XXIV

En su cárcel de espinos y rosas

cantan y juegan mis pobres niños,

hermosos seres, desde la cuna

por la desgracia ya perseguidos.

En su cárcel se duermen soñando

cuán bello es el mundo cruel que no vieron,

cuán ancha la tierra, cuán hondos los mares,

cuán grande el espacio, qué breve su huerto.

Y le envidian las alas al pájaro

que traspone las cumbres y valles,

y le dicen: —¿Qué has visto allá lejos,

golondrina que cruzas los aires?

Y despiertan soñando, y dormidos

soñando se quedan

que ya son la nube flotante que pasa

o ya son el ave ligera que vuela

tan lejos, tan lejos del nido, cual ellos

de su cárcel ir lejos quisieran.

—¡Todos parten! —exclaman—. ¡Tan sólo,

tan sólo nosotros nos quedamos siempre!

¿Por qué quedar, madre, por qué no llevarnos

donde hay otro cielo, otro aire, otras gentes?

Yo, en tanto, bañados mis ojos, les miro

y guardo silencio, pensando: —En la tierra

¿adónde llevaros, mis pobres cautivos,

que no hayan de ataros las mismas cadenas?

Del hombre, enemigo del hombre, no puede

libraros, mis ángeles, la egida materna.