Acto tercero

Sale todo el acompañamiento, y don GUTIERRE y el REY

GUTIERRE: Pedro, a quien el indio polo coronar de luz espera, hablarte a solas quisiera.

REY: Idos todos.

Vase el acompañamiento

Ya estoy solo.

GUTIERRE: Pues a ti, español Apolo, a ti, caste- llano Atlante, en cuyos hombros, constante, se ve durar y vivir todo un orbe de zafir, todo un globo de diamante; a ti, pues, rindo en despojos la vida mal defendida de tantas penas, si es vida vida con tan- tos enojos.

No te espantes que los ojos también se quejan, señor; que dicen que amor y honor pueden, sin que a nadie asombre, permitir que llore un hombre; y yo tengo honor y amor.

Honor, que siempre he guardado como noble y bien nacido, y amor que siempre he tenido como esposo enamorado; adquirido y heredado uno y otro en mí se ve, hasta que tirana fue la nube, que turbar osa tanto esplandor en mi esposa, y tanto lustre en su fe. No sé cómo signifique mi pena; turbado es- toy... y más cuando a decir voy que fue vuestro hermano Enrique contra quien pido se aplique de esa justicia el rigor; no porque sepa, señor, que el poder mi honor contrasta; pero imaginarlo basta, quien sabe que tiene honor.

La vida de vos espero de mi honra; así la cu- ro con prevención, y procuro que ésta la sane pri- mero; porque si en rigor tan fiero malicia en el mal hubiera, junta de agravios hiciera, a mi honor de- sahuciera, con la sangre le lavara, con la tierra le cubriera.

No os turbéis; con sangre digo solamente de mi pecho. Enrique, está satisfecho que está seguro conmigo; y para esto hable un testigo; esta daga, esta brillante lengua de acero elegante, suya fue; ved este día si está seguro, pues fía de mí su daga el infante.

REY:

Don Gutierre, bien está; y quien de tan invencible honor corona las sienes, que con los rayos compiten del sol, satisfecho viva de que su honor...

GUTIERRE; No me obligue vuestra majestad, señor, a que piense que imagine que yo he menes- ter consuelos que mi opinión acrediten. ¡Vive Dios!, que tengo esposa tan honesta, casta y firme que deja atrás las romanas Lucrecia, Porcia y Tomiris. Ésta ha sido prevención solamente.

REY:

Pues decidme; para tantas preven- ciones, Gutierre, ¿qué es lo que visteis?

GUTIERRE: Nada; que hombres como yo no ven. Basta que imaginen, que sospechen, que pre- vengan, que recelen, que adivinen, que... no sé como lo diga; que no hay voz que signifique una cosa, que no sea un átomo invisible.

Sólo a vuestra majestad di parte, para que evite el daño que no hay; porque si le hubiera, de mi fíe que yo le diera el remedio en vez, señor, de pe- dirle.

REY:

Pues ya que de vuestro honor

médico os llamáis, decidme, don Gutierre, ¿qué

remedios antes del último hicisteis?

GUTIERRE: No pedí a mi mujer celos, y desde

entonces la quise más; vivía en una quinta deleitosa

y apacible; y para que no estuviera en las soledades

triste, truje a Sevilla mi casa, y a vivir en ella vine, adonde todo lo goza, sin que nada a nadie envidie;

porque males tratamientos son para maridos viles

que pierden a sus agravios el miedo, cuando los

dicen.

REY:

El infante viene allí, y si aquí os ve,

no es posible que deje de conocer las quejas que

de él me disteis.

Mas acuérdome que un día me dieron con

voces tristes quejas de vos, y yo entonces detrás de

aquellos tapices escondí a quien se quejaba; y en el

mismo caso pide el daño el propio remedio, pues al

revés lo repite.

Y así quiero hacer con vos lo mismo que en-

tonces hice; pero con un orden más, y es que nada

aquí os obligue a descubriros. Callad a cuanto vie-

reis.

GUTIERRE: Humilde estoy, señor, a tus pies.

Seré el pájaro que fingen con una piedra en la boca.

Escóndese. Sale el infante don

ENRIQUE

REY:

Vengáis norabuena, Enrique, aun-

que mala habrá de ser, pues me halláis...

ENRIQUE: ¡Ay de mí triste!

REY:

...enojado.

ENRIQUE: Pues, señor, ¿con quién lo estáis,

que os obligue?

