II

Apenas despertó al día siguiente, el maestro Renovales sintió un deseo imperioso de aire libre, de luz, de espacios ilimitados, y salió del hotel, no parando en su paseo, Castellana arriba, hasta llegar á los desmontes vecinos al palacio de la Exposición.

La noche anterior había comido en casa de la de Alberca; un banquete casi de ceremonia, en celebración de su ingreso académico, con asistencia de muchos de los graves señores que formaban la tertulia de la condesa. Ésta se había mostrado radiante de alegría, como si festejase un triunfo suyo. El conde trataba con mayores respetos al ilustre maestro, cual si acabase de dar el paso más grande en su fama artística. Su respeto por todas las glorias decorativas le bacía admirar aquella medalla de académico, única distinción que él no podía unir á su carga de condecoraciones.

Renovales pasó una mala noche. El Champagne de la condesa fué triste para él. Había vuelto á su casa con cierto temor, como si en ella le esperase algo anormal que su inquietud no podía definir. Se despojó del traje de ceremonia que le había atormentado varias horas, y se metió en la cama, extrañándose del vago temor que le acompañó hasta los umbrales de su casa. Nada veía de extraordinario en torno de él; su cuarto ofrecía el mismo aspecto de todas las noches. Se durmió, vencido por el cansancio, por la torpeza digestiva de aquel banquete extraordinario, y no despertó en toda la noche; pero su sueño fué cruel, interminable, cortado por visiones que tal vez le habían hecho gemir.

Al despertarle, bien entrada la mañana, los pasos de su criado que andaba por el vecino cuarto de aseo, adivinó en el revoltijo de sus ropas, en el sudor frío de su frente, en el cansancio de su cuerpo, la noche inquieta que había pasado, entre nerviosos sobresaltos.

Su cerebro, entorpecido aún por el sueño, no podía desembrollar los recuerdos de la noche. Sólo tenía la certeza de que había soñado cosas tristes, penosas: tal vez había llorado. Lo único que recordaba era un rostro pálido, asomando entre los negros velos de lo inconsciente, como una imagen, alrededor de la cual giraban todos sus ensueños. No era Josefina; su cara tenía una expresión de criatura de otro mundo.

Pero así como se fué disipando su torpeza intelectual, mientras se lavaba el pintor y se vestía, y el criado le ayudaba á meterse en el gabán, pensó, al reunir sus recuerdos con un esfuerzo, que bien pudiera ser ella... Sí; ella era. Ahora recordaba que había percibido en su ensueño aquel perfume que le seguía desde el día anterior, que le acompañó á la Academia, perturbando su lectura, y que había ido con él al banquete, corriendo entre sus ojos y los de Concha una bruma, al través de la cual la miraba sin verla.

El fresco de la mañana despejó su inteligencia. La vista del dilatado espacio que se abarca desde las alturas de la Exposición, pareció borrar momentáneamente sus recuerdos de la noche.

Soplaba un viento de la sierra en la meseta vecina al Hipódromo. Renovales, al marchar contra el viento, sentía en sus orejas un zumbido de mar lejano. En el fondo, sobre las lomas con casitas rojas y álamos invernales, escuetos como escobas, marcaba el Guadarrama su limpieza luminosa sobre el espacio azul, su nevada crestería, sus enormes cimas que parecían de sal. Al lado opuesto, aparecía hundido en una grieta profunda del terreno el caparazón de Madrid; los tejados negros, las torrecillas puntiagudas, todo esfumado en una neblina que daba á los edificios de último término el vago azul de las montañas.

La meseta, cubierta de un verde ralo y miserable, con surcos duros y petrificados, brillaba á trechos bajo la luz del sol. Los trozos de azulejo, las vasijas rotas, los botes de conservas, lanzaban rayos de luz, lo mismo que si fuesen materias preciosas, entre rosarios de negros huevecillos, caídos de los rebaños, como rastro de su paso.

Renovales contempló largo rato el palacio de la Exposición por su parte de atrás; los muros amarillos, con adornos de ladrillos rojos, que apenas si asomaban sobre el borde de los desmontes; las techumbres planas de zinc, con un brillo de lagos muertos; la cúpula central, enorme, hinchada, cortando el cielo con su panza negra, como un aerostato próximo á elevarse. De una ala del gran palacio partían los sones de varios clarines, prolongando sus notas en esa bélica melopea que acompaña el trote de los caballos, entre temblores del suelo y nubes de polvo. Junto á una puerta temblaba el rayo de los sables, y se reflejaba el sol sobre charolados tricornios.

