IV

La condesa de Alberca logró introducirse una tarde en el estudio del maestro.

La vió llegar el criado, como otras veces, en un coche de alquiler, atravesar el jardín, subir las escaleras del vestíbulo y entrar en el recibimiento, con un paso agitado de mujer resuelta que marcha ante ella rectamente y sin vacilación. Intentó cerrarle el paso con respeto, yendo de un lado á otro, saliéndola al encuentro cada vez que avanzaba ladeándose para burlar este obstáculo. ¡El señor trabajaba! ¡El señor no recibía! ¡Era una orden severa y sin excepción!... Pero ella siguió adelante, con el ceño duro, una luz de fría cólera en los ojos, una resolución manifiesta de abofetear al criado si era preciso, de pasar por encima de su cuerpo.

—Vamos, buen hombre, apártese usted.

Y su entonación de gran señora, altiva é irritada, hizo temblar al pobre sirviente, que no sabía ya cómo oponerse á esta invasión de faldas rumorosas y fuertes perfumes. En una de sus evoluciones, la bella señora tropezó con una mesa de mosaico italiano, en cuyo centro estaba el antiguo jarrón. Su mirada descendió instintivamente, hasta el fondo de la vasija.

Fué un instante nada más, pero bastó á su curiosidad femenil para reconocer los sobrecillos azules, de blanca orla, que asomaban las puntas cerradas ó mostraban los lomos intactos, entre el montón de cartulinas. ¡Esto más!... Su palidez se hizo intensa, tomó un tinte verdoso, y con tal impulso siguió adelante la dama, que el criado no pudo detenerla y quedó á su espalda desalentado, confuso, temiendo la cólera del señor.

Renovales, alarmado por el fuerte taconeo en la madera del pavimento y el roce de unas faldas rumorosas, se dirigió hacia la puerta, en el mismo instante que la condesa hacia su entrada con expresión teatral.

—Soy yo.

—¿Usted?... ¿Tú?...

La turbación, la sorpresa, el miedo á esta entrevista, hicieron balbucear al maestro.

—Siéntate—dijo con frialdad.

Se sentó en un diván y el artista permaneció de pie ante ella.

Miráronse con cierta extrañeza, como si no se reconociesen después de esta ausencia de semanas que pesaba en su memoria como si fuese de años.

Renovales la miraba fríamente, sin que su cuerpo se estremeciera á impulsos del deseo, como si fuese una visita vulgar de la que necesitaba librarse cuanto antes. Le extrañaban su palidez verdosa, la boca apretada por un mohín de disgusto, la mirada dura, de brillo amarillento, la nariz que parecía encorvarse buscando el labio superior. Estaba irritada, pero al fijar los ojos en él, perdieron éstos su dureza.

Su instinto de mujer se tranquilizó al contemplarle. También él parecía otro, en el abandono de su aislamiento; el pelo alborotado, la barba enmarañada, revelando el descuido de la preocupación, la idea fija y absorbente, que hace olvidar el aseo de la persona.

Se desvanecieron instantáneamente sus celos, la cruel sospecha de sorprenderle, apasionado de otra mujer, con una veleidad de artista. Ella conocía los signos exteriores del enamoramiento; la necesidad que siente el hombre de embellecerse, de hacerse grato, extremando los cuidados de su adorno.

Con ojos de satisfacción revisaba su abandono, fijándose en las ropas sucias, en las manos descuidadas, en las uñas largas manchadas de color, en todos los detalles que revelaban falta de aseo, olvido de la persona. Indudablemente era una locura pasajera de artista, un capricho tenaz de laborioso. Su mirada brillaba con una luz de fiebre, pero no revelaba lo que ella había sospechado.

