Conclusión

Esta historia dio por igual a toda la compañía grandísimo placer y solaz y mucho se rieron todos de fray Cebolla y máximamente de su peregrinación y de las reliquias tanto vistas por él como traídas; la cual sintiendo la reina que había acabado, e igualmente su señorío, poniéndose en pie, se quitó la corona y, riendo, se la puso en la cabeza a Dioneo y dijo:

—Es tiempo, Dioneo, que algo pruebes la carga que es tener que guiar y gobernar a las mujeres; sé, pues, rey, y reina de tal manera que al final de tu gobierno lo alabemos.

Dioneo, recibiendo la corona, repuso riendo:

—Muchas veces podéis haber visto reyes de ajedrez que son más preciosos de lo que yo soy; y por cierto que si me obedecieseis como a un verdadero rey se obedece, os haría gozar de aquello sin lo cual es verdad que ninguna fiesta es totalmente alegre. Pero dejemos estas palabras; gobernaré como pueda.

Y haciendo, según la costumbre usada, venir al senescal, lo que tenía que hacer mientras durase su señorío le mandó; y luego dijo:

—Valerosas señoras, de diversas maneras se ha hablado aquí tanto del ingenio humano y de los varios sucesos que, si la señora Licisca no hubiese venido aquí hace un rato (que con sus palabras me ha dado la materia de las futuras narraciones de mañana) temo que me hubiera costado mucho tiempo encontrar tema sobre el que hablar. Ella, como habéis oído, dijo que no tenía una vecina que hubiera ido doncella a su marido, y añadió que bien sabía cuántas y cuáles burlas seguían las casadas haciendo a sus maridos. Pero dejando la primera parte, que es cosa de criaturas, pienso que la segunda deba ser divertida para hablar de ella, y por ello quiero que mañana se digan, puesto que la señora Licisca nos ha dado el motivo, burlas que por amor o por salvación suya han hecho las mujeres a sus maridos, habiéndose ellos apercibido o no.

Hablar de tal materia parecía a algunas de las damas que no era apropiado para ellas y le rogaban que cambiase el tema propuesto; a quienes el rey respondió:

—Señoras, sé lo que he ordenado mejor que vosotras, y de ordenarlo no me podréis apartar por lo que queréis mostrarme, considerando que estamos en tales tiempos que con guardarse los hombres y las mujeres de obrar deshonestamente toda conversación está permitida. Pues ¿no sabéis que por la perversidad de esta temporada los jueces han abandonado los tribunales, las leyes tanto divinas como humanas están calladas y amplia licencia para conservar la vida se ha concedido a cada uno? Por lo que, si algo se relaja vuestra honestidad al hablar, no para seguir con las obras nada desordenado sino para deleite de los demás y vuestro, no veo con qué argumento os pueda en el porvenir ser reprochado por nadie.

Además de esto, nuestra compañía, desde el primer momento hasta esta hora honestísima, por nada que se diga no me parece que en ningún acto se manche ni sea manchada, con la ayuda de Dios. Además, ¿quién no conoce vuestra honestidad? La cual no ya las conversaciones divertidas sino el terror de la muerte creo que no podría desalentar. Y por decir verdad, quien supiera que dejasteis de hablar de estas chanzas alguna vez acaso sospecharía que fueseis culpables de lo que teníais que narrar y que por ello no quisisteis. Sin contar con que bien me honraríais si habiendo yo obedecido a todas, ahora, habiéndome hecho vuestro rey, quisierais imponerme la ley y no hablar de lo que yo ordenase. Dejad, pues, este temor más propio de ánimos bajos que de los nuestros, y buena suerte tenga cada una en pensar una buena historia.

Cuando las señoras esto hubieron oído dijeron que fuera así como a él le pluguiese; por lo que el rey hasta la hora de la cena dio a cada uno licencia de hacer lo que gustase.

