[II]

—¡Cementerio de vivos! —murmuraba

yo al cruzar por las plazas silenciosas

que otros días de glorias nos recuerdan.

¿Es verdad que hubo aquí nombres famosos,

guerreros indomables, grandes almas?

¿Dónde hoy su raza varonil alienta?

La airosa puerta de Fonseca, muda,

me mostró sus estatuas y relieves

primorosos, encanto del artista;

y del gran Hospital, la incomparable

obra del genio, ante mis tristes ojos

en el espacio dibujóse altiva.

Después la catedral, palacio místico

de atrevidas románicas arcadas,

y con su Gloria de bellezas llena,

me pareció al mirarla que quería

sobre mi frente desplomar, ya en ruinas,

de sus torres la mole gigantesca.

Volví entonces el rostro, estremecida,

hacia donde atrevida se destaca

del Cebedeo la celeste imagen,

como el alma del mártir, blanca y bella,

y vencedora en su caballo airoso,

que galopando en triunfo rasga el aire.

Y bajo el arco oscuro, en donde eterno

del oculto torrente el rumor suena,

me deslicé cual corza fugitiva,

siempre andando al azar, con aquel paso

errante del que busca en donde pueda

de sí arrojar el peso de la vida.

Atrás quedaba aquella calle adusta,

camino de los frailes y los muertos,

siempre vacía y misteriosa siempre,

con sus manchas de sombra gigantescas

y sus claros de luz, que hacen más triste

la soledad, y que los ojos hieren.

Y en tanto... la llovizna, como todo

lo manso, terca, sin cesar regaba

campos y plazas, calles y conventos

que iluminaba el sol con rayo oblicuo

a través de los húmedos vapores,

blanquecinos a veces, otras negros.