Novela décima

Fray Cebolla promete a algunos campesinos mostrarles la pluma del ángel Gabriel; al encontrar en lugar de ella unos carbones, dice que son de aquellos que asaron a San Lorenzo.

Habiendo todos los de la compañía completado sus historias, conoció Dioneo que a él le tocaba tener que contar; por la cual cosa, sin demasiado esperar un mandato solemne, impuesto silencio a quienes las agudas palabras de Guido alababan, comenzó:

Graciosas señoras, aunque tenga por privilegio poder hablar de lo que más me agrade, no entiendo hoy querer separarme de aquella materia de que vosotras todas habéis muy apropiadamente hablado; sino siguiendo vuestras huellas entiendo mostraros cuán cautamente con un súbito expediente uno de los frailes de San Antonio escapó a una burla que por dos jóvenes le había sido preparada. Y no deberá seros penoso que, para bien contar la historia completa, algo me extienda al hablar, si miráis al sol que todavía está en mitad del cielo.

Certaldo, como tal vez habéis podido oír, es un burgo de Valdelsa situado en nuestros campos el cual, aunque sea pequeño, estuvo antiguamente habitado por hombres nobles y acaudalados; al cual, porque se encontraban buenos pastos, acostumbraba a ir durante mucho tiempo, todos los años una vez, a recoger las limosnas que le daban los tontos, un fraile de San Antonio cuyo nombre era fray Cebolla, tal vez no menos por el nombre que por otra devoción bien visto allí, como sea que aquel terreno produce cebollas famosas en toda Toscana. Era este fray Cebolla pequeño de persona, de pelo rojo y alegre gesto, y lo más campechano del mundo; y además de esto, no teniendo ninguna ciencia, tan óptimo hablador y rápido que quien no lo hubiera conocido no solamente lo habría estimado por gran retórico sino que habría dicho que era el mismo Tulio o tal vez Quintiliano; y casi de todos los de la comarca era compadre o amigo o bienquisto.

El cual, según su costumbre, en el mes de agosto allí se fue una vez entre otras y un domingo por la mañana, habiendo todos los buenos hombres y las mujeres de las aldeas de alrededor venido a misa a la parroquia, cuando le pareció oportuno, avanzando hacia ellos, dijo:

—Señores y señoras, como sabéis, vuestra costumbre es mandar todos los años a los pobres del barón señor San Antonio algo de vuestro grano y de vuestras mieses, quién poco y quién mucho, según sus posibilidades y su devoción, para que el beato San Antonio os guarde vuestros bueyes y los burros y las ovejas; Y además de esto, soléis pagar, y especialmente quienes a nuestra cofradía están apuntados, esa pequeña cuota que se paga una vez al año. Para recoger las cuales cosas he sido mandado por mi superior, es decir, por el señor abad; y por ello con la bendición de Dios, después de nona, cuando oigáis tocar las campanillas, venid aquí fuera de la iglesia, donde yo os echaré el sermón al modo usado y besaréis la cruz; y además de esto, porque sé que todos sois devotísimos del barón San Antonio, como gracia especial os mostraré una santísima y bella reliquia, que yo mismo he traído de tierras de ultramar, y es una de las plumas del ángel Gabriel, que en la alcoba de la Virgen María se quedó cuando vino a visitarla a Nazaret.

Y dicho esto se calló y volvió a su misa. Había, cuando fray Cebolla decía estas cosas, entre otros muchos jóvenes en la iglesia, dos muy astutos, llamado el uno Giovanni del Bragoniera y el otro Biagio Pizzini, los cuales, luego de que algún tanto se hubieron reído entre sí de la reliquia de fray Cebolla, aunque eran muy amigos suyos y de su compañía, se propusieron hacerle alguna burla con esta pluma. Y habiendo sabido que fray Cebolla por la mañana almorzaba en el castillo con un amigo suyo, al sentirlo sentado a la mesa se bajaron a la calle y al albergue donde estaba hospedado el fraile se fueron, con el propósito de que Biagio debía dar conversación al criado de fray Cebolla y Giovanni debía entre las cosas del fraile buscar aquella pluma, fuese la que fuese, y quitársela, para ver qué decía él al pueblo de este asunto.

