XCIII

Al caer despeñado en la hondura

desde la alta cima,

duras rocas quebraron sus huesos,

hirieron sus carnes agudas espinas,

y el torrente de lecho sombrío,

rasgando sus linfas

y entreabriendo los húmedos labios,

vino a darle su beso de muerte

cerrando en los suyos el paso a la vida.

Despertáronle luego, y temblando

de angustia y de miedo,

—¡Ah!, ¿por qué despertar? —preguntóse

después de haber muerto.

Al pie de su tumba

con violados y ardientes reflejos,

flotando en la niebla

vio dos ojos brillantes de fuego

que al mirarle ahuyentaban el frío

de la muerte templando su seno.

Y del yermo sin fin de su espíritu

ya vuelto a la vida, rompiéndose el hielo,

sintió al cabo brotar en el alma

la flor de la dicha, que engendra el deseo.

Dios no quiso que entrase infecunda

en la fértil región de los cielos;

piedad tuvo del ánimo triste

que el germen guardaba de goces eternos.