A pesar de esta certidumbre tranquilizadora, como Concha iba dispuesta á llorar y traía sus lágrimas preparadas, aguardando impacientes en el borde de los párpados, se llevó las manos á sus ojos, encogiéndose en un extremo del diván, con gesto trágico. Era muy desgraciada; sufría mucho. Había pasado unas semanas horribles. ¿Qué era aquello? ¿Por qué desaparecería sin una explicación, sin una palabra, cuando ella le amaba mas que nunca, cuando sentía impulsos de abandonarlo todo, de dar un escándalo enorme, viniendo á vivir con él para ser su compañera, su esclava?... Y sus cartas, sus pobres cartas, abandonadas, sin abrir, como si fuesen molestas peticiones de una limosna. ¡Ella, que había pasado las noches en vela, poniendo sobre los pliegos toda su alma!... Y había en su acento un estremecimiento de despecho literario; la amargura de que hubieran quedado en el misterio todas las cosas bonitas que alineaba con sonrisa de satisfacción, después de largas reflexiones... ¡Los hombres! ¡Su egoísmo y su crueldad! ¡Qué torpeza adorarles!

Seguía en su llanto, y Renovales la miraba como si fuese otra mujer. Le parecía ridícula en este dolor que trastornaba su rostro, que lo afeaba, borrando su sonriente impasibilidad de hermosa muñeca.

Intentó excusarse, pero sin calor, sin deseos de convencer, para no mostrarse cruel en su silencio. Trabajaba mucho, era ya hora de volver á su antigua existencia de fecunda labor. Ella olvidaba que era un artista, un maestro de cierto nombre, que tenía sus deberes con el público. No era como aquellos señoritos que podían dedicarla el día entero y pasar la existencia á sus pies, cual un paje enamorado.

—Hay que ser serios, Concha—añadió con una frialdad pedantesca.—La vida no es un juego. Yo debo trabajar y trabajo. Hace no sé cuántos días que no salgo de aquí.

Ella se irguió irritada, apartó las manos de sus ojos, le miró, recriminándole. Mentía; había salido de su encierro, sin ocurrírsele nunca llegar por un momento á su casa.

—Buenos días nada más... Que yo te viese un instante, Mariano; el tiempo necesario para convencerme de que eres el mismo, de que sigues queriéndome. Pero has salido muchas veces; te han visto. Yo tengo mi policía, que me lo cuenta todo. Eres demasiado conocido para que la gente no se fije en ti... Has estado por las mañanas en el Museo del Prado. Te han visto horas enteras contemplando como un bobo un cuadro de Goya; una mujer desnuda. ¡Tu manía que vuelve otra vez, Mariano!... Y no se te ha ocurrido venir á verme; no has contestado á mis cartas. El señor se siente orgulloso, satisfecho de que le amen, y se deja adorar como un ídolo, seguro de que más le querrán cuanto más grosero sea... ¡Ay, los hombres! ¡Los artistas!...

Gemía, pero su voz ya no conservaba el tono de irritación de los primeros momentos. La certidumbre de que no había de luchar con la influencia de otra mujer, amansaba su orgullo, no dejando en ella más que una queja dulce de víctima que desea sacrificarse de nuevo.

—Pero siéntate—exclamó en medio de sus sollozos, indicándole un lugar en el diván, junto á ella.—No estés de pie; parece que deseas que me vaya...

El pintor se sentó, pero con cierta timidez, huyendo el contacto de su cuerpo, evitando el encuentro de aquellas manos que, instintivamente, iban á él y ansiaban un pretexto para asirle. Adivinaba su deseo de llorar sobre uno de sus hombros, olvidándolo todo, desvaneciendo con una sonrisa sus últimas lágrimas. Así había ocurrido en otras ocasiones, pero Renovales, conociendo el juego, se echaba atrás con cierta rudeza. Aquello no debía comenzar otra vez; no podía repetirse, aunque él quisiera. Había que decir la verdad á toda costa; acabar para siempre; echarse de los hombros el pesado fardo.

Habló con voz fosca, titubeando, la mirada en el suelo, sin atreverse á levantar los ojos por miedo á los de Concha, que adivinaba fijos en él.

Hacía muchos días que pensaba escribirla..¡El miedo á no consignar claramente sus pensamientos!... ¡Cierto pavor que le hacía dejar la carta para el día siguiente!... Ahora se alegraba de que hubiese venido; celebraba la debilidad de su criado al dejarla franca la puerta.

