burguesa no existía, el artista quedaba en grata somnolencia, contemplando los lienzos empezados un año antes, mirando como un enamorado tímido á su paleta abandonada, diciéndose con una falsa energía: «De mañana no pasa; mañana empiezo.»

Y al día siguiente llegaba mediodía, y con él el almuerzo, antes de que Renovales hubiese llegado á coger el pincel. Leía periódicos extranjeros, revistas de arte, enterándose con curiosidad profesional de lo que exponían y trabajaban los pintores famosos de Europa. Recibía la visita de ciertos compañeros humildes, y ante ellos se lamentaba de la insolencia de la juventud, de sus avances irrespetuosos, con una sequedad de artista ilustre que empieza á envejecer, y cree que con él se extingue el talento y nadie vendrá detrás de sus pasos. Luego le embargaba la modorra de la digestión, lo mismo que á Cotoner, y sentía dulces desfallecimientos, la felicidad de no hacer nada. Para vivir bien, tenía riquezas de sobra. Su hija, que era su única familia, encontraría á su muerte más de lo que esperaba. Había trabajado bastante. La pintura, lo mismo que todas las artes, era una mentira bonita, por cuyos progresos se agitaban los hombres como locos, hasta odiarse con impulsos de muerte. ¡Qué necedad! Era mejor permanecer en dulce calma, saboreando la alegría de la propia existencia, embriagándose en los sencillos goces animales, sintiéndose vivir. ¿Qué importaban unos cuantos cuadros más en aquellos enormes palacios llenos de lienzos, desfigurados por los siglos, que no conservaban tal vez una sola pincelada como la dieron sus autores? ¿Qué le importaba á la humanidad, que cambia de sitio cada docena de siglos, y ha visto caer las grandes soberbias de los hombres fabricadas con mármoles y granitos, que un tal Renovales produjera unos hermosos juguetes de tela y colores, que podía destruir una colilla de cigarro, ó roer en unos cuantos años un soplo de viento, una gota de agua filtrándose por la pared?...

Pero este pesimismo desvanecíase cuando alguien le llamaba «ilustre maestro», ó así que veía su nombre en un periódico y un discípulo ó un admirador mostraba curiosidad por su trabajo.

Ahora descansaba. Aun no estaba repuesto de la emoción sufrida. ¡La pobre Josefina!... Pero iba á trabajar mucho; se sentía con nuevas fuerzas para obras más grandes que las ya conocidas. Y después de estas exclamaciones, le acometía un deseo loco de trabajo y enumeraba los cuadros que llevaba en su pensamiento, insistiendo en su originalidad. Eran problemas audaces de color, nuevos procedimientos técnicos que se le ocurrían. Pero estos propósitos no rebasaban el límite de la palabra; no llegaban jamás al pincel. Parecían rotos ó enmohecidos los resortes de su voluntad, antes vibrantes y vigorosos. No sufría, no deseaba. La muerta se había llevado su fiebre de trabajo, su inquietud de artista, dejándolo en este limbo de bienestar y tranquilidad.

Por las tardes, cuando lograba arrancarse á la dulce torpeza, á la ligera punta de embriaguez que le retenía inmóvil, iba á ver á su hija, si es que estaba en Madrid, pues con gran frecuencia acompañaba á su marido en sus excursiones de automovilista. Después acababa la tarde en casa de la de Alberca, donde permanecía muchas veces hasta media noche.

Comía allí casi todos los días. La servidumbre miraba á don Mariano con respeto, adivinando el lugar que ocupaba cerca de la señora. El conde, acostumbrado al trato del artista, mostraba tanto empeño en verle como su esposa. Hablaba con entusiasmo del retrato que había de hacerle Renovales, para que formase pareja con el de Concha. Sería más adelante, cuando conquistase ciertas condecoraciones extranjeras que faltaban en su catálogo de glorias. Y el artista sentía cierto remordimiento al escuchar las simplezas del buen señor, mientras su esposa, con una audacia loca, le acariciaba con los ojos, se inclinaba hacia él, como si fuese á desplomarse en sus brazos, y buscaba su contacto por debajo de la mesa.