REY:

Con vos, infante, con vos.

ENRIQUE: Será mi vida infelice; si enojado ten-

go al sol, veré mi mortal eclipse.

REY:

¿Vos, Enrique, no sabéis que más

de un acero tiñe el agravio en sangre real?

ENRIQUE: Pues, ¿por quién, señor, lo dice

vuestra majestad?

REY:

Por vos lo digo, por vos, Enrique.

El honor es reservado lugar, donde el alma asiste; yo no soy rey de las almas; harto en esto

sólo os dije.

ENRIQUE: No os entiendo.

REY:

Si a la enmienda vuestro amor no

se apercibe, dejando vanos intentos de bellezas

imposibles, donde el alma de un vasallo con ley

soberana vive, podrá ser de mi justicia aun mi san-

gre no se libre.

ENRIQUE: Señor, aunque tu precepto es ley que

tu lengua imprime en mi corazón, y en él como en el

bronce se escribe, escucha disculpas mías; que no

será bien que olvides que con iguales orejas ambas

partes han de oírse.

Yo, señor, quise a una dama

--que ya sé por quién lo dices, si bien con po-

ca ocasión--; en efeto, yo la quise tanto...

REY:

¿Qué importa, si ella es beldad tan

imposible?

ENRIQUE: Es verdad, pero...

REY:

Callad.

ENRIQUE: Pues, señor, ¿no me permites disculparme?

REY:

No hay disculpa; que es belleza

que no admite objección.

ENRIQUE: Es cierto, pero el tiempo todo lo rin-

de, el amor todo lo puede.

REY:

(¡Válgame Dios, qué mal hice

Aparte en esconder a Gutierre!)

Callad,

callad.

ENRIQUE: No te incites tanto contra mí, igno-

rando la causa que a esto me obligue.

REY:

Yo lo sé todo muy bien.

(¡Oh qué lance tan terrible!)

Aparte

ENRIQUE: Pues yo, señor, he de hablar.

En fin, doncella la quise. ¿Quién, decid, agra-

vió a quién? ¿Yo a un vasallo...

GUTIERRE: (¡Ay infelice!)

Aparte

ENRIQUE: ...que antes que fuese su esposa

fue...?

REY:

No tenéis qué decirme.

Callad, callad, que ya sé que por disculpa fin-gisteis tal quimera. Infante, infante, vamos median-

do los fines. ¿Conocéis aquesta daga?

ENRIQUE: Sin ella a palacio vine una noche.

REY:

¿Y no sabéis dónde la daga perdis-

teis?

ENRIQUE: No, señor.

REY:

Yo sí, pues fue adonde fuera posi-

ble mancharse con sangre vuestra, a no ser el que

la rige tan noble y leal vasallo. ¿No veis que ven-

ganza pide el hombre que aun ofendido, el pecho y

las armas rinde? ¿Veis este puñal dorado?

Geroglífico es que dice vuestro delito; a que-

jarse viene de vos. Yo he de oírle.

Tomad su acero, y en él os mirad. Veréis, En-

rique, vuestros defetos.

ENRIQUE; Señor, considera que me riñes tan

severo, que turbado...

REY;

Tomad la daga...

Dale la daga, y al tomarla, turbado, el infante

corta al REY la mano ¿Qué hiciste, traidor?

ENRIQUE: ¿Yo?

REY:

¿De esta manera tu acero en mi

sangre tiñes? ¿Tú la daga que te di hoy contra mi

pecho esgrimes? ¿Tú me quieres dar la muerte?

ENRIQUE: Mira, señor, lo que dices; que yo tur-

bado...

REY:

¿Tú a mí te atreves? ¡Enrique, Enri-

que!

Detén el puñal, ya muero.

ENRIQUE: ¿Hay confusiones más tristes?

Cáesele la daga al infante don ENRIQUE

Mejor es volver la espalda, y aun ausentarme

y partirme donde en mi vida te vea, porque de mí no

imagines que pudo verter tu sangre yo, mil veces

infelice.

Vase

REY:

¡Válgame el cielo! ¿Qué es esto?

¡Ah, qué aprensión insufrible!

Bañado me vi en mi sangre; muerto estuve.

¿Qué infelice imaginación me cerca, que con es-

pantos horribles y con helados temores el pecho y el alma oprime?

