V

La conducta del maestro Renovales fué motivo de extrañeza, y hasta de escándalo, para todos sus amigos.

La condesa de Alberca mostraba especial cuidado en hacer saber á todos que no la unían con el pintor otras relaciones que las de una amistad cada vez más glacial y ceremoniosa.

—Está loco—decía.—Es un hombre acabado. No queda de él más que un recuerdo de lo que fué.

Cotoner, en su amistad inquebrantable, indignábase al oir ciertos comentarios sobre el ilustre maestro.

—No bebe. Todo lo que dicen por ahí, son mentiras: la eterna leyenda de los hombres célebres...

Él tenia su opinión sobre Mariano: conocía su deseo de una existencia agitada, de imitar en plena madurez las costumbres de la juventud, con un hambre de todos los misterios que creía ocultos en esta mala vida, de la que había oído hablar, sin atreverse hasta entonces á mezclarse en ella.

Cotoner acogía con indulgencia las nuevas costumbres del maestro. ¡Infeliz!

—Estás poniendo en acción las aleluyas de «El hombre malo»—decía á su amigo.—Tienes la voracidad del hombre virtuoso cuando deja de serlo, cerca ya de la vejez. Te pones en ridículo, Mariano.

Pero á impulsos de su fidelidad, se dejaba arrastrar por el maestro en su nueva existencia. Por fin había accedido á vivir con él. Ocupaba, con sus pobres trastos, un gabinete del hotel y cuidaba de Renovales, rodeándolo de una solicitud paternal. El bohemio mostraba por él cierta compasión. Era la historia de siempre: «el que no la hace á la entrada, la hace á la salida», y Renovales, después de una existencia de seriedad y trabajo, lanzábase á la vida desordenada, con aturdimiento de adolescente, admirando los placeres vulgares, revistiéndolos de las seducciones más ilusorias.

Muchas veces, Cotoner le acosaba con sus quejas. ¿Para qué le había llevado á vivir con él?... Le abandonaba días enteros; quería salir solo; le dejaba en el hotel como un mayordomo de confianza. El viejo bohemio enterábase minuciosamente de su vida. Muchas veces, los alumnos de Bellas Artes, agrupados al anochecer junto al portalón de la Academia, le veían pasar por la acera de la calle de Alcalá, embozado en su capa, con un afectado misterio que atraía la atención.

—Ahí va Renovales. Ese es; el de la capa.

Y le seguían, con la curiosidad que inspira un nombre célebre, en sus idas y venidas por la anchurosa calle, con revuelos de palomo silencioso, como si esperase algo. Algunas veces, cansado sin duda de estas evoluciones, se metía en un café, y la curiosa admiración le seguía, pegando los ojos á los cristales de los huecos. Le veían caído en la banqueta, con aire de desaliento, contemplando sus vagos ojos la copa que tenía delante; siempre lo mismo: cognac. De pronto la bebía de golpe, pagaba y salía rápidamente, con la precipitación del que ha tragado un medicamento. Y otra vez continuaba sus paseos de exploración, con los ojos ávidos, mirando por encima del embozo á todas las mujeres que pasaban solas, volviéndose para seguir la marcha de unos tacones torcidos, el aleteo de unas enaguas morenas, con manchas de barro. Al fin se alejaba con repentina resolución; desaparecía casi pegado á la cola de alguna hembra, siempre del mismo aspecto. Los muchachos conocían las preferencias del gran artista: mujercitas pequeñas, débiles, enfermizas, de una gracia de flor mustia, con ojos grandes, mates y dolorosos.

Una leyenda de extraña aberración se iba formando en torno de él. Sus enemigos la repetían en los estudios: la gran masa, que no puede imaginarse á los hombres célebres con la misma vida que los demás, y los quiere caprichosos, atormentados por hábitos de extraordinaria monstruosidad, comenzaba á hablar con delectación de las manías del pintor Renovales.

En todas las tiendas de carne humana, desde los pisos discretos de apariencia burguesa esparcidos en las vías más respetables, á los antros húmedos y malolientes que arrojan por la noche sus géneros á la calle de Peligros, circulaba la historia de cierto señor, provocando grandes risas. Llegaba embozado, misterioso, siguiendo con apresuramiento el almidonado estrépito de unas faldas pobres que marchaban ante él. Atravesaba el lóbrego portal con cierto miedo, subía la tortuosa escalera que parecía oler á residuos de vida, apresuraba la aparición de las desnudeces con mano ávida, como si le faltase el tiempo, como si creyera morir antes de realizar su deseo, y de pronto las pobres hembras que soportaban con cierta inquietud su silencio febril y el hambre de fiera que lucía en sus ojos, sentían tentaciones de reir, viéndole caer desalentado en una silla, en contemplativo silencio, sin oir las palabras brutales que lanzaban ellas asombradas de la situación; sin hacer caso de sus gestos é invitaciones, saliendo únicamente de este estupor cuando fría y un tanto ofendida, intentaba la hembra recobrar sus ropas. «Más, un momento más.» Casi siempre terminaba esta escena por un gesto de disgusto: una amargura de decepción. Otras veces los maniquíes carnales creían ver en sus ojos una expresión dolorosa, como si fuese á llorar. Huía después apresuradamente, oculto en su capa, con repentina vergüenza, con el firme propósito de no volver, de resistirse á aquel demonio de hambrienta curiosidad que llevaba dentro y no podía ver en la calle un cuerpo femenil sin sentir un deseo vehemente de desnudarlo.

