Una tarde de abril, en que la tenue
llovizna triste humedecía en silencio
de las desiertas calles las baldosas,
mientras en los espacios resonaban
las campanas con lentas vibraciones,
dime a marchar, huyendo de mi sombra.
Bochornoso calor que enerva y rinde,
si se cierne en la altura la tormenta,
tornara el aire irrespirable y denso.
Y el alma ansiosa y anhelante el pecho
a impulsos del instinto iban buscando
puro aliento en la tierra y en el cielo.
Soplo mortal creyérase que había
dejado el mundo sin piedad desierto,
convirtiendo en sepulcro a Compostela.
Que en la santa ciudad, grave y vetusta,
no hay rumores que turben importunos
la paz ansiada en la apacible siesta.