Tenía fray Cebolla un criado a quien algunos llamaban Guccio Balena y otros Guccio Imbratta, y quien le decía Guccio Porco, el cual era tan feo que no es verdad que Lippo Topo pintase a alguien semejante. Del que muchas veces fray Cebolla acostumbraba a reírse con su compañía y a decir:

—Mi criado tiene nueve cosas tales que si una cualquiera de ellas se encontrase en Salomón, en Aristóteles o en Séneca tendría la fuerza de estropear todo su entendimiento, toda su virtud, toda su santidad. ¡Pensad qué hombre debe ser éste en quien ni virtud, ni entendimiento ni santidad alguna hay, habiendo nueve cosas!

Y siendo alguna vez preguntado que cuáles eran estas nueve cosas, y habiéndolas puesto en verso, respondía:

—Os las diré: es calmoso, pringoso y mentiroso; negligente, desobediente y malediciente; descuidado, desmemoriado y maleducado, sin contar con que tiene algunos defectillos, además de éstos que mejor es callarlos. Y lo que es sumamente risible de sus asuntos es que en todos los sitios quiere tomar mujer y arrendar una casa, y teniendo la barba larga y negra y grasienta le parece que es tan hermoso y placentero que cree que cuantas mujeres le ven se enamoran de él y si se le dejase andaría detrás de todas perdiendo las calzas. Y es verdad que me es de gran ayuda porque nunca hay nadie que me quiera hablar tan en secreto que él no quiera oír su parte, y si sucede que me pregunten alguna cosa siente tanto miedo de que yo no sepa responder que prestamente responde él sí o no, según juzga que conviene.

A éste, al dejarlo en el albergue, fray Cebolla le había mandado que mirase bien que nadie tocase sus cosas, y especialmente sus alforjas que es donde estaban las cosas sagradas; pero Guccio Imbratta, que más gustaba de estar en la cocina que el ruiseñor sobre las verdes ramas, y máximamente si a alguna sirvienta olía por allí, habiendo visto a una del hospedero, grasienta y gruesa y pequeña y mal hecha, con un par de tetas que parecían dos canastas de abono y con una cara que parecía de los Baronci, toda sudada, mugrienta y ahumada, no de otro modo que el buitre se arroja sobre la carroña, abandonando la cámara de fray Cebolla y todas sus cosas, allá se dejó caer.

Y aunque fuese agosto, sentándose junto al fuego comenzó con ésta, que Nuta tenía por nombre, a entrar en conversación y a decirle que él era hombre noble por delegación y que tenía más de milientainueve florines, sin contar con los que tenía que dar a otro que eran más o menos los mismos, y que sabía hacer y decir tantas más cosas que ni el dómine unquanque. Y sin mirar un capuz suyo que tenía tanta grasa que habría servido para condimentar la caldera de Altopascio, y a su jubonzuelo roto y remendado, y alrededor del cuello y bajo los sobacos esmaltado de mugre con más manchas y más colores que nunca tuvieron los paños tártaros o indios y a sus zapatillas todas rotas y a las calzas descosidas, le dijo, como si hubiera sido el señor de Chatilión, que quería darle vestidos y pulirla y sacarla de aquella esclavitud de estar en casa ajena, y sin tener grandes posesiones, ponerla en estado de esperar mejor fortuna; y muchas otras cosas, las cuales, por muy afectuosamente que las dijese, convertidas en aire como ocurría con la mayoría de sus empresas, se quedaron en nada.

Encontraron, así, los dos jóvenes a Guccio Porco ocupado con Nuta; de la cual cosa contentos, porque la mitad del trabajo se ahorraban, no impidiéndoselo nadie, en la cámara de fray Cebolla, que encontraron abierta, entrados, la primera cosa que cogieron para buscar en ella fue la alforja donde estaba la pluma; y abierta la cual, encontraron en un gran paquete de cendales envuelta una pequeña arqueta donde, abierta, encontraron una pluma de aquéllas de la cola de un papagayo, que pensaron que debía ser la que había prometido mostrar a los certaldeños. Y ciertamente podía en aquellos tiempos fácilmente hacérselo creer, porque todavía los lujos de Egipto no habían llegado a Toscana sino en pequeña cantidad y no como después en grandísima abundancia, con ruina de toda Italia han llegado; y si eran poco conocidos en aquella comarca, no eran nada conocidos por los habitantes; sino que, conservándose todavía la ruda honestidad de los antiguos no sólo no habían visto papagayos, sino que ni de lejos la mayor parte nunca habían oído hablar de ellos.