Ruego a Dios que estos principios no lleguen

a tales fines, que con diluvios de sangre el mundo

se escandalice.

Vase por otra puerta el REY,

y sale don GUTIERRE

GUTIERRE: Todo es prodigios el día.

Con asombros tan terribles, de que yo estaba

escondido no es mucho que el rey se olvide

¡Válgame Dios! ¿Qué escuché?

Mas ¿para qué lo repite la lengua, cuando mi

agravio con mi desdicha se mide?

Arranquemos de una vez de tanto mal las raí-

ces.

Muera Mencía; su sangre bañe el lecho don-

de asiste; y pues aqueste puñal

Levántale hoy segunda vez me rinde el infante, con él muera.

Mas no es bien que lo publique; porque si sé

que el secreto altas victorias consigue, y que agra-

vio que es oculto oculta venganza pide, muera Mencía de suerte que ninguno lo imagine.

Pero antes que llegue a esto, la vida el cielo

me quite, porque no vea tragedias de un amor tan

infelice. ¿Para cuándo, para cuándo esos azules

viriles guardan un rayo? ¿No es tiempo de que sus

puntas se vibren, preciando de tan piadosos? ¿No

hay, claros cielos decidme, para un desdichado

muerte? ¿No hay un rayo para un triste?

Vase don GUTIERRE. Salen doña MENCÍA y

JACINTA

JACINTA: Señora, ¿qué tristeza turba la admi-

ración a tu belleza, que la noche y el día no haces

sino llorar?

MENCÍA: La pena mía no se rinde a razones.

En una confusión de confusiones, ni medidas,

ni cuerdas, desde la noche triste, si te acuerdas,

que viviendo en la quinta, te dije que conmigo hab-

ía, Jacinta, hablando don Enrique

--no sé como mi mal te signifique-- y tú des-

pués dijiste que no era posible, porque afuera, a

aquella misma hora que yo digo, el infante también

habló contigo, estoy triste y dudosa, confusa, diver-tida y temerosa, pensando que no fuese

Gutierre quien conmigo habló.

JACINTA: ¿Pues ése es engaño que pudo

suceder?

MENCÍA: Sí, Jacinta, que no dudo que de

noche, y hablando quedo, y yo tan turbada, imagi-

nando en él mismo, venía; bien tal engaño suceder

podía.

Con esto el verle agora conmigo alegre, y que

consigo llora

--porque al fin los enojos, que son grandes

amigos de los ojos, no les encubren nada-- me tiene

en tantas penas anegada.

Sale COQUÍN

COQUÍN: Señora.

MENCÍA: ¿Qué hay de nuevo?

COQUÍN: apenas a contártelo me atrevo; don

Enrique el infante...

MENCÍA: Tente, Coquín, no pases adelante; que su nombre, no más, me causa espanto; tanto le

temo, o le aborrezco tanto.

COQUÍN: No es de amor el suceso, y por eso

lo digo.

MENCÍA; Y yo por eso lo escucharé.

COQUÍN: El infante, que fue, señora, tu impo-

sible amante, con don Pedro su hermano hoy un

lance ha tenido --pero en vano contártele pretendo,

por no saberle bien, o porque entiendo que no son

justas leyes que hombres de burlas hablen de lo

reyes-- esto aparte, en efeto,

Enrique me llamó, y con gran secreto dijo: "A

doña Mencía este recado da de parte mía; que su

desdén tirano me ha quitado la gracia de mi herma-

no, y huyendo de esta tierra, hoy a la ajena patria

me destierra, donde vivir no espero pues de Mencía

aborrecido muero."

MENCÍA: ¿Por mí el infante ausente, sin la

gracia del rey? ¡Cosa que intente con novedad tan

grande, que mi opinión en voz del vulgo ande! ¿Qué

haré, cielos?

JACINTA: Agora el remedio mejor será, seño-ra, prevenir este daño.

COQUÍN: ¿Como puede?

JACINTA: Rogándole al infante que se quede;

pues si una vez se ausenta, como dicen, por ti, será

tu afrenta pública, que no es cosa la ausencia de un

infante tan dudosa que no se diga luego cómo, y por

qué.

COQUÍN: ¿Pues cuándo oirá ese ruego, si,

calzada la espuela, ya en su imaginación Enrique

vuela?

JACINTA: Escribiéndole agora un papel, en que

diga mi señora que a su opinión conviene que no se

ausente; pues para eso tiene lugar, si tú le llevas.