El pintor sonreía. Habían levantado para ellos aquel palacio, y lo ocupaba la Guardia civil. Una vez cada dos años entraba allí el Arte, disputando el sitio á los caballos guardadores del orden. Las estatuas se aposentaban en piezas que olían á cebada y á recios zapatos. Pero esta anomalía duraba poco; el intruso era expulsado así que realizaba su simulacro de una cultura europea, y quedaba en el palacio de la Exposición lo verdadero, lo nacional; el tercio privilegiado, los rocines de la santa autoridad que bajaban al galope á las calles de Madrid, cuando se turbaba, de tarde en tarde, su santa paz de cloaca.

Mirando después el maestro la negra cúpula, recordaba los días de exposición; veía la juventud melenuda é inquieta, unas veces dulce y aduladora, otras irritada é iconoclasta, venida de todas las ciudades de España, con el cuadro por delante y las mayores ambiciones en el pensamiento. Sonreía pensando en los grandes disgustos y sinsabores que había sufrido bajo aquellos techos, cuando la revoltosa plebe del arte le rodeaba, le acosaba admirándole, más que por sus obras, por su condición de jurado influyente. Él era quien daba los premios, en opinión de aquella juventud que le seguía con ojos de miedo y de esperanza. La tarde del fallo corrían los grupos á la noticia de la llegada de Renovales: salían á su encuentro en las galerías; le saludaban con exageradas muestras de respeto, poniendo los ojos tiernos para recomendarse mudamente. Algunos marchaban delante de él fingiendo no verle, hablando á gritos: «¡Quién! ¿Renovales? El primer pintor del mundo. Después de Velázquez, él...» Y á la caída de la tarde, cuando se colocaban en las columnas de la rotonda los dos papelotes, con la lista de los premiados, el maestro se escurría prudentemente, huyendo de la explosión final. El alma infantil que todo artista lleva dentro, estallaba ingenuamente ante el fallo. Se acababan los fingimientos; mostrábase cada cual según su carácter. Unos se ocultaban entre dos estatuas, encogidos, avergonzados, con los puños en los ojos, y lloraban pensando en la vuelta al lejano hogar, en la larga miseria sufrida, sin otra esperanza que aquella que acababa de desvanecerse. Otros se erguían como gallos, rojas las orejas, pálidos los labios, mirando con ojos llameantes hacia la entrada del palacio, como si quisieran ver desde allí cierto hotel pretencioso, de fachada griega y rótulo de oro. «Granuja... Era una vergüenza que la suerte de la juventud, que lleva algo dentro, se confiase á un tío agotado, á un farsante que no dejaría nada». ¡Ay! De estos momentos habían nacido todas las contrariedades, todas las molestias de la vida artística del maestro. Cada vez que llegaba á su conocimiento una censura injusta, una negativa brutal de sus facultades, una carga al degüello y sin piedad á lo largo de las columnas de algún periódico obscuro, acordábase de la rotonda de la Exposición, de aquel bramar tempestuoso del populacho pictórico, en torno de los dos papeles que contenían sus sentencias. Pensaba con extrañeza y conmiseración en la ceguera de aquellos jóvenes que maldecían de la vida por un fracaso, y eran capaces de dar su salud, su alegría vigorosa, á cambio de la triste gloria de un cuadro, menos duradera aun que el frágil lienzo. Cada medalla era un grado en el escalafón: medían la importancia de las recompensas, dándolas un significado semejante al de los galones militares... ¡Y él también había sido joven! ¡También había amargado los mejores años de su vida, en estos combates de infusorios que se pelean dentro de una gota de agua, creyendo conquistar un mundo inmenso!... ¡Qué le importarían á la eterna belleza las ambiciones de regimiento, las fiebres de escalafón de los que intentaban ser sus intérpretes!

Regresó el maestro á su casa. El paseo le había hecho olvidar sus inquietudes de la noche. Su cuerpo, debilitado por la vida muelle, parecía agradecer este ejercicio con una violenta reacción. Sentía en sus piernas un dulce hormigueo: la sangre zumbaba en sus sienes; parecía derramarse por todo su cuerpo una oleada de calor. Estaba satisfecho de su fuerza vital, y paladeaba el goce de todo organismo que se siente funcionar con armónica regularidad.