Debían hablar como buenos camaradas que examinan juntos el porvenir. Era hora de dar fin á las locuras. Sería lo que Concha deseaba en otros tiempos: amigos, buenos amigos. Ella era hermosa, tenía aún la frescura de la juventud, pero el tiempo no transcurre en vano y él se sentía viejo: contemplaba la vida desde cierta altura, como se contemplan las aguas de un río, sin mojarse en ellas.

Concha le escuchaba con asombro, resistiéndose á comprender sus palabras. ¿Qué escrúpulos eran éstos?... Después de ciertas divagaciones, el pintor habló con un tono de remordimiento de su amigo el conde de Alberca, un hombre respetable por su misma simplicidad. Su conciencia se sublevaba ante la sencilla admiración del grave señor. Era una infamia este engaño audaz en su misma casa, bajo el mismo techo. Él no tenía fuerzas para continuar: debían purificarse del pasado con una buena amistad; decirse adiós como amantes, sin rencor y sin antipatía, agradecidos mutuamente por la dicha pasada, llevándose, como muertos queridos, los agradables recuerdos...

La risa de Concha, nerviosa, sardónica, insolente, cortó la palabra del artista. Su cruel jocosidad excitábase al pensar que era su marido el pretexto de esta ruptura. ¡Su marido!... Y volvía á reir con carcajadas que delataban la insignificancia del conde, la falta absoluta de respeto que inspiraba á su mujer, la costumbre de ajustar su vida á sus caprichos, sin pensar nunca en lo que aquel hombre pudiera decir ó pensar. Su marido no existía para ella; jamás le había temido; nunca había pensado que pudiera servirle de obstáculo, y ¡el amante le hablaba de él, presentándolo como una justificación de su alejamiento!...

—¡Mi marido!—repetía entre los estremecimientos de su risa cruel.—¡Pobrecillo! Déjale quieto: él nada tiene que hacer entre nosotros... No mientas, no seas cobarde. Habla; otras cosas llevas en el pensamiento. Yo no sé las que son, pero las presiento, las veo desde aquí. ¡Si quisieras á otra!... ¡Si quisieras á otra!

Pero se interrumpía en esta exclamación sorda de amenaza. Le bastaba mirarle para convencerse de que era imposible. Su cuerpo no olía á amor; todo en él revelaba la paz de una carne en reposo, sin impulsos ni deseos. Era tal vez un capricho de su imaginación, una anormalidad de desequilibrado, lo que le impulsaba á repelerla. Y animada por esta creencia, se abandonó, olvidando su enfado, hablándole en tono cariñoso, acariciándole con un ardor en el que había á la vez algo de madre y de amante.

Renovales la vió pronto junto á él, enlazando los brazos á su cuello, hundiendo las manos con delectación en el revoltijo de su cabellera.

No era orgullosa: los hombres la adoraban, pero su corazón, su cuerpo, toda ella, era para su pintor, para aquel ingrato que tan mal correspondía á su cariño, que la iba á envejecer con tantos disgustos... Súbitamente enternecida, le besaba la frente, con una expresión generosa y pura. ¡Pobrecito! ¡Trabajaba mucho! Todo lo que tenía era cansancio, trastorno, exceso de producción. Había que dejar quietos los pinceles, vivir, quererla mucho, ser felices, tener en reposo aquella frente, siempre contraída por móviles arrugas, como un cortinaje tras el cual pasaba y repasaba, en perpetua revolución, un mundo invisible.

—Deja que te bese otra vez esa frente bonita, para que callen y duerman los duendes que tienes dentro.

Y besaba de nuevo la frente bonita, deleitándose en acariciar con sus labios los surcos y prominencias de esta extensión irregular, atormentada como un terreno volcánico.

Por mucho tiempo su voz mimosa, de exagerado ceceo infantil, resonó en el silencio del estudio. Sentía celos de la pintura, señora cruel, exigente y antipática, que parecía enloquecer á su pobre nene. El mejor día, ilustre maestro, prendía fuego al estudio con todos sus cuadros. Se esforzaba por atraerle á ella, por sentarlo en sus rodillas, meciéndolo como si fuese un niño.