Estaba el sol todavía muy alto porque las narraciones habían sido breves; por lo que, habiéndose Dioneo con los otros jóvenes puesto a jugar a las tablas, Elisa, llamando aparte a las otras señoras, dijo:

—Desde que estarnos aquí he deseado llevaros a un lugar muy cerca de éste donde no creo que ninguna de vosotras haya estado, y se llama el Valle de las Damas; y hasta ahora no he visto el momento de poderos llevar allí sino hoy, puesto que el sol está aún alto; y por ello, si os place venir, no dudo que cuando estéis allí no estéis contentísimas de haber estado.

Las señoras dijeron que estaban dispuestas, y llamando a una de sus criadas, sin decir nada a los jóvenes, se pusieron en camino; y no habían andado más de una milla cuando llegaron al Valle de las Damas; dentro del cual, por un camino muy estrecho por una de cuyas partes corría un clarísimo arroyo, entraron; y lo vieron tan hermoso y tan deleitoso, y especialmente en aquel tiempo en que el calor era grande cuanto más podría imaginarse. Y según me dijo luego alguna de ellas, el llano que había en el valle era tan redondo como si hubiera sido trazado con compás aunque artificio de la naturaleza y no de la mano del hombre pareciese; y tenía de contorno poco más de media milla, rodeado por seis montañitas no muy altas, y encima de la cumbre de cada una se veía un edificio que tenía la forma de un hermoso castillito.

Las laderas de tales montañitas declinando hacia la llanura descendían como en los teatros vemos que desde la cima las gradas hasta la parte más baja vienen sucesivamente ordenadas, estrechando siempre su círculo. Y estaban estas laderas, cuantas a la vertiente del mediodía miraban, todas con viñas, olivos, almendros, cerezos, higueras y otras clases muchas de árboles frutales llenas sin dejar un palmo. Las que miraban al carro del Septentrión todas eran de bosquecillos de chaparros, fresnos y otros árboles verdísimos y lo más derechos que podían estar. La llanura de abajo, sin tener más entrada que aquella por donde las damas habían venido, estaba llena de abetos, de cipreses, de laureles y de algunos pinos, tan bien compuestos y tan bien ordenados como si todos hubieran sido plantados por el mejor artífice; y entre ellos poco sol o ninguno, entonces que estaba alto, entraba hasta el suelo, que era todo un prado de hierba menudísima y llena de flores purpúreas y de otras. Y además de esto, lo que no menos de deleite que de otra cosa servía, había un arroyo que desde una de las calles que dos de aquellas montañitas dividían, caía sobre peñas de roca viva y al caer hacía un rumor muy deleitoso al oído, y al salpicar parecía de lejos plata viva que cayese de alguna cosa exprimida menudamente; y al llegar abajo a la pequeña llanura, allí, recogido en una hermosa acequia hasta la mitad de la llanura velocísimo, y formaba allí un pequeño lago como a veces a modo de vivero hacen en su jardín los habitantes de las ciudades que de ello tienen ocasión.

Y era este lago no más profundo de lo que sea la estatura de un hombre hasta el pecho, y sin tener en sí

mezcla alguna mostraba clarísimo su fondo que era de menudísimos guijos que, quien no hubiese tenido otra cosa que hacer, habría podido contarlos si quisiera; y no solamente al mirar se veía el fondo del agua sino tantos peces acá y allá ir discurriendo que además de deleite eran maravilla. Y no estaba cerrado por la otra orilla sino por el suelo del prado, tanto más hermoso en su borde cuanto más humedad tenía de él. El agua que desbordaba su capacidad la recibía otra acequia por la cual, saliendo fuera del vallecito, a las partes más bajas corría.

Venidas, pues, aquí las jóvenes damas, luego de que por todas partes hubieron mirado y alabado mucho el lugar, siendo grande el calor y viendo el pequeño piélago delante y sin ningún temor de ser vistas, deliberaron bañarse; y mandando a su criada que sobre el camino por donde habían estado se quedase y mirase si alguien venía y se lo hiciera saber, las siete se desnudaron y entraron en él, que no de otra manera escondía sus cándidos cuerpos de lo que haría a una encarnada rosa un cristal sutil. Estando ellas allí metidas sin que en nada se enturbiase el agua, comenzaron como podían a andar de acá para allá detrás de los peces, los cuales mal tenían donde esconderse, y a querer cogerlos con las manos. Y luego de que en tal diversión, habiendo cogido algunos, estuvieron un rato, saliendo de allí se volvieron a vestir y sin poder alabar más el lugar que lo habían alabado, pareciéndoles tiempo de volverse a casa, con suave paso, hablando mucho de la belleza del lugar, se pusieron en camino; y llegando a la villa a bastante buena hora, todavía allí encontraron jugando a los jóvenes donde los habían dejado; a quienes Pampínea, riendo, dijo:

—Pues ya os hemos engañado hoy.