Luego, apenas se ausentaba el marido, se iba sobre Mariano con los brazos abiertos, hambrienta, desafiando la curiosidad de los criados. Le parecía más dulce el amor amenazado de peligros. Y el artista se dejaba adorar con cierto orgullo. Él, que al principio de esos amores era el que suplicaba y perseguía, encerrábase ahora en una pasividad superior, aceptando los homenajes de Concha, anhelante y vencida.

Falto Renovales de entusiasmo para el trabajo, se refugiaba para sostener su renombre en los honores oficiales que se conceden á los maestros respetados. Dejaba para el día siguiente la obra nueva, la magna obra que debía levantar nuevos voceríos de admiración en torno de su nombre. Pintaría su famoso cuadro de Friné en una playa, cuando llegase el verano y pudiera huir á la costa solitaria, llevando con él á la belleza perfecta que le serviría de modelo. Tal vez convenciese á la condesa. ¡Quién sabe!... Sonreía con cierta satisfacción, cada vez que escuchaba de sus labios el elogio de sus bellas desnudeces. Pero entretanto exigía el maestro que la gente se acordase de su nombre por sus trabajos anteriores, que le admirara por las obras que había producido.

Irritábase contra los periódicos, que ensalzando á la gente joven, sólo se acordaban de él para citarle de paso, como una gloria consagrada, como un señor que hubiese muerto y tuviera sus lienzos en el museo del Prado. Le agitaba esa cólera sorda del cómico, que agoniza de envidia, viendo la escena ocupada por otros.

Quería trabajar; iba á trabajar inmediatamente. Pero así como transcurría el tiempo, sentía una creciente pereza cerebral que le imposibilitaba para la acción; un entorpecimiento de manos, que ocultaba hasta á sus más íntimos, avergonzado al recordar su ligereza y facilidad de otros tiempos.

—Esto pasará—se decía con la confianza del que no duda en su talento.

En uno de sus caprichos imaginativos, se comparaba con los perros inquietos, fieros y acometedores cuando los atormenta el hambre, y blandos y pacíficos si los rodea el bienestar. Él necesitaba sus tiempos de avidez é inquietud, cuando lo deseaba todo, cuando no disponía de la paz del trabajo, y tras los disgustos conyugales acometía al lienzo como si fuese un enemigo, lanzándole el color furiosamente, en bofetadas de luz. Aun después de ser rico y célebre, había tenido algo que pedir. «¡Si yo tuviese tranquilidad! ¡Si fuese dueño de mi tiempo! ¡Si viviese solo, sin familia, sin preocupaciones, como debe vivir el verdadero artista!» Y bien; se cumplían sus anhelos; nada tenía que esperar, pero sentía una pereza semejante al agotamiento, con esta ausencia de todo deseo, como si la cólera y la inquietud fuesen para él un espolonazo interno de la inspiración.

Le atormentaba el hambre de celebridad; creía haber muerto obscuramente al transcurrir los días sin que le nombrasen. Se imaginaba que la juventud le volvía la espalda para mirar en distinta dirección, almacenándole entre los consagrados, admirando á otros maestros. Su orgullo de artista le hizo buscar ocasiones de notoriedad, con la inocencia de un principiante. Él, que tanto se había burlado del mérito oficial y de los rediles de las Academias, se acordó de pronto que hacía varios años le habían elegido miembro de la de Bellas Artes después de uno de sus triunfos.

Cotoner mostró asombro al ver la importancia que daba de pronto á esta distinción no solicitada, de la que se había reído siempre.

—Eran bromas de joven—dijo el maestro con gravedad.—La vida no puede tomarse siempre á risa. Hay que ser serios, Pepe; vamos para viejos, y no siempre hay que burlarse de cosas que en el fondo son respetables.

Además, se acusaba de grosería. Aquellos dignos personajes, á los que había comparado muchas veces con toda clase de animales, extrañarían que transcurriesen los años sin que él se preocupara de ocupar su sitio. Había que ir á la recepción académica. Y Cotoner, por encargó suyo, corrió con todos los preparativos; desde llevar la noticia á aquellos señores, para que fijasen la fecha de la artística solemnidad, hasta ocuparse del discurso del nuevo académico. Porque Renovales se enteró con cierto temor de que había de leer un discurso... ¡Él, que acostumbrado al manejo del pincel y por la descuidada educación de su niñez, cogía la pluma con cierta torpeza y hasta en sus cartas á la de Alberca prefería representar con graciosas figuras sus frases de pasión, á encerrarlas en letras!...

