Acto segundo

Salen JACINTA y don ENRIQUE como a escuras

JACINTA: Llega con silencio.

ENRIQUE: Apenas los pies en la tierra puse.

JACINTA: Ésta es el jardín, y aquí pues de la noche te encubre el manto, y pues don Gutierre está preso, no hay que dudes sino que conseguirás victorias de amor tan dulces.

ENRIQUE: Si la libertad, Jacinta, que te prometí, presumes poco premio a bien tan grande, pide más, y no te excuses por cortedad. Vida y alma es bien que por tuyas juzgues.

JACINTA: Aquí mi señora siempre viene, y tiene por costumbre pasar un poco la noche.

ENRIQUE: Calla, calla, no pronuncies otra razón, porque temo que los vientos nos escuchen.

JACINTA: Ya, pues, porque tanta ausencia no me indicie, o no me culpe de este delito, no quiero faltar de al í.

Vase JACINTA

ENRIQUE: Amor, ayude mi intento. Estas verdes hojas me escondan y disimulen; que no seré yo el primero que a vuestras espaldas hurte rayos al sol. Acteón con Diana me disculpe.

Escóndese, y sale doña MENCÍA y criadas

MENCÍA: ¡Silvia, Jacinta, Teodora!

JACINTA: ¿Qué mandas?

MENCÍA: Que traigas luces; y venid todas conmigo a divertir pesadumbres de la ausencia de Gutierre, donde el natural presume vencer hermosos países que el arte dibuja y pule. ¡Teodora!

TEODORA: ¿Señora mía?

MENCÍA: Divierte con voces dulces esta tristeza.

TEODORA: Holgaréme que de letra y tono gustes.

Canta TEODORA y duérmese doña MENCÍA

JACINTA: No cantes más, que parece que ya el sueño al alma infunde sosiego y descanso; y pues hallaron sus inquietudes en él sagrado, nosotras no la despertemos.

TEODORA: Huye con silencio la ocasión.

JACINTA: (Yo lo haré, porque la busque

Aparte quien la deseó. ¡Oh criadas, y cuántas honras ilustres se han perdido por vosotras!

Vanse, y sale don ENRIQUE

ENRIQUE: Sola se quedó. No duden mis sentidos tanta dicha, y ya que a esto me dispuse, pues la ventura me falta, tiempo y lugar me aseguren. ¡Hermosísima Mencía!

MENCÍA: ¡Válgame Dios!

Despierta

ENRIQUE: No te asustes.

MENCÍA: ¿Qué es esto?

ENRIQUE: Un atrevimiento, a quien es bien que disculpen tantos años de esperanza.

MENCÍA: ¿Pues, señor, vos...

ENRIQUE: No te turbes.

MENCÍA: ...de esta suerte...

ENRIQUE: No te alteres.

MENCÍA: ...entrasteis...

ENRIQUE: No te disgustes.

MENCÍA: ...en mi casa sin temer que así a una mujer destruye, y que así ofende un vasallo tan generoso e ilustre?

ENRIQUE: Esto es tomar tu consejo. Tú me aconsejas que escuche disculpas de aquella dama, y vengo a que te disculpes conmigo de mis agravios.

MENCÍA: Es verdad, la culpa tuve; pero si he de disculparme, tu alteza, señor, no dude que es en orden a mi honor.

ENRIQUE: ¿Que ignoro, acaso, presumes el respeto que les debo a tu sangre y tus costumbres? El achaque de la caza que en estos campos dispuse, no fue fatigar la caza, estorbando que sa- luden a la venida del día, sino a ti, garza, que subes tan remontada, que tocas por las campañas azules de los palacios del sol los dorados balaústres.

MENCÍA: Muy bien, señor, vuestra alteza a las garzas atribuye esta lucha; pues la garza de tal instinto presume, que volando hasta los cielos, rayo de pluma sin lumbre, ave de fuego con alma, con instinto alada nube, parda cometa sin fuego, quiere que su intento burlen azores reales; y aun dicen que cuando de todos huye, conoce el que ha de matarla; y así, antes que con él luche, el temor hace que tiemble, se estremezca, y se espeluce. Así yo, viendo a tu alteza quedé muda, absor- ta estuve, conocí el riesgo, y temblé; tuve miedo, y horror tuve; porque mi temor no ignore, porque me espanto no dude, que es quien me ha de dar la muerte.

ENRIQUE: Ya llegué a hablarte, ya tuve ocasión; no he de perdella.

MENCÍA: ¿Cómo esto los cielos sufren? Daré voces.

ENRIQUE: A ti misma te infamas.

MENCÍA: ¿Cómo no acuden a darme favor las fieras?

ENRIQUE: Porque de enojarme huyen.

Dentro don GUTIERRE

GUTIERRE: Ten ese estribo, Coquín, y llama a esa puerta.

MENCÍA: ¡Cielos! No mintieron mis recelos; llegó de mi vida el fin. Don Gutierre es éste, ¡ay Dios!

ENRIQUE: ¡Oh, qué infelice nací!