Al atravesar su jardín, cantaba Renovales entre dientes. Sonrió á la portera que le había abierto la verja y al perrillo feo y vigilante que avanzaba con mujido cariñoso hasta lamer sus pantalones. Abrió la cancela de cristales, pasando del ruido exterior á un silencio profundo, conventual. Sus pies se hundieron en las mullidas alfombras: no sonaban otros ruidos que los misteriosos estremecimientos de los cuadros que cubrían las paredes hasta el techo, el crujir de invisibles carcomas en los marcos, el leve aleteo de un soplo de aire en las telas. Todo cuanto había pintado el maestro, por estudio y por capricho, completo ó sin terminar, estaba colocado en el piso bajo, junto con cuadros ó dibujos de ciertos compañeros ilustres y de los discípulos predilectos. Milita habíase entretenido mucho tiempo, cuando soltera, en este decorado, que se extendía hasta los pasillos de escasa luz.

Al dejar en el perchero su fieltro y su bastón, los ojos del maestro fijáronse en una acuarela cercana, como si ésta le atrajese, con cierta extrañeza, entre los demás cuadros que la rodeaban. Le pareció raro fijarse en ella de repente, después de pasar tantas veces sin verla. No estaba mal, pero tenía timidez, revelaba inexperiencia. ¿De quién sería aquello? Tal vez de Soldevillita. Pero al aproximarse para verla mejor, sonrió... ¡Si era suya! ¡Ya había llovido desde entonces!... Se esforzó por recordar cuándo y dónde había pintado aquello. Para ayudar á su memoria, miraba fijamente esta cabeza de mujer, graciosa, de ojos vagos y soñadores, preguntándose quién pudo ser la modelo.

De pronto se entenebreció su gesto. El artista parecía confuso, avergonzado. ¡Qué disparate! ¡Si era su mujer, la Josefina de los primeros tiempos, cuando él la contemplaba con admiración, gozando en reproducir su rostro!

Echó sobre Milita la culpa de su torpeza y se propuso ordenar que quitasen de allí este estudio. Un retrato de su mujer no debía estar en la antesala, junto al perchero.

Después de almorzar dió orden al criado para que descolgase el cuadro, trasladándolo á uno de los salones. El servidor hizo un gesto de extrañeza.

—¡Hay tantos retratos de la señora!... ¡El señor la ha pintado tantas veces! La casa está llena...

Renovales remedó el gesto del criado. ¡Tantos! ¡tantos! ¡Si sabría él cuántas veces la había pintado!... Con súbita curiosidad, antes de dirigirse al estudio, entró en un salón donde Josefina recibía sus visitas. Allí, en el sitio de honor, conocía él un gran retrato de su esposa, pintado en Roma: una linda mujer con mantilla de blonda, falda negra de triple volante y en la breve mano el abanico de concha: un verdadero Goya. Contempló un instante la graciosa cara, sombreada por el negro de las blondas, y cuya palidez aristocrática rasgaban unos ojos de expresión oriental. ¡Qué hermosa era Josefina en aquellos tiempos!...

Abrió la ventana para ver mejor el retrato, y la luz se esparció por las paredes de un rojo obscuro, haciendo brillar los marcos de otros cuadros más pequeños.

Entonces vió el pintor que el retrato goyesco no era el único. Otras Josefinas le acompañaban en esta soledad. Contempló con asombro la cara de su esposa, que parecía surgir de todos los lados del salón. Pequeños estudios de mujeres del pueblo ó de señoras del siglo XVIII; acuarelas de moras; damas griegas, con la rígida severidad de las figuras arcaicas de Alma-Tadema; todo lo que estaba en el salón, todo lo que había pintado, era Josefina, tenía su rostro ó conservaba sus rasgos, con la vaguedad de un recuerdo.

Pasó á otro salón que estaba enfrente y también allí le salió al encuentro la cara de su mujer, pintada por él, entre otros cuadros de amigos suyos.

¿Pero cuándo había hecho él todo aquello?... No se acordaba; sentía estrañeza ante la enorme cantidad de trabajo realizada inconscientemente. Creía haber pasado la existencia entera pintando á Josefina...

Después, en los pasillos de la casa, en todos los cuartos adornados con pinturas, le salió al encuentro su mujer, bajo los aspectos más diversos, ceñuda ó sonriente, hermosa ó con la expresión triste de la enfermedad. Eran bocetos, simples dibujos al carbón, esbozos de su cabeza en el ángulo de un lienzo sin acabar; pero siempre aquella mirada que parecía seguirle, unas veces con melancólica dulzura, otras con intensa expresión de reproche. ¿Dónde tenía los ojos? Había vivido en medio de todo esto sin verlo; había pasado diariamente frente á Josefina sin fijarse en ella. Su mujer resucitaba; en adelante sentaríase á la mesa, entraría en su lecho, pasearía por su casa, siempre bajo la mirada de unas pupilas que en otros tiempos le escudriñaban hasta el alma.