El viejo bohemio le sacó del apuro. Conocía bien á su Madrid. Los bastidores de esa vida que se exterioriza en las columnas de los periódicos no tenían misterios para él. Renovales leería un discurso tan magnífico como los de otros.

Y una tarde le llevó al estudio á un tal Isidro Maltrana, joven pequeñín, feo, con enorme cabeza y un aire de aplomo y audacia que disgustó en el primer momento á Renovales. Iba bien trajeado, pero con las solapas sucias de ceniza y el cuello del gabán moteado de caspa. El pintor notó que olía á vino. Al principio le tributó pomposamente el título de maestro, pero á las pocas palabras ya le llamaba por su apellido, con una llaneza desconcertante. Se movía en el estudio como si fuese suyo, como si toda su vida la hubiese pasado en él, sin admirar sus bellezas decorativas.

No tenía inconveniente en encargarse del discurso. Era su especialidad. Las recepciones académicas y los trabajos para los señores del Congreso constituían su mejor finca. Comprendía que el maestro necesitase de él. ¡Un pintor!...

Y Renovales, á quien comenzaba á hacerse simpático el tal Maltrana, á pesar de su osadía, se irguió con la majestad de su renombre. Si se tratase de hacer un cuadro para aquel acto, allí estaba él. ¡Pero un discurso!...

—Convenidos: tendrá usted el discurso—dijo Maltrana.—Es tarea fácil, conozco la receta. Hablaremos de las sanas tradiciones; abominaremos de ciertas audacias y novedades de la juventud inexperta, que estaban muy en su lugar hace veinte años, cuando usted comenzaba, pero que ahora son extemporáneas... ¿Le parece á usted bien un palito al modernismo?

Renovales sonrió, encantado de la llaneza con que hablaba este joven de su próxima obra y movió una mano con significativo balanceo. ¡Hombre! Así, así... Un justo medio estaría bien.

—Comprendido, Renovales: halagar á los viejos y no reñir con los jóvenes. Es usted un maestro de veras. Quedará usted contento.

Con una serenidad de tendero, antes de que el pintor hablase de la retribución, abordó él este asunto. Eran dos mil reales; ya se lo había dicho á Cotoner. La tarifa pequeña; la que había fijado para las personas que apreciaba.

—Hay que vivir, Renovales... Tengo un hijo.

Y su voz se tornó grave al decir esto; su rostro, feo y cínico, se ennobleció un instante, reflejando las inquietudes del amor paternal.

—Un hijo, querido maestro, por el que hago todo lo que se presenta. Si es preciso robaré. Es lo único que tengo en el mundo. La madre murió de miseria en el hospital. Yo soñaba con ser algo, pero un rorro no deja pensar en tonterías. Entre la esperanza de ser célebre y la certeza de comer... lo primero es comer.

Pero esta ternura del hombrecillo duró poco. Volvió á recobrar su gesto audaz de mercenario, que atravesaba la vida acorazado en su cinismo, desengañado por la desgracia, poniendo precio á todos sus actos. Quedaban convenidos en la cantidad: la recibiría cuando entregase el discurso.

—Y si usted lo imprime, como espero—dijo al irse,—yo me ocuparé de las pruebas sin pedir suplemento. Eso porque se trata de usted; porque soy su admirador.

Renovales pasó varias semanas preocupado por su recepción, como si fuese el suceso más importante de su vida. La condesa se interesaba igualmente en los preparativos. Ella haría que fuese una solemnidad elegante; algo parecido á las recepciones de la Academia Francesa, descritas en periódicos y novelas. Asistirían todas sus amigas. El gran pintor leería su discurso, contemplado por cien miradas interesantes, entre el aleteo de los abanicos y el rumor de las conversaciones. Un éxito inmenso que haría rabiar á muchos artistas, ansiosos de crearse relaciones en el gran mundo.