MENCÍA: ¿Qué ha de ser, señor, de mí, si os halla conmigo a vos?

ENRIQUE: ¿Pues qué he de hacer?

MENCÍA: Retiraros.

ENRIQUE: ¿Yo me tengo de esconder?

MENCÍA: El honor de una mujer a más que

esto ha de obligaros.

No podéis salir --¡soy muerta!-- que como allá

no sabían mis criadas lo que hacían, abrieron luego

la puerta.

Aun salir no podéis ya.

ENRIQUE: ¿Qué haré en tanta confusión?

MENCÍA: Detrás de ese pabellón, que en mi misma cuadra está, os esconded.

ENRIQUE: No he sabido, hasta la ocasión pre-

sente, qué es temor. ¡Oh, qué valiente debe de ser

un marido!

Escóndese

MENCÍA: Sí inocente la mujer, no hay desdi-

cha que no aguarde, ¡válgame Dios, qué cobarde

culpada debe de ser!

Salen don GUTIERRE y COQUÍN

GUTIERRE: Mi bien, mi señora, los brazos dar-

me una y mil veces puedes.

MENCÍA: Con envidia de estas redes, que en

tan amoroso lazos están inventando abrazos.

GUTIERRE: No dirás que no he venido a verte.

MENCÍA: Fineza ha sido de amante firme y

constante.

GUTIERRE: No dejo de ser amante yo, mi bien,

por ser marido; que por propia la hermosura no

desmerece jamás las finezas; antes más las alienta

y asegura; y así a su riesgo procura los medios, las

ocasiones.

MENCÍA; En obligación me pones.

GUTIERRE: El alcaide que conmigo está, es mi

deudo y amigo, y quitándome prisiones al cuerpo,

más las echó al alma, porque me ha dado ocasión

de haber llegado a tan grande dicha yo, como es a

verte.

MENCÍA; ¿Quién vio mayor gloria...

GUTIERRE: ...que la mía?; aunque, si bien ad-

vertía, hizo muy poco por mí en dejarme que hasta

aquí viniese; pues si vivía yo sin alma en la prisión, por estar en ti, mi bien, darme libertad fue bien, para que en esta ocasión alma y vida con razón otra vez

se viese unida; porque estaba dividida, teniendo en

prolija calma, en una prisión el alma, y en otra pri-

sión la vida.

MENCÍA: Dicen que dos instrumentos con-

formemente templados, por los ecos dilatados co-

munican los acentos.

Tocan el uno, y los vientos hiere el otro, sin

que allí nadie le toque; y en mí esta experiencia se

viera; pues si el golpe allá te hiriera, muriera yo

desde aquí.

COQUÍN: ¿Y no le darás, señora, tu mano por un momento a un preso de cumplimiento; pues llora,

siente e ignora por qué siente, y por qué llora y está su muerte esperando sin saber por qué, ni cuándo?

Pero...

MENCÍA: Coquín, ¿qué hay en fin?

COQUÍN: Fin al principio en Coquín hay, que

esto te estoy contando; mucho el rey me quiere,

pero si el rigor pasa adelante, mi amo será muerto

andante, pues irá con escudero.

Habla doña MENCÍA

a don GUTIERRE

MENCÍA: Poco regalarte espero; porque co-

mo no aguardaba huésped, descuidada estaba.

Cena os quiero apercibir.

GUTIERRE: Un esclava puede ir.

MENCÍA: ¿Ya, señor, no va una esclava?

Yo lo soy, y lo he de ser,

Jacinta, venme a ayudar.

(En salud me he de curar.

Aparte

Ved, honor, cómo ha de ser, porque me he de resolver a una temeraria acción).

Vanse las dos

GUTIERRE: Tú, Coquín, a esta ocasión aquí te queda, y extremos olvida, y mira que habemos de volver a la prisión antes del día; ya falta poco; aquí puedes quedarte.

COQUÍN: Yo quisiera aconsejarte una indus- tria, la más alta que el ingenio humano esmalta. en ella tu vida está. ¡Oh, qué industria...

GUTIERRE: Dila ya.

COQUÍN: ...para salir sin lisión, sano y bueno de prisión!

GUTIERRE: ¿Cuál es?

COQUÍN: No volver allá. ¿No estás bueno? ¿No estás sano? Con no volver, claro ha sido que sano y bue- no has salido.

GUTIERRE: ¡Vive Dios, necio villano, que te ma- te por mi mano! ¿Pues tú me has de aconsejar tan vil acción, sin mirar la confianza que aquí hizo el alcaide de mí?

COQUÍN: Señor, yo llego a dudar --que soy más desconfiado-- de la condición del rey; y así, el honor de esa ley no se entiende en el criado; y hoy estoy determinado a dejarte y no volver.

GUTIERRE: ¿Dejarme tú?

COQUÍN: ¿Qué he de hacer?

GUTIERRE: Y de ti, ¿qué han de decir?