A oídos de Cotoner llegaban vagamente estas noticias. ¡Mariano! ¡Mariano! Él no osaba echarle en cara las vergüenzas de su vida nocturna: temía una explosión del violento, carácter del maestro; había que dirigirle con prudencia. Pero lo que más provocaba las censuras del viejo amigo, era la gente de que se rodeaba el artista.

El falso reverdecimiento de su vida le hacía buscar la compañía de los jóvenes, y Cotoner se daba á todos los demonios, cuando á la salida de los teatros le encontraba en un café, rodeado de sus nuevos camaradas, todos los cuales podían ser sus hijos. Eran en su mayoría pintores, gente que empezaba; unos con cierto talento, otros sin más mérito que su mala lengua: todos satisfechos de la amistad con el hombre célebre, gozándose, con un orgullo de enanos, en tratarle como si fuese un camarada, bromeando sobre sus debilidades. ¡Ira de Dios!... Algunos más audaces, hasta le devolvían su tuteo de maestro, tratándole como á una ruina gloriosa, permitiéndose comparaciones entre su pintura y la que ellos harían cuando pudiesen. «Mariano, el arte va ahora por otros caminos.»

—¡Pero no te da vergüenza!—exclamaba Cotoner.—Pareces un maestro de escuela rodeado de pequeños. Hay para pegarte. ¡Un hombre como tú, aguantando las insolencias de esa gentecilla!

Renovales mostraba una bondad inconmovible. Eran muy simpáticos; le divertían; encontraba en ellos la alegría de la juventud. Iban juntos á los teatros, á los music-halls: conocían mujeres, sabían dónde se ocultaban los buenos modelos: con ellos podía entrar en muchos sitios adonde no se atrevía á ir solo. Sus años, su fealdad grave, pasaban inadvertidos entre esta alegre juventud.

—Me sirven—decía con un guiño de inocente malicia el pobre grande hombre.—Me divierto y me hacen conocer muchas cosas... Además, esto no es Roma: no hay apenas modelos: cuesta mucho encontrarlas y estos chicos son mis guías.

Y hablaba á continuación de sus grandes proyectos artísticos; de aquel cuadro de Friné, con su desnudo inmortal, que había vuelto á surgir en su pensamiento; de aquel retrato amado que seguía en el mismo sitio sin que el pincel pasase de la cabeza.

No trabajaba. Su antigua actividad, que hacía de la pintura un elemento preciso de su existencia, desbordábase ahora en palabras, en deseos de verlo todo, para conocer «nuevos aspectos de la vida».

Soldevilla, el discípulo predilecto, veíase acosado por las preguntas del maestro, cuando de tarde en tarde presentábase en su estudio.

—Tú debes conocer buenas mujeres, Soldevillita: tú has corrido mucho, con esa cara de querubín... Me has de llevar contigo: me has de presentar.

—¡Maestro!—exclamaba asombrado el joven.—¡Si aun no hace medio año que me he casado! ¡Si no salgo de casa por la noche!... ¡Qué bromas tiene usted!

Renovales le respondía con una mirada de desprecio. ¡Un vividor el tal Soldevilla! Ni juventud... ni alegría. Todo lo echaba en chalecos multicolores y cuellos altos. ¡Y qué hormiguita! Se había casado con una mujer rica, ya que no pudo atrapar á la hija del maestro. Además, un desagradecido. Ahora se juntaba con sus enemigos, convencido de que ya no podía sacar más de él. Le despreciaba; ¡lástima de protección que le había acarreado tantos disgustos!... No era un artista.

Y el maestro volvíase con nuevo cariño hacia sus compañeros nocturnos, aquella juventud alegre, maldiciente y falta de respeto. A todos ellos les reconocía talento.

La fama de esta vida extraordinaria llegaba hasta su hija con la sonoridad enorme que adquiere todo lo que perjudica á un hombre famoso.

Milita fruncía el ceño, haciendo esfuerzos por contener la risa que le causaba lo extraño de este cambio. ¡Su padre metido á calavera!

—¡Papá!... ¡papá!—exclamaba con una entonación cómica de reproche.

Y papá excusábase, como un muchachuelo travieso é hipócrita, aumentando con su turbación las ganas de reir de su hija.