La muerta no había muerto; rodeábale, resucitada por su mano. No podía dar un paso sin que su rostro surgiese de todos lados: le saludaba en lo alto de las puertas, parecía llamarle desde el fondo de las habitaciones.

En sus tres estudios aun fué mayor la sorpresa. Toda su pintura íntima, la que hacía por estudiar, por impulso irresistible, sin ningún deseo de venta, almacenábase allí, y toda ella era un recuerdo de la muerta. Los cuadros que deslumbraban á los visitantes, estaban abajo, al nivel de la vista, en caballetes, ó colgados de la pared, entre los muebles suntuosos: arriba, hasta llegar al techo, alineábanse los estudios, los recuerdos, los lienzos sin marco, como obras viejas y abandonadas, y en esta amalgama de producción, Renovales, á la primera ojeada, vió surgir el enigmático rostro.

Había vivido sin levantar los ojos, familiarizado con todo lo que le rodeaba, deslizándose su vista sin ver, sin fijarse en aquellas mujeres, distintas de aspecto, pero iguales en expresión, que le vigilaban desde lo alto. ¡Y la condesa había estado allí varias tardes, buscando la solitaria intimidad del estudio! ¡Y la tela persa, sostenida por lanzas ante el profundo diván, no les habría ocultado de aquellos ojos tristes y fijos que parecían multiplicarse en la parte alta de las paredes!...

Para olvidar su remordimiento, se entretuvo en contar las telas que reproducían la grácil figurilla de su mujer. Eran muchas; toda una vida de artista. Se esforzaba por recordar cuándo y dónde las había pintado. En los primeros tiempos de apasionamiento, sentía la necesidad de pintarla, por un impulso irresistible de trasladar al lienzo todo lo que veía con delectación, todo lo que amaba. Después había sido un deseo de adularla, de mecerla en una mentira cariñosa, de infundirle la certeza de que era su única adoración de artista, copiándola con vaga semejanza, extendiendo sobre sus rasgos, algo ajados por la enfermedad, una suave veladura de idealismo. Él no podía vivir sin trabajar, y como muchos pintores, hacía servir de modelos á los que le rodeaban. Su hija se había llevado á su nueva casa un cargamento de pintura; todos los cuadros, apuntes, acuarelas y tablitas que la representaban, desde los tiempos en que jugaba con el gato, cubriéndolo de trapos en forma de pañales, hasta que fué la arrogante joven, cortejada por Soldevilla y el que ahora era su marido.

La madre se había quedado allí, surgiendo después de muerta, en torno del artista, con una profusión abrumadora. Todos los pequeños incidentes de la vida habían servido á Renovales para hacer nuevos cuadros. Recordaba sus entusiasmos de artista cada vez que la veía con un nuevo vestido. Los colores la cambiaban; era una mujer nueva: así lo afirmaba él con una vehemencia que la esposa tomaba por admiración y no era más que ansia de modelo.

La existencia entera de Josefina había sido fijada por la mano de su esposo. En un lienzo aparecía vestida de blanco, marchando por una pradera, con la vaguedad poética de una Ofelia: en otro, con gran sombrero empenachado y cubierta de joyas, mostraba el aplomo de una burguesa, segura de su bienestar. Un cortinaje negro servía de fondo á su busto descotado, que mostraba sobre la base de encajes el ligero perfil de las clavículas y el arranque de unos pechos reducidos y firmes como manzanas de amor: en otro lienzo tenía los débiles brazos al descubierto, bajo las mangas recogidas; un delantal blanco la cubría de los pechos á los pies: en su entrecejo había una pequeña arruga de preocupación, de cansancio, y en toda ella el abandono de los que no disponen de tiempo para atender al adorno de su persona. Este último era el retrato de los días penosos, la imagen del ama de casa, animosa, sin servidores, trabajando con sus manos delicadas en el buhardillón de las tristezas, esforzándose por que nada faltase al artista, por que no vinieran las pequeñas contrariedades de la vida á distraerle de sus esfuerzos supremos por abrirse paso.

Este retrato conmovió al artista con la melancolía que inspiran los días aciagos recordados en pleno bienestar. La gratitud á la animosa compañera trajo consigo otra vez el remordimiento.

—¡Ay, Josefina!... ¡Josefina!

Cuando llegó Cotoner, encontró al maestro tendido en un diván, boca abajo, con la cabeza entre las manos, como si durmiese. Quiso reanimarle hablándole de la solemnidad del día antes. Un gran éxito: los periódicos hablaban de él y de su discurso, reconociendo que era un gran escritor, afirmando que podía alcanzar en la literatura tantos triunfos como en su arte. ¿No los había leído?...

