V

Serían las dos de la madrugada cuando los caballos, fatigados de una carrera violenta y rápida, tomaron un trote cansado que desesperaba a Flavio e impacientaba al postillón. Pero tuvieron que resignarse al fin a dejar a los caballos su marcha lenta, que el mal camino hacía más trabajosa, y Flavio, en cuyo espíritu ejercían poderosa influencia las bellezas de la naturaleza, cediendo insensiblemente al encanto de aquella noche apacible, sintió despertarse en su alma una tranquilidad melancólica y llena de dulzura.

Su vista vagaba errante por las misteriosas hondonadas que se extendían al pie del camino, pareciendo dilatarse hasta lo infinito, y por los bosques sombríos, en donde se creería percibir cómo los robles corpulentos procuraban mezclarse y confundirse en un abrazo eterno. Un vapor sutil bañaba la tierra, sobre la cual la luna dejaba caer sus pálidos rayos, como queriendo ocultar a su claridad importuna los amores misteriosos de las plantas; y las lucernas, brillando entre el musgo, parecían mirar con ojo tenaz, velando en medio de la noche a Flavio, a las estrellas, a la naturaleza entera.

En tanto, el coche rodaba lentamente dejando en pos de sí bosques tras bosques, praderas tras praderas, cañadas florecientes y riachuelos que se veían deslizar tranquilos por entre la hierba murmurando mansamente. Sus aguas brillaban a veces como diamantes; otras, semejaban una negra y movible sombra que se agitaba bajo las inclinadas ramas de los álamos; y otras, en fin, cinta plateada que alguna hada hubiese extendido graciosamente al pie de las colinas, como queriendo hacerlas sus prisioneras.

Ya era un torrente que se despeñaba arrastrando en pos de sí las hojas secas que el viento arrebataba a los árboles que crecían a su orilla; ya un lago tranquilo que, como bruñido espejo, reflejaba en su fondo la luna y las estrellas, que parecían estremecerse inquietas; ya una cigarra que, cantando, iba oyéndose cada vez más lejano el eco monótono de su voz. Y todo lo dejaba en pos de sí el carruaje que, andando lentamente, a los ojos de Flavio parecía que volaba. Graciosas colinas aparecían y volvían a desaparecer en lontananza, como si no fuesen más que una ilusión óptica, sucediéndose otras nuevas a las pasadas, ya más bellas, ya más fantásticas, y pasando algunas veces por su imaginación conturbada la idea de si todo aquello no era más que un sueño.

«¿Por qué caminar siempre? —decía—. Todo esto que contemplo con una avidez insaciable, con un placer desconocido, va infundiendo en mi alma una apatía melancólica, un deseo de quietud eterna... Tal vez morir en medio de una de estas selvas agrestes, en donde no se escucha el más leve ruido que anuncie la existencia del hombre, morir en medio de esta dudosa claridad parecida a la del crepúsculo, y antes que la aurora descorra el velo que la oculta, sería la mayor felicidad a que yo pudiese aspirar en estos momentos de dulce melancolía».

He aquí cómo los pensamientos de Flavio, bañándose, si así puede decirse, en la fría tristeza de aquella noche de otoño, acababan de sufrir una transformación repentina, porque empezaba a sentirse dominado por la misteriosa melancolía que esparce en el alma el silencio y la meditación; melancolía que muchas veces degenera en inercia profunda y doliente.

La agitación y el movimiento incesante con que había soñado tantas veces en su estrecho gabinete y solitario parque, nada eran entonces para el voluble niño. El silencio que domina los retirados lugares, la inalterable y perpetua armonía de la naturaleza le encantaban, y quizás el recuerdo de aquel mismo palacio que acaba de abandonar pasaba entonces por su pensamiento como una dulce visión de reposo y de calina.

En tanto el viajero empezaba a experimentar esa contrariedad de deseos que en la monótona quietud de su retiro no habían podido llegar a conmoverle, sintió el más vivo placer citando el carruaje, doblando un ángulo del camino, se internó de improviso en una explanada, desde la cual se descubría la más bella perspectiva que hubiera deseado contemplar la más poética imaginación.

Era una inmensa vega cubierta de arbolado, con pequeñas aldeíllas agrupadas aquí y allá en medio de los bosques y regada por un ancho río, que seguía su lento curso entre las orillas del césped, yendo a perderse al pie de lejanas montañas que parecían, a la amarillenta luz de la luna, sombras vaporosas y gigantescas. Percibíase el sonoro murmullo del agua que caía de varios molinos ocultos entre frondosos castaños, y mezclábase al canto de las cigarras y al soplo del viento, que agitaba suavemente las hojas de los árboles, su ruido monótono y expresivo.

Flavio abarcó con una sola mirada todos los encantos de aquel cuadro grandioso y respiró con fuerza, como si quisiera recoger en sí mismo los ecos, los perfumes y el espíritu que fecundizaba tantas bellezas; pero aquel suspiro fue contenido cuando iba a expirar en sus labios.