López de Sosa mostrábase indulgente con su ilustre suegro. ¡Pobre señor! ¡Toda la vida trabajando y con una mujer enferma, muy buena, muy simpática, pero que amargaba su vida! Bien había hecho en morirse, y no hacía menos bien el artista en indemnizarse un poco del tiempo perdido.

Con esa masonería instintiva de los que llevan una existencia fácil y placentera, el sportman defendía á su suegro, lo apoyaba, le parecía más simpático, más allegado á él, por sus nuevas costumbres. No siempre había de estar encerrado en su estudio, con aire irritado de profeta, hablando de cosas que pocos entendían.

Se encontraban los dos hombres por la noche en las funciones de última hora de los teatros, en la postrera sección de los music-halls, cuando las canciones y los temblores de las piernas en alto eran acompañados por el público con una tempestad de berridos y patadas. Se saludaban: preguntaba el padre por Milita, sonreíanse con la simpatía de buenos compadres, y cada uno se reunía á su grupo: el yerno con sus compañeros de círculo, en un palco, vistiendo todavía el frac de las reuniones respetables de que venían; el pintor en las butacas, con unos cuantos de los jóvenes melenudos que eran su escolta.

Renovales veía con cierta satisfacción á López de Sosa saludar á las cocottes más elegantes y de mayor precio, sonreir á las divettes, con la confianza de un buen amigo.

Aquel chico estaba admirablemente relacionado, y él acogía esto como un honor indirecto para su personalidad de padre.

Cotoner se veía arrastrado muchas veces por el maestro fuera de su órbita de graves y substanciosas comidas y tertulias entonadas, que seguía frecuentando para no perder unas amistades que eran su único capital.

—Esta noche vienes conmigo—le decía el maestro misteriosamente.—Comeremos donde quieras y después te enseñaré una cosa... una cosa...

Y le llevaba á oir una pieza en un teatro, permaneciendo inquieto, impaciente, hasta que se desplegaba la fila de coristas en la escena. Entonces daba con el codo á Cotoner, sumido en su asiento, con los ojos muy abiertos, pero dormido interiormente, en la dulce somnolencia de una buena digestión.

—Mira... fíjate; la tercera de la derecha, la pequeñita... la que lleva el mantón amarillo.

—La veo, ¿y qué?—decía el amigo con voz agria por este rudo llamamiento.

—Fíjate bien; ¿á quién se parece? ¿A quién te recuerda?

Cotoner respondía con un bufido de indiferencia. A su madre se parecería. ¿Qué le importaban á él tales semejanzas? Pero el asombro le sacaba de su quietismo, al oir que Renovales la encontraba un raro parecido con su mujer, indignándose contra él porque no lo reconocía.

—Pero, Mariano... ¿dónde tienes los ojos?—exclamaba con no menos acritud.—¿Qué tiene esa larguirucha, con cara de hambre, de la pobre difunta?... Tú en ver un espárrago triste le plantas un nombre: Josefina... y no hay más que hablar.

Aunque Renovales se irritase en el primer momento, ante la ceguera de su amigo, acababa al fin por convencerse. Se había engañado, ya que Cotoner no encontraba la semejanza. Debía acordarse de la muerta mejor que él; la pasión no turbaba su recuerdo.

Pero á los pocos días asediaba otra vez á Cotoner con aire misterioso: «Una cosa... tengo que enseñarte una cosa.» Y dejando la compañía de aquellos efebos alegres que irritaban á su viejo amigo, llevaba á éste á un music-hall y le enseñaba otra hembra escandalosa, que levantaba la seca pierna ó movía el vientre, delatando bajo la máscara de colorete la demacración de la anemia.

—¿Y ésta?—imploraba el maestro con cierto temor, como si dudase de sus ojos.—¿No te parece que tiene algo? ¿No te la recuerda?

El amigo estallaba en indignación.

—Tú estás loco. ¿En qué se parece aquella pobrecita, tan buena, tan dulce, tan distinguida, á ese... perro sin vergüenza?

Renovales, después de varios fracasos, que le hacían dudar de la fidelidad de sus recuerdos, no osaba ya consultar á su amigo. Apenas intentaba llevarle á un nuevo espectáculo, Cotoner se echaba atrás...

—¿Otro descubrimiento?... Vamos, Mariano; quítate esas ideas de la cabeza. Si la gente se enterase, te creería trastornado.

Pero desafiando su cólera, el maestro insistió una noche con gran tenacidad para que le acompañase á ver á la «Bella Fregolina», una muchacha española, que cantaba en un teatrillo de los barrios bajos, y cuyo nombre de guerra, en letras de á metro, ostentábase en las esquinas de Madrid. Llevaba más de dos semanas de contemplarla todas las noches.

—Necesito que la veas, Pepe. Un momento nada más. Te lo suplico... Creo que ahora no dirás que me equivoco.