MENCÍA: Pruebas de honor son peligrosas

pruebas; pero con todo quiero escribir el papel,

pues considero, y no con necio engaño, que es de

dos daños éste el menor daño, si hay menor en los

daños que recibo.

Quedaos aquí los dos mientras yo escribo.

Vase MENCÍA

JACINTA: ¿Qué tienes estos días,

Coquín, que andas tan triste? ¿No solías ser alegre? ¿Qué efeto te tiene así?

COQUÍN: Metíme a ser discreto por mi mal, y

hame dado tan grande hipocondría en este lado que

me muero.

JACINTA; ¿Y qué es hipocondría?

COQUÍN: Es una enfermedad que no la había

habrá dos años, ni en el mundo era.

Usóse poco ha, y de manera lo que se usa,

amiga, no se excusa, que una dama, sabiendo que

se usa le dijo a su galán muy triste un día;

"Tráigame un poco uced de hipocondría."

Mas señor entra agora.

JACINTA: ¡Ay Dios! Voy a avisar a mi señora.

Sale don GUTIERRE

GUTIERRE: Tente, Jacinta, espera. ¿Dónde co-

rriendo vas de esa manera?

JACINTA: Avisar pretendía a mi señora de que

venía tu persona.

GUTIERRE: (¡Oh criados!

Aparte

En efeto, enemigos no excusados; turbados de temor los dos se han puesto).

Ven acá, dime tú lo que hay en esto; dime,

¿Por qué corrías?

JACINTA: Sólo por avisar de que venías, señor,

a mi señora.

GUTIERRE: (Los labios sella.

Aparte

Mas de éste lo sabré mejor que de ella).

Coquín, tú me has servido noble siempre, en

mi casa te has criado.

A ti vuelvo rendido.

Dime, dime por Dios, lo que ha pasado.

COQUÍN: Señor, si algo supiera, de lástima no

más te lo dijera. ¡Plegue a Dios, mi señor...!

GUTIERRE: ¡No, no des voces!

Di ¿a qué aquí te turbaste?

COQUÍN: Somos de buen turbar; mas esto

baste.

GUTIERRE: (Señas los dos se han hecho.

Aparte

Ya no son cobardías de provecho).

Idos de aquí los dos.

Vanse COQUÍN y JACINTA

Solos estamos, honor, lleguemos ya; desdi-

cha, vamos. ¿Quién vio en tantos enojos matar las

manos, y llorar los ojos?

Descubre a doña MENCÍA escribiendo

Escribiendo Mencía está; ya es fuerza ver lo

que escribía.

Quítale el papel

MENCÍA: ¡Ay Dios! ¡Válgame el cielo!

Ella se desmaya

GUTIERRE: Estatua viva se quedó de hielo.

Lee

"Vuestra alteza, señor...--¡Que por alteza vino

mi honor a dar a tal bajeza!-- no se ausente..." De-tente, voz; pues le ruega aquí que no se ausente, a

tanto mal me ofrezco, que casi las desdichas me

agradezco. ¿Si aquí le doy la muerte?

Mas esto ha de pensarse de otra suerte.

Despediré criadas y criados; solos han de quedarse mis cuidados conmigo; y ya que ha sido

Mencía la mujer que yo he querido

Escribe don GUTIERRE más en mi vida, quiero que en el último vale, en el postrero parasismo, me

deba la más nueva piedad, la acción más nueva; ya

que la cura he de aplicar postrera, no muera el al-

ma, aunque la vida muera.

Vase don GUTIERRE. Va volviendo en sí

doña MENCÍA

MENCÍA: Señor, detén la espada, no me juz-

gues culpada.

El cielo sabe que inocente muero. ¿qué fiera

mano, qué sangriento acero en mi pecho ejecutas?

¡Tente, tente!

Una mujer no mates inocente.

Mas, ¿qué es esto? ¡Ay de mí! ¿No estaba

agora

¿Gutierre aquí? ¿No veía--¿quién lo ignora?--

que en mi sangre bañada moría, en rubias ondas

anegada? ¡Ay Dios, este desmayo fue de mi vida

aquí mortal ensayo! ¡Qué ilusión! Por verdad lo du-do y creo.

El papel romperé... ¿Pero qué veo?

De mi esposo es la letra, y de esta suerte la

sentencia me intima de mi muerte.