Contentos, pues, los jóvenes de haber encontrado la pluma, la cogieron, y para no dejar la arqueta vacía, viendo carbones en un rincón de la cámara, llenaron con ellos la arqueta; y cerrándola y cerrando todas las cosas como las habían encontrado, sin haber sido vistos, se fueron contentos con la pluma y se pusieron a esperar lo que fray Cebolla, al encontrar carbones en lugar de la pluma, iba a decir. Los hombres y las mujeres sencillos que estaban en la iglesia, al oír que iban a ver la pluma del arcángel Gabriel después de nona, terminada la misa se volvieron a casa; y diciéndoselo de un vecino a otro y de una comadre a otra, al terminar todos de almorzar, tantos hombres y tantas mujeres acudieron al castillo que apenas cabían allí, esperando con deseo de ver aquella pluma.

Fray Cebolla, habiendo almorzado bien y luego dormido un rato, se levantó un poco después de nona y sintiendo que una multitud grande de campesinos había venido para ver la pluma, mandó a decir a Guccio Imbratta que allí con las campanillas subiera y trajese sus alforjas. El cual, luego que con trabajo de la cocina y de la Nuta se arrancó, con las cosas pedidas, con lento paso, allá se fue, y llegando allí sin aliento porque el beber agua le había hecho hincharse mucho el cuero, por mandato de fray Cebolla, bajo la puerta de la iglesia se fue y comenzó a tocar fuertemente las campanillas. Después de que todo el pueblo se reunió, fray Cebolla, sin haberse apercibido de que nada le hubieran tocado, comenzó su sermón y a favor de sus intenciones dijo muchas palabras; y teniendo que llegar a mostrar la pluma del ángel Gabriel, diciendo primero con gran solemnidad el Confiteor, hizo encender dos antorchas, y desenrollando delicadamente los cendales, habiéndose quitado primero la capucha, fuera sacó la arqueta; y diciendo primeramente unas palabritas en alabanza y loa del arcángel Gabriel y de su reliquia, abrió la arqueta. Y cuando llena de carbones la vio, no sospechó que aquello Guccio Balena lo hubiera hecho porque sabía que no alcanzaba a tanto, ni lo maldijo por no haber cuidado de que otro no lo hiciera; sino que se insultó tácitamente por haberle encomendado la guarda de sus cosas sabiéndolo como lo sabía negligente, desobediente, descuidado y desmemoriado; pero sin embargo, sin cambiar de color, alzando el rostro y las manos al cielo dijo de manera que fue oído por todos:

—¡Oh, Dios, alabado sea siempre tu poder!

Luego, volviendo a cerrar la arqueta y volviéndose al pueblo, dijo:

—Señores y señoras, debéis saber que siendo yo todavía muy joven fui enviado por un superior mío a aquella parte por donde aparece el sol, y me fue ordenado con mandamiento expreso que buscase los privilegios de Porcellana, los cuales, aunque como indulgencias no costasen nada, mucho más útiles les son a otros que a nosotros; por la cual cosa, poniéndome en camino, partiendo de Vinegia y yendo por el Burgo de Griegos y de allí adelante cabalgando por el reino del Garbo y por Baldacca, llegué al Parión de donde, no sin sed, luego de un tanto llegué a Cerdeña. ¿Pero por qué voy diciéndoos todos los países por donde fui buscando? Llegué, pasado el estrecho de San Giorgio, a Estafia y a Befia, países muy habitados y con muchas gentes, y de allí llegué a la Tierra de la Mentira, donde a muchos de nuestros frailes y de otras religiones encontré, los cuales todos andaban evitando los disgustos por amor de Dios, poco cuidándose de otros trabajos cuando veían que perseguían su utilidad, no gastando más moneda que la que no estaba acuñada por aquellos países; y pasando de allí a la tierra de los Abruzzos, donde los hombres y las mujeres van sin zuecos por los montes, vistiendo a los puercos con sus mismas tripas, y poco más allá me encontré a gentes que llevan el pan en los bastones y el vino en los morrales, desde donde llegué a las montañas de los vascos, donde todas las aguas corren hacia abajo.