Cotoner cedió, vencido por el tono suplicante de su amigo. Aguardaron mucho tiempo la presentación de la «Bella Fregolina», viendo bailes, escuchando canciones con acompañamiento de mugidos del público. Aquella maravilla se reservaba para lo último. Por fin, con cierta solemnidad, entre un murmullo de expectación, preludió la orquesta una música conocida de todos los entusiastas de la divette, un rayo de luz sonrosada cruzó el pequeño escenario, y salió la «Bella».

Era una muchacha pequeña, esbelta, de una delgadez rayana en la demacración. Su cara, de cierta belleza dulce y melancólica, era lo más notable de su cuerpo. Por debajo del vestido negro con hilos de plata, que se abría en ancha campana, mostrábanse sus piernas de frágil esbeltez, con la carne puramente necesaria para cubrir el hueso. Sobre las gasas del escote, la piel pintada de blanco elevábase con ligerísima protuberancia en los pechos, marcando luego las tirantes aristas de las clavículas. Lo primero que se veía de ella eran los ojos, unos ojos límpidos, grandes, virginales, pero de virgen perversa, por donde pasaban las expresiones lividinosas, sin alterar su cándida superficie. Se movía como una novicia, los brazos pegados al talle, los codos salientes, encogida y ruborosa, y en esta posición, iba cantando con voz de falsete enormes obscenidades que contrastaban con su aparente timidez. En esto estribaba su mérito, y el público acogía sus palabras monstruosas con rugidos de júbilo, dándose por satisfecho con esto, sin exigirla que levantase los pies ó moviese el vientre, respetando su rigidez hierática.

El pintor al verla aparecer dió con un codo á su amigo. No osaba hablar esperando su opinión ansiosamente. Con el rabillo de un ojo le seguía en su examen.

El amigo se mostró clemente:

—Sí... tiene algo. Los ojos... la figura... el gesto: la recuerda; es muy parecida... ¡Pero esa mueca de mona que hace ahora! ¡Esas palabrotas!... No; con todo eso pierde la semejanza.

Y como si le irritase que aquella chicuela, sin voz y sin decoro, se asemejase á la dulce muerta, subrayaba con admiración irónica todas las cínicas expresiones en que terminaban sus couplets.

—¡Muy bonito!... ¡Muy distinguido!...

Pero Renovales, sordo á estas ironías, ensimismado en la contemplación de la «Fregolina», seguía empujándole y murmurando:

—Es ella, ¿verdad?... Igual; el mismo cuerpo... Y además, Pepe; esa chica tiene cierto talento... tiene gracia.

Cotoner movía la cabeza irónicamente. Sí, mucha. Y al oir que Mariano, una vez terminado el espectáculo, mostraba deseos de quedarse á la otra sección y no se movía de su butaca, pensó en abandonarle. Por fin se quedó, arrellanándose en el asiento, con el propósito de dormitar arrullado por la música y los berridos del público.

Una mano impaciente del maestro le sacó de su dulce abstracción. «Pepe... Pepe.» Movió la cabeza y abrió los ojos malhumorado. «¿Qué le ocurría?» En la cara de Renovales vió una sonrisa melosa, traidora; algún disparate que le quería proponer con la mayor dulzura.

—Se me ocurre que podríamos entrar un momento en el escenario: la veríamos de cerca...

El amigo le contestó con indignación. Mariano se creía un pollo, no se daba cuenta de su aspecto. Aquella ciudadana se reiría de ellos; tomaría el aire de la casta Susana, asediada por los dos viejos...

Calló Renovales, pero al poco rato volvió á sacar al amigo de su vaga somnolencia.

—Podías entrar tú solo, Pepe. Tú entiendes más que yo de estas cosas; eres más atrevido. Podías decirla que deseo pintar su retrato. ¡Ya ves, un retrato con mi firma!...

Cotoner rompió á reir, admirando la simpleza de buen príncipe con que el maestro le daba este encargo.

—Gracias, señor; muy honrado por tanta confianza, pero no voy... ¡Grandísimo tonto! ¿Pero tú crees que esa chicuela sabe quién es Renovales, ni lo ha oido nombrar en su vida?...

El maestro se asombró con una simplicidad infantil.

—Hombre, yo creo que el apellido Renovales... que lo que han dicho los periódicos... que mis retratos... En fin, di que no quieres.

Y se calló, ofendido de la negativa de su compañero y de que dudase de que su gloria había llegado hasta aquel rincón. La amistad abusa, con inesperados desdenes, con grandes injusticias.

Al terminar el espectáculo, el maestro sintió la necesidad de hacer algo, de no irse sin enviar á la «Bella Fregolina» un testimonio de su presencia. Compró á una vendedora de flores un cesto muy adornado, que se llevaba á casa con la tristeza del mal negocio. Debía entregarlo inmediatamente á la señorita... «Fregolina».

—Sí, á la Pepita—dijo la mujer con aire de inteligencia, como si la uniese á ella cierta intimidad.

—Y le dice usted que es del señor Renovales... de Renovales el pintor.