—A ver, don Marianito: haga usted una risa á su Conchita. ¡Ríase usted, granuja!... ¡Ríete ó te pego!

Él reía, pero con sonrisa forzada, intentando resistirse al cariñoso manoseo, fatigado de estas infantiles simplezas que en otros tiempos eran su placer. Permanecía insensible á aquellas manos, á aquella boca, al calor de aquel cuerpo que rozaba el suyo, sin despertar la más leve emoción. ¡Y él había amado á aquella mujer! ¡Y por ella había cometido el crimen feroz é irreparable, que le haría arrastrar eternamente la cadena del remordimiento!... ¡Qué sorpresas las de la vida!...

La frialdad del pintor acabó por comunicarse á la de Alberca. Pareció despertar del ensueño en que ella misma se mecía. Se apartó del amante, examinándolo fijamente, con ojos imperiosos, en los que comenzaba á brillar de nuevo una chispa de orgullo.

—¡Di que me quieres! ¡Dilo en seguida! ¡lo necesito!

Pero en vano extremaba su ademán autoritario; en vano aproximaba sus ojos á los de él, como si quisiera asomarse á su interior. El artista sonreía débilmente, murmuraba palabras evasivas, negábase á seguirla en estas exigencias.

—Dilo á gritos; que yo lo oiga... Di que me quieres. Llámame Friné, lo mismo que cuando me adorabas de rodillas, besando mi cuerpo.

El nada dijo. Parecía avergonzado por el recuerdo; bajaba la cabeza para no verla.

La condesa se levantó con nervioso impulso. La cólera la hizo plantarse en medio del estudio, con las manos crispadas, el labio inferior temblón, los ojos con un brillo verdoso. Sentía deseos de destrozar algo, de caer en el suelo con violentas contorsiones. Dudaba entre romper una ánfora árabe, próxima, ó abalanzarse sobre aquella cabeza inclinada, clavando en ella sus uñas. ¡Miserable! ¡Tanto que le había amado; tanto que le quería aún, sintiéndose ligada á él por la vanidad y la costumbre!...

—¡Di si me quieres!—gritó.—¡Dilo de una vez!... ¿si ó no?...

Tampoco obtuvo respuesta. El silencio era penoso. Creyó de nuevo en otro amor, en una mujer que había venido á ocupar su puesto. ¿Pero quién era? ¿dónde encontrarla? Su instinto femenil le hizo volver la cabeza, extender la mirada por la próxima puerta, viendo el estudio inmediato, y tras él, el último, el verdadero taller donde trabajaba el maestro. Avisada por misteriosa intuición, echó á correr hacia aquella nave. ¡Allí!... ¡Tal vez allí! Los pasos del pintor sonaron tras ella. Había salido de su desaliento al verla huir; la perseguía con un apresuramiento de terror. Concha presintió que iba á saber la verdad; una verdad cruel, con toda la crudeza de un descubrimiento á plena luz. Quedó inmóvil, con las cejas fruncidas por un gran esfuerzo mental, ante aquel retrato que parecía reinar en el estudio, ocupando el mejor caballete, en lugar preferente, á pesar del desierto gris de su lienzo.

El maestro vió en la cara de Concha la misma expresión de duda y extrañeza de su amigo Cotoner. ¿Quién era aquélla?... Pero la vacilación fué más breve: su orgullo de mujer aguzaba sus sentidos. Vió más allá de aquella cabeza desconocida el coro de antiguos retratos que parecía guardarla.

¡Ay! ¡sus ojos de inmensa extrañeza! ¡la mirada de frío asombro que clavó en el pintor, examinándole de cabeza á pies!...

—¿Es Josefina?...

Él inclinó la frente, con muda respuesta. Pero le pareció una cobardía su silencio; sintió la necesidad de gritar, en presencia de aquellos lienzos, lo que afuera no había osado decir. Era un deseo de halagar á la muerta, de implorar su perdón, confesando su amor sin esperanza.

—Sí; es Josefina.

Y lo dijo avanzando un paso, gallardamente, mirando á Concha como si fuese un enemigo, con cierta hostilidad en los ojos que no pasó inadvertida para ella.