Lee

"El amor te adora, el honor te aborrece; y así

el uno te mata, y el otro te avisa.

Dos horas tienes de vida; cristiana eres, salva

el alma, que la vida es imposible." ¡Válgame Dios!

¡Jacinta, hola! ¿Qué es

esto? ¿Nadie responde? ¡Otro temor funesto!

¿No hay ninguna criada?

Mas, ¡ay de mí!, la puerta está cerrada.

Nadie en casa me escucha.

Mucha es mi turbación, mi pena es mucha.

De estas ventanas son los hierros rejas, y en

vano a nadie le diré mis quejas, que caen a unos

jardines, donde apenas habrá quien oiga repetidas

penas. ¿Dónde iré de esta suerte, tropezando en la

sombra de mi muerte?

Vase doña MENCÍA. Salen el REY,

y don DIEGO

REY:

En fin, ¿Enrique se fue?

DIEGO:

Sí, señor; aquesta tarde salió de

Sevilla.

REY:

Creo que ha presumido arrogante

que él solamente de mí podrá en el mundo librarse.

¿Y dónde va?

DIEGO:

Yo presumo que a Consuegra.

REY:

Está el infante maestre allí, y

querrán los dos a mis espaldas vengarse de mí.

DIEGO:

Tus hermanos son, y es forzoso

que te amen como a hermano, y como a rey te ado-

ren. Dos naturales obediencias son.

REY:

Y Enrique, ¿quién lleva que le

acompañe?

DIEGO:

Don Arias.

REY;

Es su privanza.

DIEGO:

Música hay en esta calle.

REY:

Vámonos llegando a ellos; quizá

con lo que cantaren me divertiré.

DIEGO:

La música es antídoto a los males.

Cantan

MÚSICOS: "El infante don Enrique hoy se des-

pidió del rey; su pesadumbre y su ausencia quiera

Dios que pare en bien."

REY:

¡Qué triste voz! Vos, don Diego,

echad por aquesa calle, no se nos escape quien

canta desatinos tales.

Vase cada uno por su puerta, y salen don

GUTIERRE y LUDOVICO,

Cubierto el rostro

GUTIERRE: Entra, no tengas temor; que ya es tiempo que destape tu rostro, y encubra el mío.

LUDOVICO: ¡Válgame Dios!

GUTIERRE; No te espante nada que vieres.

LUDOVICO: Señor, de mi casa me sacasteis esta noche; pero apenas me tuvisteis en la calle cuando un puñal me pusisteis al pecho, sin que cobarde

vuestro intento resistiese, que fue cubrirme y tapar-

me el rostro, y darme mil vueltas luego a mis propios umbrales.

Dijisteis más, que mi vida estaba en no des-

taparme; un hora he andado con vos, sin saber por

dónde ande.

Y con ser la admiración de aqueste caso tan

grave, más me turba y me suspende impensada-

mente hallarme en una casa tan rica, sin ver que la

habite nadie sino vos, habiéndoos visto siempre ese

embozo delante. ¿Qué me queréis?

GUTIERRE: Que te esperes aquí sólo un breve

instante.

Vase don GUTIERRE

LUDOVICO: ¿Qué confusiones son éstas, que a

tal extremo me traen? ¡Válgame Dios!

Vuelve don GUTIERRE

GUTIERRE: Tiempo es ya de que entres aquí;

mas antes escúchame. Aqueste acero será de tu

pecho esmalte, si resistes lo que yo tengo agora de

mandarte.

Asómate a ese aposento. ¿Qué ves en él?

LUDOVICO: Una imagen de la muerte, un bulto veo, que sobre una cama yace; del velas tiene a los

lados, y un crucifijo delante.

Quién es no puedo decir, que con unos tafe-

tanes el rostro tiene cubierto.

GUTIERRE: Pues a ese vivo cadáver que ves,

has de dar la muerte.

LUDOVICO: Pues ¿qué quieres?

GUTIERRE: Que la sangres, y la dejes, que ren-

dida a su violencia desmaye la fuerza, y que en

tanto horror tú atrevido la acompañes, hasta que por

breve herida ella expire y se desangre.

No tienes a qué apelar, si buscas en mí pie-

dades, sino obedecer, si quieres vivir.

LUDOVICO: Señor, tan cobarde te escucho, que

no podré obedecerte.