COQUÍN: ¿Y héme de dejar morir por sólo bien parecer? Si el morir, señor, tuviera descarte o enmien- da alguna, cosa que de dos la una un hombre hacerla pudiera, yo probara la primera por servirte; mas ¿no ves que rifa la vida es? Entro en ella, vengo y tomo cartas, y piérdola. ¿Cómo me desquitaré después? Perdida se quedará, si la pierdo por tu enga- ño, hasta, hasta ciento y un año.

Sale doña MENCÍA sola, muy alborotada

MENCÍA: Señor, tu favor me da.

GUTIERRE: ¡Válgame Dios! ¿Qué será? ¿Qué puede haber sucedido?

MENCÍA: Un

hombre...

GUTIERRE: ¡Presto!

MENCÍA: ...escondido en mi aposento he to-

pado, encubierto y rebozado.

Favor, Gutierre, te pido.

GUTIERRE: ¿Qué dices? ¡Válgame el cielo!

Ya es forzoso que me asombre. ¿Embozado

en casa un hombre?

MENCÍA: Yo le vi.

GUTIERRE; Todo soy hielo.

Toma esa luz.

COQUÍN: ¿Yo?

GUTIERRE: El recelo pierde, pues conmigo vas.

MENCÍA: Villano, ¿cobarde estás?

Saca tú la espada; yo iré. La luz se cayó.

Al tomar la luz, la mata disimuladamente, y

salen JACINTA y don ENRIQUE siguiéndola

GUTIERRE: Esto me faltaba más; pero a escuras entraré.

JACINTA: Síguete, señor, por mí; seguro vas por

aquí, que toda la casa sé.

COQUÍN: ¿Dónde iré yo?

GUTIERRE: Ya topé el hombre.

Coge a COQUÍN

COQUÍN: Señor, advierte...

GUTIERRE: ¡Vive Dios, que de esta suerte, has-

ta que sepa quién es, le he de tener!; que después

le darán mis manos muerte.

COQUÍN: Mira, que yo...

MENCÍA: (¡Qué

rigor! Aparte

Si es que con él ha topado, ¡ay de mí!)

GUTIERRE: Luz han sacado.

Sale JACINTA con luz ¿Quién eres, hombre?

COQUÍN: Señor, yo soy.

GUTIERRE: ¡Qué engaño! ¡Qué error!

COQUÍN: ¿Pues yo no te lo decía?

GUTIERRE: Que me hablabas presumía; pero no que eras el mismo que tenía. ¡Oh, ciego abismo

del alma y paciencia mía!

Habla doña MENCÍA aparte a JACINTA

MENCÍA: ¿Salió ya, Jacinta?

JACINTA: Sí.

MENCÍA: Como esto en tu ausencia pasa, mi-

ra bien toda la casa; que como saben que aquí no

estás, se atreven ansí ladrones.

GUTIERRE: A verla voy.

Suspiros al cielo doy, que mis sentimientos

lleven, si es que a mi casa se atreven, por ver que

en ella no estoy.

Vase don GUTIERRE

JACINTA: Grande atrevimiento fue determinar-

te, señora, a tan grande acción agora.

MENCÍA: En ella mi vida hallé.

JACINTA: ¿Por qué lo hiciste?

MENCÍA: Porque si yo no se lo dijera y Gutie-

rre lo sintiera, la presunción era clara, pues no se

desengañara de que yo cómplice era; y no fue difi-

cultad en ocasión tan cruel, haciendo del ladrón fiel, engañar con la verdad.

Sale don GUTIERRE, y debajo de la capa ya

una daga

GUTIERRE: ¿Qué ilusión, qué vanidad de esta

suerte te burló?

Toda la casa vi yo; pero en ella no topé som-

bra de que verdad fue lo que a ti te pareció.

(Mas es engaño, ¡ay de mí!,

Aparte que esta daga que hallé, -cielos!, con

sospechas y recelos previene mi muerte en sí; mas

no es esto para aquí).

Mi bien, mi esposa, Mencía; ya la noche en

sombra fría su manto va recogiendo y cobardemen-

te huyendo de la hermosa luz del día.

Mucho siento, claro está, el dejarte en esta

parte, por dejarte, y por dejarte con este temor; mas

ya es hora.

MENCÍA: Los brazos da a quien te adora.

GUTIERRE: El favor estimo.

Al abrazarla don GUTIERRE, Doña MENCÍA

ve la daga

MENCÍA: ¡Tente, señor! ¿Tú la daga para mí?

En mi vida te ofendí.

Detén la mano al rigor, detén...

GUTIERRE: ¿De qué estás turbada, mi bien, mi

esposa, Mencía?

MENCÍA: Al verte ansí, presumía que ya en

mi sangre bañada, hoy moría desangrada.

GUTIERRE: Como a ver la casa entré, así esta

daga saqué.

MENCÍA: Toda soy una ilusión.

GUTIERRE: ¡Jesús, qué imaginación!

MENCÍA: En mi vida te he ofendido.

GUTIERRE: ¡Qué necia disculpa ha sido!

Pero suele una aprensión tales miedos pre-

venir.