No se dijeron más. La condesa no podía hablar. Su sorpresa rebasaba los límites de lo verosímil, de lo conocido.

¡Enamorado de su mujer... y después de muerta! ¡Encerrado como un asceta, para pintarla con una hermosura que nunca había tenido!... La vida ofrecía grandes sorpresas, pero esto, seguramente, no se había visto nunca.

Creyó que caía y caía, empujada por el asombro, y al término de esta caída se encontró otra, sin una queja, sin un estremecimiento de dolor, pareciéndole extraño todo cuanto la rodeaba; la habitación, el hombre, los cuadros. Aquello iba más allá de sus sentimientos. Una hembra sorprendida allí, le hubiese hecho llorar, rugir de dolor, revolcarse en el pavimento, amar aún más al maestro, con el atizamiento de los celos. ¡Pero encontrarse con la rivalidad de una muerta! ¡Y además de muerta... su mujer!... El caso le pareció de una ridiculez sobrehumana: sentía deseos locos de reir. Pero no rió. Recordaba la mirada anormal que había sorprendido en el artista al entrar en el estudio; creía ver ahora en sus ojos una chispa de aquel mismo fulgor.

De pronto sintió miedo; miedo á la soledad sonora de aquella nave; miedo al hombre que la contemplaba en silencio, como si no la conociese, y hacia el cual experimentaba Concha la misma extrañeza.

Aun tuvo para él una mirada de conmiseración, de esa ternura que siente toda mujer ante la desgracia, aunque aflija á un desconocido. ¡Pobre Mariano! Todo había acabado entre ellos. Evitó el tuteo; le tendió los dedos de su diestra enguantada, con un ademán de gran señora inabordable. Habían pasado mucho tiempo en esta situación, en la que sólo hablaban sus ojos.

—Adiós, maestro; ¡cuidarse!... No se moleste acompañándome; conozco el camino. Siga su trabajo: pinte mucho...

Taconearon sus pies nerviosamente al alejarse sobre el pavimento encerado, que ya no habían de pisar nunca. El revoloteo de su falda esparció por última vez en el estudio su estela de perfumes.

Renovales respiró con más libertad al verse solo. Terminaba para siempre el error de su vida. De esta entrevista no le quedaba otro escozor que la indecisión de la condesa ante el retrato. La había reconocido antes que Cotoner, pero también había vacilado. Nadie se acordaba de la muerta; sólo él guardaba su imagen.

Aquella misma tarde, antes de que llegase su viejo amigo, recibió el maestro otra visita. Su hija se presentó en el estudio, adivinándola Renovales antes de que entrase, por el estrépito de alegría y de vida exuberante que parecía marchar ante sus pasos.

Venia á verle; le había prometido una visita desde muchos meses antes. Y el padre sonrió con indulgencia, recordando ciertas quejas de la última entrevista. ¿Nada más venía por verle?...

Milita se hizo la distraída, examinando el estudio que no había visitado en mucho tiempo.

—¡Calla!—exclamó.—¡Si es mamá!

Miraba el retrato con cierto asombro, pero el artista se mostró satisfecho de la prontitud con que la había reconocido. ¡Al fin, su hija! ¡El instinto de la sangre!... El pobre maestro no vió la ojeada á los otros retratos que había guiado á la joven en su inducción.

—¿Te gusta? ¿Es ella?—preguntó ansioso como un principiante.

Milita respondía con cierta vaguedad. Sí, estaba bien; tal vez un poco más hermosa que había sido. Ella no la conoció nunca así.

—Es verdad—dijo el maestro.—Tú no la viste en sus buenos tiempos. Pero así era antes de que tú nacieses. Tu pobre madre era muy hermosa.

Pero la hija no mostró gran emoción ante esta imagen. Le parecía extraña. ¿Por qué estaba la cabeza en un extremo del lienzo? ¿Qué pensaba añadir? ¿Qué significaban aquellos trazos?... El maestro se excusó con cierto rubor, temiendo comunicar su pensamiento á la hija, súbitamente dominado por una pudibundez paternal. Ignoraba aún lo que haría; tenía que decidirse por un vestido que encajase bien. Y en un acceso de súbita ternura, se humedecieron sus ojos y besó á su hija.