Pocos días antes de la solemnidad, le entregó Cotoner un paquete de papeles. Era una copia del discurso, en magnífica letra; ya estaba pagado. Y Renovales, con instinto de cómico, deseoso de hacer buena figura, pasó una tarde dando zancadas de estudio en estudio, con el cuaderno en una mano y acompañando con enérgicos ademanes de la otra los párrafos leídos en alta voz. ¡Tenía talento aquel Maltranita descarado! Era una obra que entusiasmaba su simpleza de artista, ajeno á todo lo que no fuese pintar; una serie de trompetazos gloriosos en los que se mezclaban nombres, muchos nombres; admiraciones en retórico trémolo; síntesis históricas tan redondas, tan completas, que no parecía sino que la humanidad había vivido desde el principio del mundo pensando en el discurso de Renovales y midiendo sus actos, para que éste les diese una determinada interpretación.

Sentía el artista escalofríos de sublimidad, repitiendo en elocuente carretilla los nombres griegos, muchos de los cuales le sonaban, no sabiendo ciertamente si eran de grandes escultores ó de poetas trágicos. Después adquiría cierto aplomo al encontrarse con Dante y Shakespeare. A éstos los conocía mejor; sabia que no habían pintado, pero que debían figurar en todo discurso digno de respeto. Y al llegar á los párrafos sobre el arte moderno, le parecía tocar tierra firme sonriendo con cierta superioridad. Maltranita no entendía gran cosa de esta materia; apreciaciones superficiales de profano; pero escribía bien, muy bien; él no lo hubiese hecho mejor... Y estudió su discurso, hasta el punto de repetir muchos párrafos de memoria, preocupándose además de la pronunciación de los nombres enrevesados, tomando lecciones de los amigos que consideraba de mayor cultura.

—Es por el buen parecer—decía con sencillez.—Es porque, aunque yo no sea más que un pintor, no consiento que me tomen el pelo.

El día de la recepción almorzó mucho antes de mediodía. Apenas tocó los platos; le causaba cierta inquietud esta ceremonia, que no había visto nunca. A su zozobra se unía la molestia que experimentaba cada vez que había de atender al cuidado de su persona.

Los largos años de existencia matrimonial le habían habituado á no preocuparse de las necesidades menudas y ordinarias de la vida. Si tenía que presentarse con un traje que no era el ordinario, las manos de la madre ó de la hija arreglaban hábiles y ligeras el adorno de su persona. Aun en los momentos de mayor hostilidad, cuando él y Josefina apenas se hablaban, notaba en torno el escrupuloso orden de aquella excelente directora de la casa, que le allanaba los obstáculos, evitándole vulgares inquietudes.

Cotoner estaba ausente; el criado había ido á casa de la condesa para entregarla unas invitaciones reclamadas á última hora para ciertas amigas. Renovales se decidió á vestirse solo. Su yerno y su hija vendrían por él, á las dos. López de Sosa tenía empeño en llevarle hasta la Academia en automóvil, buscando, sin duda con esto, un pequeño rayo de los esplendores de gloria oficial que iban á derramarse sobre su suegro.

Renovales se vistió, después de bregar con las pequeñas dificultades de la falta de costumbre. Mostraba la torpeza de un niño, falto de los auxilios de la madre. Cuando al fin se contempló con cierta satisfacción en un espejo, con el frac puesto y la corbata regularmente anudada, lanzó un suspiro de descanso. ¡Por fin!... Ahora las placas, la banda. ¿Dónde encontraría estos honoríficos juguetes?... Desde la boda de Milita no se los había puesto: la pobre muerta los habría guardado. ¿Dónde encontrarlos? Y con precipitación, temiendo que transcurriese el tiempo y le sorprendiesen sus hijos sin haber terminado el adorno de su persona, comenzó á buscar, de habitación en habitación, sofocado, jurando de impaciencia, con el atolondramiento de andar á ciegas sin recordar nada preciso. Entró en el cuarto que servía de vestuario á su esposa. Tal vez tuviese guardadas en él las condecoraciones. Abrió con nervioso tirón las puertas de los grandes armarios que cubrían las paredes... Ropas y más ropas.

Al olor balsámico de las maderas, que hacía pensar en la silenciosa calma de los bosques, uníase un perfume sutil y misterioso, perfume de años, de bellezas muertas, de recuerdos extinguidos; algo semejante á la sensación que dan al olfato las flores secas. Desprendíase este olor de las masas de telas colgadas; vestidos blancos, negros, rosa, azules, con los colores apagados y discretos, los encajes mustios y amarillentos, guardando en sus pliegues algo de perfume vital del cuerpo que habían cubierto. Todo el pasado de la muerta estaba allí. Con cierta preocupación supersticiosa, había almacenado los trajes de las diversas épocas de su existencia, como si temiese el desprenderse de ellos, arrojar una parte de su vida, un fragmento de su piel.