GUTIERRE: Quien hace por consejos rigurosos

mayores temeridades, darte la muerte sabrá.

LUDOVICO: Fuerza es que mi vida guarde.

GUTIERRE: Y haces bien, porque en el mundo

ya hay quien viva porque mate.

Desde aquí te estoy mirando,

Ludovico. Entra delante.

Vase LUDOVICO

Éste fue el más fuerte medio para que mi

afrenta acabe disimulada, supuesto que el veneno

fuera fácil de averiguar, las heridas imposibles de

ocultarse.

Y así, constando la muerte, y diciendo que

fue lance forzoso hacer la sangría, ninguno podrá

probarme lo contrario, si es posible que una venda

se desate.

Haber traído a este hombre con recato seme-

jante fue bien; pues si descubierto viniera, y viera

sangrarse una mujer, y por fuerza, fuera presunción

notable.

Éste no podrá decir, cuando cuente aqueste

trance, quién fue la mujer; demás que, cuando de

aquí le saque, muy lejos ya de mi casa, estoy dis-

puesto a matarle.

Médico soy de mi honor, la vida pretendo dar-

le con una sangría; que todos curan a cosa de san-

gre.

Vase don GUTIERRE. Salen el REY y don

DIEGO, cada uno por su puerta; y cantan dentro

MÚSICOS: "Para Consuegra camina, donde

piensa que han de ser teatro de mil tragedias las

montañas de Montiel."

REY:

Don Diego.

DIEGO:

¿Señor?

REY:

Supuesto que cantan en esta calle,

¿no hemos de saber quién es? ¿Habla por ventura

el aire?

DIEGO:

No te desvele, señor, oír esta nece-

dades, porque a vuestro enojo ya versos en Sevilla

se hacen.

REY:

Dos hombres vienen aquí.

DIEGO;

Es verdad; no hay que esperarles

respuesta. Hoy el conocerles me importa.

Saca don GUTIERRE a LUDOVICO, tapado el

rostro

GUTIERRE: (¡Qué así me ataje

Aparte el

cielo, que con la muerte de este hombre eche otra

llave al secreto! Ya me es fuerza de aquestos dos

retirarme; que nada me está peor que conocerme en tal parte.

Dejaréle en este puesto.

Vase don GUTIERRE

DIEGO:

De los dos, señor, que antes ven-

ían, se volvió el uno y el otro se quedó.

REY:

A darme confusión; que si le veo a

la poca luz que esparce la luna, no tiene forma su

rostro; confusa imagen el bulto mal acabado parece

de un blanco jaspe.

DIEGO:

Téngase su majestad que yo lle-

garé.

REY:

Dejadme, don Diego. ¿Quién eres,

hombre?

LUDOVICO: Dos confusiones son parte, señor, a

no responderos; la una, la humildad que trae consi-

go un pobre oficial,

Descúbrese para que con reyes hable

--que ya os conocí en la voz, luz que tan no-

torio os hace-- la otra, la novedad del suceso más

notable que el vulgo, archivo confuso, califica en

sus anales.

REY:

¿Qué os ha sucedido?

LUDOVICO: A vos lo diré; escuchadme aparte.

REY:

Retiraos allí, don Diego.

DIEGO:

(Sucesos son admirables

Aparte cuantos esta noche veo;

Dios con bien de ella me saque).

LUDOVICO: No la vi el rostro, mas sólo entre re-

petidos ayes escuché: "Inocente muero; el cielo no te demande mi muerte." Esto dijo, y luego expiró; y en este instante, el hombre mató la luz, y por los

pasos que antes entré salí. Sintió ruido al llegar a

aquesta calle, y dejóme en ella solo.

Fáltame ahora de avisarte, señor, que saqué

bañadas las manos en roja sangre, y que fui por las

paredes como que quise arrimarme, manchando

todas las puertas, por si pueden las señales descu-

brir la casa.

REY:

Bien hicisteis. Venid a hablarme con

lo que hubiereis sabido, y tomad este diamante, y

decid que por las señas de él os permitan hablarme

a cualquier hora que vais.

LUDOVICO: El cielo, señor, os guarde.

Vase LUDOVICO

REY:

Vamos don Diego.

DIEGO:

¿Qué es eso?

REY:

El suceso más notable del mundo.

DIEGO:

Triste has quedado.

REY:

Forzoso ha sido asombrarme.