—¿Te acuerdas mucho de ella, Milita?... ¿Verdad que era muy buena?

La hija sintióse contagiada por la tristeza del padre, pero fué un momento nada más. Su vigor, su salud, su alegría de vivir, repelían pronto las impresiones tristes. Sí, muy buena; se acordaba de ella con frecuencia... Tal vez decía verdad: pero estos recuerdos no eran profundos ni dolorosos: la muerte le parecía una cosa sin sentido, un incidente remoto y poco temible que no turbaba la serena calma de su equilibrio físico.

—¡Pobre mamá!—añadió á guisa de oración.—Para ella fué un consuelo el marcharse. ¡Siempre enferma, siempre triste! ¡Con una vida así, más vale morir!...

Había en sus palabras cierta amargura; el recuerdo de una juventud compartida con aquella eterna enferma, de humor desigual, y en un ambiente entristecido por la sequedad hostil con que se trataban los padres. Además, su gesto era glacial. Todos hemos de morir: que los débiles se vayan antes, y dejen el sitio á los fuertes. Era el egoísmo inconsciente y cruel de la salud. Renovales veía de pronto el alma de su hija, por este desgarrón inesperado de su franqueza. La muerta los conocía bien á los dos. Era suya, toda suya. Él también poseía este egoísmo del fuerte que le había hecho aplastar la debilidad y la delicadeza, puestas á su amparo. A la pobre Josefina sólo le quedaba él, arrepentido y en eterna adoración. Para los demás, no había pasado por el mundo: ni en su hija perduraba el dolor de su muerte.

Milita volvió la espalda al retrato. Se olvidaba de su madre y de la obra de papá. ¡Chifladuras de artista! Ella había venido á otra cosa.

Se sentó junto á él, casi lo mismo que horas antes se había sentado otra mujer. Acariciábale con su voz cálida, que tomaba cierta entonación de arrullo felino. Papá, papaíto... era muy desgraciada... Venía á verle, á contarle sus pesares.

—Sí; dinero—dijo el maestro algo molesto por la falta de emoción con que hablaba de su madre.

—Dinero, papaíto, ya lo sabes; ya te lo dije el otro día. Pero no es eso sólo. ¡Rafael... mi marido! ¡esto es una vida imposible!

Y relataba las insignificantes contrariedades de su existencia. Para no creerse en prematura viudez, tenía que acompañar á su marido en el automóvil, interesarse en sus excursiones que antes le parecían una diversión y ahora le resultaban intolerables.

—Una vida de peón caminero, papá; siempre tragando polvo, contando kilómetros. ¡A mí que me gusta tanto Madrid! ¡que no puedo vivir fuera de él!...

Se había sentado en las rodillas de su padre, le hablaba con los ojos puestos en los suyos, acariciándole la cabellera, tirándole de los bigotes, con travesuras de niña... casi lo mismo que la otra.

—Además, es roñoso; por él iría como una cursi; todo le parece demasiado... Papaíto, sácame de este apuro; son dos mil pesetas nada más. Con esto me arreglo, y no te molestaré con nuevos empréstitos... Anda, papaíto dulce. Mira que las necesito en seguida, que por no incomodarte he aguardado hasta el último momento.

Renovales se agitaba molestado por el peso de su hija; una soberbia moza que caía sobre él con abandonos de niña. Irritábale su confianza filial. Su perfume de mujer le hacía recordar aquel otro que turbaba sus noches, esparciéndose por la soledad de las habitaciones. Parecía haber heredado la carne de la muerta.