MENCÍA: Mis tristezas, mis enojos, en tu au-

sencia estos antojos suelen, mi dueño, fingir.

GUTIERRE: Si yo pudiere venir, vendré a la noche y adiós.

MENCÍA: Él vaya, mi bien, con vos.

(¡Oh, qué asombros! ¡Oh, qué extremos!)

GUTIERRE: (¡Ay, honor!, mucho tenemos que

hablar a solas los dos).

Vanse cada uno por su puerta. Salen el REY y

don DIEGO con rodela y capa de color; y como

representa, se muda de negro

REY:

Ten, don Diego, esa rodela.

DIEGO:

Tarde vienes a acostarte.

REY:

Toda la noche rondé de aquesta

ciudad las calles; que quiero saber ansí sucesos y

novedades de Sevilla, que es lugar donde cada

noche salen cuentos nuevos; y deseo de esta ma-

nera informarme de todo, para saber lo que con-

venga.

DIEGO:

Bien haces, que el rey debe ser un

Argos en su reino, vigilante.

El emblema de aquel cetro con dos ojos lo

declare.

Mas ¿qué vio tu majestad?

REY:

Vi recatados galanes, damas des-

veladas vi, músicas, fiestas y bailes, muchos gritos,

de quien eran siempre voces grandes la tablilla que

decía:

"Aquí hay juego, caminante."

Vi valientes infinitos; y no hay cosa que me

canse tanto como ver valiente, y que por oficio pase

ser uno valiente aquí.

Mas porque no se me alaben que no doy

examen yo a oficio tan importante, a una tropa de

valientes probé solo en una calle.

DIEGO:

Mal hizo tu majestad.

REY:

Antes bien, pues con su sangre lle-

varon iluminada...

DIEGO:

¿Qué?

REY:

La carta del examen.

Sale COQUÍN

COQUÍN: (No quise entrar en la torre

Aparte con mi amo, por quedarme a saber lo

que se dice de su prisión. Pero, ¡tate!

--que es un pero muy honrado del celebrado linaje de los tates de Castilla-- porque el rey está

delante.

REY:

Coquín.

COQUÍN: ¿Señor?

REY:

¿Cómo va?

COQUÍN: Responderé a lo estudiante.

REY:

¿Cómo?

COQUÍN: De "corpore bene," pero de "pecu-nis male."

REY:

Decid algo, pues sabéis,

Coquín, que como me agrade, tenéis aquí

cien escudos.

COQUÍN: Fuera hacer tú aquesta tarde el pa-

pel de una comedia que se llamaba El rey ángel.

Pero con todo eso traigo hoy un cuento que

contarte, que remata en epigrama.

REY:

Si es vuestra, será elegante.

Vaya el cuento.

COQUÍN: Yo vi ayer de la cama levantarse un capón con bigotera. ¿No te ríes de pensarle curán-dose sobre sano con tan vagamundo parche?

A esto un epigrama hice:

(No te pido, Pedro el grande,

Aparte ca-

sas ni viñas; que sólo risa pido en este guante.

Dad vuestra bendita risa a un gracioso ver-

gonzante).

"Floro, casa muy desierta la tuya debe de ser,

porque eso nos da a entender la cédula de la puer-

ta.

Donde no hay carta, ¿hay cubierta?, ¿Cásca-

ra sin fruta? No, no pierdas tiempo, que yo espe-

rando los provechos, he visto labrar barbechos, mas

barbideshechos no".

REY:

¡Qué frialdad!

COQUÍN: Pues adiós, dientes.

Sale el infante don ENRIQUE

ENRIQUE: Dadme vuestra mano.

REY:

Infante, ¿cómo estáis?

ENRIQUE: Tengo salud, contento de que se halle vuestra majestad con ella; y esto, señor, a una

parte.

Don

Arias...

REY:

Don Arias es vuestra privanza. Sa-

calde de la prisión, y haced vos,

Enrique, esas amistades, y agradézcanos la

vida.

ENRIQUE: La tuya los cielos guarden; y herede-

ro de ti mismo, apuestes eternidades con el tiempo.

Vase el REY

Iréis, don Diego, a la torre, y al alcaide le dir-

éis que traiga aquí los dos presos.

Vase don DIEGO

(¡Cielos, dadme Aparte paciencia en tales

desdichas, y prudencia en tales males).

Coquín, ¿tú estabas aquí?

COQUÍN: Y más me valiera en Flandes.

ENRIQUE: ¿Cómo?

COQUÍN: El rey es un prodigio de todos los animales.

ENRIQUE: ¿Por qué?

COQUÍN: La Naturaleza permite que el toro

brame, ruja el león, muja el buey, el asno rebuzne,

el ave cante, el caballo relinche, ladre el perro, el

gato maye, aulle el lobo, el lechón gruña, y sólo

permitió dalle risa al hombre, y Aristóteles risible

animal le hace, por definición perfecta; y el rey, contra el orden y arte, no quiere reírse. Déme el cielo,

para sacarle risa, todas las tenazas del buen gusto

y del donaire.