El pintor miraba algunos de estos trajes con la misma emoción que si fuesen viejos y olvidados amigos, que se presentaban de pronto, con la sorpresa de lo inesperado. Una falda rosa, le recordaba los buenos tiempos de Roma; un traje completo azul, le hacía ver con la imaginación la plaza de San Marcos y creía sentir el aleteo de los palomos y oir como un zumbido lejano la ruidosa cabalgata de las Walkyrias. Los trajes sombríos y pobres, del cruel período de lucha, colgaban en el fondo de un armario, como hábitos de mortificación y sacrificio. Un sombrero de paja, alegre como un susurro de bosque estival, cargado de flores rojas, de pámpanos, de cerezas, parecía sonreirle desde lo alto de un estante. ¡Ay, también lo conocía! Muchas veces se había clavado en la frente su filo dentado de paja, cuando á la puesta del sol, en los caminos de la campiña romana, se agachaba él, teniendo en un brazo el talle de su mujercita, buscando su boca que se estremecía con dulce cosquilleo, mientras á lo lejos, en la bruma azulada, sonaban las esquilas de los rebaños y los lamentos musicales de los guardadores de búfalos.

También le hablaba del pasado, evocando las muertas alegrías, aquel perfume juvenil, envejecido en su encierro, que salía á oleadas de los armarios, con la impetuosidad de un vino venerable escapando á borbotones de la botella empolvada. Sus sentidos se estremecían; una embriaguez sutil penetraba en su olfato. Creía haber caído en un lago de perfumes que le abofeteaba con sus ondas, jugueteando con él, como si fuese un cuerpo inerte. Era el olor de la juventud que volvía; el incienso de los tiempos felices, más débil, más sutil, con la nostalgia de los años muertos. Era el perfume de las magnolias carnales: de la sedosa y leve vegetación puesta al descubierto por los brazos cruzados bajo la cabeza; de aquel vientre recogido y blanco, con esplendor nacarado de luna, que una noche, en Roma, le había hecho suspirar con admiración:

—Te adoro, Josefina. Eres hermosa como la majita de Goya... Eres la maja desnuda.

Conteniendo su respiración como un nadador, buceaba en la profundidad de los armarios, tendiendo sus manos ávidas, con el deseo de salir de allí, de volver cuanto antes á la superficie, al aire puro. Tropezaba con cajas de cartón, paquetes de cintas y viejos encajes, sin encontrar lo que buscaba; y cada vez que sus brazos trémulos agitaban las viejas ropas, el oleaje de las faldas parecía, abofetearle con una bocanada de este perfume muerto, indefinible, que aspiraba más con su imaginación que con su olfato.

Quiso salir de allí cuanto antes. Las condecoraciones no estaban en el vestuario; tal vez las encontrase en el dormitorio. Y por primera vez, luego de muerta su esposa, se atrevió á rodar la llave de la puerta. El perfume del pasado parecía ir con él; se filtraba por todos los poros de su cuerpo. Creía sentir el apretón de unos brazos lejanos é inmensos que venían del infinito. Ya no tenia miedo á penetrar en el dormitorio.

Entró á tientas, buscando una de las ventanas. Cuando crujieron las maderas y penetró de golpe la luz del sol, los ojos del pintor, después de violento parpadeo, vieron como una sonrisa suave y discreta, el brillo de los muebles venecianos.

¡Hermoso dormitorio de artista! Después de un año de ausencia, el pintor admiraba el gran armario, con sus tres lunas azules y profundas, como sólo saben fabricarlas los espejeros de Murano, y el ébano de los muebles, con menudas incrustaciones de nácar y luminosas piedrecitas; una muestra del genio artístico de la antigua Venecia en contacto con los pueblos de Oriente. Este mueblaje había sido para Renovales una de las grandes empresas de su juventud; un capricho de enamorado, ansioso de tributar honores principescos á su compañera, que le había impuesto penosas economías durante varios años.