La rechazó con cierta rudeza, y ella tomó esta repulsión por una negativa á sus súplicas. Se entristeció su cara, pusiéronse llorosos sus ojos, y el padre se arrepintió de su brusquedad. Le extrañaban sus incesantes peticiones de dinero. ¿Para qué lo quería?... Recordaba los grandes regalos de su boda, aquella abundancia principesca de ropas y alhajas que se había exhibido allí mismo, en los estudios. ¿Qué le faltaba á ella?... Pero Milita miraba á su padre con asombro. Había transcurrido más de un año desde entonces. Bien se veía que papá era un ignorante en estos asuntos. ¡Iba ella á usar los mismos vestidos, los mismos sombreros, iguales adornos, en un periodo larguísimo, interminable... de más de doce meses? ¡Qué horror! ¡Qué cursilería! Y aterrada por tanta monstruosidad, comenzaron á asomar sus tiernas lagrimitas, con gran inquietud del maestro...

Calma, Milita; no había por qué llorar. ¿Qué deseaba? ¿dinero?... Al día siguiente la enviaría todo el que necesitase. Guardaba poco en casa; tenía que pedirlo al Banco... operaciones que ella no comprendería. Pero Milita, alentada por su victoria, insistió en la petición con una tenacidad desesperante. La engañaba; no se acordaría de ella al día siguiente; conocía bien á su padre. Además, necesitaba el dinero en seguida; compromisos de honor (y lo afirmaba con gravedad), miedo á las amigas por si se enteraban de sus deudas.

—Ahora mismo, papaíto. No seas malo; no te diviertas en hacerme rabiar. Debes tener dinero: mucho dinero. Tal vez lo llevas encima... A ver, papaíto malo, déjame que te registre, déjame ver la cartera... No digas que no; sí que la llevas... ¡sí que la llevas!

Hundía sus manos en el pecho de su padre, desabrochando su chaquetón de trabajo, cosquilleándole audazmente por llegar al bolsillo interior. Renovales se defendía con cierta flojedad. Tonta; perdía el tiempo; ¿dónde estaría la cartera?... Él no la llevaba nunca en ese traje.

—¡Si está aquí, mentirosín!—gritó con alegría la hija, persistiendo en su registro.—¡La toco!... ¡Ya la tengo!... Mírala.

Era cierto. El pintor no se acordaba de que la había cogido por la mañana para pagar una cuenta, guardándola luego distraídamente en su chaquetón de pana.

Milita la abrió con una avidez que hizo daño á su padre. ¡Ay, aquellas manos de mujer, temblonas al buscar el dinero! Se tranquilizó pensando en la fortuna que había reunido, en los papeles de diversos colores que guardaba en un mueble. Todo ello sería para su hija, y esto tal vez la salvase del peligro á que la arrastraba su ansia de vivir entre las vanidades y oropeles de la femenina esclavitud.

En un instante sus manos se apoderaron de un buen número de billetes de diversos tamaños, formando un rollo que oprimió fuertemente entre sus dedos.

Renovales protestaba.

—Suelta, Milita, no seas niña. Me dejas sin dinero. Mañana te lo enviaré; deja eso ahora... Es un saqueo.

Ella le evitaba; se había puesto de pie; manteníase á distancia, elevando su mano por encima del sombrero para poner á salvo su botín. Reía con grandes carcajadas de su travesura... ¡Ni uno pensaba devolverle! No sabía cuántos eran; los contaría en su casa; saldría del paso por el momento, y al día siguiente le pediría lo que faltase.

El maestro acabó por reir, sintiéndose contagiado por su regocijo. Perseguía á Milita con el deseo de no alcanzarla; la amenazaba con grotesca severidad; la llamaba ladrona, lanzando voces de socorro, y así corretearon de uno á otro estudio. Antes de desaparecer, se detuvo Milita en la última puerta, levantando con autoridad un dedo enguantado de blanco.

—Mañana, el resto; no hay que olvidarlo... Mira, papaíto, que esto es muy serio. Adiós; te espero mañana.

Y desapareció, dejando en su padre algo de la alegría con que se habían perseguido.

El crepúsculo fué triste. Renovales permaneció sentado ante las imágenes de su mujer, contemplando aquella cabeza disparatadamente hermosa, que á él le parecía el más fiel de los retratos. Su pensamiento fué hundiéndose en la sombra que surgía de los rincones, envolviendo los lienzos. Sólo temblaba en los vidrios una luz pálida, brumosa, cortada por las lineas negras de las ramas exteriores.