Sobre el ruido que formaba el agua de los molinos, sobre el canto de las cigarras y las brisas de la noche se alzó otra armonía más sonora y vibrante. Era una música lejana que acompañaba un coro de voces frescas y suaves, voces de mujer que esparcían al viento sus ecos dulcísimos.

Nada más nuevo y sorprendente para el viajero que aquellas voces, que jamás hasta aquel instante habían herido sus oídos; nada más conmovedor que aquella música resonando en medio del silencio de los campos en las altas horas de una noche serena.

Bajo la primera influencia de aquellos sonidos sus labios murmuraban palabras inconexas, y llevando la temblorosa mano al corazón, trató en vano de contener sus latidos. Un frío sudor inundaba su cuerpo, y, estático y casi sin fuerzas, seguía escuchando aquellos acordes que parecían resonar en el cielo.

Su corazón, virgen aún, y que hasta entonces no había conocido los ardientes incentivos que dan el primer grito de alarma a las pasiones, acaba de despertarse a una nueva vida, trémulo y lleno de alegría como el que abre sus ojos a la luz después de una noche de vagas tinieblas.

Nunca en el apartado retiro en donde se había deslizado su vida, como un río que sigue silencioso su carrera por la llanura, se escuchara el rumor de una fiesta, ni acento alguno de regocijo y de algazara. Tan sólo el canto de los campesinos o el ladrido de los perros se hacía sentir en lugares tan apartados del resto del mundo. Silenciosos aquellos vastos salones, así a la mañana como a la tarde, así el año que concluía como el que empezaba de nuevo, era aquella existencia fría y metódica, en la que podían contarse los latidos de cada corazón.

Flavio había dormido en medio de una calma imperturbable un prolongado sueño de inocencia, coronado de ilusiones de libertad y de puras creencias. El despertar de este sueño, cuando aún niño por su corazón era ya hombre, debía arrastrar en pos de sí un turbión de inmoderados deseos, una fiebre de temibles sensaciones que harían trabajosa y difícil la carrera de su vida.

Concentrados hasta entonces todos sus pensamientos en la idea de poder abandonar el sombrío palacio para correr como un loco por aquel mundo que su viejo maestro le describiera, con la benevolencia propia de un anciano para los recuerdos de su juventud, no le habían dejado adivinar ni la pasión, ni el amor, y aún mucho menos ese abismo profundo y resbaladizo que se llama sociedad, y en la que dicen necesita vivir el hombre para purificarse de su sencilla ignorancia.

Flavio, pues, entraba en el mundo con el corazón dispuesto a recibir todas las sensaciones, todos los sentimientos imaginables, sin pensar siquiera que pudiera haber alguno contra el cual tuviese que combatir con armas que no conocía.

Su maestro le había dicho: «El hombre que quiere ser siempre dueño de su voluntad y de sí mismo no debe dejarse sorprender por sentimientos que le liguen a objeto alguno, porque entonces será esclavo en vez de ser libre; pero el que con resolución firme y valor en el corazón rechaza todo aquello que pueda aminorar sus fuerzas, para ése es tan fácil la senda de la vida como lo son a la gaviota las encrespadas olas sobre las que boga eternamente».

Y Flavio creyó firmemente en las palabras de su maestro, no dudando un instante de que poseía en sí mismo aquel valor que haría tan fácil y amena esa senda, por la que deseaba lanzarse con todo el ardor de sus ilusiones primeras.

«Yo soy fuerte en mi voluntad —dijo—. Ninguna cosa habrá que me seduzca hasta el punto de arrebatarme mi querida independencia, suspirada y apetecida en tan larga cautividad».

Y partió con ánimo tranquilo, sin temor a los obstáculos que pudiese hallar en su camino. No obstante, Flavio, a pesar de su ignorancia, leyera algunos libros, entre los cuales había algunos que hablaban de este mundo con más desprecio y amargura de la que se necesita para llegar a aborrecer el objeto más digno; pero la lectura de los mejores libros en ciertas épocas de la vida no queda más indeleble en el espíritu que las iniciales grabadas en la corteza de un árbol que se cubre de musgo cada año. Todo lo que había leído no había sido suficiente para formar en él un carácter fijo, un modo de pensar conforme; cada libro dejara en su espíritu una idea como un adorno postizo, y podemos decir que Flavio, respecto a esto, nada tenía suyo sino una imaginación de fuego, un carácter dado generalmente a la melancolía y un talento poco vulgar.

Sus meditaciones solían ser sombrías, y sus sensaciones eran violentas y expansivas. Pero creemos que esto último, más bien que hija de su carácter, era un efecto de su educación y de su ignorancia. Flavio era una planta virgen, un ser extraño a los placeres del mundo que con los ojos vendados corría en pos de ellos buscando su amada libertad. ¡Infeliz!... ¡Qué infierno de sensaciones, qué invisibles cadenas le esperaban para sujetar su espíritu indomable! Pero, ¿cómo evitar esas amarguras, que antes de hacernos derramar las frías lágrimas del desencanto nos sonríen cariñosamente y bañan con miel nuestros labios?

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