DIEGO:

Vente a acostar, que ya el día entre

dorados celajes asoma.

REY:

No he de poder sosegar, hasta que

halle una casa que deseo.

DIEGO:

¿No miras que ya el sol sale, y que

podrán conocerte de esta suerte?

Sale COQUÍN

COQUÍN: Aunque me mates, habiéndote co-

nocido, o señor, tengo de hablarte.

Escúchame.

REY:

Pues Coquín, ¿de qué los extre-

mos son?

COQUÍN: Ésta es una honrada acción de

hombre bien nacido, en fin; que aunque hombre me

consideras de burlas, con loco humor, llegando a veras, señor, soy hombre de muchas veras.

Oye lo que he de decir, pues de veras vengo

a hablar; que quiero hacerte llorar, ya que no puedo

reír.

Gutierre, mal informado por aparentes rece-

los, llegó a tener viles celos de su honor; y hoy,

obligado a tal sospecha, que halló escribiendo --

¡error cruel!-- para el infante un papel a su esposa,

que intentó con él que no se ausentase, porque ella

causa no fuese de que en Sevilla se viese la nove-

dad que causase pensar que ella le ausentaba...

con esta inocencia pues

--que a mí me consta-- con pies cobardes,

adonde estaba llegó, y el papel tomó, y, sus celos

declarados, despidiendo a los criados, todas las

puertas cerró, solo que quedó con ella.

Yo, enternecido de ver una infelice mujer,

perseguida de su estrella, vengo, señor, a avisarte

que tu brazo altivo y fuerte hoy la libre de la muerte.

REY:

¿Con qué he de poder pagarte tal

piedad?

COQUÍN: Con darme aprisa libre, sin más accidentes, de la acción contra mis dientes.

REY:

No es ahora tiempo de risa.

COQUÍN: ¿Cuándo lo fue?

REY:

Y pues el día aun no se muestra,

lleguemos, don Diego. Así, pues, daremos color a

una industria mía, de entrar en casa mejor, diciendo

que me ha cogido el día cerca, y he querido disimu-

lar el color del vestido; y una vez allá, el estado

veremos del suceso; y así haremos como rey, su-

premo juez.

DIEGO:

No hubiera industria mejor.

COQUÍN: De su casa lo has tratado tan cerca,

que ya has llegado; que ésta es su casa, señor.

REY:

Don Diego, espera.

DIEGO:

¿Qué ves?

REY:

¿No ves sangrienta una mano im-

presa en la puerta?

DIEGO:

Es llano.

REY:

(Gutierre sin duda es Aparte el

cruel que anoche hizo una acción tan inclemente.

No sé qué hacer; cuerdamente sus agravios satisfizo.

Salen doña LEONOR e INÉS criada.

LEONOR: Salgo a misa antes del día, porque

ninguno me vea en Sevilla, donde crea que olvido la

pena mía.

Mas gente hay aquí. ¡Ay Inés!

El rey, ¡qué hará en esta casa?

INÉS:

Tápate en tanto que pasa.

REY:

Acción excusada es, porque ya

estáis conocida.

LEONOR: No fue encubrirme, señor, por excu-

sar el honor de dar a tus pies la vida.

REY:

Esa acción es para mí, de recatar-

me de vos, pues sois acreedor, por Dios, de mis

honras; que yo os di palabra, y con gran razón, de

que he de satisfacer vuestro honor; y lo he de hacer

en la primera ocasión.

Don GUTIERRE dentro

GUTIERRE:

Hoy me he de desesperar, cielo

cruel, si no baja un rayo de esas esferas y en ceni-

zas me desata.

REY:

¿Qué es eso?

DIEGO:

Loco furioso don Gutierre de su ca-

sa sale.

REY:

¿Dónde vais, Gutierre?

GUTIERRE: A besar, señor, tus plantas; y de la

mayor desdicha de la tragedia más rara, escucha la

admiración que eleva, admira y espanta.

Mencía, mi amada esposa, tan hermosa co-

mo casta virtuosa como bella

--dígalo a voces la Fama--

Mencía, a quien adoré con la vida y con el

alma, anoche a un grave accidente vio su perfec-

ción postrada, por desmentirla divina este accidente

de humana.

Un médico, que lo es el de mayor nombre y

fama, y el que en el mundo merece inmortales ala-

banzas, la recetó una sangría, porque con ella es-

peraba restituír la salud a un mal de tanta importan-

cia,

Sangróse en fin; que yo mismo, por estar sola la casa, llamé el barbero, no habiendo ni criados ni

criadas.