Vase COQUÍN, y salen don GUTIERRE, don

ARIAS y don DIEGO

DIEGO:

Ya, señor, están aquí los presos.

GUTIERRE: Danos tus plantas.

ARIAS:

Hoy al cielo nos levantas.

ENRIQUE: El rey mi señor de mí

--porque humilde le pedí vuestras vidas este

día-- estas amistades fía.

GUTIERRE: El honrar es dado a vos.

Coteja la daga que se halló con la espada del

infante

(¿Qué es esto que miro? ¡Ay Dios!)

Aparte

ENRIQUE: Las manos os dad.

ARIAS:

La mía es ésta.

GUTIERRE: Y éstos mis brazos, cuyo nudo y

lazo fuerte no desatará la muerte sin que los haga

pedazos.

ARIAS:

Confirmen estos abrazos firme

amistad desde aquí.

ENRIQUE: Esto queda bien así.

Entrambos sois caballeros en acudir los pri-

meros a su obligación; y así está bien el ser amigos

uno y otro; y quien pensare que no queda bien,

repare en que ha de reñir conmigo.

GUTIERRE: A cumplir, señor, me obligo las

amistades que juro.

Obedeceros procuro, y pienso que me hon-

raréis tanto, que de mí creeréis lo que de mí estás

seguro.

Sois fuerte enemigo vos, y cuando lealtad no fuera, por temor no me atreviera a romperlas, ¡vive

Dios!

Vos y yo para otros dos me estuviera a mí

muy bien.

Mostrara entonces también que sé cumplir lo

que digo; mas con vos por enemigo, ¿quién ha de

atreverse? ¿Quién?

Tanto enojaros temiera el alma cuerda y pru-

dente, que a miraros solamente tal vez aun no me

atreviera; y si en ocasión me viera de probar vues-

tros aceros, cuando yo sin conoceros a tal extremo

llegara, que se muriera estimara la luz del sol por no veros.

ENRIQUE: (De sus quejas y suspiros

Aparte grandes sospechas prevengo).

Venid conmigo, que tengo muchas cosas que

deciros, don Arias.

ARIAS;

Iré a serviros.

Vanse don ENRIQUE, don DIEGO y don

ARIAS

GUTIERRE: Nada Enrique respondió; sin duda se convenció de mi razón. ¡Ay de mí! ¿Podré ya

quejarme? Sí; pero, consolarme, no.

Ya estoy solo, ya bien puedo hablar. ¡Ay

Dios!, quién supiera reducir sólo a un discurso, me-

dir con sola una idea tantos géneros de agravios,

tantos linajes de penas como cobardes me asaltan,

como atrevidos me cercan.

Agora, agora, valor, salga repetido en quejas,

salga en lágrimas envuelto el corazón a las puertas

del alma, que son los ojos; y en ocasión como ésta,

bien podéis, ojos, llorar.

No lo dejéis de vergüenza.

Agora, valor, agora es tiempo de que se vea

que sabéis medir iguales el valor y la paciencia.

Pero cese el sentimiento, y a fuerza de honor,

y a fuerza de valor, aun no me dé para quejarme

licencia:

"porque adula sus penas el que pide a la voz

justicia de ellas"

Pero vengamos al caso; quizá hallaremos

respuesta. ¡Oh ruego a Dios que la haya! ¡Oh ple-

gue a Dios que la tenga!

Anoche llegué a mi casa, es verdad; pero las puertas me abrieron luego, y mi esposa estaba segura y quieta.

En cuanto a que me avisaron de que estaba

un hombre en ella, tengo disculpa en que fue la que

me avisó ella mesma; en cuanto a que se mató la

luz, ¿qué testigo prueba aquí que no pudo ser un

caso de contingencia?

En cuanto a que hallé esta daga, hay criados

de quien pueda ser. En cuanto, ¡ay dolor mío!, que

con la espada convenga del infante, puede ser otra

espada como ella; que no es labor tan extraña que

no hay mil que la parezcan.

Y apurando más el caso, confieso, ¡ay de mí!,

que sea del infante, y más confieso que estaba allí,

aunque no fuera posible dejar de verle; mas siéndo-

lo, ¿no pudiera no estar culpada Mencía?; que el

oro es llave maestra que las guardas de criadas por

instantes nos falsea. ¡Oh cuánto me estimo haber

hallado esta sutileza!

Y así acortemos discursos, pues todos juntos

se cierran en que Mencía es quien es, y soy quien

soy. No hay quien pueda borrar de tanto esplendor

la hermosura y la pureza.

Pero sí puede, mal digo; que al sol una nube negra, si no le mancha, le turba, si no le eclipsa, le hiela.

"¿Qué injusta ley condena que muera el ino-

cente, que padezca?"

A peligro estás, honor, no hay hora en vos

que no sea crítica. En vuestro sepulcro vivís. Puesto

que os alienta la mujer, en ella estáis pisando siem-

pre la güesa.