—¿Y cómo? —dijo Dioneo—. ¿Comenzáis primero las obras que las palabras?

Dijo Pampínea:

—Señor nuestro, sí.

Y extensamente le contó de dónde venían y cómo era el lugar y cuánto distaba de allí y lo que habían hecho.

El rey, oyendo hablar de la belleza del lugar, deseoso de verlo, prestamente hizo ordenar la cena; la cual luego de que con mucho placer de todos se terminó, los tres jóvenes con sus sirvientes, dejando a las damas, se fueron a este valle, y considerando cada cosa, no habiendo estado allí nunca ninguno de ellos, alabaron aquello como una de las más bellas cosas del mundo; y luego de que se hubieron bañado y volvieron a vestirse, como se hacía demasiado tarde se volvieron a casa, donde encontraron a las mujeres que danzaban una carola a un aria cantada por Fiameta; y con ellas, terminada su carola, entrando en conversación sobre el Valle de las Damas, mucho bien y muchas alabanzas dijeron. Por la cual cosa el rey, haciendo venir al senescal, le mandó que a la mañana siguiente hiciera que allí fuesen preparadas las cosas y fuera llevada alguna cama por si alguna quisiera dormir o acostarse la siesta. Después de esto, haciendo venir luces y vino y dulces y un tanto reconfortados, mandó que todo el mundo se pusiese a bailar; y habiendo iniciado Pánfilo una danza por voluntad suya, el rey, volviéndose a Elisa, le dijo amablemente:

—Hermosa joven, hoy me hiciste la honra de darme la corona, y yo quiero hacerte a ti esta noche la de la canción; y por ello haz una que diga lo que más te guste.

A quien Elisa repuso sonriendo que de buen grado, y con suave voz comenzó de esta guisa:

Amor, si de tus garras yo saliera no podría suceder que otro de tus anzuelos más mordiera.

Yo era una niña cuando entré en tu guerra creyendo que era suma y dulce paz, y las armas dejé puestas en tierra cual quien confía en uno que es veraz, tú, desleal tirano, eres rapaz y me hiciste caer con tu armamento y con tu garra fiera.

Luego, bien apretada en tus cadenas, a quien nació para verdugo mío, llena de tristes lágrimas y penas presa me diste, y tiene mi albedrío; y es tan duro y cruel su señorío que no pueden mover su corazón mis suspiros ni ojeras.

Mis ruegos todos se los lleva el viento: nadie me escucha ni me quiere oír, y, si cada hora crece mi tormento, viviendo con dolor no sé morir, ¡Ah, duélete, señor, de mi sufrir! Lo que no puedo hacer haz tú, y dámelo atado en forma fiera.

Y si no quieres, por lo menos suelta el nudo con que me ata la esperanza.

¡Ah, que la libertad me sea devuelta! Pues yo tendré, si lo haces, confianza en ser bella de nuevo sin tardanza; y sin más padecer con blanca y roja flor ornada fuera Luego de que con un suspiro muy apesadumbrado Elisa hubo dado fin a su canción, aunque todos se maravillasen de tales palabras, ninguno hubo que pudiera adivinar quién de tal cantar la razón fuese. Pero el rey, que estaba de buen humor, haciendo llamar a Tíndaro, le ordenó que sacase su cornamusa, al son de la cual hizo bailar muchas danzas; pero cuando ya buena parte de la noche había pasado, dijo a todos que se fuesen a dormir.

TERMINA LA SEXTA JORNADA

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