El lujoso dormitorio les había seguido á todas partes, sin abandonarlos, ni aun en la época de miseria. En los días malos, cuando él pintaba en su buhardillón y Josefina cocinaba, faltábanles sillas, comían en el mismo plato, Milita jugaba con muñecas de andrajos; pero en la mísera alcoba, pintada de cal, amontonábanse intactos, con respeto sagrado, aquellos muebles de Dogaresa rubia, como una esperanza en el porvenir, como una promesa de tiempos mejores. Ella, la infeliz, con su fe de mujer sencilla, los limpiaba, los adoraba, esperando la hora de las mágicas transformaciones, para trasladarlos á un palacio.

El pintor paseó su mirada por el dormitorio con cierta tranquilidad. No encontró en él nada extraordinario; nada que le conmoviese. El prudente Cotoner había ocultado el sillón donde murió Josefina.

La cama señorial, con sus dos fachadas monumentales de ébano tallado y mosaicos brillantes, ofrecía un aspecto vulgar, teniendo en su seno los colchones plegados en montón. Renovales rió del temor que le había detenido tantas veces ante la puerta cerrada. La muerte no había dejado rastro alguno. Nada recordaba allí á Josefina. En el ambiente flotaba ese olor pesado, ese sabor á polvo y humedad de todas las piezas largamente cerradas.

Transcurría el tiempo, había que buscar las condecoraciones, y Renovales, familiarizado ya con la habitación, abrió el armario esperando encontrarlas en él.

También allí la cerrada madera pareció esparcir, al abrirse, un perfume semejante al de la otra pieza. Era más tenue, más vagoroso, más lejano.

Renovales creyó que era una ilusión de sus sentidos. Pero no; de las profundidades del armario se desprendía como un humillo invisible, envolviéndole en su espiral acariciadora. Allí no había ropas. Sus ojos reconocieron inmediatamente en el fondo de una tabla los estuches que tanto buscaba; pero no tendió hacia ellos las manos; permaneció inmóvil, abstraído en la contemplación de mil objetos menudos que le recordaban á Josefina.

Ella también estaba allí; salía á su encuentro más personal, más viva, que entre la balumba de sus viejas ropas. Sus guantes parecían conservar el calor y el relieve de aquellas manos que en otros tiempos se habían hundido acariciadoras en la cabellera del artista; sus cuellos le recordaban aquella columnilla de tibio marfil, en la cual tenia él lugares preferidos, sensibles rincones donde depositaba sus besos.

Sus manos lo removieron todo con dolorosa curiosidad. Un abanico viejo, guardado cuidadosamente, pareció emocionarle, á pesar de su pobre aspecto. Entre las roturas de sus pliegues marcábanse viejos colores; una cabeza pintada por él, cuando su mujer no era más que una amiga; un obsequio á la señorita de Torrealta, que deseaba tener algo del joven artista. En el fondo de un estuche brillaron con fulgor misterioso dos enormes perlas rodeadas de brillantes. Un regalo de Milán; la primera joya de verdadero valor que había comprado á su mujer, al pasar por la plaza del Duomo; toda una remesa de dinero de su empresario de Roma, invertida en este rico juguete que hacía ruborizar de placer á la mujercita, mientras sus ojos se fijaban en él con intenso agradecimiento.

Sus dedos ávidos, revolviendo estuches, cintas, pañuelos y guantes, tropezaban con recuerdos á los que iba unida siempre su persona. Aquella infeliz había vivido para él, sólo para él, como si su existencia no fuese nada, como si únicamente tuviese significación unida á la suya. Encontraba guardadas con religioso cuidado, entre cintas y cartones, fotografías de los lugares en que había transcurrido su juventud; los monumentos de Roma, las montañas de la antigua tierra pontificia, los canales venecianos; vestigios del pasado que eran sin duda de gran valor para ella, porque evocaban la imagen del marido. Y entre estos papeles vió flores secas, aplastadas y frágiles; rosas soberbias ó modestas florecillas del campo; áridos hierbajos, recuerdos anónimos, faltos de significación, pero cuya importancia presentía Renovales, sospechando que recordaban algún momento feliz, completamente olvidado por él.