»Y en resumen, tanto anduve que llegué hasta la India Pastinaca, en donde os juro, por el hábito que llevo, que vi volar a los plumíferos, cosa increíble para quien no los haya visto; pero no me deje mentir Maso del Saggio a quien encontré allí hecho un gran mercader que cascaba nueces y vendía las cáscaras al por menor. Pero no pudiendo lo que estaba buscando encontrar, porque de allí en adelante se va por el mar, volviéndome atrás, llegué a esas santas tierras donde en el verano os cuesta el pan frío cuatro dineros y el caldo nada os cuesta ; y allí encontré al venerable padre señor Non—me—blasméis—si—os—place, dignísimo patriarca de Jerusalén, el cual, por reverencia al hábito que siempre he llevado del barón señor San Antonio, quiso que viese ya todas las santas reliquias que tenía junto a sí, y fueron tantas que, si quisiese describiros todas no vendrían a término en tal milla; pero por no dejaros desilusionados os diré, sin embargo, algunas. Primeramente me mostró el dedo del Espíritu Santo tan entero y sano como nunca lo estuvo, y el tupé del serafín que se apareció a San Francisco, y una de las uñas de los querubines, y una de las costillas del Verbum—caripuesto—alajimez, y de los vestidos de la santa fe católica y algunos de los rayos de la estrella que se apareció a los tres Magos de Oriente, y una ampolla con el sudor de San Miguel cuando combatió con el diablo, y la mandíbula de la muerte de San Lázaro y otras. Y porque yo libremente le entregué las laderas de Montemoreno en vulgar y algunos capítulos del Caprezio que largamente había estado buscando, él me hizo partícipe de sus santas reliquias y me donó uno de los dientes de la santa cruz y en una ampolleta algo del sonido de las campanas del templo de Salomón y la pluma del arcángel Gabriel, de la cual ya os he hablado, y uno de los zuecos de San Gherardo de Villamagna, el cual yo, no hace mucho, en Florencia di a Gherardo de los Bonsi, que tiene en él grandísima devoción; y me dio los carbones con los que fue asado el bienaventurado mártir San Lorenzo; las cuales cosas todas aquí conmigo traje devotamente, y todas las tengo.

»Y es la verdad que mi superior nunca ha permitido que las mostrase hasta tanto que no se ha certificado si son ciertas o no, pero ahora que por algunos milagros hechos por ellas y por cartas recibidas del patriarca se ha asegurado, me ha concedido la licencia para que os las muestre; pero yo, temiendo confiárselas a nadie, siempre las llevo conmigo. Cierto que llevo la pluma del arcángel Gabriel, para que no se estropee, en una arqueta, y los carbones con los cuales fue asado San Lorenzo en otra, las cuales son tan semejantes la una a la otra que muchas veces he cogido la una por la otra, y ahora me ha ocurrido; y creyendo que había traído la arqueta donde estaba la pluma, he traído aquella en donde están los carbones.

Lo que no reputo como error sino que me parece que sea cierto que haya sido la voluntad de Dios y que Él mismo haya puesto la arqueta de los carbones en mis manos, acordándome yo hace poco que la fiesta de San Lorenzo es de aquí a dos días; y por ello, queriendo Dios que yo, al mostraros los carbones con los que fue asado, encienda en vuestras almas la devoción que en él debéis tener, no la pluma que quería sino los benditos carbones rociados con el humor de aquel santísimo cuerpo me hizo coger. Y por ello, hijos benditos, quitaos las capuchas y acercaos aquí devotamente a verlos. Pero primero quiero que sepáis que cualquiera que por estos carbones es tocado con la señal de la cruz puede vivir seguro todo el año de que no le quemará fuego que no sienta.

Y luego que hubo dicho así, cantando un laude de San Lorenzo, abrió la arqueta y mostró los carbones, los cuales luego de que un rato la estúpida multitud hubo mirado con reverente admiración, con grandísimo ruido de pies todos se acercaron a fray Cebolla, y dando mayores limosnas de lo que acostumbraban, que les tocase con ellos le rogaban todos. Por la cual cosa, fray Cebolla, cogiendo aquellos carbones en la mano, sobre sus camisolas blancas y sobre los jubones y sobre los velos de las mujeres comenzó a hacer las cruces mayores que le cabían, afirmando que cuanto se gastaban al hacer aquellas cruces lo crecían después en la arqueta, como él había experimentado muchas veces. Y de tal guisa, no sin grandísima utilidad suya, habiendo cruzado a todos los certaldeños, por su rápida invención se burló de aquellos que, quitándole la pluma, habían querido burlarse de él. Los cuales, estando en su sermón y habiendo oído el extraordinario remedio encontrado por él, y cómo se las había arreglado y con qué palabras, se habían reído tanto que habían creído que se les desencajaban las mandíbulas; y luego de que se hubo ido el vulgo, yendo a él, con la mayor fiesta del mundo lo que habían hecho le descubrieron y luego le devolvieron su pluma, la cual al año siguiente le valió no menos que aquel día le habían valido los carbones.

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