III

Era apacible el día

y templado el ambiente,

y llovía, llovía

callada y mansamente;

y mientras silenciosa

lloraba yo y gemía,

mi niño, tierna rosa,

durmiendo se moría.

Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!

Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca en la mía!

Tierra sobre el cadáver insepulto

antes que empiece a corromperse... ¡tierra!

Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos;

bien pronto en los terrones removidos

verde y pujante crecerá la hierba.

¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,

torvo el mirar, nublado el pensamiento?

¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!

Jamás el que descansa en el sepulcro

ha de tornar a amaros ni a ofenderos.

¡Jamás! ¿Es verdad que todo

para siempre acabó ya?

No, no puede acabar lo que es eterno,

ni puede tener fin la inmensidad.

Tú te fuiste por siempre; mas mi alma

te espera aún con amoroso afán,

y vendrás o iré yo, bien de mi vida,

allí donde nos hemos de encontrar.

Algo ha quedado tuyo en mis entrañas

que no morirá jamás,

y que Dios, porque es justo y porque es bueno,

a desunir ya nunca volverá.

En el cielo, en la tierra, en lo insondable

yo te hallaré y me hallarás.

No, no puede acabar lo que es eterno,

ni puede tener fin la inmensidad.

Mas... es verdad, ha partido

para nunca más tornar.

Nada hay eterno para el hombre, huésped

de un día en este mundo terrenal

en donde nace, vive y al fin muere,

cual todo nace, vive y muere acá.