[I]

Tras de los limpios cristales

se agitaba la blanca cortina,

y adiviné que tu aliento

perfumado la movía.

Sola estabas en tu alcoba,

y detrás de la tela blanquísima

te ocultabas, ¡cruel!, a mis ojos...

mas mis ojos te veían.

Con cerrojos cerraste la puerta,

pero yo penetré en tu aposento

a través de las gruesas paredes,

cual penetran los espectros;

porque no hay para el alma cerrojos,

ángel de mis pensamientos.

Codicioso admiré tu hermosura,

y al sorprender los misterios

que a mis ojos velabas... ¡perdóname!,

te estreché contra mi seno.

Mas... me ahogaba el aroma purísimo

que exhalabas de tu pecho,

y hube de soltar mi presa

lleno de remordimiento.

Te seguiré adonde vayas,

aunque te vayas muy lejos,

y en vano echarás cerrojos

para guardar tus secretos;

porque no impedirá que mi espíritu

pueda llegar hasta ellos.

Pero... ya no me temas, bien mío,

que, aunque sorprenda tu sueño,

y aunque en tanto estés dormida

a tu lado me tienda en tu lecho,

contemplaré tu semblante,

mas no tocaré tu cuerpo,

pues lo impide el aroma purísimo

que se exhala de tu seno.

Y como ahuyenta la aurora

los vapores soñolientos

de la noche callada y sombría,

así ahuyenta mis malos deseos. Otra

Hoy uno y otro mañana,

rodando, rodando el mundo,

si cual te amé no amaste todavía,

al fin ha de llegar el amor tuyo.

¡Y yo no quiero que llegue...

ni que ames nunca, cual te amé, a ninguno;

antes que te abras de otro sol al rayo,

véate yo secar, fresco capullo!

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