[III]

Una mancha sombría y extensa

borda a trechos del monte la falda,

semejante a legión aguerrida

que acampase en la abrupta montaña

lanzando alaridos

de sorda amenaza.

Son pinares que al suelo, desnudo

de su antiguo ropaje, le prestan

con el suyo el adorno salvaje

que resiste del tiempo a la afrenta

y corona de eterna verdura

las ásperas breñas

Árbol duro y altivo, que gustas

de escuchar el rumor del Océano

y gemir con la brisa marina

de la playa en el blanco desierto,

¡yo te amo!, y mi vista reposa

con placer en los tibios reflejos

que tu copa gallarda iluminan

cuando audaz se destaca en el cielo,

despidiendo la luz que agoniza,

saludando la estrella del véspero.

Pero tú, sacra encina del celta,

y tú, roble de ramas añosas,

sois más bellos con vuestro follaje

que si mayo las cumbres festona

salpicadas de fresco rocío

donde quiebra sus rayos la aurora,

y convierte los sotos profundos

en mansión de gloria.

Más tarde, en otoño,

cuando caen marchitas tus hojas,

¡oh roble!, y con ellas

generoso los musgos alfombras,

¡qué hermoso está el campo;

la selva, qué hermosa!

Al recuerdo de aquellos rumores

que al morir el día

se levantan del bosque en la hondura

cuando pasa gimiendo la brisa

y remueve con húmedo soplo

tus hojas marchitas

mientras corre engrosado el arroyo

en su cauce de frescas orillas,

estremécese el alma pensando

dónde duermen las glorias queridas

de este pueblo sufrido, que espera

silencioso en su lecho de espinas

que suene su hora

y llegue aquel día

en que venza con mano segura,

del mal que le oprime,

la fuerza homicida.