La mujer movió la cabeza repitiendo el nombre. Estaba bien: Renovales. Lo mismo que si le hubiese dicho otro nombre cualquiera. Y sin ninguna emoción tomó los cinco duros que le daba el pintor.

—¡Cinco tiros!... ¡Imbécil!—murmuró el amigo perdiendo todo respeto al maestro.

No se dejó arrastrar más el buen Cotoner. En vano le hablaba con entusiasmo Renovales, todas las noches, de aquella muchacha, sintiéndose impresionado por sus transformaciones. Ahora se presentaba con un vestido de rosa pálido, casi semejante á ciertas ropas guardadas en los armarios de su hotel. Aparecía con un sombrero de flores y cerezas, mucho más grande, pero algo parecido á cierto sombrerillo de paja que podía él encontrar entre la confusión de los viejos adornos de la muerta. ¡Ay! ¡Cómo se acordaba de la pobre Josefina! Era un atizamiento de recuerdos que se renovaba todas las noches.

Falto del auxilio de Cotoner, iba á ver á la «Bella» con algunos de los jóvenes de su irrespetuosa corte. Estos muchachos hablaban de la divette con un desprecio respetuoso, como la zorra de la fábula contemplaba las lejanas uvas, consolándose con su acidez. Alababan su belleza, vista de lejos; era lilial según ellos; tenía la santa hermosura del pecado. Estaba fuera de su alcance; ostentaba valiosas joyas, y según sus noticias, tenía poderosos amigos, todos aquellos señoritos que ocupaban los palcos á última hora, vestidos de frac, y la aguardaban á la salida para llevarla á cenar.

Renovales consumíase de impaciencia, no encontrando el medio de acercarse á ella. Todas las noches repetía su envío de canastillas de flores, de grandes ramos. La divette debía estar enterada de la procedencia de tales obsequios, pues con sus ojos buscaba entre el público á aquel señor feo y un tanto viejo, dignándose dedicarle una sonrisa.

El maestro vió una noche á López de Sosa saludar á la cupletista. Su yerno podía ponerle en relaciones con ella. Y audazmente, con un impudor de apasionado, le esperó á la salida para implorar su auxilio.

Quería pintarla; era una modelo magnífica para cierta obra que llevaba en el pensamiento. Lo dijo con cierto rubor, tartamudeando, pero el yerno rió de su timidez, mostrándose dispuesto á protegerle.

—¡Ah, la Pepita! Una gran mujer, y eso que ahora está en decadencia. Con esa cara de colegiala, ¡si usted la viese en una juerga! Bebe como un mosquito... ¡Una fiera!

Pero luego, con expresión grave, expuso los inconvenientes. Estaba con un amigo suyo; un muchacho de provincias, ganoso de notoriedad, que perdía una parte de su fortuna en el juego del Casino, dejando tranquilamente que devorase la otra aquella chicuela, que le daba cierto renombre. Él la hablaría; eran antiguos amigos; nada malo, ¿eh, papá?... No sería difícil convencerla. La tal Pepita tenía predilección por todo lo raro; era algo... romántica. Él le explicaría quién era el gran artista, encareciendo el honor de servirle de modelo.

—Por dinero no lo dejes—murmuró el maestro con angustia.—Todo lo que ella quiera. No temas mostrarte generoso.

Una mañana Renovales llamó á Cotoner para hablarle con grandes extremos de alegría.

—¡Va á venir!... ¡Va á venir esta misma tarde!

El viejo paisajista hizo un mohín de extrañeza. «¿Quién?»

—La «Bella Fregolina»... Pepita. Me avisa mi yerno que la ha convencido; vendrá esta tarde á las tres. Él mismo la acompañará.

Luego tuvo una mirada de desolación para su taller de trabajo. Estaba abandonado desde hacía algún tiempo; había que arreglarlo. Y el doméstico por un lado y los dos artistas por otro, comenzaron apresuradamente el aseo de la gran nave.

Los retratos de Josefina y el lienzo con sólo su cabeza, fueron amontonados en un rincón, cara á la pared, por las febriles manos del maestro. ¿Para qué aquellos fantasmas si iba á presentarse la realidad?... En su lugar colocó un gran lienzo blanco, contemplando su virgen superficie con ojos de esperanza. ¡Las cosas que iba á hacer aquella tarde! ¡Qué fuerza sentía para el trabajo!...

Al quedar solos los dos artistas, Renovales se mostró inquieto, incontentable, pareciéndole siempre que faltaba algo para esta visita, en la que pensaba con escalofríos de inquietud. Flores; había que traer flores; llenar todos los vasos antiguos del estudio, crear un ambiente de suave perfume.

Y Cotoner recorrió el jardín con el criado, puso á saco la serre y volvió á entrar con una brazada de flores, obediente y sumiso como un amigo fiel, pero con un reproche irónico en los ojos. ¡Todo aquello por la «Bella Fregolina»! El maestro estaba trastornado; había vuelto de golpe á la infancia. ¡Con tal que esta visita le quitase su obsesión, que era casi una locura!...