Renovales contestó con un gesto de cansancio. Los había encontrado por la mañana, al salir, sobre una mesa del recibidor. Había entrevisto su retrato, rodeado de las compactas columnas del discurso, pero dejaba la lectura de los elogios para más tarde. Le inspiraban poco interés; pensaba en otras cosas... estaba triste.

Y á las preguntas ansiosas de Cotoner, que creía en una enfermedad, contestó con voz queda:

—Estoy bien. Es melancolía, aburrimiento de no hacer nada. Quiero trabajar y no tengo fuerzas.

De pronto cortó la palabra á su viejo amigo, mostrándole con un ademán todos los retratos de Josefina, como si fuesen obras nuevas que acababa de producir.

Cotoner se extrañó... Los conocía todos: hacía años que estaban allí. ¿Qué novedad era aquella?...

El maestro le comunicó su reciente sorpresa. Había vivido junto á ellos sin verlos: acababa de descubrirlos dos horas antes. Y Cotoner reía.

—Tú estás algo tocado, Mariano. Vives sin darte cuenta de lo que te rodea. Por eso no te has enterado aún del casamiento de Soldevilla con una muchacha muy rica. El pobre chico está triste porque su maestro no ha asistido á la boda.

Renovales encogió los hombros. ¿Qué le importaban á él esas tonterías?... Hubo una larga pausa, y el maestro, pensativo y triste, levantó de pronto la cabeza con un gesto de resolución.

—¿Qué te parecen esos retratos, Pepe?—preguntó con ansiedad.—¿Es ella? ¿No me equivocaría al hacerlos? ¿No la vería de otro modo que como fué?...

Cotoner rompió á reir. Realmente, el maestro estaba tocado. ¡Vaya unas preguntas! Aquellos retratos eran unas maravillas, como todo lo suyo. Pero Renovales insistió, con la impaciencia de la duda. ¡El parecido!... ¡Quería saber si aquellas Josefinas eran iguales á la muerta!

—Exactísimo—dijo el bohemio.—¡Pero hombre, si lo que más asombra en tus retratos es la fidelidad con que sorprendes la vida!

Afirmábalo con energía, pero una duda escarabajeaba en su interior. Sí; era Josefina, pero con algo extraordinario, ideal. Sus facciones parecían las mismas, pero llevaban una luz interna que las embellecía. Era el defecto que había encontrado siempre á estos retratos; pero se calló.

—Y ella—insistió el maestro,—¿era realmente hermosa? ¿Qué te parecía como mujer? Dímelo, Pepe... sin reparos. Es extraño; yo no recuerdo bien cómo era.

Cotoner quedó desconcertado por estas preguntas y respondió con cierto embarazo. ¡Vaya una ocurrencia! Josefina era muy buena, un ángel; él la recordaría siempre con agradecimiento. La había llorado como si fuese una madre, y eso que podía ser casi hija suya. Tenía grandes delicadezas y cuidados para el pobre bohemio.

—No es eso—interrumpió el maestro.—Yo pregunto si te parecía hermosa; si lo era realmente.

—Hombre, sí—dijo Cotoner con resolución.—Era hermosa... más bien dicho, simpática. Al final parecía un poquillo estropeada. ¡La enfermedad!... En fin, un ángel.

Y el maestro, tranquilizado por estas palabras, quedó en larga contemplación ante sus propias obras.

—Sí; era muy hermosa—dijo lentamente, sin apartar la vista de los lienzos.—Ahora lo reconozco; ahora la veo mejor... Es extraño, Pepe; parece como que encuentro hoy á Josefina, después de un largo viaje. La había olvidado; ya no sabía ciertamente cómo era su cara.

Hubo otra larga pausa, y de nuevo acometió el maestro á su amigo con una pregunta ansiosa.

—¿Y quererme?... ¿Crees tú que me quería de veras? ¿Que era por amor por lo que se mostraba, algunas veces... tan rara?

Ahora sí que no vaciló Cotoner, como en las preguntas anteriores:

—¡Quererte!... ¡Con delirio, Mariano! ¡Como ningún hombre ha sido querido en el mundo! Todo lo que hubiera entre vosotros, eran celillos, exceso de afecto. Lo sé mejor que nadie; á los buenos amigos que como yo entran y salen en una casa, lo mismo que perros viejos, se les trata con confianza, se les dicen cosas que no sabe el marido... Créeme, Mariano; nadie más te querrá así. Los berrinches eran nubes de las que pasan. Tengo la certeza de que ya no te acuerdas de ellas. Lo que no pasaba era lo otro; el amor que te tenia. Me consta: lo sé de cierto; ya sabes que ella me lo contaba todo, que era yo la única persona á quien podía tolerar en sus últimos tiempos.