Los retratos del artista, en las diversas edades de su vida, surgían de todos los rincones, enredados en cintas, sepultados bajo las pilas de finos pañuelos. Luego aparecieron varios paquetes de cartas, con la tinta enrojecida por el tiempo, escritas en una letra que produjo cierta inquietud al artista. La conocía; se asociaba vagamente á sus recuerdos, como la cara de una persona cuyo nombre se resiste á la memoria. ¡Ah, imbécil!... Era su letra, la letra torpe y pesada de su juventud, que sólo tenia ligereza para el pincel. Allí estaba, en pliegos amarillentos, toda la novela de su vida, sus esfuerzos intelectuales por decir «cosas bonitas», lo mismo que los hombres que escriben. Nada faltaba: las cartas de los primeros tiempos de noviazgo, cuando después de verse y hablarse, aun sentían la necesidad de poner sobre el papel lo que no osaban decirse los labios: otras con sello italiano, exuberantes de fanfarrones juramentos de amor, ligeros billetes que la enviaba cuando iba con otros artistas á pasar unos días en Nápoles ó á visitar alguna ciudad muerta de las Marcas Pontificias. Luego las cartas de París llegadas al viejo palacio veneciano, preguntando con inquietud por la pequeña, queriendo saber el curso de la lactancia, estremeciéndose de pavor ante la posibilidad de las inevitables enfermedades de la niñez.

No faltaba ni una; todas estaban allí, guardadas como fetiches, perfumadas de amor, aprisionadas en cintas, como bálsamos y vendajes de una vida momificada. Las de ella habían tenido distinta suerte: su amor escrito se había dispersado, perdiéndose en la nada: habían quedado olvidadas en trajes viejos, se habían consumido en el fuego de chimeneas de hotel, habían caído tal vez en manos extrañas, provocando crueles risas con su tierna ingenuidad. El no guardaba más que unas cartas, las de la otra; y al pensar en esto, sintió el remordimiento, la inmensa vergüenza de una mala acción.

Leía las primeras líneas de algunos de estos pliegos, con cierta extrañeza, como si fuesen de otro, admirando ingenuamente su acento apasionado. ¡Y aquello lo había escrito él!... ¡Cómo amaba entonces á su Josefina!... Parecíale imposible que este cariño hubiese terminado tan fríamente. Se extrañaba de la indiferencia de los últimos años; no recordaba ya los disgustos que habían agitado su vida común; veía ahora á su mujer tal como fué en su juventud, con rostro sereno, grave sonrisa, y la admiración en la mirada.

Siguió leyendo, pasando de una carta á otra con la vehemencia de una lectura interesante. Admiraba su propia juventud, virtuosa en medio de los arrebatos de pasión carnal; la castidad de su adhesión á la mujer, á la única, á la indiscutible. Sentía ese gozo, impregnado de melancolía, de la vejez decrépita que contempla su retrato primaveral. ¡Y él había sido así! Del fondo de su alma parecía surgir una voz grave, con tono de reproche: «Sí, así; cuando eras bueno; cuando eras honrado.»

Se sumió en esta lectura sin darse cuenta del curso del tiempo. De pronto sintió pasos en el cercano corredor, ruido de faldas, la voz de su hija. Fuera del hotel bramaba una bocina; su arrogante yerno que le avisaba para que se apresurase. Trémulo de miedo por ser sorprendido, sacó de los estuches las placas y las bandas y cerró precipitadamente el armario.

La solemnidad académica fué casi un fracaso para Renovales. La condesa le encontró muy interesante, en su palidez de emoción, constelado el pecho de astros de pedrería, cortada la blanca pechera por varias líneas de colorines. Pero apenas se levantó en medio de la general curiosidad, con el cuaderno en la mano, y comenzó á leer los primeros párrafos, se fué agrandando un murmullo, que acabó casi por sofocar su voz. Leía sordamente, con la precipitación de un escolar que desea acabar pronto, sin darse cuenta de lo que decía, en un rezo monótono y fatigante. ¡Adiós los sonoros ensayos en el estudio, la preparación minuciosa de ademanes teatrales! Su pensamiento parecía estar en otra parte, lejos, muy lejos de esta solemnidad; sus ojos sólo veían las letras. La elegante concurrencia salió satisfecha de haberse reunido, viéndose una vez más. Del discurso reían muchas bocas tras los abanicos de gasa, con la satisfacción de arañar indirectamente á su buena amiga la de Alberca.

—¡Un horror, hija mía! ¡Una lata insufrible!

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