Después pidió más. Había que preparar en una mesa del estudio dulces, Champagne, todo lo mejor que encontrase Cotoner. Éste habló de enviar al criado, quejándose de los trabajos que le acarreaba la visita de aquella muchacha, de la sonrisa cándida y las obscenidades enormes, con los codos pegados al talle.

—No, Pepe—suplicó el maestro.—Ve tú; no quiero que el criado se entere. Después habla... mi hija le acosa con preguntas.

Cotoner se fué con gesto de resignación, y al volver una hora después, vió á Renovales en el cuarto de los modelos poniendo en orden varias ropas.

El viejo amigo alineó sobre la mesa sus paquetes. Puso los dulces en platos antiguos y sacó las botellas de sus envolturas.

—El señor está servido—dijo con un respeto irónico.—¿Quiere algo más el señor?... Toda la familia está en revolución por esa alta dama: tu yerno te la trae; yo te sirvo de criado... sólo falta que llames á tu hija para que la ayude á desnudarse.

—Gracias, Pepe; muchas gracias—exclamó el maestro con ingenua efusión, sin sentirse molestado por sus burlas.

A la hora del almuerzo, Cotoner le vió entrar en el comedor, muy peinado, muy acicalado, el bigote rizado á tenacilla, vistiendo su mejor traje y con una rosa en la solapa. El bohemio rió con grandes carcajadas. ¡Aquello más!... Estaba loco; se iban á burlar de él.

Apenas tocó los platos. Después paseó sólo por el estudio. ¡Con qué lentitud transcurría el tiempo!... Miraba á cada una de sus vueltas por los tres salones las manecillas de un antiguo reloj de porcelana de Sajonia, puesto sobre una mesa de mármol de colores, reflejando su parte trasera en un profundo espejo veneciano.

Ya eran las tres... El maestro se preguntó con inquietud si no vendría. Las tres y cuarto... las tres y media. No, no vendría; había pasado la hora. ¡Aquellas mujeres, que vivían rodeadas de compromisos y exigencias, sin tener por suyo un instante de su vida!...

De pronto oyo pasos y entró Cotoner.

—Ya está ahí; ahí la tienes... Salud, maestro... ¡Divertirse! Me parece que has abusado bastante de mí y que no exigirás que me quede.

Se fué haciendo con las manos irónicos signos de despedida, y poco después Renovales oyó la voz de López de Sosa, aproximándose lentamente, explicando á su acompañante aquellos cuadros, aquellos muebles que cautivaban su atención.

Entraron. La «Bella Fregolina» mostraba asombro en sus ojos; parecía intimidada por el silencio majestuoso del estudio. ¡Aquel hotel tan grande, tan señorial, tan distinto de todos los que ella había visto!... ¡Aquel lujo antiguo, sólido, histórico, con sus muebles raros que la infundían pavor!... Miró á Renovales con respeto. Le parecía más distinguido, más aseñorado que aquel otro hombre entrevisto vagamente en las butacas de su teatrillo. Le inspiraba miedo, como si fuese un gran personaje, distinto á cuantos hombres había ella tratado. A esta inquietud se unía cierta admiración. ¡El dinero que tendría aquel prójimo, viviendo con tal aparato!...

Renovales también la miraba emocionado, al tenerla tan cerca.

En el primer instante sintió cierta duda. ¿Realmente se parecía á la otra?... Le desconcertaba la pintura de su rostro; la capa de colorete blanco, con líneas negras en los ojos, que se delataba al través del velo. La otra no se pintaba. Pero al fijarse en sus ojos, surgió de nuevo la conmovedora semejanza, y partiendo de éstos, fué reconstituyendo el rostro adorado, bajo la capa de grasas de color.

La divette examinaba los lienzos que cubrían las paredes. ¡Qué bonito! ¿Y todo aquello lo hacía este señor?... Ella deseaba verse así, arrogante y hermosa en el fondo de un cuadro. ¿De veras deseaba pintarla? Y se erguía con vanidad, satisfecha de que la creyesen hermosa, de gozar la emoción, hasta entonces no deseada, de ver reproducida su imagen por un gran artista.

López de Sosa excusábase con su suegro. Habían tardado por culpa de ella. Con mujeres como ésta nunca había prisa. Se acostaba al amanecer: la había encontrado en la cama...

Luego se despidió, comprendiendo lo embarazosa que resultaba su presencia. Pepita era una buena muchacha; estaba deslumbrada por sus palabras y por el aspecto de la casa. Podía hacer de ella lo que quisiese.

—Vaya, chica, ahí te quedas. El señor es mi papá; ya te lo he dicho. A ver si eres buena niña.

Y se fué, seguido de la risa forzada de los dos, que celebraron con una alegría embarazosa esta recomendación paternal.