A verla en su cuarto, pues, quise entrar esta

mañana

--aquí la lengua enmudece, aquí el aliento me

falta-- veo de funesta sangre teñida toda la cama,

toda la ropa cubierta, y que en ella, ¡ay Dios!, esta-

ba

Mencía, que se había muerto esta noche de-

sangrada.

Ya se ve cuán fácilmente una venda se des-

ata. ¿Pero para qué presumo reducir hoy a palabras

tan lastimosas desdichas?

Vuelve a esta parte la cara, y verás sangrien-

to el sol, verás la luna eclipsada, deslucidas las

estrellas, y las esferas borradas; y verás a la her-

mosura más triste y más desdichada, que por dar-

me mayor muerte, no me ha dejado sin alma.

Descubre a doña MENCÍA, en una cama, de-

sangrada

REY:

¡Notable sujeto! (Aquí Aparte la

prudencia es de importancia; mucho en reportarme

haré.

Tomó notable venganza).

Cubrid ese horror que asombra, ese prodigio

que espanta, espectáculo que admira, símbolo de la

desgracia.

Gutierre, menester es consuelo; y porque le

haya en pérdida que es tan grande con otra tanta

ganancia, dadle la mano a Leonor; que es tiempo

que satisfaga vuestro valor lo que debe, y yo cum-

pla la palabra de volver en la ocasión por su valor y

su fama.

GUTIERRE: Señor, si de tanto fuego aún las ce-

nizas se hallan calientes, dadme lugar para que

llore mis ansias. ¿No queréis que escarmentado

quede?

REY:

Esto ha de ser, y basta.

GUTIERRE: Señor, ¿queréis que otra vez, no li-

bre de la borrasca, vuelva al mar? ¿Con qué discul-

pa?

REY;

Con que vuestro rey lo manda.

GUTIERRE: Señor, escuchad aparte disculpas.

REY:

Son excusadas. ¿Cuáles son?

GUTIERRE: ¿Si vuelvo a verme en desdichas

tan extrañas, que de noche halle embozado a vues-

tro hermano en mi casa?

REY:

No dar crédito a sospechas.

GUTIERRE; ¿Y si detrás de mi cama hallase tal

vez, señor, de don Enrique la daga?

REY:

Presumir que hay en el mundo mil

sobornadas criadas, y apelar a la cordura.

GUTIERRE: A veces, señor, no basta. ¿Si veo

rondar después de noche y de día mi casa?

REY:

Quejárseme a mí.

GUTIERRE: ¿Y si cuándo llego a quejarme, me

aguarda mayor desdicha escuchando?

REY:

¿Qué importa si él desengaña; que

fue siempre su hermosura una constante muralla de

los vientos defendida?

GUTIERRE: ¿Y volviendo a mi casa hallo algún

papel que pide que el infante no se vaya?

REY:

Para todo habrá remedio.

GUTIERRE; ¿Posible es que a esto le haya?

REY:

Sí, Gutierre.

GUTIERRE; ¿Cuál, señor?

REY:

Uno vuestro.

GUTIERRE; ¿Qué es?

REY:

Sangralla.

GUTIERRE: ¿Qué decís?

REY:

Que hagáis borrar las puertas de

vuestra casa; que hay mano sangrienta en ella.

GUTIERRE: Los que de un oficio tratan, ponen,

señor, a las puertas un escudo de sus armas; trato

en honor, y así pongo mi mano en sangre bañada a

la puerta; que el honor con sangre, señor, se lava.

REY:

Dádsela, pues a Leonor, que yo sé

que su alabanza la merece.

GUTIERRE: Sí la doy.

Mas mira, que va bañada en sangre, Leonor.

LEONOR: No importa; que no me admira ni

espanta.

GUTIERRE: Mira que médico he sido de mi honra. No está olvidada la ciencia.

LEONOR: Cura con ella mi vida, en estando

mala.

GUTIERRE: Pues con esa condición te la doy.

Con esto acaba el médico de su honra.

Perdonan sus muchas faltas.

fin de la comedia

¡Gracias por leer este libro de www.elejandria.com!

Descubre nuestra colección de obras de dominio público en castellano en nuestra web

Share on Twitter Share on Facebook