Y os he de curar, honor, y pues al principio

muestra este primero accidente tan grave peligro,

sea la primera medicina cerrar al daño las puertas,

atajar al mal los pasos.

Y así os receta y ordena el médico de su hon-

ra primeramente la dieta del silencio, que es guar-

dar la boca, tener paciencia.

Luego dice que apliquéis a vuestra mujer fi-

nezas, agrados, gustos amores, lisonjas, que son

las fuerzas defensibles, porque el mal con el despe-

go no crezca.

Que sentimientos, disgustos, celos, agravios,

sospechas con la mujer, y más propia, aun más que

sanan enferman.

Esta noche iré a mi casa de secreto, entraré en ella, por ver qué malicia tiene el mal; y hasta

apurar ésta, disimularé, si puedo, esta desdicha,

esta pena, este rigor, este agravio, este dolor, esta

ofensa, este asombro, este delirio, este cuidado,

esta afrenta, estos celos...¿Celos dije? ¡Qué mal

hice! Vuelva, vuelva al pecho la voz; mas no, que si

es ponzoña que engendra mi pecho, si no me dio la

muerte, ¡ay de mí!, al verterla, al volverla a mí

podrá; que de la víbora cuentan que la mata su

ponzoña si fuera de sí la encuentra. ¿Celos dijo?

Celos dije; pues basta; que cuando llega un marido

a saber que hay celos, faltará la ciencia;

"y es la cura postrera que el médico de honor

hacer intenta".

Vase don GUTIERRE, y salen don ARIAS y

doña LEONOR

ARIAS:

No penséis, bella Leonor, que el no

haberos visto fue porque negar intenté las deudas

que a vuestro honor tengo; y acreedor a quien tanta

deuda se previene, el deudor buscando viene, no a

pagar, porque no es bien que necio y loco presuma

que pueda jamás llegar a satisfacer y dar cantidad

que fue tan suma; pero en fin, ya que no pago, que

soy el deudor confieso; no os vuelvo el rostro, y con eso la obligación satisfago.

LEONOR: Señor don Arias, yo he sido la que

obligada de vos, en las cuentas de los dos, más

interés ha tenido.

Confieso que me quitasteis un esposo a

quien quería; mas quizá la suerte mía por ventura

mejorasteis; pues es mejor que sin vida, sin opinión,

sin honor viva, que no sin amor, de un marido abo-

rrecida.

Yo tuve la culpa, yo la pena siento, y así sólo

me quejo de mí y de mi estrella.

ARIAS:

Esto no; quitarme, Leonor hermosa,

la culpa, es querer negar a mis deseos lugar; pues

si mi pena amorosa os significo, ella diga en cifra

sucinta y breve que es vuestro amor quien me mue-

ve, mi deseo quien me obliga a deciros que pues fui

causa de penas tan tristes, si esposo por mí perdis-

tes, tengáis esposo por mí.

LEONOR: Señor, don Arias, estimo, como es

razón, la elección; y aunque con tanta razón dentro

del alma la imprimo, licencia me habéís de dar de

responderos también que no puede estarme bien,

no, señor, porque a ganar no llegaba yo infinito; sino

porque si vos fuisteis quien a Gutierre le disteis de un mal formado delito la ocasión, y agora viera que

me casaba con vos, fácilmente entre los dos de

aquella sospecha hiciera evidencia; y disculpado,

con demostración tan clara, con todo el mundo que-

dara de haberme a mí despreciado; y yo estimo de

manera el quejarme con razón, que no he de darlo

ocasión a la disculpa primera; porque si en un lance

tal le culpa cuantos le ven, no han de pensar que

hizo bien quien yo pienso que hizo mal.

ARIAS:

Frívola respuesta ha sido la vues-

tra, bella Leonor; pues cuando de antiguo amor os

hubiera convencido la experiencia, ella también

disculpa en la enmienda os da. ¿Cuántos peor os

estará que tenga por cierto quien imaginó vuestro

agravio, y no le constó después la satisfacción?

LEONOR: No es amante prudente y sabio,

don Arias, quien aconseja lo que en mi daño se ve;

pues si agravio entonces fue, no por eso agora deja

de ser agravio también; y peor cuanto haber sido de

imaginado a creído; y a vos no os estará bien tam-

poco.

ARIAS:

Como yo sé la inocencia de ese

pecho en la ocasión, satisfecho siempre de vos

estaré.

En mi vida he conocido galán necio, escrupu-loso, y con extremo celoso, que en llegando a ser

marido no le castiguen los cielos.

Gutierre pudiera bien decirlo, Leonor; pues

quien levantó tantos desvelos de un hombre en la

ajena casa, extremos pudiera hacer mayores, pues

llega a ver lo que en la propia le pasa.

LEONOR: Señor don Arias, no quiero escu-

char lo que decís; que os engañáis, o mentís, don

Gutierre es caballero que en todas las ocasiones,

con obrar, y con decir, sabrá, vive Dios, cumplir muy

bien sus obligaciones; y es hombre cuya cuchilla o

cuyo consejo sabio, sabrá no sufrir su agravio ni a

un infante de Castilla.