Renovales pareció agradecer con una mirada de alegría estas palabras de su amigo.

Salieron á pasear á la caída de la tarde, marchando lentamente hacia el centro de Madrid. Renovales hablaba de su juventud, de sus tiempos de Roma. Reía recordando á Cotoner su famoso surtido de papas, acudían á su memoria las graciosas farsas de los estudios, las fiestas ruidosas, y después, á su regreso, cuando ya era casado, las noches de amistosa intimidad en aquel comedor pequeño y bonito de la vía Margutta; la llegada del bohemio y otros compañeros de arte, para tomar una taza de té con el joven matrimonio; las discusiones á gritos sobre pintura, que hacían protestar á los vecinos, mientras ella, su Josefina, todavía con el asombro de verse dueña de una casa, sin su madre y rodeada de hombres, sonreía á todos con timidez, encontrando graciosos é interesantes á aquellos camaradas terroríficos, melenudos como bandoleros, inocentes y quisquillosos como niños.

—¡Los buenos tiempos, Pepe!... La juventud, que sólo apreciamos cuando desaparece.

Andando siempre en línea recta, sin saber adónde iban, enfrascados en su conversación y sus recuerdos, se vieron en la Puerta del Sol. Había cerrado la noche; brillaban los focos eléctricos; los escaparates arrojaban sobre las aceras sus manchas de luz.

Cotoner miró la hora en el reloj del Ministerio.

¿No iba aquella noche el maestro á casa de la de Alberca?...

Renovales pareció despertar. Sí; tenía que ir, le esperaban... Pero no iba. Su amigo le miró escandalizado, como si considerase, en su conciencia de parásito, una falta gravísima el despreciar una comida.

El pintor mostrábase falto de fuerzas para pasar la noche entre Concha y su marido. Pensaba en ella con cierta aversión; sentíase capaz de rechazar brutalmente los contactos audaces con que le perseguía á todas horas; de contárselo todo al marido en un arrebato de franqueza. Era una vergüenza, una traición, aquella vida á tres que la gran dama aceptaba como el más dichoso de los estados.

—Es insufrible—dijo para desvanecer la extrañeza de su compañero.—No se la puede aguantar; una lapa que no me suelta un instante.

Nunca había hablado á Cotoner de sus amores con la de Alberca, pero éste no necesitaba que le contasen las cosas; tácitamente se daba por enterado.

—Pero es guapa, Mariano—dijo.—¡Una gran mujer! Ya sabes que la admiro. Esa te podía servir para el cuadro griego.

El maestro tuvo una mirada de conmiseración para su ignorancia. Sentía el deseo de vejarla, de herirla, justificando así su indiferencia.

—Fachada nada más... cara y estatura.

É inclinándose hacia su amigo, le dijo en voz baja, gravemente, como si revelase el secreto de un inmenso crimen:

—Tiene las rodillas en punta... Una verdadera estafa.

Cotoner dilató la boca con una risa de sátiro y se agitaron sus orejas. Era la alegría del hombre casto; la satisfacción de conocer los ocultos defectos de una belleza colocada fuera de su alcance.

El maestro no quiso separarse de su amigo. Le necesitaba; mirábale con tierna simpatía, viendo en él algo de la muerta. Nadie la había conocido como aquel compañero. En los momentos de tristeza, él era su confidente. Cuando sus nervios la ponían como loca, las palabras de este hombre sencillo terminaban sus crisis en un mar de lágrimas. ¿Con quién podía hablar mejor de ella?...

—Comeremos juntos, Pepe: iremos á los Italianos; un banquete romano, raviolis, picatta, todo lo que quieras, y un frasco de Chianti ó dos; cuantos puedas beber; y al final Asti espumoso, mejor que el Champagne. ¿Te conviene, anciano?

Se agarraron del brazo, marcharon alta la frente, la sonrisa en los labios, como dos pintorcillos jóvenes, ansiosos de celebrar una venta reciente con una comilona alivio de su miseria.

Renovales sumíase en sus recuerdos para sacarlos á luz con palabra atropellada. Hacía memoria á Cotoner de cierta trattoria en una callejuela romana, más allá de la estatua de Pasquino, antes de llegar al Governo Vechio; un figón de quietud eclesiástica, dirigido por el antiguo cocinero de un cardenal. Las perchas del establecimiento estaban siempre ocupadas por sombreros de teja. Su alegría de artistas, escandalizaba un tanto la grave parsimonia de los parroquianos: sacerdotes de las oficinas pontificales ó de paso en Roma para intrigar ascensos; rábulas de mugrienta levita, que llegaban cargados de papelotes del vecino Palacio de Justicia.