Quedaron en un silencio largo y penoso. El maestro no sabía qué decir. Sobre su voluntad pesaban la timidez y la emoción. Ella no se mostraba menos conmovida. Aquella nave tan grande, tan silenciosa, tan imponente, con su lujo macizo y soberbio, distinto de todo lo que ella había visto, la intimidaba. Sentía el vago temor que precede á una operación desconocida. La turbaban además los ojos ardientes de aquel hombre, fijos en ella, con un temblor en las mejillas y un movimiento de los labios, como si éstos sintieran los tormentos de la sed...

Pronto se repuso de su timidez. Estaba habituada á estos momentos de vergonzoso mutismo que preceden al encuentro en la soledad de dos personas extrañas. Conocía estas entrevistas, que empiezan con cierta vacilación y acaban en ruidosas intimidades.

Miró en torno de ella con una sonrisa de profesional, deseando terminar cuanto antes la molesta situación.

—Cuando usted quiera. ¿Dónde me desnudo?

Renovales se estremeció al oir su voz, como si hubiese olvidado que podía hablar aquella imagen. Le extrañó también la llaneza con que ahorraba explicaciones.

Su yerno hacía bien las cosas: la había traído aleccionada, insensible á toda sorpresa.

El maestro la condujo á la habitación de los modelos y quedó fuera, prudentemente, volviendo la cabeza sin saber por qué, para no ver por la puerta entreabierta. Transcurrió un largo silencio, cortado por el suave fru-fru de las ropas caídas, por el clic metálico de botones y corchetes. De pronto la voz de ella llegó hasta el maestro, ahogada, lejana, con cierta timidez.

—¿Las medias, también?... ¿Es preciso que me las quite?

Renovales conocía esta resistencia de todas las modelos al desnudarse por vez primera. López de Sosa, extremando su buen deseo de complacer á papá, la había hablado de prestar su cuerpo por entero, y ella se desnudaba, sin pedir más explicaciones, con la calma del deber aceptado, creyendo que era absurda su presencia allí para otra cosa que no fuese esto.

El pintor salió de su mutismo; gritó con inquietud. No debía quedarse desnuda. En el cuarto tenía lo necesario para vestirse. Y sin volver la cabeza, introduciendo un brazo por la puerta entreabierta, le mostraba á ciegas lo que él había dejado. Allí tenía un vestido rosa, un sombrero, zapatos, medias, una camisa...

Pepita protestó al reconocer estas prendas, mostrando aversión á cubrir sus carnes con ropas intimas, que parecían usadas y viejas.

—¿La camisa también? ¿También las medias?... No; con el vestido basta.

Pero el maestro suplicaba impaciente. Era necesario todo: lo exigía su pintura. El largo silencio de la muchacha, delató la conformidad con que iba endosándose estas prendas antiguas, dominando su repugnancia.

Cuando salió del cuarto, sonreía con cierta lástima, como si se burlase de ella misma. Renovales se hizo atrás, conmovido por su propia obra, deslumbrado, sintiendo que le zumbaban las sienes, creyendo que cuadros y muebles se agitaban, queriendo rodar en torno de él.

¡Pobre «Fregolina»! ¡Adorable mamarracho! Sentía grandes ganas de reir, pensando en la tempestad de berridos que estallaría en su teatro al verla aparecer en escena vestida de este modo, en las burlas de los amigos si se presentase, en una de sus cenas, adornada con estas ropas de veinte años antes. Ella no había conocido estas modas y le parecían de una antigüedad remota. El maestro se apoyó emocionado en el respaldo de un sillón.

—¡Josefina! ¡Josefina!

Era ella, tal como la guardaba en su memoria; la del dulce verano de las montañas romanas, con su traje de color rosa y aquel sombrero campestre que la daba el aire gracioso de una aldeana de opereta. Aquellas modas, de las que se reía ahora la juventud, eran para él las más hermosas, las más artísticas que había producido el gusto femenil, las que le recordaban la primavera de su vida.

—¡Josefina! ¡Josefina!

Permaneció mudo, pues estas exclamaciones nacían y morían en su pensamiento. No osaba moverse ni hablar, como si temiera ver desvanecida esta aparición de ensueño. Ella, sonriente, gozábase en el efecto que su aparición causaba en el pintor, y al verse reflejada por un lejano espejo, reconocía que en este raro adorno de su persona no estaba del todo mal.

—¿Dónde me pongo? ¿Sentada? ¿Derecha?...

El maestro apenas lograba hablar: su voz era ronca, trabajosa. Podía colocarse como quisiera... Y ella se sentó en un sillón, adoptando una postura que consideraba elegantísima; la mejilla en una mano, las piernas montadas una sobre otra, lo mismo que en el reservado de su teatrillo, mostrando por debajo de la falda una media de color rosa, de finos calados; la misma envoltura de seda que recordaba al pintor otra pierna adorada.

¡Era ella! La tenía ante sus ojos, corpórea, con su perfume de carne amada.