Si pensáis vos que con eso mis enojos adul-

áis, muy mal, don Arias, pensáis; y si la verdad con-

fieso, mucho perdisteis conmigo; pues si fuerais

noble vos, no habláredes, vive Dios, así de vuestro

enemigo.

Y yo, aunque ofendida estoy, y aunque la

muerte le diera con mis manos, si pudiera, no le

murmurara hoy en el honor, desleal; sabed, don

Arias, que quien una vez le quiso bien, no se ven-

gará en su mal.

Vase doña LEONOR

ARIAS:

No supe qué responder.

Muy grande ha sido mi error, pues en escue-

las de honor arguyendo una mujer me convence. Iré

al infante, y humilde le rogaré que de estos cuidado

dé parte ya de aquí adelante a otro; y porque no lo

yerre, ya que el día va a morir, me ha de matar, o

no ha de ir en casa de don Gutierre.

Vase don ARIAS. Sale don GUTIERRE, como

quien salta unas tapias

GUTIERRE: En el mudo silencio de la noche,

que adoro y reverencio, por sombra aborrecida,

como sepulcro de la humana vida, de secreto he

venido hasta mi casa, sin haber querido avisar a

Mencía de que ya libertad del rey tenía, para que

descuidada estuviese, ¡ay de mí!, de esta jornada.

Médico de mi honra me llamo, pues procuro

mi deshonra curar; y así he venido a visitar mi en-

fermo, a hora que ha sido de ayer la misma, ¡cielos!,

y a ver si el accidente de mis celos a su tiempo repi-

te, el dolor mis intentos facilite.

Las tapias de la huerta salté, porque no quise

por la puerta entrar. ¡Ay Dios, qué introducido enga-

ño es en el mundo no querer su daño examinar un hombre, sin que el recelo ni el temor le asombre!

Dice mal quien lo dice; que no es posible, no,

que un infelice no llore sus desvelos.

Mintió quien dijo que calló con celos, o con-

fiéseme aquí que no los siente.

Mas ¡sentir y callar!. Otra vez miente.

Éste es el sitio donde suele de noche estar;

aun no responde el eco entre estos ramos.

Vamos pasito, honor, que ya llegamos; que

en estas ocasiones tienen los celos pasos de ladro-

nes.

Descubre una cortina donde está durmiendo

doña MENCÍA

¡Ay, hermosa Mencía, qué mal tratas mi amor, y

la fe mía!

Volverme otra vez quiero.

Bueno he hallado mi honor, hacer no quiero

por agora otra cura, pues la salud en él está segura.

Pero ¿ni una criada la acompaña? ¿Si acaso retirada aguarda...? ¡Oh pensamiento injusto! ¡Oh vil

temor! ¡Oh infame aliento!

Ya con esta sospecha no he de volverme; y

pues que no aprovecha tan grave desengaño, apu-

remos de todo en todo el daño.

Mato la luz, y llego sin luz y sin razón, dos

veces ciego; pues bien encubrir puedo el metal de

la voz, hablando quedo. ¡Mencia!

Despiértala

MENCÍA: ¡Ay Dios! ¿Qué es esto?

GUTIERRE: No des voces.

MENCÍA: ¿Quién

es?

GUTIERRE: Yo soy, mi bien. ¿No me conoces?

MENCÍA: Sí, señor; que no fuera otro tan

atrevido...

GUTIERRE: (Ella me ha conocido). Aparte

MENCÍA: ...que así hasta aquí viniera. ¿Quién

hasta aquí llegara que no fuérades vos, que no

dejara en mis manos la vida, con valor y con honra

defendida?

GUTIERRE: (¡Qué dulce desengaño!

Aparte ¡Bien haya, Amor, el que apuró su daño!) Mencía, no te espantes de haber visto tal extremo.

MENCÍA: ¡Qué mal, temor, resisto el senti-

miento!

GUTIERRE; Mucha razón tiene tu valor.

MENCÍA: ¿Qué disculpa me previene...

GUTIERRE: Ninguna.

MENCÍA: ...de venir así tu alteza?

GUTIERRE: (¡Tu alteza! No es conmigo, ¡ay

Dios! ¿Qué escucho?

Con nuevas dudas lucho. ¡Qué pesar! ¡Qué

desdicha! ¡Qué

tristeza!)

MENCÍA: ¿Segunda vez pretende ver mi

muerte? ¿Piensa que cada día...

GUTIERRE: (¡Oh trance fuerte!)

MENCÍA: ...puede

esconderse...

GUTIERRE: (¡Cielos!)

MENCÍA: ...y matando la luz...

GUTIERRE: (¡Matadme, celos!)

MENCÍA: ...salir a riesgo mío delante de Gu-

tierre?

GUTIERRE: (Desconfío de mí, pues que dilato

morir, y con mi aliento no la mato.

El venir no ha extrañado el infante, ni de él se

ha recatado, sino sólo ha sentido que en ocasión se

ponga, ¡estoy perdido!, de que otra vez se esconda.

