IV

Una luciérnaga entre el musgo brilla

y un astro en las alturas centellea;

abismo arriba, y en el fondo abismo;

¿qué es al fin lo que acaba y lo que queda?

En vano el pensamiento

indaga y busca en lo insondable, ¡oh ciencia!

Siempre, al llegar al término, ignoramos

qué es al fin lo que acaba y lo que queda.

Arrodillada ante la tosca imagen,

mi espíritu, abismado en lo infinito,

impía acaso, interrogando al cielo

y al infierno a la vez, tiemblo y vacilo.

¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana

con sus ecos responde a mis gemidos

desde la altura, y sin esfuerzo el llanto

baña ardiente mi rostro enflaquecido.

¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan solo

lo puedes ver y comprender, Dios mío!

¿Es verdad que los ves? Señor, entonces,

piadoso y compasivo

vuelve a mis ojos la celeste venda

de la fe bienhechora que he perdido,

y no consientas, no, que cruce errante,

huérfano y sin arrimo,

acá abajo los yermos de la vida,

más allá las llanadas del vacío.

Sigue tocando a muerto, y siempre mudo

e impasible el divino

rostro del Redentor, deja que envuelto

en sombras quede el humillado espíritu.

Silencio siempre; únicamente el órgano

con sus acentos místicos

resuena allá de la desierta nave

bajo el arco sombrío.

Todo acabó quizás, menos mi pena,

puñal de doble filo;

todo, menos la duda que nos lanza

de un abismo de horror en otro abismo.

Desierto el mundo, despoblado el cielo,

enferma el alma y en el polvo hundido

el sacro altar en donde

se exhalaron fervientes mis suspiros,

en mil pedazos roto

mi Dios cayó al abismo,

y al buscarle anhelante, sólo encuentro

la soledad inmensa del vacío.

De improviso los ángeles

desde sus altos nichos

de mármol, me miraron tristemente

y una voz dulce resonó en mi oído:

«Pobre alma, espera y llora

a los pies del Altísimo;

mas no olvides que al cielo

nunca ha llegado el insolente grito

de un corazón que de la vil materia

y del barro de Adán formó sus ídolos.»

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