Solo... solo para siempre. Tenía el cariño de aquella muchachota que acababa de irse, alegre, insensible á todo lo que no halagase su vanidad juvenil, su hermosura saludable. Tenia la adhesión de perro viejo de su amigo Cotoner, que no podía vivir sin verle, pero era incapaz de dedicarle su existencia por entero, y la compartía entre él y otras amistades, celoso de conservar su libertad de bohemio.

Y esto era todo... Bien poca cosa.

Próximo á la vejez, contemplaba una luz cruda y rojiza que parecía irritar sus ojos, el camino de desolación, yermo y monótono que le aguardaba... y á su final, la muerte. ¡La muerte! Nadie la ignoraba; era la única certeza; y sin embargo, transcurría la mayor parte de la vida sin pensar nunca en ella, sin verla.

Era como una de esas epidemias, en países lejanos, que devoran las existencias á millones. Se habla de ella como de un hecho cierto, pero sin estremecimiento de horror, sin temblores de miedo. «Está demasiado lejos; tardará mucho en llegar.»

Había nombrado muchas veces á la muerte, pero con los labios, sin que su pensamiento abarcase la significación de la palabra, sintiéndose vivir al mismo tiempo, aferrado á la existencia por las ilusiones y los deseos.

La muerte estaba al final de la ruta: nadie podía evitar su encuentro, pero todos tardaban en verla. Las ambiciones, los deseos, los amores, las crueles necesidades animales, distraían al hombre en su marcha hacia ella; eran como los bosques, los valles, el cielo azul y los ríos de tortuoso espejo, que entretenían al caminante, ocultándole el término del paisaje, el límite fatal, la negra garganta sin fondo á la que conducían todos los caminos.

Él estaba en las últimas jornadas. El sendero de su existencia se hacía desolado y triste; la vegetación se empequeñecía; las grandes arboledas trocábanse en líquenes boreales, ralos y miserables. Llegaba hasta él un hálito glacial del lóbrego desfiladero; le veía en el fondo; marchaba irremisiblemente hacia su garganta. Los campos de ilusión, con sus alturas luminosas, que antes cerraban el horizonte, quedábanse atrás y era imposible retroceder. En este camino nadie volvía sobre sus pasos.

Había gastado media vida luchando por la riqueza y por la gloria, esperando cobrar alguna vez los réditos de ésta con los placeres del amor... ¡Morir! ¿Quién pensaba en esto? Era entonces una amenaza remota y sin sentido. Se creía provisto de una misión providencial: la muerte no se atrevería con él, no llegaría hasta que su trabajo estuviese terminado. Le quedaban muchas cosas que hacer... Y bien; todo estaba hecho ya, no existían para él deseos humanos. Todo lo tenía... Ya no se levantaban ante sus pasos torres quiméricas que asaltar. En el horizonte, limpio de obstáculos, sólo se presentaba la gran olvidada... la muerte.

No quería verla; aun le quedaba una gran jornada en este camino que puede crecer, prolongarse, según las fuerzas del caminante, y sus piernas eran vigorosas.

Pero ¡ay! marchar, marchar años y años, con la vista fija en la lóbrega garganta, contemplándola siempre al término del horizonte, sin poder arrancarse un instante á la certeza de que estaba allí, era un martirio sobrehumano, que le obligaría á acelerar el paso, á correr para acabar cuanto antes.

¡Nubes engañosas que encapotasen el horizonte, ocultando esta realidad que amarga el pan, que entenebrece el ánimo y hace maldecir la inutilidad de haber nacido!... ¡Mentirosos y gratos espejismos que hacen surgir un paraíso de los sombríos yermos de la última jornada! ¡Ilusión, á mí!...

Y el triste maestro agrandaba con el pensamiento el último fantasma de su deseo; colgaba de la imagen amada de la muerta todos los delirios de su imaginación, deseando infundirla nueva vida con una parte de la suya. Cogía á puñados el barro del pasado, la masa del recuerdo, para hacerla más grande, ¡muy grande! que ocupara todo el camino, que cerrase el horizonte como un cerro inmenso, que ocultase hasta el último instante el lóbrego desfiladero término de la jornada.

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