¡Mi venganza a mi agravio corresponda!

MENCÍA: Señor, vuélvase luego.

GUTIERRE; ¡Ay, Dios! Todo soy rabia, y todo

fuego.

MENCÍA: Tu alteza así otra vez no llegue a

verse.

GUTIERRE: ¿Que por eso no más ha de volver-

se?

MENCÍA: Mirad que es hora que Gutierre

venga.

GUTIERRE: (¿Habrá en el mundo quien paciencia tenga?

Sí, si prudente alcanza oportuna ocasión a su

venganza).

No vendrá; yo le dejo entretenido; y guárda-

me un amigo las espaldas el tiempo que conmigo

estáis. Él no vendrá, yo estoy seguro.

Sale JACINTA

JACINTA: Temorosa procuro ver quién hablaba

aquí.

MENCÍA: Gente he sentido.

GUTIERRE: ¿Qué haré?

MENCÍA: ¿Qué? Retirarte, no a mi aposento,

sino a otra parte.

Vase don GUTIERRE detrás del paño ¡Hola!

JACINTA: ¿Señora?

MENCÍA: El aire que corría entre estos ramos

mientras yo dormía, la luz ha muerto; luego traed

luces.

Vase JACINTA

GUTIERRE:

(Encendidas en mi fuego.

Aparte

Si aquí estoy escondido, han de verme, y de

todas conocido, podrá saber Mencía que he llegado

a entender la pena mía; y porque no lo entienda, y

dos veces me ofenda, una con tal intento, y otra

pensando que lo sé y consiento, dilatando su muer-

te, he de hacer la deshecha de esta suerte).

Dice dentro ¡Hola! ¿Cómo está aquí de esta manera?

MENCÍA: Éste es Gutierre; otra desdicha es- pera mi espíritu cobarde.

GUTIERRE: ¿No han encendido luces, y es tan tarde?

Sale JACINTA con luz, y don GUTIERRE por

otra puerta de donde se escondió

JACINTA: Ya la luz está aquí.

GUTIERRE: ¡Bella Mencía!

MENCÍA: ¡Oh mi esposo! ¡Oh mi bien! ¡Oh gloria mía!

GUTIERRE: (¡Qué fingidos extremos)

Aparte

Mas, alma y corazón, disimulemos).

MENCÍA: Señor, ¿por dónde entrasteis?

GUTIERRE: Por esa huerta, con la llave que tengo, abrí la puerta. Mi esposa, mi señora, ¿en qué te entreten- ías?

MENCÍA: Vine agora a este jardín, y entre es- tas fuentes puras, dejóme el aire a escuras.

GUTIERRE: No me espanto, bien mío; que el ai- re que mató la luz, tan frío corre, que es un aliento respirado del céfiro violento, y que no sólo advierte muerte a las luces, a las vidas muerte, y pudieras dormida a sus soplos también perder la vida.

MENCÍA: Entenderte pretendo, y aunque más

lo procuro, no te entiendo.

GUTIERRE: ¿No has visto ardiente llama perder la luz al aire que la hiere, y que a este tiempo de otra luz inflama la pavesa? Una vive y otra muere a sólo un soplo. Así, de esta manera, la lengua de los vientos lisonjera matarte la luz pudo, y darme luz a mí.

MENCÍA: (El sentido dudo).

Aparte

Parece que celoso hablas en dos sentidos.

GUTIERRE: (Riguroso

Aparte es el dolor de agravios; mas con celos ningunos fueron sa- bios). ¿Celoso? ¿Sabes tú lo que son celos?

Que yo no sé qué son, ¡viven los cielos!; por- que si lo supiera, y celos...

MENCÍA: ¡Ay de mí!

GUTIERRE: ...llegar pudiera a tener... ¿qué son celos? átomos, ilusiones y desvelos... no más que de una esclava, una criada, por sombra imaginada, con hechos inhumanos, a pedazos sacara con mis manos el corazón, y luego envuelto en sangre, des- atado en fuego, el corazón comiera a bocados, la sangre me bebiera, el alma le sacara, y el alma, ¡vive Dios!, despedazara, si capaz de dolor el alma fuera. ¿Pero cómo hablo yo de esta manera?

MENCÍA: Temor al alma ofreces.

GUTIERRE: ¡Jesús, Jesús mil veces! ¡Mi bien, mi esposa, cielo, gloria mía! ¡Ah mi dueño! ¡Ah Mencia! Perdona, por tus ojos, esta descompostura, estos enojos; que tanto un fingimiento fuera de mí llevó mi pensamiento; y vete, por tu vida; que pro- meto que te miro con miedo y con respeto, corrido de este exceso. ¡Jesús! No estuve en mí, no tuve seso.

MENCÍA: (Miedo, espanto, temor y horror tan fuerte. parasismos han sido de mi muerte).

GUTIERRE: (Pues médico me llamo de mi hon- ra, yo cubriré con tierra mi deshonra).

Vanse todos

FIN DEL ACTO SEGUNDO

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