—¡Qué macarrones! ¿Te acuerdas, Pepe? ¡Y cómo le gustaban á la pobre Josefina!

Llegaban de noche á la trattoria en alegre banda; ella cogida á su brazo, y en torno los buenos amigos que agrupaba la admiración junto á su naciente fama de pintor. Josefina adoraba los misterios culinarios, los secretos tradicionales de la solemne mesa de los príncipes de la Iglesia, que habían descendido á la calle, refugiándose en aquella salita con arcadas de bodegón. Sobre el blanco mantel temblaba la mancha de ámbar del vino de Orvieto, en ventrudas botellas de fino cuello; un líquido dorado, espeso, de dulzura clerical; una bebida de pontífices ancianos que descendía como fuego hasta el estómago, y más de una vez sé había remontado á cabezas cubiertas por la tiara.

En las noches de luna salían de allí, con dirección al Coloseo para contemplar la ruina colosal y monstruosa bajo un torrente de luz azulada. Josefina, trémula de inquietud, se sumía en los túneles negros, avanzaba á tientas entre las piedras caídas, hasta verse en pleno graderío, frente al silencioso redondel, que parecía encerrar el cadáver de todo un pueblo. Ella pensaba en las fieras horrendas que habían pisado aquella arena, mirando en torno con inquietud. De pronto, un espantoso rugido, y una bestia negra salía dando saltos de los profundos vomitorios. Josefina se agarraba á su esposo, con chillido de espanto, y todos reían. Era Simpson, un pintor norteamericano que doblaba su larga osamenta, marchando á cuatro patas para atacar con fieros alaridos á los compañeros.

—¿Te acuerdas, Pepe?—decía á cada instante Renovales.—¡Qué tiempos! ¡Qué alegría! ¡Qué excelente compañera la pobrecita, antes de que la entristeciese la enfermedad!...

Comieron, hablando de su juventud, mezclando en sus recuerdos la imagen de la muerta. Después pasearon por las calles basta media noche, insistiendo Renovales en aquellos tiempos, recordando á su Josefina, como si toda su existencia la hubiese pasado adorándola. Cotoner sentíase fatigado de esta conversación y se despidió del maestro. ¡Qué nueva manía era aquella!... Muy interesante la pobre Josefina; pero toda la noche la habían pasado sin hablar de otra cosa, como si en el mundo sólo existiese el recuerdo de la muerta.

Renovales marchó á su casa con cierta impaciencia; tomó un carruaje para llegar antes. Sentía la misma impresión de inquietud que si le aguardara alguien: le parecía aquel hotel presuntuoso, antes frío y solitario, animado por un espíritu que no podía definir, una alma amada que lo llenaba todo, esparciéndose como un perfume.

Al entrar, precedido por el doméstico soñoliento, su primera mirada fué para la acuarela. Sonrió; quiso dar las buenas noches á aquella cabeza que fijaba sus ojos en él.

Igual sonrisa y el mismo saludo mental tuvo para todas las Josefinas que salían á su encuentro, surgiendo de la sombra de las paredes al encenderse las bombillas eléctricas en salas y corredores. Ya no le inspiraban inquietud estos rostros contemplados por la mañana con sorpresa y miedo. Ella le veía; ella adivinaba su pensamiento; ella le perdonaba, seguramente. ¡Había sido siempre tan buena!...

Dudó un instante en su camino, queriendo ir á los estudios, y encender sus grandes focos eléctricos. La vería de cuerpo entero, en toda su gentileza; hablaría con ella; la pediría perdón, en el profundo silencio de aquellas naves... Pero el maestro se contuvo. ¿Qué locuras se le ocurrían? ¿Iba á perder el juicio?... Se pasó la mano por la frente, como si quisiera borrar de su pensamiento estos propósitos. Era sin duda el Asti quien le inspiraba tales extravagancias. ¡A dormir!...

Al quedar á obscuras, tendido en la camita de su hija, se sintió molesto. No podría dormir; estaba mal allí... Sintió un deseo vehemente de salir del cuarto, de refugiarse en el dormitorio abandonado, como si sólo en él pudiera encontrar descanso y sueño. ¡Oh, la cama veneciana, la cama de Dogaresa rubia, aquel mueble señorial que guardaba toda su historia; donde ella había gemido de amor; donde se habían dormido tantas veces comunicándose á media voz sus deseos de gloria y de riqueza; donde había nacido su hija!....

