VI

La música proseguía llenando el viento con sus armonías, y llegando hasta Flavio parecían querer enloquecerle por medio de su oculta magia.

La luna se presentaba tan clara y brillante que su luz hubiera podido confundirse con los primeros resplandores del alba, y sus rayos pálidos iluminando de lleno el río prestaban tal transparencia y encanto al paisaje, que Flavio pensó no eran tan difícil creer que las sílfides y ondinas moraban en el fondo de las aguas o vagaban en la apacible sombra que reinaba en la espesura. Entonces pensó recorrer aquellos lugares tan bellos y misteriosos, perseguir aquellos armoniosos ecos que le enloquecían, y el inclemente carruaje ya no seguiría indiferente su marcha, abandonando de nuevo tantas bellezas como se presentaban ante sus áridas miradas, cual si le convidasen a gozar placeres desconocidos. Mandó detener el carruaje, y, abriendo la portezuela y saltando con rapidez, se ocultó entre los castaños que ocultaban los molinos y desapareció a los ojos del postillón.

Era este un hombre de treinta años, poco más o menos, cachazudo, resuelto y que, habiendo sido militar, conservaba todavía parte del valor que le distinguiera en el ejército. Tenía buen corazón, a pesar de su natural fiereza, se amoldaba a todas las circunstancias de la vida y profesaba a Flavio particular afecto, porque solía decir que amo poco ceremonioso y suelto de mano era digno de que un criado honrado le guardase inalterable adhesión pese a todas las vicisitudes imaginables. De profunda penetración, y hallándose al servicio de Flavio hacía más de dos años, le tenía por un grande hombre; pero en su interior le pronosticaba mal fin, a pesar de lo cual se había jurado a sí mismo no abandonarle jamás. «Él es valiente —se decía—, y mis puños son de hierro... Marchemos, pues, a recorrer el mundo, que con dinero, paciencia y buen humor el peor mal que pueda sucedernos es morir hoy en vez de morir mañana».

Convencido de tan excelentes ideas, miró si los revólveres que a prevención llevaba estaban bien cargados, y apoyando la cabeza en su ancha mano, en actitud de dormir, vio, al parecer con la mayor indiferencia, la marcha de Flavio, murmurando entre dientes: «¡Él lleva también pistolas!»

Y después de decir esto se dejó sorprender por uno de esos sueños de centinela que desaparecen a la primera voz de alerta.

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