Por instinto, por costumbre, había cogido su paleta y un pincel manchado en negro, intentando trazar los contornos de aquella figura. ¡Ah, mano de viejo; mano torpe y temblorosa!... ¿Adónde habían volado su felicidad de otros tiempos, su dibujo, sus cualidades que asombraban? ¿Realmente había pintado alguna vez? ¿Era ciertamente el pintor Renovales?... Todo lo había olvidado de pronto. Su cráneo parecía vacío, su mano paralítica, el lienzo blanco le inspiraba el terror de lo desconocido... Él no sabía pintar: él no podía pintar. Eran inútiles sus esfuerzos. Su pensamiento se había apagado. Tal vez... otro día. Ahora le zumbaban los oídos, su rostro estaba pálido y sus orejas rojas, violáceas, como si fuesen á manar sangre. Sentía en su boca el tormento de una sed mortal.

La «Bella Fregolina» le vió arrojar la paleta y venir sobre ella, con un gesto de fiera loca.

Pero no sintió miedo: conocía estos rostros trastornados. La brusca acometida entraba sin duda en el programa; estaba prevista al ir allí, después de su conversación amistosa con el yerno... Aquel señor tan grave, tan imponente, era igual á todos los hombres que ella conocía; le agitaba la misma brutalidad.

Le vió llegar á ella con los brazos abiertos, estrecharla fuertemente, caer á sus pies con un mugido ardoroso, sordo, como si se ahogase; y ella, buena muchacha, misericordiosa, le animó, inclinando la cabeza, ofreciendo los labios, con cierto mohín amoroso y automático, que era la herramienta de su profesión.

Este beso acabó de trastornar al maestro.

—¡Josefina! ¡Josefina!...

El perfume de los tiempos felices surgía de las ropas, envolviendo aquel cuerpo adorable. ¡Era su vestido; era su carne! Iba á morir á sus pies, con la asfixia del inmenso deseo que dilataba su cuerpo angustiosamente, deseando estallar. Era ella: sus mismos ojos... ¡Sus ojos! Y al levantar la mirada para sumirse en sus dulces pupilas, para contemplarse en su tembloroso espejo, vió unos ojos fríos, que le examinaban entornados, con una curiosidad profesional, paladeando irónicamente desde su altura serena esta borrachera de la carne, esta locura que se arrastraba gimoteando de deseo.

Renovales quedó aturdido por la sorpresa, sintió que algo helado bajaba por su espalda, paralizándole: se velaron sus ojos con una nube de decepción y desconsuelo.

¿Era realmente Josefina la que tenia entre sus brazos?... Era su cuerpo, su perfume, sus ropas, su pálida belleza de flor moribunda... Pero no; no era ella. ¡Aquellos ojos!... En vano le miraban de otro modo, alarmados por esta súbita reacción; en vano se dulcificaban tomando una luz de ternura, con la habilidad de la costumbre. El engaño era inútil; él veía más allá, penetraba por estas ventanas luminosas hasta lo más hondo, encontrando sólo el vacío. El alma de la otra no estaba allí. Aquel perfume enloquecedor ya no le emocionaba; era una falsa esencia. Sólo tenia ante él una reproducción del vaso adorado; pero el incienso, el alma, perdidos para siempre.

Renovales, puesto de pie, caminaba hacia atrás, mirando á aquella mujer con ojos de espanto, y acabó por arrojarse en un diván, con la cara entre las manos.

La muchacha, oyéndole gemir, tuvo miedo, y corrió hacía el cuarto de los modelos para quitarse aquellos adornos, para huir. Aquel señor debía estar loco.

El maestro lloraba. ¡Adiós, juventud! ¡Adiós, deseo! ¡Adiós, ilusión, sirena encantadora de la existencia que huyes para siempre! Inútil buscar; inútil debatirse en la soledad de su vida. La muerte le tenía bien agarrado; era suyo y sólo con ella podría resucitar su juventud. Eran vanos estos simulacros. No encontraría otra que evocase el recuerdo de la muerta, como esta mujer alquilada que habían envuelto sus brazos... y sin embargo, ¡no era ella!

En el instante supremo, al tocar la realidad, desvanecíase aquel algo indefinible que había encerrado el cuerpo de su Josefina, de su maja desnuda, adorada en las noches de juventud.

La decepción inmensa, irreparable, extendía por su cuerpo la calma glacial de la vejez.

¡Venid abajo, torreones de la ilusión! ¡Derrumbaos, alcázares engañosos, construidos por el ansia de embellecer la jornada, de ocultar el horizonte!... La ruta quedaba limpia, árida, desierta. En vano se sentaría al borde del camino, retardando la hora de reanudar la marcha; en vano bajaría la cabeza para no ver. Cuanto mayor fuese su descanso, más largo sería el tormento del miedo. Iba á contemplar á todas horas, sin nubes y sin obstáculos, el temido final de la última jornada; la posada de donde no se vuelve; la garganta de voraces negruras... la muerte.

Madrid, Febrero-Abril 1906.

FIN

Share on Twitter Share on Facebook