Con la vehemencia que ponía en todos sus caprichos, el maestro recobró sus ropas, y quedamente, como si temiera ser oído por su criado, que descansaba cerca, encaminóse al dormitorio.

Rodó la llave con precauciones de ratero y avanzó de puntillas, bajo la luz suave y discreta de color rosa, que derramaba un farolón antiguo, desde el centro del techo. Tendió los colchones cuidadosamente sobre la cama abandonada. Faltaban sábanas, almohadas, toda la ropa de dormir. La habitación, desierta tanto tiempo, estaba fría... ¡Qué noche tan agradable iba á pasar! ¡Qué bien dormiría allí! Los almohadones de un sofá, bordados de oro con duro relieve, le sirvieron de cabecera. Se envolvió en un gabán y se acostó vestido, apagando la luz, con el deseo de no ver la realidad, de soñar, poblando la sombra con las dulces mentiras de su imaginación.

Sobre aquellos colchones había dormido Josefina; sus blanduras conocían el suave peso de su cuerpo. No la veía como en los últimos tiempos, enferma, demacrada, roída por la miseria física. Esta imagen dolorosa la rechazaba su pensamiento, abriéndose á las ilusiones bellas. La Josefina que contemplaba, la que llevaba dentro, era la otra, la de los primeros tiempos; y no como había sido en realidad, sino como él la había visto, como la había pintado.

Su memoria pasaba sobre una gran laguna de tiempo, obscura y tormentosa; saltaba desde la actual nostalgia á los tiempos felices de la juventud. Tampoco se acordaba de los años de penoso cautiverio, cuando se debatían los dos, huraños y agresivos, incapaces de continuar juntos la misma senda... Eran insignificantes contratiempos de la vida. Sólo pensaba en la bondad sonriente, la generosidad y la sumisión de los tiempos de amor. ¡Con qué ternura habían vivido juntos, una parte de su existencia, abrazados sobre aquel lecho que ahora sólo conocía el aislamiento de su cuerpo!...

El artista se estremeció de frío en la insuficiencia de sus envolturas. En esta situación anormal, las sensaciones exteriores evocaban sus recuerdos; se asociaban á fragmentos del pasado, tirando de ellos, hasta sacarlos á flote en la memoria. El frío le hizo pensar en las noches lluviosas de Venecia, cuando el chaparrón caía horas y horas sobre estrechas callejuelas y desiertos canales, en el profundo silencio de la noche, en la mudez solemne de una ciudad sin caballos, sin ruedas, sin otro ruido de vida que el chapoteo del agua solitaria en los escalones de mármol. Ellos estaban en aquella misma cama, bajo el caliente edredón, rodeados de los muebles que adivinaba ahora en la sombra.

Por entre las maderas del calado ventanal penetraba el resplandor del reverbero que iluminaba el vecino canalillo. Marcábase en el techo una faja de luz y en ella temblaba el reflejo de las aguas muertas, con un incesante cruzamiento de hilos de sombra. Ellos, estrechamente abrazados, con los ojos en alto, contemplaban este juego de la luz y el agua. Adivinaban el frío y la humedad en la calle líquida; saboreaban el mutuo calor de sus cuerpos, el apretado contacto de su carne, el egoísmo de estar juntos, en la dulce voluptuosidad del bienestar físico, sumidos en el silencio, como si el mundo hubiese acabado, como si su dormitorio fuese un cálido oasis en medio del frío y la sombra.

Algunas veces sonaba un grito lúgubre rasgando el silencio. ¡Aooo! Era un gondolero que avisaba antes de doblar la esquina. Por la mancha de luz que cabrilleaba en el techo, deslizábase una gondolita negra, liliputiense, un juguete de sombra, en cuya popa se doblaba, dándole al remo, un monigote del tamaño de una mosca. Y los dos, pensando en los que pasaban bajo la lluvia, perseguidos por las ráfagas glaciales, paladeaban una nueva voluptuosidad, y sus cuerpos se apretaban con más fuerza, bajo la suave caricia del edredón, y sus bocas se encontraban, conmoviendo la calma de su nido con la insolencia ruidosa de la juventud y el amor...

Renovales ya no sentía frío. Revolvíase inquieto sobre los colchones; clavábanse en su rostro los bordados metálicos del almohadón; tendía sus brazos en la obscuridad, y una queja cortaba el silencio, tenaz, desesperada, un lamento de niño que exige lo imposible, que pide la luna.

—¡Josefina! ¡Josefina!

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